¡Qué bien que no me hubiera ido a la cama con Matthew la primera noche! Mis temores en relación con sus sentimientos de culpa se confirmaron incluso sin habernos acostado. El simple hecho de que hubiera podido imaginárselo —probablemente de manera bastante concreta, por lo que yo percibí— hizo que se distanciara de mí. Seguimos viéndonos: quedamos para cenar y salimos de excursión por los alrededores. Alguna que otra vez fuimos al cine o al teatro, o a ver una exposición. Íbamos a pasear con Max. Eso estaba bien, era divertido y la primavera irrumpía con fuerza. Podría haber sido feliz.
Pero Matthew se mantenía distante. Cuando nos saludábamos, me daba dos besos con mucho menos entusiasmo que Alexia cuando llegaba yo a la redacción por la mañana. No me cogía de la mano ni en el cine ni en nuestros paseos, evitaba escrupulosamente cualquier roce. Yo le gustaba, eso se notaba, pero estaba haciendo todo lo posible para impedir que la cosa fuera a más.
Nuestro tema principal de conversación era Vanessa.
Comprendí que Matthew, centrado constantemente en la pregunta de qué había sido de ella, había pasado por distintas fases, y que esas fases se repetían a intervalos regulares. Cuando lo conocí, estaba convencido de que su mujer había sido víctima de un crimen. Luego, en abril, comenzó a hablar de que posiblemente había querido abandonar la vida en común por iniciativa propia, aunque eso no tenía mucha lógica, porque entonces no se explicaba el comportamiento alarmado del perro en el área de descanso. Matthew barajaba un sinfín de posibilidades: otro hombre (es decir, la versión que al principio había descartado radicalmente), una psicosis de la que él no se había dado cuenta, un diagnóstico terrible que le había dado un médico y que la había arrastrado a cometer un acto irreflexivo, una reacción exagerada a la discusión, unida al estado anímico depresivo en el que había caído durante el fin de semana que habían pasado con la madre demente. Y esto y lo otro y lo de más allá… A veces me daba la impresión de que nada le parecía demasiado absurdo, pero entendía que alguien que llevaba casi tres años dándole vueltas a una cuestión claramente irresoluble se hundiera en la espesura que se iba formando en su mente. Algún día volvería a ser el Matthew racional. Con todo, no me hacía ilusiones: incluso las teorías más disparatadas resurgirían una y otra vez. Y él nunca lo dejaría. Nunca se permitiría dejarlo.
Si quería tener una relación con él, una relación feliz, equilibrada y con futuro, teníamos que descubrir qué le había ocurrido a Vanessa.
Descuidé mi trabajo en la redacción y aproveché momentos en los que nadie me observaba para investigar en internet el «caso Vanessa Willard». El resultado fue decepcionante, deprimente incluso. Nunca se encontró la más mínima pista que pudiera tomarse en serio. Los indicios que se investigaron terminaron siempre en nada. Incluso recrearon el caso en un programa de Crime Watch y lo emitieron en todo el país, pero no se llegó a nada concreto.
Encontré un montón de fotografías de Vanessa en la red. Era una mujer atractiva, con cara de persona inteligente, despierta. La observé con detenimiento, pero no logré reconocer nada en su semblante que apuntara a una depresión o una psicosis. Tampoco parecía infeliz. Me resultaba inimaginable que se hubiera marchado porque estuviera desesperada o no tuviera esperanzas ni perspectivas en su vida.
Pasaba tanto tiempo con Matthew —y con Vanessa— que se me escapaban cosas que sucedían en mi entorno. Una mañana, cuando estaba en la redacción mirando de nuevo la página web de Missing People, Alexia apareció de repente detrás de mí. No pude cerrar la página y vio la imagen de Vanessa que había estado observando. Pero yo también vi algo al volverme hacia ella: Alexia no tenía buen aspecto. Parecía cansada y muy preocupada.
—Alexia…
—Buenos días, Jenna —dijo, y su voz sonó un poco distraída—. Ya veo que Matthew te ha incluido de lleno en el proyecto Vanessa.
En ese momento me di cuenta de que hacía tiempo que no me preguntaba por el estado de nuestra relación, y eso no era propio de ella. Cerré la página de Missing People con la foto de Vanessa y centré mi atención en ella.
—¿Qué pasa, Alexia? —pregunté—. Pareces agotada, y ya ni siquiera te interesan mis historias con los hombres.
—La canguro se ha despedido —dijo Alexia—. Hace diez días.
