Cuando regresó a Pembroke Dock a última hora de la tarde, realmente le esperaba un drama. Le habría gustado quedarse todo el fin de semana en Swansea, pero Debbie no habría sido Debbie si a la mañana siguiente, a pesar de estar destrozada, no hubiera sido consciente de que Ryan estaba jugando con fuego. Cuando se enteró de que los sábados también trabajaba, ató cabos: no hacía ni una semana que había salido de la cárcel y ya había faltado injustificadamente al trabajo. Además, su agente de la condicional no sabía dónde estaba y la mujer que lo acogía en su casa debía de estar preocupadísima. Y que encima le hubiera cogido el coche no mejoraba en absoluto las cosas. Debbie insistió en que regresara y, para facilitarle las cosas, incluso desayunó un poco de pan tostado con mermelada y se tomó dos tazas de café.
Ryan creía que no se la podía dejar sola. Estaba traumatizada, conmocionada y, en cierto modo, paralizada. Esperaba que no hiciera ninguna tontería. En su opinión, Debbie necesitaba a alguien que la cogiera de la mano, la escuchara, la acariciara cuando lloraba, le preparara la comida y le diera ánimos hasta que se hubiera llevado a la boca unas cuantas cucharadas. Pero comprendió que tenía razón. Si no aparecía hasta el domingo por la noche, se metería en un lío muy serio. A esas alturas, ya era más que probable que Dan lo despidiera con cajas destempladas y sabía que eso equivaldría a una catástrofe, al menos a ojos de Melvin Cox.
Sin embargo, no sospechaba que ya la había armado. Aparcó el coche y subió las escaleras corriendo. La puerta del apartamento se abrió antes de que él llegara arriba. Nora había oído los pasos. Lo observaba con los ojos hinchados y enrojecidos.
—¿Dónde estabas? —le gritó—. ¿Dónde demonios te habías metido?
—¡No me grites! —la increpó Ryan—. ¿No podríamos hablarlo con calma?
Un hombre apareció detrás de Nora. Era Melvin Cox.
—Ah, ¡eres tú, Ryan! ¿Dónde te habías metido?
Ryan miró a Nora.
—¿Tenías que llamar a mi agente de la condicional? ¿Porque no me he presentado al toque de diana?
—No me ha llamado la señorita Franklin —le corrigió Melvin Cox—. Ha sido Dan, tu jefe, porque esta mañana no has ido a trabajar.
Ryan suspiró. Claro, a Dan, el fanfarrón, le había faltado tiempo para coger el teléfono. Seguro que esperaba ansioso la ocasión.
—Ha venido la policía —prosiguió Melvin señalando hacia el interior del piso con un gesto de la cabeza.
—¿La policía? ¿Habéis avisado a la policía?
—Pues claro que no —dijo Melvin en tono de impaciencia—. Han venido hará una media hora. Quieren hablar contigo urgentemente. Y, por supuesto, no puede decirse que haya sido muy oportuno que nadie supiera dónde andabas.
—¿Dónde te habías metido? —repitió Nora con voz rota.
—En casa de una antigua novia. Está muy mal.
—¿Tanto como para tener que quedarte a pasar la noche?
—Sí.
—¿Y no podías haberme llamado? ¿O al menos dejar una nota?
Ryan se encogió de hombros. ¿Qué podía decir? Por supuesto que lo que había hecho no era de recibo. Pero también sabía que Nora no entendería sus explicaciones. No comprendería que lo hubiera asaltado la sensación de que no aguantaría más, que se sentía acorralado, que había buscado desesperadamente un vínculo con su antigua vida, con la vida que le era familiar antes de ir a la cárcel. Es decir, había hecho exactamente lo que, a sus ojos y a los de Melvin Cox, no debía hacer en ningún caso.
Una tercera persona apareció en el umbral de la puerta, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo demasiado largo para su edad y sobrepeso. Le plantificó una acreditación en las narices.
—Inspectora Olivia Morgan, de la policía del sur de Gales. ¿Es usted el señor Ryan Lee?
—Sí —contestó Ryan.
Notó una sensación extraña en el estómago. Si aquella policía no estaba allí porque había desaparecido una noche entera —y realmente no parecía normal que por algo así mandaran a un alto cargo de la comisaría—, ¿por qué lo estaba esperando?
