7

El sábado ya no llovía, pero el cielo seguía gris. Yo estaba un poco resfriada, no me había vestido de calle en todo el día y ahora, a media tarde, seguía tirada sin hacer nada, envuelta en mi viejo chándal. No me había duchado, no me había cepillado los dientes ni me había peinado. Me goteaba la nariz y me picaba la garganta. A mediodía, me preparé un sobre de sopa con agua caliente. Intenté que aquel miserable fin de semana solitario no me deprimiera en exceso. De todos modos, acatarrada y con mal tiempo, ¿qué podía hacer? Con todo, era innegable que, desde que rompí con Matthew, mi vida estaba más vacía y, para colmo de males, también habían surgido complicaciones en mi amistad con Alexia. Mi amiga volvió bastante abatida de la reunión en Londres. Tardó días en hablar de ello, pero luego, un mediodía, mientras nos tomábamos un batido y comíamos tostadas con queso en una cafetería, me lo contó: Ronald Argilan estaba muy descontento con las ventas de Healthcare, con el descenso del número de suscriptores y con la retirada de algunos anunciantes importantes. Haciendo honor a su especialidad, cargó contra Alexia delante de todo el equipo, y lo peor fue que ella no pudo rebatir los reproches ni presentar argumentos en contra: lo que él decía era cierto, la revista iba a menos en muchos aspectos desde hacía un tiempo.

—Afirmó que era por mi culpa —me dijo Alexia—, pero no sé quién podría dedicarse más que yo al trabajo. Estamos pasando tiempos difíciles y la gente se guarda el dinero. Healthcare no es un periódico ni prensa sensacionalista, ni una revista de famosos llena de fotos bonitas para que los lectores crean que existe un mundo mejor. ¡Por el amor de Dios, somos una revista de salud! Presentamos nuevos medicamentos, ofrecemos consejos para ponerse en forma y también incordiamos advirtiendo constantemente a la gente de la necesidad de hacerse revisiones periódicas para prevenir el cáncer. ¡Somos la primera publicación de la que se dan de baja cuando pretenden ahorrar!

Sorbió con rabia y energía por la pajita.

—En otras regiones, Healthcare se enfrenta a las mismas dificultades —prosiguió—, pero él solo me ataca a mí. ¡Es tan injusto!

—Los redactores jefe de las otras ediciones son hombres —dije—. No aspira a demostrarles que el puesto que ocupan no les corresponde.

Me miró furiosa, como si fuera yo la que defendía la opinión de que las mujeres tienen que estar en la cocina y no en cargos directivos.

—Estamos en el año 2012 después de Cristo —gruñó—. Incluso los viejos fósiles tendrían que empezar a darse cuenta de que no podrán abolir la igualdad entre hombres y mujeres que garantiza la ley.

—Las leyes no cambian la mente de las personas —repliqué—. No te hagas mala sangre, Alexia. Ese tío seguirá siendo como es. Consuélate pensando que morirá mucho antes que tú.

Aquel día conseguí que Alexia recuperara un poco la confianza, pero mi amiga cambió: trabajaba aún más, parecía más agobiada y estresada y se reía menos. Y comenzó a transformarse en la jefa que nunca había sido. Nos echaba la bronca si algo no iba tan deprisa como quería o si alguien no entendía de inmediato lo que le comentaba. Aun así yo no dejé de quererla, puesto que sabía que vivía bajo una presión descomunal y a veces no encontraba más salida que gritarle al que tenía la mala suerte de cruzarse inoportunamente en su camino.

En esa época, Alexia dejó de ser mi punto de referencia para los fines de semana, precisamente porque solía encerrarse también sábados y domingos en la redacción para ir liquidando las montañas de trabajo, que cada vez parecían más grandes. Confié en que las cosas volverían a cambiar algún día. No solo por mí. También, y sobre todo, por ella.

