—Déjame —dijo Janine, y apartó al hombre que dormía y que, mientras farfullaba palabras incomprensibles, se pegaba a ella y dejaba caer la mano con bastante torpeza encima de su pecho derecho. Le gustaba hacer el amor con Nick, pero no cuando estaba tan colocado.
Nick gruñó y alargó de nuevo la mano hacia los pechos de Janine. Volvió a calcular mal y no pilló nada. Janine contempló su cuerpo desnudo, cubierto en parte por la sábana con que se tapaban. La sábana estaba sucia, llena de manchas indefinidas y tenía unas cuantas quemaduras. Los dos fumaban a menudo en la cama. Janine se preguntaba a veces cuánto tardarían en prenderle fuego a la vieja granja. Y probablemente a palmarla dentro. Consumían gran cantidad de alcohol y drogas y, en caso de que se produjera un desastre, era más que improbable que ellos estuvieran lo suficientemente despejados para salir a tiempo al exterior.
Se levantó y gimió: la cabeza le dolía como si el cerebro fuera a explotarle. Cogió una camisa de Nick que estaba tirada de cualquier manera en el suelo y se la puso por la cabeza. ¡Joder, qué frío hacía en la habitación! La granja, que Nick había heredado de un tío abuelo y que tendrían que haber derribado hacía tiempo, podía ser bonita y romántica cuando hacía buen tiempo, pero en otoño y en invierno, o si hacía una primavera lluviosa, era complicado resistir allí dentro. Las ventanas no cerraban bien, el tejado tenía goteras y no había calefacción, solo una chimenea grande que no tiraba bien, por lo que la mayoría de las veces la habitación se llenaba de humo y seguía helada. A Nick no le importaba. Claro, se pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en la cama. O llevaba un ciego tan descomunal que era incapaz de percibir las cosas con normalidad.
Janine miró por la ventana. La granja se encontraba a unos treinta kilómetros de la población más cercana, rodeada únicamente por los páramos, con sus típicos brezos de color parduzco y arbustos bajos desgreñados por el viento. El tío abuelo de Nick había criado ovejas. Hacía mucho que ya no quedaba ninguna en la granja, pero a veces se acercaba alguna oveja extraviada de otros granjeros. Janine entornó los ojos. La propiedad contaba con un viejo huerto, ahora lleno de maleza, y más allá comenzaba un bosquecillo por donde cruzaba un arroyo, y ambas cosas podían contemplarse desde el dormitorio. Le pareció ver algo en el margen del bosquecillo, algo medio escondido entre los árboles, una mancha clara que no tenía que estar allí. Sin embargo, no distinguía lo que era. ¿Tal vez una oveja? Era primavera y había un montón de corderitos pequeños. ¿Tal vez uno se había alejado del rebaño y se había extraviado?
Janine era bastante miope y no tenía sentido intentar distinguir algo si no se ponía las gafas. Por desgracia, una vez más no sabía dónde las había dejado. La noche anterior había bebido mucho y ni siquiera recordaba vagamente cómo había llegado a la cama, por no hablar de qué había hecho con las gafas. Buscó con la mirada por la habitación y los movimientos de cabeza le produjeron unos dolores terribles. Si tenía suerte, encontraría una aspirina en la cocina.
—¿Sabes dónde están mis gafas? —preguntó dirigiéndose a Nick, aunque no esperaba una respuesta, ya que Nick dormía profundamente. No reaccionaría hasta la noche.
Tampoco encontró las zapatillas y acabó bajando las escaleras a tientas y descalza, aunque hacía un frío terrible y notaba que le subía por las piernas desde los pies. Al llegar abajo, echó un vistazo al comedor. Descubrió a unas cuantas personas durmiendo entre botellas de cerveza vacías, ceniceros llenos a rebosar y platos con restos de comida pegados. Nunca se sabía cuánta gente vivía en la granja, quién estaba de visita, quién era amigo de Nick o quién se había presentado sin más aunque no conociese a nadie. La granja estaba en boca de todo el mundo en la zona, y eso que los pueblos se encontraban muy alejados entre sí. Janine sabía que la gente los consideraba escoria, chusma asocial, un hatajo de vagos, criminales. Corrían rumores sobre orgías salvajes, camas redondas y un consumo desmesurado de alcohol. Sí, bueno, en cierto modo era verdad, tenía que reconocerlo. En una ocasión desaparecieron dos niños de la zona y los habitantes del pueblo mandaron a la policía a la granja porque estaban convencidos de que «los delincuentes de ahí arriba» tenían que estar relacionados de alguna manera con el caso. No era verdad, pero, entre toda la gente fumada que aquel día estaba tirada en la sala, la pasma descubrió a uno que estaba en busca y captura por haber atracado una gasolinera. Nick y Janine no lo conocían de nada. Simplemente un día se presentó y se apalancó con ellos. Nadie sospechaba que lo buscara la policía.
Janine fue a la cocina y procuró pasar por alto la pila de platos sucios, las cazuelas pegajosas y el suelo pringoso. Ella era la única que sufría con todo eso: la porquería, el caos, la vagancia inútil, el frío, el desorden, la vida sin perspectivas, el alcohol. Sí, sobre todo el alcohol, porque era el culpable de que no consiguiera escapar de ese entorno, de Nick, de sus amigos. Pensaba a menudo en desintoxicarse, pero siempre acababa echándose atrás: había visto a su madre intentarlo varias veces sin éxito. Conocía el horror de la abstinencia.
Y la inutilidad.
En la cocina encontró un reloj de pulsera y comprobó que eran casi las tres. Las tres de la tarde del domingo. Luego descubrió un tubo de aspirinas en el que, ¡oh, milagro!, quedaban dos pastillas. Llenó un vaso de agua y echó las aspirinas dentro. Evitó mirar una botella de vino medio llena que había junto al fregadero.
