2

Cuando llegamos al área de descanso en la que había desaparecido Vanessa comprendí el desconcierto absoluto de Matthew. Era un lugar idílico, pero allí había ocurrido algo terrible. Ese sábado, un día cálido y soleado de abril, los prados verdes y exuberantes, la retama resplandeciente, de un amarillo intenso, y las suaves colinas se desplegaban como un pequeño paraíso ante mis ojos. Costaba imaginar que allí existiera «el mal», parecía francamente imposible. Contemplé el muro de piedra, cubierto de musgo y quebradizo, que recorría el margen del valle poco profundo que se extendía por debajo del área de descanso. No eran más que unas viejas ruinas de algo que había estado allí, unos pastos cercados donde correteaban las ovejas. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Sin embargo, por otro lado, el tiempo parecía haberse detenido en ese paraje. Aquel valle había existido siempre y siempre existiría.

Y, a pesar de todo, allí había comenzado una pesadilla.

Busqué a Matthew con la mirada. Estaba un poco alejado de mí, absorto en sus pensamientos. A su lado, Max levantó la vista y me miró esperanzado. Le apetecía dar un largo y bonito paseo, pero su amo no se daba cuenta en esos momentos. Supuse que había regresado a aquel día de agosto. Igual que hoy, el sol brillaba en un cielo sin nubes en aquella fecha, pero no era mediodía, sino casi de noche, y una luz rojiza se posaría sobre el paisaje. Y la retama no estaría en flor, naturalmente. Los colores serían más apagados, más melancólicos. Luces otoñales.

Belleza y paz. Eso era aquel lugar. Y seguro que Matthew también lo notaba, percibiendo a la vez la dolorosa discrepancia que eso planteaba con lo que en realidad había sucedido.

Me acerqué a él.

—¿Vamos a pasear un rato? —pregunté.

Al oír las palabras «vamos a pasear», Max comenzó a mover la cola.

Matthew despertó de su ensimismamiento.

—El coche estaba en el mismo sitio que ahora. Y Vanessa se había apoyado en el capó cuando me fui. Es la última imagen que conservo de ella. Apoyada en el coche. Iluminada por el sol del crepúsculo. Tenía los brazos cruzados. Estaba furiosa. Se alegraba de perderme de vista un rato.

De nuevo dejé vagar la mirada. Unos pasos más allá, había una mesa de madera y dos bancos. «Un sitio magnífico para una merienda», pensé. También había una papelera metálica, pero me pareció que apenas había nada dentro. Daba la impresión de que muy poca gente pasaba por allí. Con todo, sobre el asfalto que rodeaba el área de descanso descubrí un condón usado, azul y arrugado. Aunque parezca extraño, esa visión me llenó de alivio. Me devolvió a la realidad. Por muy paradisíaco que fuera aquel lugar, también lo utilizaban con fines de lo más mundano, y eso estaba bien. Le quitaba un poco de magia al lugar y lo devolvía al mundo.

Toqué a Matthew en el brazo.

—Vamos a pasear —repetí.

Tomamos el sendero que había recorrido con Max aquel anochecer. Max iba delante, corriendo a grandes saltos. Comprobé que el área de descanso se perdía de vista enseguida. Unos cuantos pasos después de una curva cerrada y te creías en la soledad más absoluta. Unas exuberantes zarzas silvestres flanqueaban el camino. Matthew dijo que aquel día había cogido unas moras y se las había comido.

—A la vuelta, también cogí unas cuantas para Vanessa. Pero… no pude dárselas.

Me fijé en lo rápidamente que desaparecía la carretera. Si alguien había circulado por allí en ausencia de Matthew y había doblado hacia el área de descanso, desde allí abajo habría sido imposible enterarse. Tal vez se habría oído levemente el zumbido de un motor, pero ¿quién le habría prestado atención? Seguramente nadie habría podido decir después si había pasado alguien o no.

Y al revés: si un secuestrador o un asesino había atacado a Vanessa en el aparcamiento, habría considerado que ella era la única persona en kilómetros a la redonda. No habría percibido el menor indicio de que el marido y su perro no se encontraban muy lejos. Vanessa había sido una víctima idónea.

Pero ¿por qué?

¿Y había sido realmente así? ¿O sucedió otra cosa?

Después de caminar un cuarto de hora, llegamos a un muro de piedra que se mantenía en pie bastante intacto. Para pasar al otro lado, había que saltarlo o bordearlo un buen trecho hasta llegar a un paso donde faltaban unas cuantas piedras. Matthew se detuvo.

—Aquí dimos la vuelta —dijo—. Por suerte. Por fin. No me había fijado en la hora y seguramente habría seguido caminando si este muro no me hubiera obligado a detenerme. Me di cuenta de que llevaba un buen rato caminando y pensé que probablemente Vanessa estaría aún más enfadada. A la vuelta caminé más deprisa que a la ida.

Y giró sobre sus talones.

—Pero nosotros podemos seguir un poco más —propuse—. El paraje es realmente precioso y hace un tiempo magnífico. Venga, vamos…

—No —contestó parcamente y, sin esperar respuesta por mi parte, inició el camino de regreso a paso mucho más rápido que antes.

Era evidente que recreaba aquel día, lo revivía, seguía el mismo programa que entonces. En realidad no estaba allí conmigo. Yo simplemente cumplía una función, era la interlocutora y, con ello, una especie de catalizador de lo que pensaba y sentía. Nada más.

