Abril fue seco y, algunos días, verdaderamente caluroso, pero el tiempo cambió a finales de mes. No paraba de llover. El mundo floreciente del exterior parecía envuelto en un grueso velo gris y las flores y las ramas, que ya se desplegaban hacia el sol, colgaban mojadas y dobladas. Y hacía frío. La gente se helaba sobre todo por la mañana, cuando había que salir de casa. De una casa con la calefacción encendida. Fue necesario volver a ponerla en marcha. Y fue necesario sacar de nuevo las chaquetas gruesas y los abrigos que ya se habían desterrado alegremente al último rincón de los armarios. La gente empezaba a aventurar pronósticos lúgubres, a vaticinar que vivirían un mayo húmedo y desapacible.
Corinne Beecroft seguía cansada y un poco malhumorada cuando salió de casa y la humedad gris que la recibió no mejoró su estado de ánimo. Tuvo que abrir el paraguas para recorrer sin empaparse la pequeña distancia que mediaba entre la puerta de casa y el coche, aparcado en la entrada. Esa mañana, la lluvia caía con tanta intensidad que formaba una cortina de agua.
Mientras subía al coche y cerraba el paraguas con tanta torpeza que le cayó una ducha de agua en los zapatos, pensó en la suerte que tenía Bradley, que aún seguía en la cama, luego desayunaría tranquilamente y, si no le apetecía, no saldría de casa en todo el día.
Echó un vistazo a la ventana del primer piso. Las cortinas azules estaban corridas por completo.
Suspiró, encendió el motor y puso el limpiaparabrisas a la máxima velocidad. Le gustaba su trabajo en la recepción de una consulta médica en Whitby y, a sus cincuenta y ocho años, todavía se sentía demasiado joven y activa para vivir como una jubilada. Pero había días…
Siguió la estrecha carretera rural que salía serpenteando de Sawdon, el pueblo en el que vivía con Bradley. La palabra «pueblo» era casi una exageración para un puñado de casas que parecían dados tirados al azar alrededor de la vastedad solitaria de los páramos altos de Yorkshire. Un puntito minúsculo en el mapa. Aunque incluso tenía un pub. Y un Bed & Breakfast. Corinne disfrutaba de la sensación de libertad y paz que le transmitía la pequeña localidad. Le gustaba pasear por allí; los fines de semana trabajaba con Bradley en el jardín y ambos se ilusionaban con todo lo que crecía y proliferaba. Bradley tenía diez años más que ella y ya estaba jubilado. Aunque vivir con él no fuera muy emocionante, le transmitía estabilidad y seguridad. Y a aquellas alturas, eso era más importante para Corinne que los cambios y el barullo. Además, en el consultorio médico solía haber tanto ajetreo que no necesitaba más que sentarse junto a la chimenea en su casita de campo y que Bradley le masajeara los pies hinchados.
Por culpa de la lluvia, avanzaba con más lentitud de lo normal. Llegó a la A-169, que cruzaba la solitaria región de los páramos y conducía directamente a Whitby, en la costa. A esas horas tempranas apenas pasaba nadie por la carretera. A Corinne le gustaba llegar lo más pronto posible al consultorio. Así podía prepararse un buen café y resolver con calma los asuntos pendientes y, sobre todo, ocuparse de las cuentas. Después no había manera. En el consultorio trabajaban tres médicos y, a partir de las nueve, aquello parecía un hormiguero.
