Ryan se encontraba en un estado anímico desastroso, peor que cualquier otro que Nora le hubiera visto. En la cárcel, a veces estaba muy deprimido y desanimado y los primeros días de libertad se notaba que el miedo se había adueñado de él, y también una gran inseguridad. Lo vio sufrir después de ir a ver a Debbie; lo que le habían hecho le preocupaba y lo atormentaba.
Pero nunca le había parecido tan destrozado como entonces.
Era la noche del sábado y se habían retirado a la habitación de invitados que Bradley había puesto a su disposición. Por primera vez desde que se conocían, estaban sentados en una misma cama, los dos en ropa interior porque se les había olvidado el pijama. La situación podría haberse considerado íntima de no ser porque Ryan tenía los ánimos tan decaídos que no desató en Nora el deseo reprimido: solo quería ayudarlo de alguna manera.
Consolarlo.
Había sido un día muy largo, lleno de acontecimientos, y al mismo tiempo las horas habían transcurrido con lentitud. Habían ido a ver el lugar donde Corinne había desaparecido: una franja de prados junto a la carretera, nada más que planicies cubiertas de hierba por todas partes típicas de los páramos, unas cuantas ovejas a lo lejos, soledad, humedad. Un día gris con nubes grises. Ni rastro de Corinne. La policía ya se había llevado el coche para inspeccionarlo. Si en aquel sitio se había cometido un crimen, no se veía nada que lo indicara. Ni siquiera se notaba. Era un lugar como otro cualquiera.
Siguieron hasta Whitby. De camino, telefonearon a Dan y Ryan se disculpó por no haberse presentado en la copistería a causa de un «asunto familiar grave». Luego se acercaron al consultorio donde trabajaba Corinne. Bradley había mencionado la dirección y, después de unas cuantas curvas y de buscar un poco, encontraron el edificio, que estaba situado en el centro de la ciudad. Un inmueble sobrio de ladrillo rojo, con una frutería en los bajos y el consultorio de tres médicos en la primera planta. La frutería estaba abierta, pero el consultorio cerraba los sábados. Observaron la fachada.
—Aquí venía todos los días —dijo Ryan—, y a veces compraba fruta en la tienda para llevársela a Bradley.
—Cierto —lo secundó Nora.
Pasearon un poco por la zona, pero, evidentemente, nada de lo que vieron les dio ninguna pista sobre la suerte que había corrido Corinne.
Cuando regresaron a Sawdon, hacia mediodía, encontraron a la policía en casa de Bradley, que parecía muy aturdido. Al principio, Ryan y Nora se asustaron porque creyeron que habría malas noticias, pero resultó que, en lo concerniente a Corinne, seguían dando palos de ciego. Sin embargo, el sargento Fuller había informado a Bradley de que su hijastro había pasado dos años y medio en la prisión de Swansea y que solo hacía unas semanas que había salido de la cárcel. El día anterior, durante su primera entrevista con la policía, Bradley había descrito con todo detalle la situación familiar, y los agentes habían hecho una investigación rutinaria del hijastro, que vivía en Gales y no estaba en contacto con su familia desde hacía seis años. Entonces salió a luz algo sorprendente y alarmante. Fuller había ido a ver a Bradley para hablar con él sobre Ryan y se había enterado de que Ryan había ido esa misma noche a Yorkshire, por lo que decidió esperar a que regresara a casa de su padrastro. Mientras Bradley trataba de digerir la conmoción, Fuller le hizo a Ryan la pregunta inevitable:
—¿Dónde estaba ayer a las siete de la mañana?
Ryan contestó a las preguntas pacientemente. Desayunó con Nora. Media hora después llegó a la copistería en la que trabajaba. Sí, Dan, su jefe, podía confirmarlo. Salió del trabajo hacia las cinco de la tarde y volvió a casa para cambiarse de ropa. Nora y él estaban invitados a una fiesta de cumpleaños. Podían atestiguarlo cincuenta invitados. Se fueron de la fiesta temprano. ¿Por qué? Porque una invitada la había emprendido duramente con él por su pasado. Después fueron a un pub y luego, al volver a casa, oyeron el mensaje de Bradley en el contestador. Tan pronto como supieron lo que había ocurrido se pusieron en marcha. No, no tenía ningún contacto con su madre desde hacía seis años. No sabía nada de su vida. No tenía ni idea de que trabajaba en un consultorio médico en Whitby, tampoco conocía sus rutinas diarias, no sabía que todas las mañanas cruzaba los páramos en coche ni que siempre recogía a una chica. No, él no tenía nada que ver con la desaparición de su madre. En realidad, era imposible que tuviera algo que ver, cosa que Fuller podía constatar fácilmente en cuanto comprobara sus notas, pero es que, además, no tenía ningún motivo para hacerle nada a su madre.
