Llegaron a casa a las diez y media. No habían tenido tiempo de comer nada en la fiesta y, una vez en el coche, Nora dijo:
—¡No pienso dejar que me arruinen la noche! Tengo hambre. ¿Por qué no vamos al Navy Inn?
Era la primera vez que cenaban juntos en un restaurante. A Ryan le produjo una sensación rara, extrañamente íntima, aunque salir a cenar fuera lo más normal del mundo; eso no significaba en modo alguno que tuvieran una relación. Se tomaron una cerveza y comieron aros de cebolla rebozados, patatas fritas y alubias estofadas con salsa de tomate.
—Necesito muchas calorías —dijo Nora—. Me pasa siempre que estoy furiosa.
Ryan sabía que era por la situación que se había creado en la horrible fiesta. Durante unos minutos, las cosas habían sido así: ellos dos contra el resto del mundo. Había visto una cara de Nora que hasta entonces desconocía. No sabía que pudiera enfurecerse tanto. Y ser tan íntegra. Se había mantenido a su lado como un guardaespaldas, pálida y temblando, pero imperturbable. Por primera vez sintió respeto por ella. Y ese sentimiento perduraba. Cambiaba algo entre ellos. No podía decir en qué acabaría. Solo notaba que algo se había puesto en movimiento.
Hablaron de Vivian.
—Estaba borracha —dijo Nora—. Y cuando bebe puede ser agresiva y también imprevisible. Mañana se horrorizará por lo que ha hecho.
—¿Crees que vuestra amistad sobrevivirá? —preguntó Ryan.
Nora se encogió de hombros.
—No lo sé. Me han pasado unas cuantas cosas con ella, pero lo de ahora ha sido excesivo incluso para Vivian. Seguro que me pide perdón de rodillas, pero no sabría decirte cómo reaccionaré. De momento, estoy agotada y vacía. —Nora sonrió, cansada—. Puede que sea normal cuando te enfadas tanto.
—Será mejor que no volvamos a ir juntos a ese tipo de celebraciones —opinó Ryan—. Siempre pasan cosas por el estilo. Sobre todo ahora que tanta gente conoce mi pasado. Correrá la voz entre tus compañeros de trabajo y tus conocidos todo el fin de semana. Siempre habrá comentarios, advertencias, incomprensión, sensacionalismo.
—No me importa —dijo Nora—. Yo no tengo ningún problema con tu pasado y eso es lo único que cuenta. Se trata de nosotros dos, Ryan, no de la gente de fuera.
Ryan la creyó, consideró que de verdad pensaba lo que decía. Pero no sabía si comprendía realmente lo que significaba en última instancia no formar parte de la «gente de fuera». ¿Y en qué posición se encontraría él si se convertía en lo único que le quedaba a Nora? Mejor no pensarlo.
Cuando entraron en el comedor de casa, la luz del contestador automático parpadeaba. Había tres llamadas. Las dos primeras eran de Vivian.
En el primer mensaje, se notaba que lloraba a lágrima viva y estaba bastante borracha. De ruido de fondo se oía música y un murmullo de voces.
—Lo siento mucho, Nora, de verdad, ¡tienes que creerme! —Hablaba con voz pastosa y se atascaba al principio de las palabras—. Por favor, llámame al móvil. Todavía estoy en la fiesta. Tengo el móvil en la mano, lo oiré si suena. Por favor, dime algo. Quiero aclarar las cosas.
En la siguiente llamada ya no lloraba, hablaba arrastrando las palabras y en voz tan baja que apenas se la entendía. Por lo menos ahora estaba en un lugar tranquilo.
—Ya me he ido. No aguantaba más. No me has llamado, Nora. Por favor, dame una oportunidad. ¡Por favor! Eres mi mejor amiga. No quería herirte. No sé por qué me he portado tan mal contigo. Llámame, por favor. —Hizo una pequeña pausa y luego añadió—: Puedes llamarme toda la noche. No importa la hora. Pero dime algo, ¡por favor!
—Sabía que recobraría el juicio y la horrorizaría lo que ha hecho —afirmó Nora—. ¿Oímos el tercer mensaje?
