6

Matthew Willard no dio señales de vida en todo el fin de semana, pero tampoco pensé que me llamaría tan pronto, si es que algún día me llamaba. El lunes tuve que volver a la redacción, donde Alexia, que siempre era la primera en llegar y la última en irse, ya ocupaba su mesa de trabajo.

—¿Qué? ¿Cómo fue el viaje de vuelta? —preguntó.

Era mi amiga, pero aquel día no tenía muchas ganas de charlar con ella. Matthew Willard no me parecía un tema de cotilleo apropiado. Se le notaba tanto que los acontecimientos de los últimos años lo habían marcado que no quería verlo como un objeto, no quería hablar entrando en detalles sobre su físico, su carácter y quizá también sus cuentas bancarias. No cabía duda de que Alexia creía que era un posible candidato para mí, pero yo tenía mejor ojo en ese caso aunque acabara de conocerlo: me daba la impresión de que Matthew era incapaz de iniciar un nuevo idilio, tanto daba con quién. Seguía vinculado a una relación duradera, aunque no fuera real, estuviera estancada y llena de incerteza. A pesar de todo, era un hombre que no me dejaba en absoluto indiferente.

—¿Cómo quieres que fuera? Me llevó a casa, me bajé del coche y subí a mi apartamento. ¡Y tenía una llamada de Garrett en el contestador!

—¿Ah, sí?

Alexia quería saber más cosas. Años atrás coincidió una vez con Garrett y, a través de nuestras largas conversaciones que habíamos mantenido durante horas, conocía todos los detalles de nuestro fracaso, estaba al tanto de todas nuestras peleas, reconciliaciones y nuevas peleas. Por eso le interesaba el nuevo giro que parecía dar la historia.

La maniobra de despiste funcionó. Hablamos de Garrett y no de Matthew. Luego empezó la primera reunión, los teléfonos comenzaron a sonar y la rutina normal de la redacción cayó con fuerza sobre nosotras. Alexia estaba hasta el cuello de entrevistas y ni siquiera pudo salir a comer algo rápido conmigo. Yo también tenía mucho trabajo, así que fui a comprarme un bocadillo al supermercado y me lo comí sentada a la mesa de la oficina. Volví tarde a casa, hambrienta y bastante cansada. Acababa de poner una olla con agua al fuego para hervir unos espaguetis cuando sonó el teléfono.

Era Matthew Willard.

—Hola —dijo—. Soy Matthew Willard. ¿Molesto?

—No, no, claro que no. —Estaba un poco nerviosa, pero confié en que no se me notara en la voz—. ¿Qué tal?

—Bien, gracias. ¿Y usted?

—También. Un día estresante. Lunes tenía que ser.

—Sí, claro, pero está bien que haya pasado el fin de semana —replicó.

Pensé que, seguramente, los viernes por la tarde ya esperaba con impaciencia que empezara la semana. Para mucha gente que vive sola, los sábados y los domingos son un verdadero reto, y se ponen muy contentos tras superar esos dos días. Si yo no hubiera tenido a Alexia y a Ken y su cariñosa ayuda, el invierno habría sido así para mí. En el caso de Matthew, había que añadir aún otra cosa: no era un simple soltero. La manera en que había perdido a su mujer hacía imposible que pudiera romper con ella. Y continuaba especulando con qué le había ocurrido, no paraba de darle vueltas, probablemente seguía ideando planes para descubrir su paradero y los desechaba porque le parecían demasiado aventurados, disparatados o, simplemente, poco prometedores. En los dos últimos años, seguro que había hecho todo lo que podía hacerse. Supuse que a Matthew le pasaba lo mismo con toda la gente de su entorno que con Alexia, que le había dicho con mucha claridad que tenía que mirar delante: los demás habían pasado página. Habían vuelto a la rutina, vivían una vida normal y esperaban que Matthew hiciera lo mismo. Eso lo dejaba solo por partida doble. Era lo bastante sensible y delicado como para notar que nadie quería seguir hablando de su mujer desaparecida, por eso nunca sacaba el tema, pero también significaba que ahora solo podía darle vueltas en su cabeza, en sus pensamientos.

Por eso cuando me llamó no me hice ilusiones. Yo había mostrado interés por su tragedia y seguro que en esos momentos era la única persona cercana que no se limitaba a escucharlo educadamente o se ponía de los nervios y le indicaba con un gesto que no hablara más del tema.

—Quería preguntarle si tiene planes para mañana por la noche —prosiguió Matthew—. Si no tiene nada, podríamos ir a cenar a algún sitio. Si le apetece, claro.