Eran casi las siete y veinte cuando llegó al lugar de encuentro, situado en medio de los páramos. En realidad, no se trataba de un espacio destinado a aparcar, sino de un ensanchamiento al borde de la calzada, de donde partía un camino vecinal lleno de baches que conducía a un cercado y allí moría. Salió de la calzada, aparcó y paró el motor. Miró la hora. Habían quedado a las siete y cuarto, pero ni rastro de Celina, claro. Todos los días lo mismo, y aún era peor cuando hacía mal tiempo. A Celina le costaba salir de la cama, y su madre, que también tenía que ocuparse de un marido bastante holgazán y de cinco hijos más, no conseguía incitar a su hija a la puntualidad. Celina tenía diecisiete años y había encontrado un puesto de aprendiz de limpiadora en un hotel de Whitby. Vivía con su familia en una de las granjas más apartadas de los páramos y le suponía un problema desplazarse todos los días a la ciudad. Su madre, que tenía que llevar a los otros hijos a distintas escuelas o, por lo menos, hasta la parada del autobús, no podía acompañarla. La mujer era cliente del consultorio donde trabajaba Corinne y un día se lamentó de su desgracia. Corinne le ofreció ayuda de inmediato.
—Yo vengo todos los días a Whitby. Podría traer a Celina.
Habían fijado un punto de encuentro. El camino vecinal, hasta donde la madre llevaría a Celina. Y habían acordado una hora, que no habían respetado ni un solo día hasta la fecha.
Corinne se enfadó. No era muy placentero recorrer todos los días la mitad del camino al trabajo con una adolescente malhumorada y que solo pronunciaba monosílabos, pero tener que esperarla cada día sin recibir ni una sola disculpa pasaba de la raya. Hasta entonces se había prestado al juego porque le daba lástima la madre de Celina, siempre desbordada de trabajo, pero esa mañana decidió que ya estaba harta de que abusaran de su paciencia. O Celina llegaba puntual o que se buscara a otra tonta.
Tiritando de frío, se ciñó el abrigo y se arrellanó en el asiento. ¿Había hecho algún año tanto frío a finales de abril? Y qué oscuro estaba todo, mucho más oscuro que de costumbre. Eso se debía a las nubes bajas y a la lluvia, que no paraba. Miró por la ventanilla. Una llanura monótona. Brezos, hierba y helechos mojados. Cercas. Algunas colinas a lo lejos. Le dio la impresión de que la lluvia arreciaba.
Puso en marcha los limpiaparabrisas, que al instante levantaron grandes olas hacia los lados con un ruidoso chapoteo. Tan pronto como los paró, el cristal volvió a cubrirse de una cortina de agua impenetrable. Era inútil; aquel día todo era inútil.
Vio por el retrovisor que se acercaban unos faros y se incorporó en el asiento. ¡Por fin! Diez minutos de retraso. Hoy le diría a Celina lo que pensaba de ella y de su actitud ante la vida, aunque luego la chica fuera todavía más desagradable que de costumbre. Le daba igual. Sería la última vez.
El coche aminoró la marcha, circuló hacia el arcén y se detuvo. Corinne accionó el limpiaparabrisas trasero y frunció el ceño. Ella esperaba el jeep destartalado que conducía la madre de Celina, pero el coche que había parado detrás del suyo era otro modelo. Un Ford grande, si no se equivocaba. Distinguió el contorno de dos personas detrás de la luna delantera.
¿Celina y su madre?
¿O tal vez la había traído el padre y él llevaba otro coche? Sin embargo, nunca había sido así y, además, el vehículo le pareció demasiado grande y caro para la economía de la familia. Corinne sabía que su granja apenas rendía y que el dinero era un problema constante.
¿De dónde había salido ese trasto?
Tuvo un mal presentimiento. No quería parecer ridícula, pero de repente fue consciente de lo solitario que era aquel lugar. No había pasado nadie en todo el rato. Estaba más sola que la una.
Volvió a poner en marcha el limpiaparabrisas trasero y vio que las puertas delanteras del otro vehículo estaban abiertas y que sus ocupantes habían bajado del coche. Presa del pánico, buscó nerviosamente el botón que activaba el cierre automático de todas las puertas, pero la del conductor se abrió de golpe antes de que hubiera conseguido encontrarlo. Era un hombre. Tejanos negros, chubasquero y un pasamontañas que solo le dejaba al descubierto los ojos. La agarró con brutalidad.
