8

Le sorprendió que todo siguiera como siempre. De todos modos, era lógico: dos años y medio no eran mucho tiempo, ¿qué tendría que haber cambiado? Sin embargo, como él tenía la sensación de que su vida había quedado desarraigada, desgarrada de cualquier vínculo, enmarañada, y no se podía comparar en absoluto a la de antes, el hecho de que el mundo que lo rodeaba hubiera seguido su andadura le produjo asombro. Igual que hacía antes, aparcó el coche de Nora a cierta distancia del piso de Debbie y recorrió a pie las calles familiares, reconociéndolo todo: el aparcamiento de la esquina de Glenmorgan Street todavía existía, igual que el centro de acogida para indigentes y, dos edificios más allá, había un platito con leche para los gatos en el portal, exactamente igual que antes. Ryan llegó finalmente al edificio de Debbie. En las ventanas más altas se reflejaba la luz del sol crepuscular.

Las imágenes surgieron como un relámpago: la oscuridad de la noche, los policías esperándolo, la huida, desesperada y también inútil.

Se detuvo un momento y puso en juego toda su fuerza de voluntad para apartarlas.

«Es agua pasada. Para siempre.»

Esperaba encontrar a Debbie en casa. Suponía que seguiría trabajando en la empresa de limpieza y eso significaba un sistema de turnos caótico que siempre le había parecido incómodo. Pero ya habían dado las cinco y era viernes, por lo que existía una posibilidad bastante razonable de que hubiera vuelto del trabajo. Claro que también podía ser que no estuviera sola. En ese caso se despediría enseguida.

Debbie era la única persona a la que creía que podría soportar ese día. Habían sido pareja y se habían separado. Para ser exactos, Debbie le había dejado, porque a él le habría gustado seguir viviendo con ella. Después no fue a verlo ni una sola vez a la cárcel, pero Ryan no se lo tomó a mal. Sabía que siempre se había esforzado por mantenerse alejada de su entorno delictivo, por no implicarse en ese ámbito de su vida. Por eso lo dejaron, por eso se negó a ponerse en contacto con él cuando lo detuvieron. Sin embargo, antes de que eso ocurriera, en una época en la que Ryan no tenía donde alojarse, Debbie lo había acogido en su casa sin problema. Ella era así. En los momentos decisivos, lo ayudaba. Sin compadecerlo, sin colmarlo de atenciones, sin pretender someterlo a terapia, sin menospreciarlo, sin tenerle miedo. Debbie siempre lo había tenido muy claro: Ryan, su novio, se metía constantemente en líos. Lo aceptaba, pero no quería saber nada de su mundo.

Aquel día tenía la sensación de que ella era el único pilar verdadero que lo sostenía en la vida.

Igual que antes, la puerta del edificio se abría simplemente empujando. El hueco de la escalera olía como siempre a productos de limpieza y al ambientador que la mujer del propietario pulverizaba con generosidad todos los días. En la primera planta sonaba música. Miró hacia arriba, pero no vio a nadie. Su presencia nunca había sido bien vista allí y no quería causarle problemas a Debbie.

En la planta baja no había timbre, por lo que llamó a la puerta picando en la madera barata. La señal que habían pactado: tres golpes seguidos, tres golpes más espaciados. De ese modo, sabía quién llamaba. Y podía decidir si abría o no.

Se quedó perplejo al verla. Había pasado tanto rato sin que la oyera moverse dentro que ya estaba a punto de irse, pero entonces escuchó unos pasos quedos, inseguros. La puerta se abrió con mucha lentitud, algo muy poco habitual. Debbie era una mujer franca y directa. Podría haber optado tranquilamente por no verlo y lo habría dejado en la puerta. Pero si le hubiera abierto, lo habría hecho con decisión, no titubeando.

Tenía un aspecto horrible. La nariz hinchada, deformada. Los labios partidos. El ojo derecho morado. Iba encogida como si le doliera todo el cuerpo y no pudiera erguirse. Iba descalza y llevaba puesto el albornoz. Tenía el pelo sucio y se notaba que no se había peinado en días. Ni se había pasado la plancha con la que Debbie solía alisarse los rizos en cuanto podía.

