Despertó de un sueño confuso y espantoso en el que yacía desnuda en medio del bosque, desvalida como un escarabajo que hubiera caído de espaldas, tiritando de frío, hambrienta y, sobre todo, sedienta, y después de luchar un rato por librarse del sueño y volver a la realidad, comprendió que hacía mucho que se encontraba en ella. Y que la realidad era más terrorífica que cualquier sueño.
Tenía un dolor punzante en la cabeza y la boca seca, como si la hubieran llenado unas horas de algodón o lana, aunque sabía que no era el caso. Pero le habían dado una bebida, recordaba que no había querido bebérsela a pesar de la sed porque en el agua había burbujas, como si hubieran disuelto algo en ella, un medicamento, una droga o alguna otra cosa.
—No voy a bebérmelo —dijo.
Uno de los hombres (sí, eran dos hombres; también esa certeza surgió de lo más profundo de su memoria, que en esos momentos trabajaba con una lentitud y una pesadez espantosas) le dijo:
—Es una aspirina. ¡Bebe!
No lo creyó. ¿Por qué iban a secuestrarla dos hombres para luego preocuparse por darle una aspirina? Seguro que se trataba de una de esas sustancias peligrosas con las que se perdía la voluntad. Se resistió, pero el hombre la sujetó y la obligó a tragar el agua y, aunque pudo escupir un poco, ingirió la suficiente para moverse a partir de entonces en una extraña neblina oscura, para percibir las cosas de forma vaga y extrañamente irreal. Durante un tiempo no se enteró de nada, estaba completamente aturdida o quizá incluso inconsciente, y tenía muchas lagunas de memoria.
Se incorporó y bajó la vista para mirarse. No estaba desnuda, como temía, sino totalmente vestida, pero tan empapada de lluvia que tenía la impresión de que la ropa era hierba mojada que se le pegaba a la piel. Entonces constató que el hambre y la sed no eran lo peor de la situación, sino el frío que la atormentaba. No sabía que congelarse doliera tanto. No notaba calor ni en lo más hondo de su ser, estaba helada hasta la médula. Tiritaba tanto que se habría echado a llorar. Y sospechó que aún había más razones que justificarían que se deshiciera en lágrimas.
Levantó la cabeza y miró alrededor.
Su cerebro todavía trabajaba lenta y fatigosamente y no estaba segura de si lo que veía era la realidad. Un bosque. Árboles. Matorrales. Helechos. Musgo. Hojarasca mojada en la tierra.
A duras penas y muy lentamente, un recuerdo fue cobrando viveza: el coche recorriendo un camino forestal. Árboles que retenían la escasa luz del día lluvioso, de manera que todo se veía sombrío, crepuscular y húmedo. Iba hundida en su asiento y apenas conseguía levantar la vista porque la cabeza le colgaba. Tampoco podía hilvanar los pensamientos hasta el final. Empezaba una y otra vez desde el principio, se hacía preguntas o analizaba la situación, pero antes de lograr unir los fragmentos, antes de poder encajarlos y componer un todo razonable, perdía por lo menos la mitad. Volvía a comenzar desde el principio y fracasaba de nuevo. Entonces recordó que por un momento pensó que moriría de agotamiento a causa del esfuerzo.
Después el coche se detuvo en medio del bosque y, a pesar del aturdimiento paralizante que la asediaba, un pánico repentino se apoderó de ella. ¿Por qué se detienen? ¿Por qué paran aquí?
Se abrió una puerta. El conductor bajó. Abrió la puerta de atrás, donde iba Corinne. Recordó que el aire frío y lluvioso que entró en el coche la despertó un poco. Unas manos la agarraron y la sacaron del vehículo. Ella intentó mantenerse en pie, pero las rodillas le fallaron. Cayó al suelo. Estaba blando. Blando y mojado, y olía a hojarasca, a tierra y a lluvia.
Luego, nada.
Seguramente perdió el conocimiento.
¿Cuánto tiempo había pasado allí tirada?
Echó la cabeza atrás y miró hacia arriba. Las copas de los árboles lucían el verdor claro y fresco de la primavera. Más allá, unas nubes blancas se deslizaban lentamente por el cielo. Pero ya no llovía. En algunos momentos parecía lloviznar, pero eso se debía a que un ligero viento movía las hojas. El bosque estaba empapado.
Se le ocurrió mirar la hora. Las nueve y media. Pensó. Si fueran las nueve y media de la noche, estaría más oscuro. Por lo tanto, eran las nueve y media de la mañana. Pero ¿de qué día?
Ahora tenía la vaga idea de haber abierto los ojos una o dos veces y de estar rodeada por una profunda oscuridad, lo que probablemente significaba que había pasado una noche desde que la secuestraron, pero no habría podido jurarlo. El medicamento o lo que fuera que le habían dado le afectaba la percepción.
