Era viernes y pudo salir del trabajo a las tres. Había encontrado empleo en una copistería de Dimond Street. Ryan sabía que podía estar contento de que alguien le diera trabajo a pesar de haber cumplido condena en prisión, a pesar del delito de lesiones graves que llevaba adherido al cuerpo como si fuera un mal olor. Melvin Cox, su agente de la condicional, un hombre alegre y un poco pesado, un idealista inquebrantable, le había conseguido el empleo e incluso lo había acompañado el primer día de trabajo, el martes anterior. Certificó que Ryan y Dan, el encargado de la pequeña copistería, en la que también vendían revistas y tabaco, se «avinieron» enseguida, un punto de vista eufórico que ni Dan ni Ryan compartían. De hecho, se cayeron mal a primera vista, pero Dan parecía pensar que no tenía por qué caerle bien un empleado para sacar provecho de su rendimiento, y Ryan sabía que no tenía elección. El camino de regreso a la vida pasaba por tener trabajo, eso le habían dicho siempre en la cárcel, eso era también lo que Aaron, su abogado, no se cansaba de repetirle, y Melvin Cox era del mismo parecer. Aparte de eso, Ryan comprendía que era necesario. Tenía muy claro que no quería volver a la cárcel. Antes muerto. Por lo tanto, tenía que evitar acercarse lo más mínimo a cualquier tipo de chanchullo ilegal, y eso equivalía a tener que ganarse la vida de forma honrada.
Enseguida comprendió que Dan no lo había contratado por amor al prójimo. La copistería no tenía mucha clientela y un hombre solo podía controlar sin problemas el trabajo. Dan solo buscaba a alguien a quien incordiar y fustigar, y saltaba a la vista que creía que su prestigio aumentaba teniendo un empleado. Casi se sentía como un gran empresario. Además, solo le pagaba una pequeña parte del sueldo, puesto que dos tercios del mismo corrían a cargo del Estado como parte de un programa de reinserción social. Eso hacía que todo aquel asunto le resultara aún más lucrativo. Dan era muy bajo, Ryan calculó que apenas mediría metro sesenta, y daba la impresión de que pretendía compensar la baja estatura actuando como un comandante en jefe. Ryan le pasaba dos cabezas y estaba musculado y en buena forma física a pesar de haber pasado un tiempo en prisión. En la cárcel había aprovechado las oportunidades que se ofrecían para mantenerse en forma, y por eso estaba casi mejor que antes. Y notaba que Dan lo odiaba por su altura, por su físico, por su fuerza. Lo trataba con desprecio y a veces no lo llamaba por su nombre, sino que utilizaba el término «taleguero». Ryan tragaba y hacía ver que no le afectaba esa expresión despectiva. Aquella situación al menos le demostró que la terapia contra la agresividad lo había cambiado. Era consciente de que, un tiempo atrás, como mucho a la tercera o a la cuarta vez se habría picado y habría lanzado el puño contra la cara de imbécil de Dan, y le habría pegado tan fuerte que habría tenido que recurrir a la cirugía estética. Entonces habría perdido el trabajo y también la condicional, y habría vuelto a la cárcel. Le sorprendió lo poco que le costaba ignorar a Dan. Sus insultos y sus putadas: estaba obligado a pasar horas y horas de pie delante de la fotocopiadora, a preparar café y a ir a buscar la comida al bar de la esquina, tenía que hacer recados y, en definitiva, tenía que servir en todo a Dan, que solía repanchingarse en un rincón a hojear ensimismado revistas de motos. Los viernes por la tarde no podía salir antes del trabajo, pero la novia de Dan se presentó en la tienda y dejó muy claro que quería quedarse a solas con el jefe.
—Que pases una buena tarde, taleguero —dijo Dan con cierto desdén—. Por hoy, ya puedes irte. ¡Hasta mañana!
La copistería también abría los sábados, claro. Pero a Ryan no le importaba. Era mejor que pasar todo el fin de semana en casa de Nora sin hacer nada.
Se tomó su tiempo en el camino de vuelta. A pesar de que Nora le había ofrecido el coche, Ryan había decidido que iría a pie al trabajo, aunque eso implicara tener que levantarse un cuarto de hora antes. No quería depender todavía más de ella. Ahora ganaba algo de dinero, pero no le bastaba para tener su propio apartamento, solo habría podido alquilar una habitación en un piso compartido. Además, Melvin Cox era partidario de que se quedara con ella.
—Quédate con tu novia —le indicó en la primera conversación que mantuvieron—. La estabilidad emocional es ahora importantísima para ti.
—No es mi novia —contestó Ryan.
—Pero será tu ancla, tu tabla de salvación, una persona que se preocupa por ti. Ryan —dijo Melvin con cara seria—, es muy importante que no corras riesgos. No puedes volver a caer en viejos hábitos. Y eso incluye no retomar el contacto con los viejos amigos. Tienes que evitarlos a toda costa. No subestimes la posibilidad de sentirte muy solo de repente y del peligro que supondría volver a llamar a algunas puertas en las que no te espera nada bueno. Nora Franklin te ayudará en lo que necesites. Es una mujer simpática y con los pies en el suelo, y te tiene mucho afecto. ¡Aprovecha la ocasión!
Gracias a esa conversación se enteró de que su agente de la condicional y Nora se conocían, y por la noche sacó el tema. Nora admitió que Melvin había ido a verla unos días antes de que lo excarcelaran y habló con ella.
—Nos entendimos enseguida, Ryan. Y coincidimos en que teníamos que ayudarte. Es un buen hombre. ¡Actúa con la mejor intención!