Ryan estaba en el centro de la sala.
—Como quieras —respondió.
Nora apretó de nuevo la tecla para reproducir los mensajes.
Silencio. Luego, alguien carraspeaba.
—Esa no es Vivian —dijo Nora, sorprendida—. ¡Creo que es un hombre!
La persona que había llamado carraspeó de nuevo. No parecía muy segura de cómo empezar.
—¿Ryan? Espero no haberme equivocado de número. Espero que Ryan viva ahí. Ryan Lee.
Ryan dio un paso adelante. Conocía aquella voz, pero era incapaz de asignársela a alguien. Lo primero que pensó fue: «¡Damon! ¡Ya me tiene! Ahora me dirá cuándo quiere el dinero y lo que me pasará si no pago».
Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que era imposible. La persona que se dirigía a él era un hombre inseguro, dubitativo, alguien a quien no le gustaba hablarle a un contestador y que ni siquiera sabía si había llamado a quien quería. Eso no era propio de Damon. Damon habría hablado sin carraspear, sin vacilar, sin titubear. No habría dudado de si tenía el número correcto, básicamente porque Damon nunca tenía dudas sobre nada de lo que hacía.
—Sí, bueno, soy Bradley, Bradley Beecroft. Ryan, ha pasado una cosa… No puedo contártelo con detalle, pero… te agradecería que te pusieras en contacto conmigo. Todo apunta a que… Tu madre ha desaparecido, Ryan. Es todo muy misterioso. ¡Llámame, por favor!
El contestador se paró. Ryan se quedó petrificado.
—¿Quién era? —preguntó Nora—. ¿Y de qué diantre hablaba?
Ryan descolgó el auricular y empezó a pulsar teclas en el aparato.
—No sé su número de teléfono. Maldita sea, ¿los números no quedan registrados en este trasto?
—¿Quién era? —repitió Nora.
—Bradley —contestó Ryan. Logró ver el número de Bradley Beecroft en la pantalla y empezó a marcarlo—. El marido de mi madre.
—¿Tu padrastro?
—No. O sí, en cierto modo. Bradley es el tercer marido de mi madre. Yo ya era mayor cuando se casó con él.
Esperó a que se estableciera la comunicación. Notaba que apenas podía tragar saliva porque en cuestión de unos pocos segundos se le secó la garganta.
—Hola, Bradley —dijo luego—, soy Ryan. ¿Qué ha pasado?
Circulaban a toda velocidad en plena noche. Ryan iba al volante, conducía muy deprisa, a una velocidad peligrosa, pero la inquietud lo apremiaba con tanta fuerza que no podía ir más despacio. Por suerte, ese viernes por la noche había poco tráfico en las calles. Se puso a llover de nuevo. Una noche de abril con lluvia y viento. Los que podían se quedaban en casa.
—Necesito el coche, Nora —dijo después de oír el relato exasperado de Bradley, una vez acabada la conversación—. Tengo que ir a casa de Bradley. Necesito ver si puedo hacer algo.
—Pues claro —contestó Nora sin dudarlo—. Y yo voy contigo.
—Nora, no hace falta que…
—Pero quiero hacerlo.
Ryan no estaba seguro de si le apetecía tenerla a su lado, pero era su coche y no podía prohibirle que lo acompañara. Además, tal vez le sirviera de ayuda. Había visto su lealtad y su compromiso y sabía que haría todo lo posible por apoyarlo.
—¿Dónde vive tu madre? —preguntó Nora cuando subieron al coche.
En el asiento de atrás dejaron una bolsa con una muda para cada uno y los cepillos de dientes. Aunque las ideas bullían a miles en su cabeza, Ryan no pudo evitar pensarlo: «Como un matrimonio. Ahora ya viajamos con una sola bolsa para los dos».
—En Sawdon. En los páramos de Yorkshire.
—¿Tenemos que ir hasta Yorkshire?
—Yo sí. Tú no.
—He dicho que te acompañaría y eso no cambia nada.
Ryan se alegró de que Nora no dijera nada sobre su forma de conducir, aunque probablemente tenía miedo. Lo veía en sus labios apretados cuando la miraba de soslayo. Pero Nora se abstuvo de hacer comentarios.