Sin embargo, el efecto iba disminuyendo nítidamente minuto a minuto. Solo persistían los desagradables efectos secundarios. Las punzadas en la cabeza. La sequedad casi insoportable en la boca y la garganta. La mente de Corinne empezaba a funcionar con más claridad, pero no estaba segura de que hubiera que celebrar esa circunstancia. Antes se deslizaba a través de una especie de estado febril que le restaba dureza a la realidad. La dureza que ahora se perfilaba con una claridad incorruptible era de una crueldad inhumana: la habían agredido. La habían secuestrado. Le habían administrado drogas. La habían arrojado en el bosque como si fuera basura y la habían dejado allí tirada.
¿Y ahora qué? ¿Estaba abandonada a su suerte? ¿O acaso volverían los secuestradores?
¿Seguían por los alrededores?
Esa idea le metió el miedo en el cuerpo, casi se puso histérica. Volvió bruscamente la cabeza en todas direcciones esperando ver el coche aparcado a cierta distancia, con dos tipos siniestros observándola desde dentro. Sin embargo, comprobó que estaba sola, al menos hasta donde le alcanzaba la vista. Ningún automóvil. Ningún hombre. Solo un bosque profundo y denso.
Las lágrimas le asomaron a los ojos, pero luchó por reprimirlas. Tenía que haber alguna explicación, las cosas nunca ocurren sin motivo. No la habían matado, no la habían violado. La habían abandonado como a un animal doméstico del que alguien quería deshacerse.
—Bradley —gimió con voz queda—. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!
Pero Bradley estaba muy lejos y no tenía ni idea de lo que le había ocurrido. ¿Habría avisado a la policía? Seguro que sí. Al fin y al cabo, Celina y su madre habrían llegado al punto de encuentro en algún momento y habrían dado con el coche abandonado. La llave en el contacto, el bolso en el asiento del copiloto. Seguro que les había parecido extraño. Habrían telefoneado a Bradley y él habría ido enseguida a la policía. Al pensar que su desaparición ya debía de ser oficial y que la estarían buscando, se relajó un poco. No obstante, si ella no sabía adónde la habían llevado, ¿cómo iba a saberlo la policía? El trayecto en coche había sido muy largo, de modo que los perros de rastreo no encontrarían ningún rastro. Al principio iban en dirección a Whitby, eso lo recordaba, pero luego le administraron la maldita sustancia y, a partir de ese momento, los recuerdos se desdibujaban, las imágenes y el tiempo transcurrido se habían borrado.
Trató de ponerse en pie. Necesitó varios intentos antes de lograrlo, porque las piernas le temblaban como un flan y se le doblaban. Se agarró a un árbol, se levantó lentamente y se apoyó de espaldas contra el tronco áspero. Así lo consiguió. El árbol la sostenía, y empezó a notar otra vez las piernas.
Veía con más claridad que antes y, estando de pie, pudo mirar más lejos, pero esa mejoría no le reportó ningún consuelo. Porque entonces reconoció que realmente estaba en lo más profundo de un bosque. Árboles y espesura. Espesura y árboles. Y aunque hubiera podido cruzar rápidamente el bosque, eso no habría significado que avanzara hacia una zona habitada. Conocía los vastos páramos interminables del norte de Inglaterra. En algunas zonas, se podía andar horas sin toparse con nadie. Y nada de lo que había a su alrededor indicaba que se encontrara cerca de la civilización: no se oía zumbido de motores ni el ruido de una motosierra o de un hacha. Tampoco disparos, que habrían significado que al menos rondaba por allí un cazador. Ni un leñador, ni un guarda forestal. Nada. Nada de nada. Solo el murmullo del viento azotando las hojas y el suave tintineo de las gotas al caer. El gorjeo de los pájaros. Un crujido aquí, un chasquido allá. El bosque estaba lleno de vida, pero no eran personas. Nadie que pudiera ayudarla.
Y tiritaba de frío y tenía hambre y sed.
Entonces la asaltó un pensamiento que la dejó petrificada: si todo había sido un error, si se habían equivocado de objetivo, ¿qué ocurriría cuando se dieran cuenta? Quizá nada, pero quizá volvieran. Seguramente no les serviría de nada una persona que supusiera un riesgo adicional para ellos en lo que fuera que tuvieran planeado.
Había notado la maldad. No eran unos gamberros inofensivos. Eran criminales fríos, sin compasión, sin sentimientos. En ningún caso podía cometer el error de subestimarlos. Y eso significaba que tenía que huir de allí lo más rápidamente posible.
Tenía que estar lejos cuando volvieran.