Llegados a ese punto, el sargento Fuller entornó los ojos.
—¿Por qué rompió la relación con su madre? —preguntó—. ¿Tenían graves desavenencias?
—Mi madre me reprochaba mi forma de vida —dijo Ryan—. Y llegó un día en que no quiso saber nada más porque le pesaba demasiado.
—¿Su forma de vida? ¿Se refiere a que desde que dejó la escuela pocas veces ha intentado vivir de un trabajo decente? ¿Y que, en vez de eso, no ha parado de tener conflictos con la ley cometiendo delitos menores y mayores?
Por lo visto, Fuller se había informado.
—Sí —contestó Ryan.
Fuller se dirigió inesperadamente a Bradley.
—¿Cómo es su relación con el hijo de su mujer?
Bradley parecía infeliz y aturdido.
—Yo la obligué. Obligué a Corinne a romper con él. No soportaba verla amargada por su culpa. Sufría constantemente y un día comprendí que Ryan no cambiaría nunca. Corinne mejoró cuando al menos dejó de enterarse de lo que hacía su hijo. Aunque, claro está, la ruptura la entristeció mucho.
—A pesar de eso, al primero a quien ha avisado ahora ha sido a Ryan Lee. ¿Por qué?
Bradley hizo un gesto de desvalimiento con las manos.
—Es su hijo. El único familiar que le queda con vida. Pensé que tenía que saber lo ocurrido. Esperaba que… No sé. No sabía que… que había estado en la cárcel.
Fuller volvió a dirigirse a Ryan.
—¿Odia al marido de su madre? Después de todo, él la convenció para que se apartara de usted. Y seguro que usted lo sabía.
Ryan estaba sentado en una butaca, con los hombros caídos. Nora se dio cuenta de que, con cada minuto que pasaba, con cada pregunta que el sargento le hacía, se hundía más en sí mismo.
—No —respondió finalmente en voz baja—. No lo odio. Cuando mi madre rompió el contacto, casi… fue un alivio. Dejó de hacerme reproches. Y yo no tenía que avergonzarme ante ella cada vez que las cosas se torcían, cada vez que me despedían de un trabajo o volvía a vérmelas con la policía. Fue una liberación. Y no puedo odiar a nadie por eso.
Finalmente Fuller se marchó, y Bradley, Ryan y Nora pasaron el resto de la tarde en la sala de estar. Bradley no paraba de lamentarse por la desaparición de Corinne o porque Ryan había estado en la cárcel. Las amigas de Corinne telefonearon unas cuantas veces para preguntar si había novedades. Nora hizo café y luego preparó la cena con lo que encontró en la cocina. Ryan y Bradley apenas tocaron el plato. Hacia las diez de la noche, Nora le dijo a Bradley:
—Vaya a acostarse, Bradley. Está muerto de cansancio. De momento no puede hacer nada y tendría que conservar las fuerzas. Han sido dos días muy duros.
Bradley asintió y se levantó de la mecedora en la que estaba sentado.
—No creo que pueda dormir, pero me tumbaré un rato, sí. Le agradezco las atenciones, Nora. ¿Me permite que le pregunte una cosa? Usted es una joven guapa, sensata y llena de energía. Por el amor de Dios, ¿qué le ha visto a ese fracasado que hasta ahora no ha hecho más que seguir una carrera criminal?
Las palabras resonaron amenazadoras en el silencio de la sala.
Ryan ni siquiera levantó la cabeza.
—Lo aprecio mucho, señor Beecroft —dijo Nora tras una pausa—. Y, a diferencia de usted, yo veo su parte buena.
—Usted se merece algo mejor —replicó Bradley. Lanzó un profundo suspiro. Tenía los ojos enrojecidos por el cansancio y la preocupación—. Espero que no lo idealice. Y que no crea que usted será el ángel llamado a salvarlo. A Ryan no se lo puede salvar. Siempre será lo que es.