Tragó saliva. Desde la «historia» de Fox Valley, siempre había contado con la posibilidad de que se presentara alguien que hubiera dado con su pista, aunque se había dicho mil veces que, a medida que pasara el tiempo, cada vez sería más improbable. Si alguien se hubiera fijado en él o en su vehículo aquel lejano día del mes de agosto, haría mucho que habría informado a la policía. Si alguien hubiera descubierto la cueva y lo que había dentro, nunca habrían podido llegar a ninguna conclusión que apuntara hacia él. Allí no había nada que lo señalara, nada con lo que pudieran vincularlo. Siempre había llevado guantes en la cueva, y era impensable que las huellas de cuando era niño siguieran marcadas al cabo de veinte años. No con la humedad que había en el interior, no después de toda la lluvia y la nieve que habían penetrado hasta en la roca en ese tiempo. Y aun así… Quizá se trataba de una especie de superstición… En lo más hondo de su ser, estaba convencido de que nadie se libra fácilmente tras cometer un crimen tan espantoso. Había sido demasiado horrible. Hay gente que roba una chocolatina y va a parar a comisaría. No concebía que él pudiera vivir de rositas hasta el final de sus días y nunca sufriera ningún tipo de represalia, vinieran de donde vinieran, por… «la historia».
—Sí —repitió, y su propia voz le sonó extraña. Carraspeó.
—¿Puedo hablar con usted? —preguntó la inspectora Morgan.
—Sí —contestó por tercera vez.
Siguió a la policía hasta el comedor. Morgan cerró la puerta y dejó fuera a Nora y a Melvin. Se sentó a la mesa y le indicó a Ryan que tomara asiento.
—¿Conoce a Deborah Dobson? ¿De Swansea?
¡Qué pregunta más absurda! Pero entonces ató cabos y respiró hondo. Lógico. Después de la brutal agresión que había sufrido Debbie, la policía investigaba su entorno. Alguien habría mencionado su nombre. El ex novio de Deborah. Sabían que había estado en la cárcel y dónde vivía ahora. Aunque su historial no lo convertía precisamente en un sospechoso improbable, se relajó. Al menos, en ese caso tenía la conciencia tranquila.
—Sí, la conozco. Ahora vengo de verla.
Morgan arqueó las cejas.
—¿A Deborah Dobson?
—Sí. Solo quería hacerle una visita. No sabía que… que la habían violado. Ayer por la noche se encontraba muy mal. Por eso me quedé con ella.
—Tuvieron una relación que duró unos cuatro años. Desde el 2002 hasta el 2006, ¿cierto?
—Sí.
—¿Quién rompió la relación?
—Deborah.
—¿Por qué?
—Porque… Fue por un cúmulo de motivos. Enfocábamos la vida de manera distinta, teníamos objetivos diferentes. Además…
—¿Sí?
Ryan había aprendido que lo más sensato era ceñirse estrictamente a la verdad delante de un policía, siempre y cuando esa verdad no lo perjudicara a uno.
—Seguro que ya ha pedido informes sobre mí —dijo—. Tenía tropiezos constantes con la ley. Ese era el principal punto de discordia. Debbie no era nada comprensiva en ese tema. Por eso me puso de patitas en la calle.
—Y eso lo enfureció bastante, ¿no?
—Al principio, sí. Pero también la comprendí.
—¿Le guarda rencor?
—¡No! —Ryan negó con la cabeza con vehemencia—. ¡No! ¡Nos separamos hace seis años! En ese tiempo, incluso viví unos meses en su casa porque no tenía adónde ir. Anoche me pidió que me quedara porque estaba muy desanimada. Somos muy buenos amigos, inspectora.
—Comprendo —dijo Morgan, y tomó algunas notas—. Sin embargo, ahora, después de su excarcelación, usted vive aquí. En casa de la señorita Franklin. No con su «buena amiga».
«Ha tergiversado mis palabras —pensó Ryan—, ese es precisamente uno de mis problemas.»
—¿Sabe por qué estuve en la cárcel? —preguntó.
—Sí, por un GBH.
Esas eran las siglas habituales que la policía y la justicia utilizaban para referirse a su caso: grievous bodily harm.
—Debbie no dio señales de vida mientras estuve en la cárcel y…
Morgan volvió a arquear las cejas.
—¿Su «buena amiga» no dio señales de vida en los dos años y medio que usted estuvo en la cárcel? ¿Y justamente en la ciudad donde vive?
—Debbie tenía un problema con…
—¿Con el delito que usted cometió?
—¿No lo tendría usted también? —preguntó Ryan.
—¿Y eso tampoco lo enfureció? —prosiguió Morgan, sin contestar—. ¿El silencio glacial de Deborah Dobson? ¿Su alejamiento?
—No.
—¿No? Por lo que sé de usted, el autocontrol no es precisamente uno de sus fuertes. Tiende a ponerse furioso. Podríamos decir que tiende a una furia incontrolable.