—¿Hace diez días? ¿Y por qué no me lo habías dicho?
—¿Para qué iba a molestarte? Además, no puedes hacer nada. De momento, en casa todo está patas arriba.
—Ya me lo imagino. Tendrías que encontrar pronto otra canguro.
—No es tan sencillo. Lo he intentado, pero todas las que encuentro son demasiado caras. Lo mejor sería una au pair extranjera, pero tendría que vivir con nosotros y ya me dirás tú dónde íbamos a meterla.
Eso era cierto. En su casa no cabía un alfiler. Me entró vértigo solo de pensar que pudiera instalarse allí otra persona.
—Ken está desbordado —prosiguió Alexia, deprimida—. Ya puede olvidarse de escribir una sola línea de su libro. Anda de cabeza con Siana, y también con Evan, que vuelve a hacerle el boicot a la guardería. Por suerte, las dos mayores van al colegio, pero… En cuanto vuelven a casa, el caos estalla definitivamente. Y no tenemos abuelas a las que pedir ayuda.
Me lo imaginé. Ken en la cocina abarrotada de trastos, con Siana llorando en brazos, tres criaturas más riñendo, lloriqueando y exigiendo; una se había dado un golpe en la rodilla, la otra se había caído en el barro, todas reclamaban algo de comer y algo de beber… Ken era un padre entusiasta, no perdería la paciencia ni sufriría un ataque de nervios, pero él también estaba llegando al límite, y Alexia, atada a la redacción de la mañana a la noche, probablemente no paraba de pensar en lo que pasaba en casa. Por eso parecía tan estresada y, en cierto modo, hecha polvo.
—Y encima la semana que viene tengo que ir a Londres —me explicó—. La importantísima reunión, ya sabes. Estaré fuera tres días por lo menos.
Lo sabía. Healthcare formaba parte de una gran editorial de publicaciones periódicas que, cosa extraña, todavía estaba en manos de una familia y no pertenecía a un gran grupo. Al jefe, Ronald Argilan, a quien yo solo conocía por fotos y que me parecía un hombre sumamente desagradable, le gustaba convocar regularmente en Londres a los distintos redactores jefe de sus revistas y periódicos para que lo informaran con detalle del «estado de la situación». Las reuniones se planteaban como una especie de examen, durante el cual criticaba, ponía en evidencia o incluso ridiculizaba uno a uno a sus empleados delante de los demás. Y, por lo que una vez me contó Alexia, la tenía especialmente tomada con ella. La revista Healthcare se distribuía en todo el país, en cuatro ediciones distintas a nivel regional, y Alexia había ocupado un año antes el cargo de redactora jefe para el sector de Gales únicamente porque el puesto había quedado libre de repente y no había aparecido nadie que fuera lo bastante masoquista para aceptarlo.
«El viejo cree que las mujeres no deberían ocupar puestos directivos —me dijo mi amiga un día—. Y en el fondo está esperando que fracase. Pero yo no pienso darle el gusto, claro.»
Así pues, se dejaba la piel, viajaba con regularidad a Londres para que le echaran la bronca, sacrificaba una vida familiar normal y más o menos ordenada… Me pregunté si yo habría hecho lo mismo. ¿Por ambición? ¿Por no permitir que un viejo testarudo ganara?
—Ahora hablemos de ti —dijo—. ¿Qué tal con Matthew?
Suspiré.
—Ya lo ves. Especulamos sobre qué ha sido de Vanessa. No es que sea precisamente romántico.
Alexia frunció el ceño.
—¿No consigues desviarlo hacia otros temas?
—Sí. Hemos ido unas cuantas veces al cine, nos hemos exasperado viendo algunas obras de teatro malas, hemos paseado con Max y hemos hablado de política. Pero al final… siempre vamos a parar a Vanessa.
—¿Y cuando estáis en la cama?
No me hizo gracia tener que confesarlo.
—No hemos estado nunca juntos en la cama.
—¿No? —Alexia puso cara de consternación y enseguida dio por sentado, acertadamente, que era yo la que obligaba a la abstinencia—. Pero… Quiero decir que tú eres una mujer joven y muy atractiva. Es imposible que no se le haya pasado nunca por la cabeza… ¡No me imagino a ningún hombre que, en tu presencia, piense en algo que no sea el sexo!
Evidentemente, esa era una de las típicas exageraciones desmesuradas de Alexia. Pero recordé nuestra primera cita. El pub a orillas del mar. Después, la playa solitaria, las olas oscuras, Max brincando delante de nosotros. Los dos en el coche de Matthew, conscientes de la proximidad del otro.