Nora no dijo nada. La situación encerraba un gran potencial para que los ánimos se encendieran, y ella quería impedirlo a toda costa. Bradley no lo habría soportado. Tampoco Ryan.
—Podéis dormir aquí esta noche —dijo Bradley finalmente—. Pero os pido que mañana os vayáis. No podéis ayudar en nada y no quiero ver más a Ryan bajo mi techo.
Todos se retiraron a sus habitaciones, y ahora Nora estaba sentada al lado de Ryan en la cama, preguntándose cómo podría acceder a él. Era impensable apagar la luz y decir «buenas noches» sin más. Después de una noche en vela, después de un largo viaje en coche y de un día descorazonador, Ryan estaba al límite de sus fuerzas, pero al mismo tiempo vibraba de los pies a la cabeza y temblaba a causa de la excitación. No conseguiría dormir.
Nora se resistió al impulso de alargar el brazo y cogerle la mano. Temió que a él no le pareciera bien, pero le habría gustado demostrarle que lo apoyaba.
—¿Qué clase de persona es tu madre? —preguntó finalmente.
Pasaron unos instantes hasta que Ryan respondió.
—Es muy cariñosa —dijo con voz queda—. Afectuosa. Siempre está disponible para quien la necesita. Tiene muchos amigos. Todo el mundo la quiere porque es muy buena. Y alegre. La gente está a gusto a su lado.
Nora titubeó, pero al final se atrevió a abordar el tema que la inquietaba desde el mediodía. Había dado una vuelta por la casa y, en una estantería colocada en el pasillo del piso de arriba, había encontrado otra fotografía de Ryan o, al menos, eso le había parecido: un niño de unos siete años, con la cara radiante, en una piscina hinchable. Al fondo se veía la fachada de una casa cubierta de hiedra. Alrededor florecía un jardín estival multicolor.
Había contemplado la fotografía un buen rato.
—No es verdad lo que me contaste en la cárcel —dijo con cautela—. Sobre tu infancia difícil. Sobre tu padrastro borracho y tu madre desvalida. Te lo inventaste, ¿verdad?
Ryan se encontraba demasiado mal para intentar siquiera salvar un poco la cara. Asintió en silencio.
—Tuviste una buena infancia. Con una madre cariñosa. Y tu padrastro también era un buen hombre, ¿no es cierto?
Ryan suspiró y asintió de nuevo.
—En lo tocante a mi verdadero padre, te dije la verdad: murió cuando yo tenía cuatro años. El hombre con el que mi madre se casó luego y con el que siguió llevando el Bed & Breakfast de Camrose era un buen hombre. No bebía y no era violento. Pero no se tomaba demasiado en serio el tema de la fidelidad, por eso él y Corinne siempre discutían. Cuando yo tenía catorce años, mi madre se hartó y se divorció. Luego vivió sola conmigo en Swansea. Tiempo después conoció a Bradley. Mi adolescencia tuvo sus más y sus menos, pero ¿qué adolescencia no los tiene? Yo solo creía que… —No siguió hablando.
—Creías que tenías que darme alguna explicación para justificar tu vida —dijo Nora—. Por qué dejaste los estudios, por qué no acabaste ningún curso de formación y siempre tuviste encontronazos con la ley. ¿Pensabas que, de otro modo, no te entendería?
—No hay nada que entender. En toda mi infancia no hay un solo motivo que justifique que sea un fracasado y un delincuente —explicó Ryan, y se frotó los ojos, que le ardían de cansancio—. Siento haberte mentido. Si no quieres saber nada más de mí…
—¿Sí?
—No me lo tomaré a mal. Es difícil confiar en alguien como yo.
—No es fácil —coincidió Nora—, pero tampoco imposible. ¿Hay alguna otra cosa que no me hayas contado? Me refiero a que si hay algo más que tenga que saber.
Ryan no la había mirado en todo el rato, tenía la vista clavada en un rincón del cuarto en el que no había nada. Entonces volvió la cabeza y la miró. Nora se asustó al verlo tan hecho polvo y angustiado.
—¿Te he hablado alguna vez de Damon? —preguntó.
