11

A lo largo del día, el tiempo fue mejorando y salió el sol, el viento se llevó las nubes definitivamente y al atardecer nos obsequió con un cielo azul radiante.

En realidad, mi intención era que el taxi me llevara directamente a casa, pero de repente me asaltó la sensación de que necesitaba hablar con alguien y le pedí al taxista que diera la vuelta. A casa de Alexia. Me hacía falta una amiga.

No me abrieron. Por un momento, me quedé paralizada delante de la puerta, decepcionada y sin saber qué hacer. ¿Habían salido todos? ¿Se habían ido de excursión y no volverían hasta tarde? En cualquier caso, los niños tenían que ir a la escuela al día siguiente. Quizá valiera la pena esperar.

Mientras seguía indecisa, vi que un coche doblaba por la esquina y pensé con alivio que era mi amiga. Los Reece tenían una furgoneta blanca, un modelo Bedford anticuadísimo, pero muy práctico para una familia de seis, que también transportaba a un montón de amigos de los niños. Sin embargo, enseguida me di cuenta de mi error: el vehículo también era una furgoneta blanca, pero se trataba de una Vauxhall Movano, que solo podía confundirse mirándola muy por encima. Pasó de largo, siguió calle abajo y luego se desvió hacia la entrada de otro edificio.

No quise darme por vencida y decidí echar un vistazo en el jardín. A lo mejor estaban allí fuera y no habían oído el timbre. Entre la casa de Alexia y la de los vecinos había una galería cubierta que daba al jardín, al que se accedía tanto desde la parte de delante como desde la cocina. Los Reece habían instalado allí la lavadora y el congelador. Alexia y Ken siempre estaban desbordados de trabajo, por lo que eran un poco descuidados y casi nunca pensaban en cerrar la puerta de acceso a la galería. Ese día también tuve suerte. Pude entrar sin problema.

Al llegar al jardín vi a Ken. Estaba sentado en las escaleras que daban al comedor, fumando un cigarrillo y con una cerveza en la mano. Parecía relajado, seguramente ya había logrado meter a los niños en la cama, porque no se oían movimientos ni gritos, ni riñas ni llantos. El ambiente era casi nocturno, reverencial y sereno. El sol prácticamente se había puesto. El jardín se sumergía en las sombras de la penumbra. En medio del césped había una pequeña piscina hinchable, arrugada y roja, que perdía aire poco a poco.

Ken se puso contento al verme y me sonrió.

—¡Jenna! ¡Cuánto me alegro! Ven, siéntate aquí conmigo.

Se echó a un lado y me senté junto a él en las escaleras.

—Hola, Ken. Tendríais que cerrar la puerta de delante. ¡Puede entrar cualquiera!

—No hay mucho que llevarse —replicó, despreocupado—. ¿Quieres una cerveza? ¿Y un cigarrillo?

—Una cerveza.

Cogió una botella que tenía al lado, la abrió y me la pasó. El aliento le olía a alcohol y a tabaco. Yo acababa de tomarme una botella de vino con Matthew. Una cerveza ahora y al día siguiente tendría dolor de cabeza, pero no quise pensarlo en ese momento. El catarro se estaba batiendo en retirada y ya me encontraba medio en forma. Resistiría una resaca.

—¿Qué le habéis hecho a la piscina? —pregunté.

Ken se rió.

—Evan le ha disparado un dardo. Le ha llegado la hora de ir a la basura.

—¡Madre mía! —A sus hijos siempre se les ocurría algún disparate. Le pregunté por mi amiga—: ¿Alexia ya se ha ido a dormir?

Ken negó con la cabeza.

—¡No, por Dios! Si ya no duerme casi nunca. Todavía no ha vuelto a casa.

—¡No me digas que está otra vez en la redacción!

—Ayer todo el día. Hoy todo el día. Se está deslomando porque ha perdido más anunciantes. Yo creo que eso pasa constantemente en todo el sector, pero ella se lo toma como un fracaso personal que hay que compensar a toda costa.

—Ronald Argilan le transmite esa sensación —le expliqué—. La trata como a una inútil; aunque, en mi opinión, sabe muy bien que no es verdad. La tiene tomada con ella y quiere verla fracasar. Y lo peor es que Alexia no tiene ninguna posibilidad. Le irá poniendo el listón cada vez más alto, hasta que abandone. A él no le cuesta nada y ella acabará agotada.