Guardamos silencio hasta que llegamos al aparcamiento. Íbamos más deprisa, pero la cuesta era muy empinada en algunos puntos y tuvimos que esperar un par de veces a Max, que, debido al calor y al pelo largo y tupido, ya no corría tan ligero como antes. Y así pasaron casi quince minutos hasta que llegamos de nuevo al área de descanso. Acababa de comprobar que aquel domingo funesto Matthew había tardado treinta minutos en volver al coche. Treinta minutos en los que no pudo enterarse de lo que sucedía.

Se acercó al coche, sacó un platillo y una botella de agua y dio de beber a Max. El perro sorbió con ansia. Matthew se dirigió a la mesa de madera, se sentó en un banco y dejó vagar la mirada por el paisaje.

—La policía peinó toda el área —dijo—, toda la zona. Pero nada. Ni rastro.

Me senté a su lado. De repente me pesaban las piernas, pero no se debía a la caminata. Era la tristeza, que comenzaba a paralizarme el cuerpo, que se posaba como un lastre sobre mí. Curiosamente, ese día, en ese lugar, en ese momento, lo comprendí definitivamente: no teníamos ninguna posibilidad. Matthew y yo. Su vida se había detenido allí, justamente allí, en aquella área de descanso solitaria, aquel domingo, el 23 de agosto de 2009. No se movía desde entonces, no se permitía cambios. Había sido ingenuo por mi parte, quizá incluso estúpido, creer que podría forjarme un futuro junto a un hombre de cuarenta y cuatro años que había dejado de avanzar un solo milímetro.

Nuestra historia terminaba sin haber comenzado siquiera. Me había aferrado a una ilusión. Había llegado el momento de despedirme de ella.

Nos quedamos un rato sentados al sol sin hablar. Max dormía a nuestro lado. Nada ni nadie rompía el silencio, salvo unas abejas prematuras que revoloteaban a nuestro alrededor. Finalmente, Matthew dijo:

—Mañana voy a un grupo de ayuda mutua. Nos reunimos una vez cada seis u ocho semanas. ¿Quieres acompañarme?

No hacía falta ser muy avispado para adivinar el objetivo del grupo.

—¿Familiares de personas desaparecidas? —pregunté, aunque más bien lo afirmé.

—Sí. Es bueno intercambiar impresiones. No le crispas los nervios a nadie por contar una vez más la misma historia y seguir dándole vueltas a las mismas preguntas. Allí todos hacemos lo mismo.

Un lugar de estancamiento. Y por mucho que comprendiera por qué esas personas se aferraban a sus preguntas sin respuesta, también tenía muy claro que aquel no era mi sitio. No compartía su destino, no era una de ellos. Y tampoco podía seguir formando parte del destino de Matthew. Estar con él era casi peor que con Garrett. Al menos con Garrett tenía la sensación de vivir. Con Matthew corría el riesgo de estancarme.

—Preferiría no ir —dije con cautela.

—Lo entiendo —replicó Matthew.

Era un hombre sensible, percibía los cambios. Por muy ensimismado que hubiera estado todo el rato, comprendía lo que me ocurría. Mi tristeza no le pasaba desapercibida. De ahí que la pregunta «¿Quieres acompañarme?» se refiriera a algo más que a hacer una visita al grupo de ayuda al día siguiente; Matthew quería saber si yo seguiría compartiendo con él «todo aquello». Y había interpretado bien mi negativa: yo tampoco me refería únicamente al día siguiente.

—Me gustaría… —comencé a decir, y me corté.

Él concluyó la frase:

—… dejar de vernos una temporada. Sí. Ya lo sé.

Alargué la mano, le toqué el brazo.

—Lo siento, Matthew. Lo siento muchísimo.

Se volvió hacia mí. Por primera vez en todo el día me miró realmente, estuvo conmigo de verdad.

—No lo sientas. Lo entiendo perfectamente.

Tragué saliva. No quería romper a llorar.

—No puedo pasarme la vida buscando a tu mujer contigo y nada más. Ni especulando sobre lo que habrá sido de ella. Es… No avanzamos. Y cada día me deprimo más.

—Te entiendo —repitió por tercera vez—. Yo vivo así desde hace años. Pero eso no es motivo para que tú también vivas así. Ya me había preguntado cuánto tiempo lo aguantarías.

Cinco semanas. Había aguantado cinco semanas. No era mucho, pero el inconveniente no eran las cinco semanas: habría aguantado cinco meses o cinco años si hubiera entrevisto perspectivas de cambio. Si hubiera sabido que llegaría un momento en que él pasaría página, daría por cerrado el caso y nos dirigiríamos juntos hacia un futuro común.

Sin embargo, sabía que nunca pasaría página. Jamás. A no ser que descubriera qué había ocurrido. ¿Y cómo iba a lograrlo después de tanto tiempo, de tanto esfuerzo? Viviría siempre en la incertidumbre y probablemente moriría con ella.

—¿Nos vamos? —preguntó.

—De acuerdo —asentí.

Ahora me llevaría a casa, a mi pequeña buhardilla. Sabía que iba a parecerme más pequeña aún. Me aterraba la soledad que me esperaba.

Pero había invertido ocho valiosos años con Garrett en una relación sin porvenir y me había jurado no volver a caer en lo mismo, en sacrificar años de vida sin ninguna perspectiva. Sin esperanzas.

Se acabó.

Ponía punto final a mi relación con Matthew Willard. Ponía punto final por lo menos a lo que podría haber sido una relación.

Cuando ya habíamos arrancado, caí en la cuenta de que me había olvidado por completo de buscar parajes para el reportaje de Alexia.