—Participé voluntariamente en una terapia de control de la agresividad —dijo Ryan.
—O sea que usted también tenía claro que se dejaba llevar por ciertas emociones, ¿no?
A Ryan le pareció que la conversación empezaba a ir por derroteros equivocados. ¿Qué era él para aquella policía? Un hombre irascible que no sabía controlarse y que mandó a un muchacho al hospital de una paliza porque lo había incordiado en plena borrachera. Por desgracia, eso era indiscutible. Pero ¿un tipo que no aceptaba que una mujer lo rechazara y que, al poco de salir de prisión, la violaba con un colega?
—Aquel chico me provocó, inspectora. Pero yo no quería herirlo tan gravemente. Y tenía que hacer algo al respecto, por supuesto. Algo así… no puede volver a pasarme.
—¿Y diría que ha funcionado?
—Creo que sí.
—¿Cree?
—¡Inspectora! —Ryan hizo un gesto de desvalimiento con las manos, buscó una explicación que su interlocutora pudiera considerar obvia, pero no la encontró—. Yo nunca haría algo así —dijo finalmente, y pensó que no había sonado muy convincente—. No soy un violador, inspectora.
Morgan lo miró con cara de escepticismo. Tal vez lo creía, tal vez no. A Ryan le pareció que más bien no, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta todo lo que cargaba en su conciencia.
—El pub en el que Deborah Dobson estuvo justo antes de que la atacaran, el Pump House, en el puerto de Swansea… ¿Es cierto que ustedes eran clientes habituales?
«Has investigado bien», pensó Ryan.
—Sí —confirmó.
—Por lo tanto, usted podía deducir que estaría allí. Al menos, existía una probabilidad bastante alta de que así fuera. Y, por supuesto, usted conocía el camino que Deborah Dobson tomaría para volver a casa.
—Yo no tenía ni idea de que Debbie hubiera ido al pub esa noche. Además, salí de la cárcel unas horas antes. ¿Cree que lo primero que hice fue planear el siguiente delito?
Veía una duda constante en la cara de la inspectora y jugó la última carta.
—Aparte de todo eso, tengo coartada. Estuve aquí toda la tarde y toda la noche. ¡Pregúnteselo a Nora Franklin!
—Ya lo he hecho —contestó Morgan.
—¿Y lo ha confirmado?
—Sí.
Ryan se olió dos cosas: por un lado, supuso que Nora no había mencionado que aquella noche se había retirado muy pronto, cosa que, teóricamente, le habría brindado la posibilidad de salir a escondidas de la habitación y llegar a tiempo a Swansea. «Teóricamente» porque, teniendo en cuenta las marcadas cualidades de Nora como perro guardián, habría sido impensable. Sin embargo, por otro lado tenía la sensación de que la inspectora Morgan dudaba de las declaraciones de Nora. Aquella mujer parecía lista. Además, seguramente tenía mucha experiencia y una parte de su oficio consistía en conocer bien a la gente. Ya se habría formado una opinión sobre las mujeres que entablaban amistad con presos y luego intentaban integrarlos en su vida. Y era más que probable que hubiera adivinado enseguida el tipo de relación que había entre Nora Franklin y Ryan Lee. Nora y su soledad. A su lado, un hombre que dependía de ella porque se encontraba en unas circunstancias especiales. La inspectora partía de la base de que Nora mentiría por Ryan si fuera necesario. Por suerte, no podía demostrarlo.
Morgan se levantó y guardó el bloc de notas y el lápiz en el bolso.
—Es todo por hoy, señor Lee —dijo—. ¿Estará localizable en todo momento en Pembroke Dock?
—No pienso fugarme —contestó Ryan irónicamente.
Morgan hizo caso omiso de la ironía.
—No lo perderemos de vista, señor Lee. Lo condenaron por un delito de lesiones y el día en que lo excarcelan vuelve a producirse un crimen horrible en su entorno. De momento, siéntase intocable si quiere, pero no pienso perderlo de vista. Ha salido en libertad condicional. Supongo que tiene muy claro lo deprisa que puede volver a la cárcel.
—Lo tengo muy claro —confirmó Ryan.
La siguió con la mirada cuando salió del comedor. Al otro lado de la puerta, Nora y Melvin Cox la recibieron con preguntas cargadas de inquietud.
Ryan no escuchó. Acababa de comprender lo difícil que sería forjarse la normalidad que durante el encierro se había propuesto encontrar con tanto ahínco.
Era su sexto día en libertad y ya volvía a estar en el radar de la policía.
Se preguntó de nuevo si no lo habrían metido a propósito en aquel lío.