—Pero ¿qué tiene contra ella? —preguntó Ken, confuso.

Me encogí de hombros.

—Está en contra de que las mujeres ocupen puestos directivos. El lugar de una mujer es su casa, con los hijos, en la cocina, encerrada entre cuatro paredes. Y por la noche tiene que estar a punto con una cena deliciosa para el marido que regresa a casa, y entonces le pregunta: «Cariño, ¿cómo ha ido el día?».

—Bueno, si he de ser sincero, eso no suena nada mal —dijo Ken sonriendo con ironía.

Brindamos con las botellas de cerveza y echamos un trago largo.

Miré a Ken.

—No es una época fácil para ti, ¿verdad? —pregunté.

—Claro que no. No es fácil ver a tu mujer arruinándose la salud y destrozándose los nervios lentamente. No tienes ni idea de la de veces que le he pedido que lo deje. Que se busque otra cosa, aunque sea de menor categoría, pero con mejores condiciones de trabajo y un sueldo decente. ¡Es ridículo! —exclamó en tono de enfado—. Trabaja todo el fin de semana y apenas pasa un minuto con su familia, y ni siquiera le pagan lo suficiente. No nos alcanza por ningún lado. ¡Cuatro hijos! Eso hay que financiarlo. Y desde que se despidió la canguro, ya he abandonado las esperanzas de dedicarme a mi libro en un plazo razonable y así poder ganar algún extra. Me doy por satisfecho si consigo superar el día.

—Le cubres las espaldas a Alexia incondicionalmente —dije.

—Sí, pero empiezo a preguntarme si de verdad será por su bien —replicó Ken.

Nos quedamos callados. Los dos sabíamos que Alexia se encontraba en un callejón sin salida, pero comprendíamos por qué no podía ceder.

Finalmente, Ken preguntó:

—¿Y tú? ¿Qué tal?

—Bueno, yo… —Bebí un trago de cerveza antes de proseguir—. Vengo de casa de Matthew. Hemos pasado el día juntos.

—¿Sí? ¿El plan de Alexia ha funcionado?

—No sé… Lo cierto es que lo habíamos dejado. Hoy ha sido como empezar de nuevo. Un intento de probar qué tal iba sin Vanessa.

Ken enarcó las cejas.

—¿Sin Vanessa?

—Siempre estaba presente —dije—. Matthew era incapaz de hablar de otra cosa. No pensaba en nada más. La buscaba prácticamente todos los días y en todo momento. Quería saber qué ha sido de ella. Y yo no podía seguir de esa manera.

—No me extraña. ¿Quién podría aguantar algo así?

—Ahora intenta seriamente dar por concluida la cuestión, lo de su desaparición. He estado en su casa. No había ni una foto suya y, tal como me dijo, había puesto todas sus cosas en cajas y las había guardado en el desván. Se ha esforzado de verdad, pero… —Suspiré, resignada—. Pero ella sigue allí. Como si estuviera presente. Su casa. Su jardín. Sus muebles. Su… espíritu en la casa. Matthew y yo estábamos muy tensos. Nos hemos hecho la comida y hemos hablado durante horas de aliños, simplemente para evitar una conversación que pudiera llevarnos a un terreno resbaladizo. Después de bebernos una botella de vino entera, estábamos lo bastante desinhibidos para confesar que los aliños no nos interesan lo más mínimo…

Suspiré de nuevo. No sabía cómo explicárselo a Ken, cómo describirle ese día tan cargado. Había tenido la sensación de ser una intrusa. La mujer que entraba en la vida de Vanessa, en su casa, en su cocina. La mujer que quería a su marido. Y que no tenía ningún derecho.

Matthew había estado muy nervioso todo el rato, completamente decidido a no cometer ningún error. Me conmovieron sus esfuerzos por mostrarse cariñoso, alegre y normal. Nos tomamos el vino en la terraza, dije que los rododendros que comenzaban a florecer por todo el jardín estaban magníficos y él contestó:

—Sí, los…

Se tragó el resto de la frase y bebió a toda prisa un trago de vino. Supe que había estado a punto de pronunciar su nombre. «Los plantó Vanessa» o «Los cuidaba Vanessa». Algo por el estilo.