Ryan no podía creer lo que Bradley le había contado. Habían encontrado el coche de su madre en la carretera que cruzaba los páramos en dirección a Whitby. La puerta del conductor estaba abierta y el bolso de Corinne, en el asiento del copiloto. Ni rastro de ella por ningún lado.
—Y la gente con la que tenía que encontrarse —había dicho Bradley— no pudo ir. No les arrancaba el coche. Al parecer, alguien lo había manipulado.
—¿Qué gente?
Hacía casi seis años que Ryan no hablaba con su madre y no tenía ni idea de sus costumbres. Entonces se enteró de que trabajaba en un consultorio médico en Whitby y que todas las mañanas seguía el trayecto a través de los páramos y recogía a una chica junto a un camino rural que partía de la carretera. La madre de la muchacha la llevaba al punto de encuentro. Aquel viernes, Corinne Beecroft también la había esperado puntualmente en el lugar acordado, pero la muchacha no se había presentado. Si era cierto que se lo habían impedido manipulando el coche, había motivos más que suficientes para preocuparse. ¿Quién le había echado el ojo a la mujer que esperaba en su coche a primera hora de la mañana, completamente sola en medio de aquel desierto?
—Nunca —dijo Bradley, y su voz envejecida y ronca tembló—, nunca se habría ido de allí voluntariamente. Le ha pasado algo terrible, Ryan, lo sé. ¡Y la policía opina lo mismo!
Mientras conducía como una bala en la noche, los pensamientos se precipitaban en su cabeza. No podía ser casualidad. Deborah, destrozada y deprimida, encerrada en su casa, sin apenas salir a la calle desde que dos desconocidos la violaron. Y ahora Corinne. Desaparecida sin dejar rastro tras sufrir un asalto preparado claramente con total precisión y cautela. Dos mujeres que habían desempeñado un papel importante en la vida de Ryan: su madre y la que había sido su pareja durante años. Cualquiera podría saber que, haciéndoles daño, alcanzaría de lleno a Ryan.
«¿Quién quiere decirme algo?»
En el caso de Corinne, a diferencia del crimen perpetrado contra Debbie, cabía añadir algo que le cubrió la frente de un sudor frío. Lo vio mentalmente como si se tratara de un aviso colgado en la pared: un lugar solitario. Un coche. Ni rastro de la conductora.
Si se cambiaban los páramos de Yorkshire por el parque nacional de Pembrokeshire, se obtenía prácticamente una descripción idéntica a lo que había ocurrido en otro tiempo.
«Detrás de todo esto hay un plan sutil.»
Y esa idea condujo a la siguiente pregunta: ¿quién podía relacionarlo con la desaparición, hacía ya casi tres años, de Vanessa Willard? ¿Damon? No podía ser. Era imposible.
En realidad, solo había una posibilidad en el mundo, y esa posibilidad era Vanessa Willard.
«¿Está viva?»
¿Cuánto hacía que no pronunciaba su nombre ni siquiera en pensamientos?
«Vanessa Willard.»
En dos años y medio, nunca había podido llegar tan lejos. Siempre que aquel domingo funesto intentaba abrirse paso en su recuerdo, se encendía el gran semáforo rojo que su subconsciente había instalado y, para su alivio, en el momento decisivo gritaba: «¡Alto! ¡No! ¡Ni un paso más!».
Hasta ese momento había funcionado, y eso lo había salvado de la fuerza de sus sentimientos de culpa y de la tortura de sus pensamientos. Sin embargo, al ver tan desesperada a Debbie, pareció abrirse por primera vez una grieta en el sistema defensivo. Y ahora daba la impresión de que las posiciones de defensa se desmoronaban. Las imágenes de aquel día lo acometieron y en su interior cobró fuerza una sensación que semejaba una certeza: ahora vas a pagar. Las cosas se volverán contra ti. No hay nada cerrado. Nada ha terminado.
—Me extraña que tuvieras que buscar el número de teléfono de tu madre y su marido —dijo Nora—. ¿No te sabes de memoria el número de tu madre?