Ryan había conocido a Damon cuando tenía veinticuatro años y acababan de echarlo otra vez de un trabajo por impuntual y por sus constantes faltas injustificadas. Se encontraba en una situación peliaguda porque, además, había robado dinero de la caja, casi ochocientas libras, aunque el dueño todavía no se había enterado. Sin embargo, el jefe de sección lo sabía, y también sabía que Ryan era el ladrón.
—Escúchame bien: no quiero estropear tu futuro más de lo que lo has echado a perder tú solo —le había dicho—. Vas a tener que arreglarlo. Es decir, devolverás el dinero lo antes posible y yo mantendré la boca cerrada. ¿De acuerdo? Pero después no quiero volver a verte nunca.
El problema era que Ryan ya se había gastado el dinero en un exclusivo equipo estéreo que no podía devolver. Intentó pedir prestadas las ochocientas libras a algunos colegas, pero solo conocía a gente que también solía estar sin blanca y pronto comprendió que no conseguiría reunir la suma necesaria, al menos en el breve plazo que le habían dado. El tiempo acuciaba, el afable jefe de sección no podría ocultar la falta del dinero muchos días más. Ryan incluso pensó en ir a ver a su madre para pedirle ayuda, y en los años siguientes se arrepintió muchas veces de no haberlo hecho. Sin embargo, mientras luchaba consigo mismo por decidirse (Corinne reaccionaría con espanto, desilusión, tristeza y reproches, y Ryan no sabía si lo aguantaría), se topó con alguien que conocía a alguien que a su vez conocía a alguien que prestaba dinero.
Así fue como Ryan y Damon se dieron cita.
Con todo, Ryan solo se reunió dos veces con él en persona, y la entrevista fue muy breve en ambas ocasiones. Normalmente trataba con gente que trabajaba para Damon, tipos con los que no habría querido toparse a solas en la oscuridad. No sabía dónde vivía Damon, ni siquiera cómo se llamaba realmente, puesto que se suponía que «Damon» era uno de sus alias. Solo tenía una idea aproximada de cómo ganaba realmente dinero. Una de sus especialidades consistía en prestar dinero y exigir el pago con un interés de usura. Contaba con su propia banda de cobradores que, por lo que decían, no se arredraban ante nada a la hora de exigir el pago a los morosos, ni siquiera ante el asesinato cuando era imposible recuperar el dinero y, en última instancia, se trataba de hacer saber a los demás que nadie se la pegaba a Damon. Él y sus hombres tenían fama de ser brutales, sádicos y sin escrúpulos. Además, se rumoreaba que Damon era un pez gordo dentro del crimen organizado y estaba metido prácticamente en todo tipo de negocios sucios, ya fueran drogas, tráfico de armas, pornografía infantil o blanqueo de dinero. Por lo visto, la policía no lograba acercarse a él; o bien Damon era muy hábil en todo lo que hacía o bien contaba con buenos contactos en círculos influyentes que lo protegían porque los beneficiaba. Seguramente ambas cosas.
Ryan supo desde el primer momento que se estaba comprometiendo con el diablo y su instinto se mantuvo lo bastante despierto para profetizarle que aquello acabaría mal, pero la tentación de conseguir las ochocientas libras y arreglar el fiasco que había montado fue demasiado grande. Y se limitó a cerrar los ojos para no ver que con eso se precipitaba hacia un desastre todavía mayor.
Al principio Damon se mostró generoso, le dio un plazo holgado para devolver el dinero y los intereses no eran muy cuantiosos. Eso aturdió el sistema de alarma preventiva de Ryan. Encontró trabajo, pagó la suma a plazos y llegó a la conclusión de que quizá Damon no era un demonio y que las historias que corrían sobre él eran una exageración. En vez de dejarlo ahí, cuando volvió a encontrarse en dificultades económicas acudió de nuevo a Damon, y luego otra y otra vez. Los intereses aumentaron, los plazos se acortaron; los intereses subían tan pronto como el plazo expiraba. Ryan había caído en la trampa. En verano de 2009, sus deudas ascendían a veinte mil libras y recibió varias advertencias inequívocas: el período de gracia había terminado. O pagaba o recibiría una visita de la que tal vez no saldría vivo.
Y a aquellas alturas, Ryan había aprendido a tomarse en serio esas advertencias.