Salimos a pasear con Max, y esa fue la mejor hora del día. Las cosas funcionaban mejor entre nosotros cuando estábamos en terreno neutral, aunque tampoco podía decirse que la tensión se hubiera desvanecido enseguida. Volvimos a casa hacia las cinco y media, y empecé a preguntarme cómo acabaría el día. Para ser más exactos, empecé a pensar seriamente en el sexo. Sin embargo, no me dio la sensación de que Matthew compartiera mis pensamientos. Todavía parecía estresado y agobiado. Al fin y al cabo, la cuestión del sexo también implicaba la pregunta banal de: «¿Dónde?». El dormitorio de Matthew, el que había compartido durante años con Vanessa, quedaba categóricamente excluido, eso estaba claro. ¿Tenía habitación de invitados? Pero ¿cómo se sentiría Matthew diciendo «Vamos al cuarto de invitados»? Eso también tenía algo de falso y forzado.

Observé la alfombra de la sala de estar y luego desvié la mirada hacia la mesa del jardín. En caso de necesidad… Pero Matthew me parecía demasiado conservador. Para hacerlo en el suelo o encima de una mesa había que dejarse llevar por un arrebato de pasión; eso se hacía normalmente porque no había tiempo para buscar un sitio más cómodo. Matthew parecía muy lejos de sentir pasión, y menos aún de un arrebato. Y de repente supe que, si tomaba yo la iniciativa, el resultado sería penoso.

—Al final pusimos la tele y vimos las noticias —le dije a Ken—. Romántico, ¿eh? Ya no sabíamos qué decirnos, ¡y acabamos delante de la caja tonta!

—¿Y por qué no? —preguntó Ken, y apagó el cigarrillo en las baldosas—. A veces hay que agarrarse a un clavo ardiendo. Vuestra situación es complicada. No puedes aplicarle una vara de medir normal.

—En cualquier caso, ese clavo ardiendo fue lo peor a lo que nos podíamos haber agarrado.

Recordé la escena. Ambos sentados en el sofá. Max, a nuestros pies. Entre nosotros, una distancia pudorosa. Los dos mirando fijamente la tele como si nos fascinara lo que veíamos.

—¿Te has enterado de las noticias de los últimos días? —le pregunté a Ken—. ¿La mujer de Yorkshire a la que secuestraron junto a la carretera?

Ken lo pensó un momento.

—Sí, es verdad. Lo recuerdo. ¿Qué pasa con ella?

—La han encontrado. Hoy. Seguramente la secuestraron unos delincuentes juveniles y la retuvieron en una granja aislada. Ni idea de lo que le hicieron. Pero al menos está viva y ha vuelto con su marido.

—¡Oh, mierda! —dijo Ken, y seguro no se refería a la afortunada salvación de la desconocida. Probablemente había intuido lo que esa noticia había desatado en su amigo Matthew.

Asentí.

—Matthew no podía ocultar lo mucho que le afectaba. ¡La historia se parece tanto que resulta grotesco! Una carretera en medio de los páramos de Yorkshire. Una mujer esperando sola en el coche. La mujer desaparece sin dejar rastro, el bolso y las llaves del coche se quedan en el vehículo. La policía no tiene pistas. No hay llamadas telefónicas exigiendo un rescate, nada. El caso es inexplicable. Pero luego, solo dos días después…

—La certeza liberadora —concluyó Ken—. Si es que puede llamarse así. Porque ¿quién sabe lo que le habrán hecho a esa mujer? Necesitará mucha ayuda y mucho apoyo para recuperar la normalidad.

—Por supuesto. Pero, al menos, podrán ayudarla. Los han librado del tormento de no saber nada. De la búsqueda desesperada, de andar siempre cavilando, del miedo… Esa familia se ahorrará sufrir lo que ha sufrido Matthew desde hace casi tres años.

Noté perfectamente lo que le pasaba a Matthew mientras seguía la noticia en la televisión: en los minutos siguientes, revivió otra vez toda la gama de sentimientos que lo habían atormentado con fuerza desde agosto de 2009. Se imaginó a Vanessa en manos de un criminal, de una mente perversa que la humillaba y la hería, y quizá la torturaba lentamente hasta la muerte. Vanessa no había tenido la suerte de que la encontraran.

Comprendí que Matthew quería estar solo, aunque era demasiado educado para decirlo. Acariciaba ensimismado a Max, hundiendo las manos en el pelo grueso y suave del perrazo, con la mirada fija en la lejanía, en algún lugar, en un punto que solo veía él. Le toqué el hombro con cautela.

—Me voy a casa —dije en voz baja—. Creo que será lo mejor.