Las circunstancias no hacían necesario acoger su propuesta con coquetería ni fingiendo indecisión, tampoco consultando antes la agenda. No tenía ningún plan y se lo dije. Y también que estaría encantada. Propuso un restaurante de West Cross en el que servían comida muy buena y, como sabía que yo no tenía coche, se ofreció a pasar a recogerme a las siete.

Así pues, el martes por la noche fuimos al West Cross Inn, comimos pescado y bebimos vino, como yo quería. Matthew llevó a Max, el pastor alemán. Un perro precioso y enorme de mirada tierna. Estuvimos unos minutos fuera, contemplando el mar y la extensa playa, disfrutando de un cielo azul crepuscular y del olor intenso a primavera que colmaba el aire. Subía una humedad fría del agua y soplaba un viento limpio y gélido. No obstante, saltaba a la vista que en las próximas dos o tres semanas la naturaleza explotaría pletóricamente, y eso me llenaba de alegría.

Matthew no se decidía a abordar el tema de Vanessa, así que lo hice yo, y reaccionó de inmediato. Me habló del 23 de agosto del año 2009 y me di cuenta de que revivía el día con la misma intensidad que si hubiera sido ayer. Y que seguía sin comprender nada. La súbita desaparición de su mujer sin dejar rastro había estallado como una bomba inesperada y devastadora en su vida. Aunque habían pasado dos años y medio, seguía en el centro de los escombros y le era imposible moverse.

—Habíamos ido a ver a Lauren, la madre de Vanessa. Vive en una residencia, en Holyhead. Tiene demencia senil, y eso ha sido una gran suerte porque no se ha enterado de que su hija ha desaparecido. A decir verdad, ni siquiera sabe que tiene una hija.

Me contó que el fin de semana había sido agotador.

—Salimos el viernes a mediodía. Vanessa, Max y yo. Nos instalamos en una pensión preciosa. Incluso hizo buen tiempo. Nos turnamos para ir a la residencia y sacar a pasear al perro. La residencia era muy deprimente, con todos aquellos ancianos con demencia senil y algunos simplemente vegetando. Lauren no nos reconocía y se comportaba de un modo bastante violento. Naturalmente, fue peor para Vanessa que para mí. El sábado por la noche estaba tan deprimida que, para animarla, le propuse que al día siguiente volviéramos a Swansea por la costa, que exploraríamos la región, comeríamos en algún lugar bonito y a lo mejor incluso podríamos bañarnos en alguna bahía. Ese fue el motivo por el que paramos en el lugar donde… En el sitio donde desapareció. La policía se empeñó en eso. No paraban de preguntar por qué fuimos a aquella área de descanso solitaria. Por qué volvimos por el camino de la costa. Al fin y al cabo, no es el más corto.

—Pero la explicación es obvia —dije moviendo la cabeza—: aprovechar un precioso día de verano en vez de volver directamente a casa.

—Por lo general, sí —dijo Matthew—. Pero en nuestro caso todo parecía sospechoso. En realidad, fuimos al área de descanso porque Max tenía que hacer sus necesidades. Me desvié de la carretera principal y busqué un lugar apropiado para caminar un poco, y encontré aquel sitio.

Max estaba tumbado a nuestros pies debajo de la mesa y levantó la cabeza al oír su nombre. Alargué la mano y lo acaricié. Noté su aliento cálido en los dedos.

—Le propuse a Vanessa que diéramos un paseo —prosiguió Matthew—, pero no quiso. Dijo que necesitaba estar sola porque… Bueno, habíamos estado discutiendo todo el viaje y, al final, incluso nos peleamos.

Lo miré sorprendida.

Matthew torció el gesto.

—La policía tampoco acogió muy bien esa información. En vez de hacer las actividades gratas por las que yo «supuestamente», como dijo el policía que llevaba la investigación, había escogido el camino de la costa, lo único que hicimos fue discutir. No fuimos a nadar ni a comer, solo paramos dos veces a tomar café. El ambiente estuvo muy tenso todo el rato y… Bueno, por eso Vanessa se quedó en el coche mientras yo sacaba a pasear a Max y, cuando volví, no estaba. Había desaparecido sin dejar rastro.

Intenté procesar la información.

—¿Significa eso que la policía sospechó de usted?