Eran casi las cinco y empezaba a lloviznar de nuevo, pero pensé que tal vez me convendría vestirme y salir a dar un paseo por la playa. Un poco de aire fresco le sentaría bien a mi nariz y a mi constipado. Pero era incapaz de levantarme. Veía la televisión sin el menor interés, estaba en marcha desde la mañana, pero solo me servía de ruido de fondo. En ese momento emitían un programa que informaba de los últimos sucesos ocurridos en distintas zonas de Inglaterra. En algún lugar de Kent, el día anterior se había producido una colisión múltiple debido a la intensa lluvia y la mala visibilidad. En Londres, un espectáculo teatral había acabado en escándalo la noche anterior, pero no presté demasiada atención y no me enteré de los motivos. En Yorkshire, una mujer había desaparecido sin dejar rastro y la policía no tenía ninguna pista sobre el caso.

Esa noticia despertó mi interés. Para mí, «desaparecido sin dejar rastro» era un tema candente que probablemente me habría hecho reaccionar incluso arrancándome del sueño más profundo. Subí el volumen y presté atención.

A la mujer la habían secuestrado con toda probabilidad cuando estaba en su coche, pero el marido no había recibido ninguna petición de rescate ni nadie había dado señales de vida. El secuestro, si es que se trataba de eso, no parecía tener ningún sentido. Mostraron una fotografía de la mujer: Corinne B. Tenía una cara simpática, con una sonrisa abierta. No daba la impresión de ser una persona que se granjeara enemigos. Parecía de lo más normal, afable y discreta.

Aquella historia recordaba tanto a la inexplicable suerte que había corrido Vanessa que me quedé perpleja mirando la pantalla.

—¿Se va a convertir en moda en Inglaterra? —pregunté en voz alta.

En ese preciso instante, sonó el timbre.

Pulsé el interfono y salí al rellano a esperar a la visita. Me pregunté quién vendría a verme una tarde de sábado lluviosa. Luego me vi el chándal arrugado, recordé mi pelo desgreñado y la nariz roja y pensé: «¡Mierda! ¡Ojalá no sea nadie que me importe!».

Matthew Willard apareció en los últimos peldaños. Se detuvo un momento, como si quisiera asegurarse de que no le ordenaría dar media vuelta, y luego acabó de subir en un par de zancadas.

—Hola, Jenna —dijo cuando lo tuve delante.

Deseé que se me tragara la tierra.

—Hola, Matthew —contesté y, para ofrecer al menos una explicación sobre mi impresentable vestimenta, añadí—: Estoy un poco resfriada.

—Oh, cuánto lo siento —dijo Matthew—. ¿Puedo entrar de todos modos?

¿Qué remedio me quedaba? Me aparté.

—Por favor.

En la mesa del comedor seguía la taza de sopa y, al lado, el sobre vacío cuyo contenido había desleído en agua caliente. Vi unos cuantos pañuelos de papel usados encima del sillón. El televisor funcionaba a todo volumen y, encima de la alfombra, se veía la última edición de la revista Hola: jamás habría reconocido ante nadie que de vez en cuando devoraba prensa rosa. Ahora un hombre que me parecía genial y al que deseaba causar buena impresión tropezaba literalmente con mi lado oscuro; eso por no hablar de que me había encontrado vestida con un chándal que solo podía espantarlo. Apagué el televisor, recogí los pañuelos a toda prisa, tiré la revista a la papelera y dejé la taza en la barra de la cocina.

—Perdona, no esperaba visitas. Lo dicho, no me encuentro muy bien y por eso…

—No tienes por qué disculparte —dijo Matthew—. Al contrario. No ha sido muy cortés por mi parte presentarme sin avisar, pero tenía miedo de que… Bueno, pensé que, si te telefoneaba antes, a lo mejor me decías que no, y no quería arriesgarme. —Sonrió—. Por favor, deja de ordenar el comedor, yo solo quería…

—Perdona un momento —le pedí—. ¡Vuelvo enseguida!