Sí, claro. Melvin actuaba con la mejor intención. Nora actuaba con la mejor intención. Todos actuaban con la mejor intención. Bueno, Dan seguro que no. Pero casi se sentía mejor a su lado. Lo trataba como a una mierda, pero al menos no le transmitía constantemente la sensación de que era totalmente dependiente, un hombre que tenía que confiar en la ayuda de los demás para sobrevivir. El lenguaje de Dan, hiriente y rudo, lo conocía de la cárcel. En cambio, el lenguaje de Nora y su manera de comportarse lo desbordaban. Aquella mujer lo convertía en su criatura, casi en su posesión. Cocinaba para él, le lavaba la ropa, le compraba regalos, tonterías, un par de calcetines nuevos, una camisa, un libro sobre el que él le había comentado algo. Todas las noches ponía la mesa con mucho cariño, se sentaba enfrente sonriendo, le hablaba de su trabajo, de sus pacientes, le preguntaba cómo le había ido el día. Casi se sentía como un hombre casado. Nora estaba contentísima de tenerlo en casa, celebraba una convivencia que a él no le parecía tal. Le escamaba que les dijera a sus conocidos que era su novio, su compañero. A ese paso, no tardaría mucho en querer presentárselo.
«Bueno —pensó casi con odio—, ya veremos qué dicen tus amigos cuando conozcan mi historial. Con antecedentes penales y dos años de cárcel por un delito de lesiones. ¿O piensas endilgarme otra biografía antes de presentarme oficialmente?»
Aquel viernes volvió a casa deambulando por las calles con mucha lentitud, aunque sabía que Nora no llegaría hasta las cinco y media. Temía que volviera a sacar el tema del fin de semana que se avecinaba. Para ser más exactos, del domingo.
—Tendríamos que hacer algo juntos —le propuso la noche anterior y, con ojos radiantes, añadió—: ¿Qué te parece si vamos al parque nacional de Pembrokeshire y te enseño los lugares que más me gustan?
Ryan se estremeció como si le hubieran clavado un cuchillo.
—Yo… No sé —contestó, y empezó a buscar desesperadamente una excusa convincente. Al final se decidió por la verdad, por una parte de la verdad—. De niño tenía el parque delante de las narices. Vivimos una temporada en Camrose…
Nora se acordó de que se lo había contado cuando estaba en la cárcel.
—Cierto. Vivías en Camrose.
—Sí.
Ryan se preguntó si le habría notado algo. Si le veía el sudor que le brotaba por todo el cuerpo… igual que aquella noche… y que se le había secado la boca de repente… igual que aquella noche… y que los latidos del corazón le resonaban en la cabeza… igual que aquella noche. Pensó que tenía que haberse dado cuenta de que estaba desquiciado, pero Nora lo miraba con naturalidad, sonriendo esperanzada.
—Tú también podrías enseñarme tus sitios favoritos, Ryan. Quizá así sabría más cosas de cuando eras niño.
«¡Sí, claro! ¡Empezaremos por Fox Valley! Podría enseñarte el escondite donde me gustaba refugiarme de niño. La cueva que me pertenecía solo a mí. Que todavía me pertenece solo a mí. Por desgracia, dentro encontraríamos algo que…»
Ni siquiera en pensamientos podía ir más allá. Era incapaz de pensar en lo que encontrarían en la cueva. Solo podía reprimirlo, apartarlo a algún sitio al que ni siquiera él llegara. Había desarrollado esa estrategia en los primeros meses de cárcel para no volverse loco. No sabía cómo lo había logrado, pero había aprendido a desligarse de lo sucedido. Había ocurrido, pero él no había tenido nada que ver. Otro Ryan de otra época y de otra vida se había visto implicado en una situación horrible, en la que todas las circunstancias desfavorables posibles se habían conjurado en su contra. No tenía que pensar en ese otro Ryan. Cada vez que se acercaba a él, le entraba vértigo y tenía náuseas, a veces incluso fiebre. Igual que entonces.
Aceleró el paso para librarse de esas ideas. Había logrado salvarse explicándole a Nora que no quería enfrentarse a su infancia ahora, y ella renunció al plan de ir al parque bastante desilusionada, tanto que Ryan supo con certeza que volvería a intentarlo. Precisamente porque se moría de ganas de conocer más detalles de su infancia. Quería conocerlo a fondo. Era de ese tipo de mujeres a las que había que enseñarles la casa en la que uno vivió de recién nacido, la escuela en la que estudió, el banco del parque donde se besaba de adolescente. Y, a su vez, también tenías que conocer las fases importantes de su vida, por supuesto. Para ella, eso significaba amistad o incluso amor.
Para él, era el horror.
De repente supo que no soportaría la noche que le esperaba ese viernes. No porque pensara que Nora era terrible, sino porque lo asaltó la sensación de que su normalidad lo asfixiaría: Nora y la mesa bien puesta, las velas, el vino, su sonrisa, su charla. Eso por un lado. Y por otro, la sensación de abandono absoluto que sentía. La proximidad inmediata de una persona que lo hacía todo con buena intención, pero que lo sumía en una soledad peor y más angustiosa que la que había vivido en la cárcel.
Cuando llegó a casa, subió corriendo y entró en el piso. Cogió las llaves del coche, que estaban colgadas con otras en una tabla al lado de la puerta, como un náufrago que se aferra a un clavo ardiendo. Nora le había dicho que podía disponer del coche cuando lo necesitara.
Había llegado el momento.