—No. Hace mucho tiempo que no hablamos.
—¿Es por… tu infancia? ¿No puedes perdonarla?
Ryan no miró a Nora, siguió con la mirada fija en la carretera.
—No. Es por la vida que llevaba yo. Mi madre no podía con ella. Y el tipo con quien se casó, todavía menos.
—¿Bradley?
—Un pequeño burgués increíble. Ahora ya estará jubilado, con una casita y un jardincito que cuidan meticulosamente. No sé cómo no se mueren de aburrimiento, pero está claro que viven muy bien juntos.
—¿Saben que… has estado en la cárcel?
Ryan se encogió de hombros.
—Ni idea. No creo. Yo no se lo he dicho.
—¿Cómo sabía Bradley que vives conmigo?
Una pregunta interesante. Hasta entonces no había pensado en ello.
—No lo sé. Pero seguro que hay alguna explicación.
No hablaron más. Al cabo de un rato, Ryan miró a Nora y vio que se había dormido. Perfecto. Prefería estar solo consigo mismo.
Llegaron a Sawdon hacia las cuatro de la madrugada. La pequeña localidad todavía se encontraba sumida en una profunda oscuridad somnolienta. Solo en una casa estaban encendidas todas las luces: la casa de los Beecroft, en cuya tranquila existencia había irrumpido una desgracia inconcebible. Saltaba a la vista que Bradley no se había ido a la cama en toda la noche.
Salió a recibirlos al jardín, bajo la llovizna, tan pronto como aparcaron y bajaron del coche. Incluso a la débil luz del farol colgado del dintel, Ryan advirtió que el viejo se encontraba al límite de sus fuerzas. Le temblaban los labios y en sus ojos brillaba el pánico. El pelo, cano y ralo, se le veía revuelto y le confería cierto parecido con un ave desplumada.
—¡Ryan! ¡Gracias a Dios que has venido!
Estrechó con fuerza a su hijastro, un gesto que nunca se había dado entre ellos. Ryan había asistido a la boda, doce años atrás, y luego había ido a ver unas cuantas veces a su madre a Sawdon, y siempre había percibido con claridad que Bradley no lo aceptaba. A sus ojos, él no era más que un inútil, un cero a la izquierda, un pequeño delincuente sin remedio y un fracasado que le complicaba la vida a su madre. Ryan estaba convencido de que la influencia de Bradley había sido la causa de que su madre hubiera dejado de esforzarse por seguir en contacto con su hijo. Tanto era así que no pensaba volver a ver al viejo en su vida, y menos aún abrazarlo, y seguro que Bradley opinaba lo mismo. Sin embargo, la actual situación de emergencia cambió las cosas: Bradley estaba a punto de derrumbarse. Las circunstancias lo desbordaban y parecía confiar con toda su alma en que el joven que tenía delante haría algo útil por una vez en la vida y encontraría una salida a aquella situación confusa y alarmante. Una esperanza que Ryan temía decepcionar irremediablemente. Tenía una mala corazonada sobre lo que podía haber detrás de todo aquello, pero era una corazonada poco precisa y todavía no lograba descifrarla. Si Corinne no aparecía pronto, Ryan tendría que afrontar por segunda vez la necesidad de poner las cartas sobre la mesa ante la policía y desvelar la historia de Willard. Tenía que haberlo hecho la primera sin falta para salvar a Vanessa Willard. Había callado por cobardía. Y ahora que se perfilaba la posibilidad de que la desaparición de Corinne estuviese relacionada con Vanessa Willard, tendría que hacerlo para salvar a su madre.
Aunque pasó el viaje pensando en ello, fue en ese momento, al recibir el abrazo de su odioso padrastro, cuando comprendió que la pesadilla lo había alcanzado de la forma más despiadada: disponiéndose a repetirse.
Bradley lo soltó y retrocedió un poco.
—Qué fuerte te has puesto, chico. ¡Tienes unos músculos increíbles!
«Sí, incluso en la cárcel puede uno entrenarse», le habría gustado responder a Ryan, pero se mordió la lengua. Bradley ya se había vuelto hacia Nora y le estaba estrechando la mano.