Me encerré en mi cuarto lo más deprisa que pude. Me quité el chándal, me puse unos tejanos y un jersey, me cepillé el pelo desgreñado delante del espejo del dormitorio y me empolvé la nariz enrojecida para que al menos no brillara tanto. Entretanto no paraba de pensar. Matthew parecía cambiado. La manera en que había subido las escaleras, cómo había entrado en el apartamento… Siempre se había comportado de un modo muy reservado, siempre un poco ausente, un hombre introvertido y meditabundo que no se dejaba aprisionar del todo por el presente. El Matthew que yo conocía no se habría presentado sin avisar antes. No habría subido las escaleras de dos en dos. El comentario sobre mi catarro lo habría movido a emprender la retirada con tacto o, por lo menos, a ofrecerse a regresar en un momento más oportuno. El Matthew que acababa de ver era más despreocupado, más resuelto y más joven que el que había conocido hasta entonces. En nuestra primera cita, le vi algo que nunca más volví a vislumbrar. De repente pensé: «Este es el Matthew de antes. De cuando aún no había sucedido la catástrofe. Acabo de ver al hombre que era. Al hombre que es realmente».

Con la autoestima un poco más alta, volví al comedor. Matthew seguía de pie en medio de la sala.

—Siéntate —dije—. ¿Quieres tomar algo?

—Ahora no, gracias. —Se me acercó y me cogió de las manos—. Jenna, la vida sin ti no es nada —dijo, y de repente pareció quedarse sin aliento—. Las dos últimas semanas… Solo he pensado en ti. Casi en todo momento. Te he echado muchísimo de menos. No paraba de preguntarme qué harías, cómo estarías. Cuánto me gustaría charlar contigo. Compartir una emoción contigo. Mirarte a los ojos. Quería tenerte conmigo. Quiero tenerte conmigo. ¡No quiero perderte!

—Matthew… —dije, aturdida.

Me interrumpió.

—Ya sé lo que vas a decir. Que las cosas no funcionaban tal como estaban. Y tienes toda la razón. Ninguna mujer podría vivir así. ¿Cómo vas a comprometerte con un hombre que está anclado en el pasado, cuya vida terminó una tarde de agosto de hace casi tres años? Hiciste bien abandonando. Pero ¡te ruego que me des otra oportunidad!

De nuevo intenté decir algo y de nuevo me cortó la palabra.

—Lo he estado pensando. Y comprendo que las cosas no pueden seguir así. Ni para ti ni para mí. No vivo. Y no me he dado cuenta en todo este tiempo. Gracias a ti he comprendido que quiero volver a vivir. Con todas mis fuerzas. No quiero perder un solo día más.

Percibí la sinceridad de sus palabras. No lo decía para complacerme en aquel momento. Se había sometido a una crítica demoledora, se había analizado sin piedad, no se había parapetado con excusas. Había observado su vida y se había observado a sí mismo, y se había horrorizado.

—¿Crees que lo conseguirás? —pregunté—. ¿Romper con el pasado? ¿No seguir preguntándote cada día qué habrá sido de Vanessa? ¿Dejar de buscarla? ¿No atormentarte con sentimientos de culpa cuando miras a otra mujer?

Vi que no le resultaba fácil contestar. No quería decirme nada que no sintiera o creyera de verdad.

—No puedo transformarme de la noche a la mañana en otra persona, eso seguro —contestó finalmente—. Y habrá momentos en los que volveré a preocuparme por las preguntas que han quedado sin respuesta, les daré vueltas y más vueltas, imaginaré las peores escenas, tal vez vuelva a acusarme por vivir bien, por intentar ser feliz aun sabiendo que Vanessa probablemente ha sufrido una suerte terrible. Pero hasta ahora nunca me había resistido. Al contrario. Siempre me concentraba en Vanessa y cuando disfrutaba unos momentos de la vida, del sol, del viento y de estar contigo, me hundía aún más en aquel 23 de agosto, solo para castigarme por sentirme feliz. He pensado muchísimo en ello en las dos últimas semanas, Jenna. Y quiero comenzar una nueva vida. Sobre todo porque ahora tengo algo que perder.

Nos miramos.

—Ahora puedo perderte a ti —dijo Matthew con voz queda; luego titubeó un momento y añadió—: Espero no haberte perdido ya.