—¡Fuera! —la increpó.
De repente, Corinne comenzó a temblar tanto que perdió el control de la musculatura y no consiguió moverse.
—Yo… Por favor… Yo… —balbuceó.
—¡Fuera! —repitió el hombre.
Al ver que la orden no surtía efecto, la sacó del coche y la arrastró por el borde del prado hacia el Ford. Corinne colgaba indefensa de sus brazos. El otro hombre, también vestido de negro y enmascarado, se sentó en el asiento trasero del coche y a Corinne la metieron al lado. La lluvia la había empapado por completo. Del cabello le caían regueros de agua sobre la cara y el abrigo se le pegaba al cuerpo como un trapo mojado. Seguía temblando, de miedo y de frío. Terriblemente confusa, se preguntó qué estaba sucediendo. Ella era una mujer de lo más normal, camino del trabajo. No era rica, ni famosa, ni joven. ¿Qué querían de ella esos individuos? ¿Y dónde estaban Celina y su madre? Ya pasaban quince minutos de la hora, eso era algo insólito incluso para Celina.
«¿Por qué no venís? ¿Por qué no viene nadie?»
El hombre que la había sacado del coche se sentó al volante y arrancó. Cuando los limpiaparabrisas se pusieron en marcha, Corinne vio su vehículo. La puerta del conductor seguía abierta. Nadie había visto el ataque. Harían toda clase de conjeturas sobre lo que le había ocurrido a Corinne Beecroft, pero probablemente no averiguarían nada. A no ser que los secuestradores se pusieran en contacto con Bradley. Pero ¿con qué fin? Por el amor de Dios, Bradley solo tenía una pensión modesta y la vieja casita en el fin del mundo que había heredado de sus padres. Y ella solo contaba con un sueldo de auxiliar de clínica. Tenían lo que necesitaban, pero no eran ni mucho menos gente adinerada.
Siguieron circulando por la carretera. No se cruzaron con ningún vehículo hasta al cabo de cinco minutos. Corinne se preguntó si el conductor se fijaría en el automóvil abandonado junto al arcén con la puerta abierta y si investigaría el asunto. No albergó demasiadas esperanzas y la lluvia todavía empeoraba más las cosas. A nadie le apetecería bajar del coche para comprobar qué le pasaba a un vehículo solitario. Las únicas que tal vez se sorprendieran y telefonearan a Bradley eran Celina y su madre. Ellas eran la única posibilidad de que no transcurrieran horas interminables antes de que alguien se preocupara por su paradero. En el consultorio no removerían cielo y tierra enseguida. La consideraban una empleada extraordinariamente cumplidora y achacarían el retraso a motivos bien fundados y seguro que llamaría para explicarlos.
Aunque los labios le temblaban, finalmente consiguió formular una frase entera. Su propia voz le sonó extraña.
—¿Por qué me hacen esto? —inquirió—. No soy rica. Les daremos todo lo que tenemos, pero no será mucho.
—Cierra el pico —dijo el hombre que iba a su lado. Parecía aburrido.
—¿Adónde me llevan? —preguntó Corinne.
—Te he dicho que cierres el pico —repitió el hombre.
La miró. Ella solo le veía los ojos en la ranura negra del pasamontañas. Eran oscuros y no reflejaban la menor emoción, la menor empatía.
—Una palabra más y te parto la boca, ¿entendido?
Corinne tragó saliva convulsivamente y asintió, amedrentada. No diría nada más porque no dudó ni por un segundo que la amenaza iba en serio y le pegaría un puñetazo en la cara. Miró por la ventanilla. Seguían circulando por la A-189 en dirección a Whitby.
Pero ¿adónde? ¿Y por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Se echó a llorar.
Una mañana de lo más normal se había hundido en una pesadilla y no tenía la más remota idea de lo que le estaba ocurriendo.