—Ryan —dijo, y la voz casi sonó como un gemido.

—¡Debbie! ¡Dios mío, Debbie! —Entró en el piso y cerró la puerta. No le pareció adecuado seguir la conversación en el rellano—. ¿Qué te ha pasado?

Debbie lo precedió hasta la sala de estar, diminuta y bastante oscura. Estaba desordenada y no resultaba muy acogedora. Ella siempre tenía la casa limpia y arreglada. Ahora había ropa esparcida por toda la sala y una toalla de baño tirada sobre una butaca. Reinaba un olor desagradable a comida pasada, y Ryan vio encima de la mesa un vaso de leche, seguramente agria, y un plato de sopa a medio comer justo al lado. Debbie parecía incapaz de recoger las cosas. Ni siquiera parecía en condiciones de controlar algún aspecto de su vida.

Se dejó caer en la butaca donde estaba la toalla. Ryan se arrodilló delante, la miró, levantó una mano y le acarició con cuidado la mejilla.

—¿Qué te ha pasado? —repitió.

Debbie quiso contestar, pero no lo consiguió y se echó a llorar. No era un llanto compulsivo, las lágrimas brotaban en quietud y silencio.

Ryan la cogió de las manos y esperó. Debbie nunca había dado muestras de necesitar su protección. Sin embargo, ahora parecía una niña desesperada que no sabe defenderse en el mundo. Le había ocurrido algo terrible, su cara lo reflejaba, pero también el estado en que se encontraba el piso. Ryan comprendió que necesitaba tiempo, por eso no dijo nada y se limitó a esperar. Al cabo de una verdadera eternidad, levantó la cabeza, se soltó una mano y se secó las lágrimas mientras lanzaba un leve suspiro. Tenía que dolerle toda la cara.

—Me violaron —susurró.

Ryan notó que palidecía.

—¡No, Debbie!

Ella asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—Sí. La noche del lunes.

—¿El lunes?

El día en que lo habían excarcelado. Su primera noche en casa de Nora Franklin. Se había encerrado en el cuarto de invitados y había llorado. Mientras tanto, a su Debbie…

—¿Quién? ¿Sabes quién fue? —preguntó.

—No. Eran dos hombres. Abajo, en el puerto. De noche.

—¿Y qué hacías tú de noche en el puerto? —preguntó, y se mordió los labios de inmediato.

No quería que sus palabras sonaran a reproche, pero Debbie las interpretó así, porque se apartó y dijo:

—Ya, claro. Una mujer que va por ahí sola de noche, no sé de qué se extraña, ¿verdad?

—No, claro que no. Perdona, Debbie. No quería decir eso. Solo quería saber cómo ocurrió… Yo… Debbie… ¡No me entra en la cabeza!

Con voz monótona le contó que había ido al pub, le habló de Glen, que se había empeñado en ligar con ella, y que por eso se le hizo tarde. Se marchó sola, aunque el tal Glen se ofreció a acompañarla.

—Pero no quería acostarme con él, ¿sabes? No quería nada de él. Era un señoritingo casado en busca de una aventura.

—Pues claro que no querías nada de él, Debbie. Pues claro.

Le contó que la atacaron dos hombres y que no pudo verles la cara porque la llevaban cubierta con una media.

—Con agujeros para los ojos. Espantoso.

—Entonces ya iban con malas intenciones —comentó Ryan—, porque no se encuentran unas medias como si nada cuando se necesitan.

—Eso mismo dijo la policía —contestó Debbie—. Me han tomado declaración durante horas y creen que esos tíos podrían haber ido deliberadamente a por mí. Eso significaría que podría ser alguien cercano a mí. Pero… —Debbie se encogió de hombros—. No puedo ayudar a la policía, ¿comprendes? No conozco a nadie capaz de algo así. Y no tengo ni idea de por qué iban a elegirme a mí como víctima. Además, nadie sabía que esa noche iría al pub. Fue una decisión espontánea.