Matthew se sobresaltó.

—Te llevo.

—No, déjalo. —No parecía en condiciones de conducir—. Cogeré un taxi.

No replicó, pero cuando me senté en el taxi, de repente creí que sería incapaz de estar sola, y por eso le pedí al taxista que me llevara a casa de Alexia. Y ella estaba tan sumida en sus propios problemas que tampoco estaba disponible para mí.

—Y con eso se acabó el domingo romántico —comentó Ken—. Lo siento, Jenna. Es una situación realmente complicada. Puede que Matthew no esté todavía en condiciones de iniciar una nueva relación.

—Debe de ser un hilo conductor en mi vida —dije—. Pasé ocho años con un hombre que fue incapaz de comprometerse de verdad conmigo. Y ahora, lo mismo otra vez. Por lo visto, soy una mujer que atrae a hombres que no saben mantener una relación. Y no puede decirse que eso me haga feliz.

Ken me miró.

—Yo creo que eres una mujer que atrae a todos los hombres —replicó—. Eres muy guapa. Pocas veces he visto mujeres tan guapas como tú.

Estábamos sentados tan juntos que nuestras caras casi se tocaban. Los dos habíamos consumido alcohol y, en mi caso, demasiado.

—¡No puede ser! —exclamé.

Haciendo caso omiso de mis propias palabras, lo besé. Tenía unos labios suaves y su barba de dos o tres días rascaba. Ken dejó la botella de cerveza y tendió las manos hacia mí, en un gesto que podía significar ambas cosas, abrazo o resistencia. Seguramente, ni él mismo lo sabía.

—No debemos… —dijo, antes de responder a mi beso, tímidamente al principio, pero de un modo que me hizo notar que él también se sentía solo. Él también deseaba consuelo. ¿Qué había dicho un par de minutos antes? «A veces hay que agarrarse a un clavo ardiendo.»

Él era mi clavo ardiendo y yo era el suyo en esos instantes. En el primer piso de la casa dormían sus cuatros hijos, y su mujer, mi mejor amiga, podía volver de la redacción en cualquier momento. Y no me importaba lo más mínimo. Quería hacer el amor con él en ese mismo instante. En el césped. Encima de las baldosas duras de la terraza. De pie, apoyados contra la pared. Daba igual dónde y cómo.

Por suerte, Ken frenó a tiempo. Me soltó y se levantó. Vi que temblaba.

—Perdona —dijo—. Perdóname, Jenna. Ha sido… No tenía que haberlo hecho bajo ningún concepto.

Yo también me puse de pie. Las piernas me temblaban como un flan.

—No te disculpes —repliqué—. He sido yo. Y no puede ser.

La noche caía lentamente. El olor a primavera, hierba y tierra, que provenía del jardín, parecía cada vez más intenso. ¿Qué demonios me pasaba? Dos horas antes, pensaba en hacer el amor con Matthew. Y hacía un momento estaba dispuesta a retozar con Ken sin complejos sobre el césped. Pensaba que ya había superado definitivamente esa fase. Cuando era adolescente y discutía constantemente con mi madre porque, después de morir mi querida abuela, me quedé más sola y me sentí más incomprendida que nunca, me iba a la cama de buena gana con cualquier hombre que se cruzara en mi camino, que no fuera del todo repugnante y que mostrara interés por mí. Al acabar los estudios, cuando me fui de casa y empecé a buscarme la vida trabajando de cantante sin mucho éxito, las cosas siguieron por el mismo camino. Garrett conoció esa etapa antes de que me uniera de forma estable a él y fuera completamente infeliz.

No pude evitar acordarme de una situación que viví años antes y que fue tan desagradable que acabó llevándome a dejar a Garrett. Por desgracia, él consiguió persuadirme de intentarlo de nuevo, y ese fue un gran error por mi parte. Recordando aquel suceso, casi se me saltaron las lágrimas.

Ken se dio cuenta y enseguida se dio por aludido. Me acarició la mejilla en un gesto de impotencia.

—No pasa nada —dijo—. Por Dios, Jenna, ¡no llores!

—No lloro por eso —repliqué, aunque tenía que ver con él y lo que acababa de ocurrir—. Es solo que… ¡A veces no me entiendo!