—¿Así que usted es la pareja de Ryan?
Nora le sonrió.
—Nora Franklin.
Bradley, gratamente sorprendido por la afabilidad de Nora, volvió a mirar a Ryan.
—Llamé a Deborah. Por suerte recordé que tu madre la apreciaba mucho.
Ryan lo sabía. Debbie lo había acompañado varias veces a Yorkshire y Corinne se había entusiasmado con ella. Tenía la esperanza de que, con esa mujer al lado, su hijo llevaría una vida normal y sobre todo decente. En los primeros tiempos después de que se separaran, telefoneó muchas veces a Debbie para pedirle que le diera otra oportunidad a Ryan.
—Encontré su número de teléfono en el escritorio de Corinne. Deborah me dijo que vivías en Pembroke Dock y me dio vuestro número.
—¿Por qué no entramos? —preguntó Ryan—. Me estoy empapando aquí fuera.
—Claro, claro.
Bradley caminó fatigosamente delante de ellos, los condujo al comedor, limpio y ordenado, y les pidió que se acomodaran.
—Sentaos. ¿Qué queréis tomar? ¿Té? ¿Café?
—Mejor un café —dijo Ryan—. Y luego nos lo cuentas todo con calma. Supongo que no hay novedades, ¿verdad?
—No. Es como si… —La voz se le quebró y le hicieron falta unos segundos para recuperarse—. Nadie ha dado señales de vida. Nada. Tampoco ha llamado nadie para exigir un rescate. Eso sería bastante absurdo porque no somos ricos, pero yo removería cielo y tierra para conseguir dinero si eso pudiera salvarle la vida a Corinne. Pero… ¡nada! Y no me he movido ni un segundo del lado del teléfono.
Se fue a la cocina. Nora lo siguió con la mirada.
—Dios mío, no tardará en desplomarse. Está desesperado.
Ryan se levantó y paseó por la sala. En una estantería descubrió una foto suya de cuando tenía unos veinte años, en la que se lo veía con cara de mal humor. Aun así, su madre la había puesto allí. Y Bradley lo toleraba.
Bradley regresó con una bandeja. Puso las tazas en la mesa y sirvió el café. Las manos le temblaban tanto que todos acabaron con más café en el plato que en la taza. Ryan volvió a sentarse.
Bradley les habló de la llamada que había recibido el día anterior hacia las ocho y media de la mañana.
—Era la señora Barker, la madre de la chica a la que Corinne acompaña. Estaba muy nerviosa porque hacía mucho rato que intentaba localizar a Corinne en el móvil para decirle que Celina no iría porque se les había averiado el coche. Al final, telefoneó al consultorio médico donde trabaja Corinne, pero no se había presentado y ellos creían que estaría enferma. —Bradley hizo una breve pausa y tomó un sorbo de café. Se le vertió un poco en la camisa, pero no pareció darse cuenta—. Enseguida tuve un mal presentimiento —prosiguió—, porque no es propio de Corinne llegar tarde al trabajo. Entonces cogí mi coche y recorrí el mismo trayecto. Llovía a mares. Cuando llegué al camino rural, vi el coche. La puerta del conductor estaba abierta. Supe al instante que algo había pasado.
Les contó que había encontrado el bolso y que la llave estaba puesta en el contacto. Luego buscó por los alrededores, ya que supuso que Corinne se habría encontrado mal y por eso había salido precipitadamente del vehículo.
—Salté la valla de un prado, corrí por todas partes, pero no encontré ni rastro de ella. Si se hubiera mareado o se hubiera sentido mal, no habría ido muy lejos, ¿no?
—¿Avisaste entonces a la policía? —preguntó Ryan.