—El que intentaba ligar contigo…

—¿Glen? Jamás en la vida. Además, él me salvó. Me había seguido. Por suerte. Yo estaba tirada en el suelo, herida y completamente inmóvil, tenía frío, sangraba… No podía llegar a mi móvil y pensé que me iba a morir…

Tragó saliva. Estuvo a punto de echarse a llorar otra vez, pero consiguió reprimir las lágrimas. De repente cayó en la cuenta de que no era normal que Ryan estuviera allí.

—¿Ya has salido? —preguntó, sorprendida.

—Sí. El lunes. Antes de tiempo. Por buena conducta.

—¿Dónde vives?

Titubeó un poco, pero decidió contarle la verdad.

—En casa de una mujer. En Pembroke Dock. Me escribía cartas a la cárcel, nos hicimos amigos y me ofreció vivir en su casa.

—Entiendo.

—No, no lo entiendes. No hay nada entre nosotros. Pero no sabía adónde ir. Y es una buena persona. Además, tengo trabajo.

Por primera vez desde que le había abierto la puerta, Debbie sonrió. Una sonrisa contenida, tímida, a años luz de la sonrisa radiante que Ryan conocía.

—¿En serio? ¿Ryan se acoge a la vida burguesa? ¿Definitivamente esta vez?

—¿Por qué no?

—Sí, ¿por qué no? —dijo, sin el menor atisbo de cinismo—. Tú también te estás haciendo mayor, Ryan. Y estás madurando.

—No quiero volver a la cárcel, Debbie. Haré lo que sea para que eso no ocurra. —Echó un vistazo al caos de la sala y se levantó muy decidido—. Escucha, voy a prepararte algo. ¿Hay algo de comer en la cocina?

—Creo que sí. Pero no tenía fuerzas para… —Señaló el plato de sopa medio lleno que había en la mesa—. Me la preparó una policía que vino. Ayer pedí que me dieran el alta en el hospital, ¿sabes? Es una mujer muy amable. Quiere ayudarme de verdad. Pero no creo que me sienta mejor si cogen a esos tíos. Eso no cambiará las cosas. No cambiará nada de lo ocurrido.

—Pero te proporcionará cierta satisfacción. Tienen que pagar por lo que han hecho.

—Fue todo tan extraño. —Su voz volvía a ser monótona, igual que antes, al contarle los hechos—. Tuve la sensación todo el rato… Bueno, por absurdo que parezca, tuve la sensación de que no actuaban por motivos sexuales. No eran violadores. No querían satisfacer sus instintos sexuales ni a saber qué fantasías de sumisión. Me dio la impresión de que cumplían un encargo. De manera profesional y con eficacia. Y con mucha frialdad. Si les hubieran encargado estibar un contenedor en un buque, lo habrían hecho tan a conciencia y con la misma insensibilidad con que me violaron y me pegaron hasta dejarme medio muerta. Fue… Bah. —Se levantó a duras penas—. Puede que solo sean imaginaciones mías. Puede que ni siquiera sepa lo que realmente ocurrió.

—¿Se lo has explicado a la policía? Me refiero a la… a la sensación que tuviste.

—Sí. Les pareció interesante.

«Seguro que sí», pensó Ryan. Lo asaltó un mal presentimiento, pero se dijo que se estaba dejando llevar por la imaginación.

¿Tenía él algo que ver con aquello? ¿Era una casualidad que hubieran agredido a Debbie el mismo día que lo habían soltado de la cárcel?

Fue a la cocina, que no tenía mucho mejor aspecto que la sala de estar. Se quedó un momento indeciso ante tantos vasos de agua a medio beber, paños de cocina tirados de cualquier manera y una lata de conserva abierta que empezaba a oler mal. Debbie habría querido comer en un arrebato de hambre, pero seguramente lo habría dejado correr porque le entraron náuseas. La cocina tenía tan mal aspecto como la cara de Debbie. Ryan se preguntó qué quedaría de la Debbie de siempre cuando pasara cierto tiempo.