Garrett y yo habíamos ido a una fiesta, estábamos rodeados de gente joven muy enrollada, hippies que yo no conocía, y Garrett se había puesto morado de combinados de vodka, que en aquella época le encantaban. Cuando bebía, era peligroso, agresivo, ofensivo, hiriente. Nadie sabía dar golpes bajos tan certeros como él cuando había ingerido mucho vodka. Los hombres tímidos, inseguros, lo incitaban especialmente. Si no encontraba un objetivo adecuado, recurría a mí, igual que aquella noche, cuando de repente se puso a explayarse sobre mi «lado oscuro», como él lo llamaba.

—Cuando Jenna está con sus depresiones, no se la puede dejar sola entre la gente —declaró con una sonrisa sarcástica ante el público que lo escuchaba—. Ningún tío está a salvo. Los que no están a las tres en el nido, acaban entre sus piernas. ¿Verdad que sí, Jenna?

—¡Ya basta! —lo increpé.

—Eh, no es ninguna deshonra. Ya lo hemos hablado otras veces. Jenna tiene épocas depresivas —les explicó a los demás— y, entonces, esa manera de comportarse es lo habitual. No puede evitarlo. La única manera de sentirse mejor es montándoselo con cualquier tío. —Me miró—. ¡Lo dijiste tú un día, Jenna!

Yo no lo había expresado con esas palabras, pero lo que dijo él era cierto. Le había explicado lo que pasaba en mi interior cuando me comportaba de esa manera extraña y él buscó información en internet. Y así supo que las personas depresivas podían tener inclinación a la promiscuidad, aunque fuera en contra de su sistema de valores. Desde entonces, me consideró un «carácter depresivo», aunque jamás me hubiera visitado un médico. Apechugué con ello porque, para mí, el cuadro clínico descrito suponía en cierto modo una disculpa. No obstante, en realidad no tenía nada claro qué era lo que me ocurría, aunque de vez en cuando tenía la sensación de que estaba relacionado con la frialdad de mi madre. Y, posteriormente, con la forma en que nos separamos, con la ruptura sin palabras. A veces me sentía abandonada como una niña pequeña que se ha perdido, aunque ya era muy mayor para ese tipo de sentimientos.

—Los dos hemos tenido un día difícil —comentó Ken con voz queda—. Por eso lo que acaba de… —Buscó las palabras adecuadas, pero no las encontró—. Un día difícil —repitió finalmente—. Una época complicada.

—Me voy a casa —anuncié—. Gracias por la cerveza.

—Te acompañaría —dijo Ken—, pero Alexia se ha llevado el coche y solo tengo la moto… Y, además, los niños…

—No, de ningún modo. Solo hazme el favor de llamar a un taxi, ¿de acuerdo?

Mientras él entraba en casa para telefonear, yo salí de la propiedad por la galería cubierta y esperé en la calle. Ken no vino tras de mí y me alegré. Por suerte, el taxi llegó enseguida.

«Tengo que comprarme un coche sin falta —pensé después de subir al taxi y darle la dirección al taxista—, dejar que los hombres me acompañen me hace dependiente, y los taxis me arruinarán a la larga.»

Eso me hizo pensar en mi penosa economía, que al final me había empujado a vender el coche.

«Tengo que cambiar de vida. Radicalmente. De profesión, de piso. Necesito más dinero. Necesito estudios superiores.»

Había sido una tontería renunciar a una verdadera profesión solo para independizarme rápidamente de una madre criticona. Ahora me veía obligada a ir tirando siempre con trabajos chapuceros porque no podía acreditar conocimientos sólidos. Una carrera. Tal vez una carrera. Con treinta y dos años, no era demasiado mayor para estudiar, y esa idea era sin duda mejor que amargarse la vida cobrando poco en una redacción anodina, estar colgada de un hombre como Matthew, afectuoso pero incapaz de comprometerse, y rondar entretanto a los maridos de mis amigas.

Universidad. Carrera. La idea me animó. Llegué a casa un poco más animada. En cierto modo, me sentía independiente y resuelta. De todas formas, el corazón me latió con fuerza al ver que la luz del contestador parpadeaba.

Era Matthew.

—Lo lamento —dijo. Nada más.

Yo también lo lamentaba. Y mucho. Pero, a partir de entonces, seguiría mi propio camino. Matthew podía acompañarme, pero yo no esperaría a que lo hiciera.

No obstante, en el fondo de mi alma, no podría renunciar a la esperanza de un futuro a su lado. Ojalá los sentimientos pudieran suprimirse sin más.