—Sí. Volvieron a registrarlo todo, pero tampoco encontraron ningún indicio de que Corinne siguiera por la zona. Había huellas de neumáticos, un coche debió de detenerse justo detrás del suyo, probablemente también por la mañana. Pero no se sabe si guarda alguna relación. Vino a verme un policía. Tomó nota de los datos personales de Corinne y me preguntó por las circunstancias precisas de esa mañana. También dónde trabajaba Corinne y por qué esperaba en aquel punto. Si habíamos discutido o si ella estaba alterada o nerviosa por algún otro motivo. —Las lágrimas le asomaron a los ojos. Revivía otra vez la mañana del día anterior, que había empezado tranquila y con absoluta normalidad—. Pero no había nada. Yo seguía en la cama cuando ella se fue. Estaba como siempre, normal. Le gustaba su trabajo en Whitby. Allí tampoco tenía problemas, me lo habría contado. Le hacía ilusión que llegara el fin de semana. Queríamos salir a pasear y pensábamos encender la chimenea.
Rompió a llorar. Nora se levantó, se le acercó, se sentó a su lado, en el brazo del sillón, y le rodeó los hombros.
—La encontraremos —dijo con voz tranquilizadora—, no piense en lo peor, señor Beecroft. Quizá todo tenga una explicación muy sencilla.
«Seguro que no», se dijo Ryan. No podía evitar pensar en Debbie. Al menos, Debbie estaba viva. Pero no quería ni imaginar que a su madre le ocurriera lo mismo que a su amiga, aunque finalmente volviera con Bradley.
—El coche de esa familia… —apuntó.
Bradley se secó las lágrimas.
—Sí. Mientras el policía estaba aquí, la señora Barker volvió a llamar. Habían avisado a un mecánico y el hombre comprobó que alguien había inutilizado el vehículo a propósito. Habían cortado un cable o no sé qué… En cualquier caso, excluyó la posibilidad de que se debiera al desgaste o a que una marta hubiera hecho de las suyas. Al policía, esa información le dio mala espina. Porque eso significaría…
—… que alguien se aseguró de que Corinne estaría sola en el punto de encuentro —completó Ryan.
El asunto olía cada vez peor. Una acción bien planeada. A esas alturas, estaba casi convencido de que todo tenía que ver con él.
—¿Qué opina la policía?
Bradley levantó las manos en un gesto de impotencia.
—Diría que están desconcertados. El policía que estuvo aquí fue a la granja de los Barker, pero no descubrió nada nuevo. Me han dicho que me quede aquí, junto al teléfono. Me preguntaron si necesitaba un psicólogo, pero yo no quiero un psicólogo. Yo quiero a Corinne. ¡Solo quiero que vuelva! —Miró a Ryan, suplicante—. ¡Por favor, Ryan! ¡Tienes que ayudarme! ¡Es tu madre! Tú la conoces mejor que nadie. ¿Tienes idea de qué puede haberle pasado?
Ryan se levantó de nuevo. Tenía unas ligeras náuseas y un frío repentino, cuando unos instantes antes sudaba a causa de las emociones.
—De momento, no se me ocurre nada —dijo. Le sorprendió oírse hablar con una voz tan clara y firme.
«Eres el mismo cobarde de antes —pensó—, el claro ejemplo de que la cárcel no convierte a los reclusos en mejores personas. Los escupe igual de malos, insignificantes y miserables que cuando los acogió.»
Nora le puso a Bradley la mano en el brazo.
—De todos modos, ayudaremos —dijo—. Ryan, podríamos ir al lugar donde ayer desapareció tu madre. Echémosle un vistazo nosotros mismos.
Ryan tenía claro que eso era hacer por hacer. Bradley ya había estado allí. Y sobre todo la policía. Si hubiera algo que encontrar, aparte de las sospechosas huellas de neumáticos, ya habrían dado con ello. Seguro que Nora también lo sabía. Quizá solo pretendía transmitirle a Bradley, aturdido y desesperado, la sensación de que algo se movía, de que no se quedaban de brazos cruzados. Quizá quería estar a solas con Ryan, hablar con él del asunto. Confiaba en que ella no hubiera comenzado ya a intuir algo: Nora sabía que habían violado a su antigua novia. Ahora su madre había desaparecido. Al final establecería una relación y querría hablarlo con él. No era tonta. Tampoco una ingenua. Desde la noche anterior, Ryan tenía cada vez más claro que la había subestimado considerablemente.
No obstante, dijo:
—De acuerdo. Saldremos cuando se haga de día.