«No. No empieces tan pronto.»
Era preferible librarse del dolor de cabeza. Recuperar el sentido. Limpiar la cocina desastrosa.
Pero sabía que nada de eso iba a pasar. Seguiría teniendo esos dolores de cabeza, y seguiría intentando eliminarlos con más alcohol. Y nadie iba a limpiar nunca esa cocina.
Se bebió el agua y miró por la ventana mientras levantaba un pie y después el otro, para notar menos el frío del suelo de piedra. La cocina estaba justo debajo del dormitorio y desde allí también se veía el huerto y el margen del bosquecillo. De nuevo le llamó la atención la mancha clara. Mierda, ¿dónde tenía las gafas? ¿Y si realmente era un corderito extraviado?
Le gustaban los animales. A los diez, tal vez once años, quería ser veterinaria. Naturalmente todo quedó en nada, pero conservaba el amor por los animales.
«Tendría que ir a echar un vistazo», pensó.
En su caso, no resultaba tan sencillo. Llevaba puesta la camisa de Nick, que apenas le llegaba a las rodillas, y nada más. No tenía ni idea de dónde estaban su ropa ni sus zapatos. No se encontraba bien y tiritaba de frío.
Se bebió el último trago y dejó el vaso. Al menos no llovía. Pero todo seguía mojado. Se había levantado viento, lo supo porque las ramas de los árboles se movían y las nubes se deslizaban velozmente por el cielo. Y cada dos por tres aparecían franjas de un azul radiante.
«Quizá salga el sol en algún momento y entonces iré a mirar», pensó.
Aun así, se figuró que el sol no saldría de verdad en todo el día. Y que ella no dejaría de darle vueltas a la mancha blanca. A no ser…
Su mirada volvió a posarse en la botella de vino. Sería tan sencillo desconectar. Librarse de todos los problemas, de todo lo desagradable. De los dolores, el frío y la responsabilidad. Todo se disiparía rápidamente, primero se desdibujaría, luego se iría volviendo cada vez más impreciso y, finalmente, desaparecería.
Las lágrimas le asomaron a los ojos al pensar en el corderito. Sin madre. Solo. Desesperado. Aterrorizado.
Apartó la botella, se dirigió a la puerta de la cocina y la abrió. El viento gélido le hizo estremecerse. Con solo el primer paso en el exterior, las hierbas altas y mojadas ya le azotaron las piernas. Estuvo a punto de dar media vuelta, entrar y pedirle ayuda a alguien. Pero ¿habría sido capaz de reaccionar alguna de las calamidades que había allí dentro?
Atravesó el patio, que antiguamente era de tierra apisonada, por donde correteaban las gallinas y donde se dejaban los aperos. Ahora los hierbajos, los cardos y las ortigas llegaban hasta el umbral de la puerta de la cocina. No había un camino marcado para acceder al huerto. En otoño todavía se podían recolectar manzanas, pero nadie cuidada los árboles, nadie podaba las ramas ni se preocupaba de que no crecieran entrecruzadas. La lluvia de la última semana había arrastrado al suelo las flores de color rosa pálido y la hierba casi llegaba a la altura de las caderas. El viento del día anterior, que aún persistía, no había conseguido secar la humedad que los días de lluvia constante habían dejado tras de sí. Janine ya no solo tenía las piernas mojadas, la camisa también se había empapado. Se le pegaba a los muslos, fría y pesada. Cruzó los brazos, apretándolos contra el cuerpo, y siguió avanzando con esfuerzo. Pensó con nostalgia en una ducha de agua caliente, pero no tenían agua caliente en casa. Un día, ella y Nick calentaron agua en la cocina, la vertieron en una vieja tina de zinc y se metieron dentro. La sensación fue maravillosa, pero mucho se temía que hoy no reuniría tanta energía. Quizá se prepararía al menos una bolsa de agua caliente.
Llegó al final del huerto. Allí se alzaba una valla de madera, milagrosamente intacta en su mayor parte. No había muchas cosas en la granja que resistieran la imparable decadencia, pero esa valla era una de ellas. La madera se estaba pudriendo y algún día se desmoronaría, pero todavía seguía en pie. La tocó un momento con la mano, como si necesitara asegurarse de que aún quedaba algo sólido en el mundo.
La verja colgaba torcida de los goznes. La abrió con dificultad, porque estaba bloqueada por la hierba. Se metió por la pequeña abertura y, para su alivio, descubrió que lo que había debajo de los árboles no era un corderito. Gracias a Dios, se había equivocado, pero se alegró de haber ido a echar un vistazo. Ahora podía volver tranquilamente a la casa. Alguien había tirado una pila de ropa, un abrigo blanco…
Qué raro. Nadie pasaba nunca por allí.
Cuando estaba a punto de dar media vuelta, vio que el abrigo se movía.
¡No estaba tan borracha! Su madre había visto muchas veces cosas que se movían, mesas y sillas que se le acercaban amenazadoramente. Pero a ella nunca le había ocurrido. Todavía.
Hizo de tripas corazón y se acercó al montón de ropa. Era tan terriblemente miope que solo entonces distinguió la cara. Una cara humana. No era un montón de ropa tirada. Era una persona, que yacía encogida sobre la hierba.
—¡Dios mío! —exclamó, asustada.
Unos ojos enfebrecidos la miraron. Una persona al límite de sus fuerzas. Una mujer mayor. Con los labios hinchados y agrietados.
Janine tragó saliva.
—Por favor —murmuró con voz ronca la mujer—. Ayúdeme, por favor.