—Diría que sí se le «ha pasado por la cabeza», como tú dices —repliqué—. Y quizá lo piensa más a menudo de lo que creo. Pero, al mismo tiempo, el problema son precisamente esos pensamientos. Le crean sentimientos de culpa. No quiere abandonar a Vanessa. No quiere dejarla en la estacada. Y eso es lo que cree que hará si inicia una nueva relación.
—Pero Vanessa no volverá nunca —dijo Alexia—. Y, por muy horrible que sea, tampoco se aclarará nunca su destino. O fue víctima de un crimen y el autor actuó con tanta habilidad que no lo han encontrado ni lo encontrarán nunca, o desapareció a propósito y, evidentemente, no quiere que la descubran a ningún precio. A lo mejor vive en la otra punta del mundo.
—¿Por qué iba a marcharse? Tú eras su amiga. ¿Por qué?
Alexia se encogió de hombros.
—Ni idea. Y mira que me he estrujado el cerebro. Pero no encontré ninguna respuesta y por eso dejé de pensar en ello. No tiene sentido. Hay que mirar adelante.
—Cierto. Creo que Matthew también lo sabe. Pero no consigue llevarlo a la práctica.
—No lo dejes tirado —pidió Alexia—. Tal vez seas la única que puede ayudarlo. Desde aquel día nunca había permitido que nadie se le acercara tanto. A lo mejor tú consigues que avance. ¿Habéis quedado este fin de semana?
Asentí, y debí de poner una cara tan deprimente que Alexia no intuyó nada bueno:
—No tenéis planes muy emocionantes, ¿verdad?
—No sabría decirte. Me ha pedido que lo acompañe… Le gustaría ir al área de descanso donde Vanessa desapareció. Le gustaría que conociera el sitio.
—¡Uf, madre mía! ¿Y para qué?
—Creo que le atrae volver allí. Y no quiere ir solo.
—¡Jenna! —Alexia rodeó mi mesa y me miró—. Jenna, déjale bien claro que no le seguirás el juego eternamente. ¡Nunca saldrá del pozo si siempre le das cancha!
—Pensaba que no tenía que dejarlo tirado. Si le digo que no hablaré más de Vanessa con él, se acabó. Así están las cosas, Alexia. Ni más ni menos.
—Una situación verdaderamente complicada —reconoció Alexia—. Ojalá al final no resulte que te ha hecho infeliz. Al fin y al cabo, ¡algo de culpa tengo en que os hayáis conocido!
Realmente era así, y yo me preguntaba a veces si no debería arrepentirme de haber ido a cenar aquella noche a casa de Alexia y Ken. Pero no había manera de que me enmendara. Matthew me gustaba demasiado. Todavía tenía muchas esperanzas puestas en nosotros.
—¿Te sigue telefoneando nuestro querido Garrett? —preguntó Alexia antes de que yo le dijera nada.
—Se lo ha vuelto a tragar la tierra —dije—. Hace tiempo que no sé nada de él.
Parecía cosa de brujas. Garrett me había llamado las dos noches en que me había acercado sentimentalmente a Matthew. Desde que nuestra «relación», si es que podía llamarse de ese modo a lo que nos unía, se había estancado, el bueno de Garrett no había vuelto a dar señales de vida. Como si lo percibiera. Se entrometía en mi vida cuando yo amenazaba con escapar definitivamente de él, y se retiraba cuando todo se paralizaba de nuevo. En el fondo, seguía con sus viejos juegos de poder.
—De todos modos, el sábado iré con Matthew a ver el lugar que se ha convertido en el centro de sus traumas —dije—. Además, hará un tiempo magnífico y quién sabe si será más agradable de lo que cabe imaginar.
Alexia puso cara de incredulidad, pero seguramente no quiso apesadumbrarme y se guardó el comentario que tenía en la punta de la lengua.
En su lugar, dijo:
—Si consigues mantener la cabeza despejada, recopila unas cuantas imágenes. Estoy planeando publicar un reportaje fotográfico de la zona. «Ponerse en forma para el otoño» o algo por el estilo. Quiero presentar senderos que animen a los lectores a caminar y a pasear en bicicleta. Y el parque nacional de la costa de Pembrokeshire es el lugar ideal.
—De acuerdo —asentí.
No era mala idea, y quizá podría hablar con Matthew del proyecto si se hundía en la tristeza y en los reproches a sí mismo. Eso tal vez lo distraería un poco.