Se puso manos a la obra. Tiró la comida que se había echado a perder, puso los cacharros sucios en el lavavajillas y limpió la encimera con una bayeta. Encontró una lata de sopa de tomate y la puso a calentar. Cortó unas rebanadas de pan blanco y las tostó. Un curioso cambio de roles. Antes, él era el desastre y Debbie limpiaba renegando lo que había ensuciado él. Antes, Debbie insistía en preparar comidas como es debido y a él no le habría importado pasar meses enteros viviendo exclusivamente de Burger King. Ahora, él limpiaba y pensaba en cómo podía darle fuerzas a Debbie. Y había algo que lo corroía por dentro: la pregunta de si el objetivo real del ataque era ella o la agresión era un mensaje para él.

Ryan tenía muy claro que Damon no lo dejaría en paz. El día que lo soltaron ya sabía que su verdugo se pondría en contacto con él. Damon disponía de una gigantesca red de contactos y, por lo tanto, seguro que le había llegado la información de que lo habían puesto en libertad antes de tiempo. Era muy probable que también supiera que vivía en Pembroke Dock y tuviera la dirección de Nora. Quería sus veinte mil libras y, puesto que solía sumar a las deudas existentes unos intereses inmisericordes y arbitrarios, temía que el importe hubiera aumentado considerablemente en todo el tiempo que había pasado en la cárcel. Ryan había intentado eludir el problema toda la semana, pero en aquellos momentos se dio cuenta de que en realidad estaba esperando que su enemigo diera señales de vida. Así lo llamaba ahora para sus adentros, «el enemigo». Damon y sus crueles métodos de intimidación lo había empujado en agosto de 2009 a la terrible historia con…

Se quedó helado cuando su mente amenazó con recordar el nombre de la víctima. Así pues, Damon lo había empujado a «la historia» y se había convertido en el culpable de sus pesadillas y sus miedos. Habría sido muy propio de Damon ordenar a sus hombres que violaran a su antigua compañera para dejarle bien claro que tendría problemas serios si no pagaba pronto.

«Puede haber sido una casualidad —pensó Ryan—. No tiene por qué estar relacionado conmigo. Quizá solo eran dos delincuentes que rondaban por el puerto para agredir a alguien y Debbie tuvo la desgracia de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado.»

Puso dos platos de sopa y dos vasos de agua mineral en una bandeja, y la llevó a la sala. Debbie estaba junto a la ventana. Daba tanta pena verla que casi se le partió el corazón. Y todas aquellas heridas en la cara…

«Mierda, Damon, si has sido tú, acabaré contigo», pensó con odio y rabia, aunque sabía perfectamente que la sangre nunca llegaría al río. Nadie acababa con Damon. Ni siquiera la policía. Había gente que afirmaba que también tenía buenos contactos en círculos políticos. Parecía intocable.

Ryan puso la mesa.

—Ven, Debbie, tienes que comer algo. ¡Necesitas recuperar fuerzas!

Debbie se acercó cojeando a la mesa y se sentó, pero negó con la cabeza al ver la sopa.

—No puedo, Ryan. Se me revuelve el estómago.

—Seguro que no has comido nada de provecho desde hace días, por eso se te revuelve. Anda, hazme el favor.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—En el hospital tampoco consiguieron que comiera casi nada. No puedo comer, Ryan. No puedo dormir. No puedo hacer nada. Soy un despojo. No quiero vivir.

Ryan se levantó, rodeó la mesa y la abrazó.

—¡No digas eso! Pues claro que quieres vivir. Aunque ahora no te lo parezca. Debbie… Oh, Debbie…

Ella lloraba en silencio. La estrechó entre sus brazos, trastornado y desesperado por ofrecerle consuelo y darle fuerzas.

Al cabo de un rato, Debbie levantó la cabeza.

—Ryan, quédate aquí esta noche, por favor.

—Me quedaré el tiempo que quieras —contestó él—. Todo el tiempo que me necesites.

Eso le causaría serios problemas con Nora. Y con Dan, que lo esperaba al día siguiente por la mañana. Seguramente también con Melvin, el agente de la condicional.

Al diablo con ellos.