Me hervía la cabeza. Habría sido muy fácil echarme sin más en sus brazos. No es que no creyera todas y cada una de las palabras que acababa de decir. Era solo que tenía miedo de que no lo consiguiera. De que se hubiera hecho demasiados propósitos, de que fracasara y todo volviera al principio.

—Dame una oportunidad —me pidió—. Ya he hecho algunas cosas que hasta ahora había descartado por completo. He empaquetado toda la ropa de Vanessa y la he llevado a la Cruz Roja. He metido la mayoría de sus pertenencias en cajas y las he guardado en el desván. Me gustaría invitarte a mi casa y no quiero que tropieces con Vanessa a cada paso. Y tampoco lo quiero para mí.

—¿Has trasladado sus cosas? —pregunté incrédula. Eso me pareció realmente un salto cualitativo.

—Sí. ¿Por qué iba a guardar cosas para una mujer que nunca volverá?

De los labios del Matthew que yo había conocido hasta entonces jamás habría salido una frase semejante. Y nadie se habría atrevido ni siquiera a insinuar tamaña atrocidad en su presencia.

—No es que borre a Vanessa de mi corazón —prosiguió—. Ella siempre tendrá un lugar ahí. La he amado mucho y nos hemos separado de una forma horrible. Pero la situación es esta: estamos separados. Pronto hará tres años. Tengo que enfrentarme a la realidad. —Respiró hondo, daba la impresión de que se estaba armando de valor para lo que iba a decir—. O Vanessa fue víctima de un crimen, en cuyo caso las probabilidades de que no siga con vida son altísimas (y además, eso es lo que piensa la policía desde hace mucho tiempo), o se marchó por voluntad propia. Y en tal caso, está claro que no quiere tener nada que ver conmigo ni que yo me ponga en contacto con ella. No me explico por qué haría algo así, pero si en tres años no he encontrado respuesta a esa pregunta, tampoco la encontraré aunque siga dándole vueltas otros diez. Los hechos son los que son: Vanessa no está. Tengo que vivir con ello. Vivir, no sufrir.

—Has progresado mucho desde la última vez que te vi —comenté con cautela—. Desde que…

No concluí la frase, pero Matthew supo a qué me refería.

—Desde que estuvimos juntos allí, sí. En el sitio en el que desapareció. Creo que aquel día empecé a despedirme de ella.

Era un riesgo. Pero de repente tuve la sensación de que seguramente aceptaría.

—Max espera en el coche —dijo Matthew—. ¿Te apetece dar un paseo con nosotros? Llueve y tú estás resfriada, pero…

Casi se me había olvidado el catarro. Y tenía el chubasquero a mano, en el perchero que había junto a la puerta de la entrada. ¿Acaso no había pensado en salir a dar una vuelta y asomar las narices fuera de esas cuatro paredes? Ni en sueños habría pensado que al final lo acabaría haciendo con Matthew y Max.

—Pues claro —acepté de inmediato—. ¡No hay nada mejor para un resfriado que pasear bajo la lluvia!

Matthew sonrió.

—¿Puedo invitarte a comer mañana en mi casa? Cocinaríamos juntos y podrías ver por fin dónde y cómo vivo.

Entraría en la casa en la que Matthew había vivido con Vanessa. La casa que él intentaba liberar de la presencia continua de su mujer. Me inquietaba la idea de acercarme tanto a ella, a Vanessa, al fantasma, pero Matthew se había esforzado tanto por allanar el camino de nuestra relación en ciernes que yo también tenía que superarme.

—Me encantaría —contesté.

Al salir del apartamento y mientras bajábamos las escaleras, por un momento estuve a punto de irme de la lengua y comentarle el extraño suceso que había ocurrido en Yorkshire y del que habían informado en las noticias: la mujer que había desaparecido en los páramos sin dejar rastro.

Me tragué el comentario. En el contexto de un nuevo inicio, todavía muy delicado y vulnerable, no habría sido precisamente el tema más adecuado.