—Sí —contestó Matthew—. Durante un tiempo, fui el principal sospechoso. Por lo que he podido averiguar, en estos casos el marido es casi siempre el culpable. Y a la policía todo le pareció sospechoso: nos peleamos, la llevé a un paraje dejado de la mano de Dios y volví sin ella. Su bolso seguía en el coche, con la documentación, las llaves, dinero, el móvil. Por lo tanto, era bastante improbable que se hubiera ido sin más. Eso por no hablar de que habría resultado muy difícil marcharse de allí. También plantearon la teoría de que tenía un amante que había ido a buscarla, pero ¿se habría fugado dejando allí sus cosas? ¿Incluso el carnet de identidad? ¿La tarjeta de crédito? ¿Y cómo pudo enterarse tan pronto el amante de dónde estábamos? No teníamos previsto parar, fue una decisión espontánea porque el perro gimoteaba. Max y yo estuvimos fuera unos treinta minutos. ¿Habría tenido tiempo Vanessa de llamar a alguien y que fuera a buscarla en tan poco tiempo? Eso sin contar con que no usó el móvil. Además… —dijo, y me miró a los ojos—. Además, no había otro hombre en su vida. La policía me advirtió de que, lógicamente, el marido es el último en enterarse, pero aun así… Lo nuestro iba bien. Nos… queríamos. Si hubiera cambiado algo, lo habría notado, y no fue así.

—Pero… ¿la discusión? —pregunté con cautela.

Matthew hizo un gesto con la mano que denotaba cansancio, casi resignación.

—¡Dios, la discusión! La policía la exageró una barbaridad, como si fuéramos un matrimonio que se peleaba todos los días con acritud, que vivíamos en una guerra permanente que desembocó en un acto violento. Pero no era así. Evidentemente, no siempre compartíamos la misma opinión, pero pocas veces discutíamos. Aquella vez lo hicimos porque me habían ofrecido un buen empleo en Londres y quería aceptarlo sin falta. Creía que iban a despedirme de la empresa en la que trabajaba. A Vanessa le encantaba dar clases en la universidad y yo quería irme a Londres a toda costa. Ella pensaba que no podía exigírselo y yo pensaba que ella tenía que ser más comprensiva con mis preocupaciones. Creo que si aquel domingo chocamos tanto fue porque la visita a la madre de Vanessa nos puso nerviosos y nos frustró mucho. Vanessa tenía los ánimos por los suelos y tampoco puede decirse que a mí la residencia de ancianos me hubiese puesto muy contento. Pero, aun así… —Matthew negó con la cabeza—. ¡No iba a matarla por eso! Al contrario, yo quería pasear con ella, quería zanjar la discusión. Comprendía sus argumentos. ¿Sabe qué es lo más absurdo?

—No —dije.

De repente, en su cara se reflejó todavía más cansancio de lo que era habitual.

—Vanessa dijo que me preocupaba antes de tiempo. Que veía venir un despido que ni siquiera habían insinuado. Y tenía razón. No me despidieron. Al contrario. Un año después, incluso me ascendieron. Ahora soy el gerente de la empresa. Lo compliqué todo por nada y el resultado fue que a Vanessa le ocurrió algo terrible.

Instintivamente, le acaricié la mano.

—Matthew…

Me dio la impresión de que ni notaba mi mano ni oía mi voz. Parecía absorto en sus pensamientos.

—En circunstancias normales, no se habría quedado sola en el aparcamiento. Le gustaba caminar. Habría venido con Max y conmigo. No habría estado sola cuando…

Esperé.

Matthew levantó la vista, volvió a mirarme.

—Bueno, cuando… ¿Qué ocurrió? No lo sé. Excepto el causante, nadie sabe qué sucedió en aquel aparcamiento.

—La policía tendrá alguna teoría, ¿no? Quiero decir, además de que usted mató a su mujer en la pelea.

—Sí. Como ya le he dicho, pensaron en un posible amante. En que Vanessa llevaba una doble vida desde hacía tiempo y había decidido fugarse. Luego también dijeron que podía tratarse de un caso de extorsión. Pedí permiso en la empresa y me quedé en casa, pegado al teléfono por si llamaban los secuestradores pidiendo un rescate. Sin ser ricos, somos una familia acomodada. Podrían habernos sacado unos cientos de miles de libras. Pero no llamó nadie. Nadie.

—¿Y no encontraron huellas o alguna pista en el área de descanso?

—Nada. La policía mantuvo conversaciones interminables conmigo con la esperanza de que recordara algún detalle esencial. Me preguntaron si había visto algún coche, a alguien que nos hubiera estado siguiendo. Si había oído algo extraño mientras paseaba con Max. Pero, por mucho que lo intenté, no recordé nada. Vi a un excursionista, pero estaba demasiado lejos del área de descanso. No podría haber llegado en tan poco tiempo. Por lo demás, era un domingo tranquilo y caluroso, en medio de la soledad más absoluta. Lo único… —dijo, y se interrumpió.

—¿Sí? —pregunté.

—Lo único que me llamó la atención, y la policía lo investigó enseguida, fue el extraño comportamiento de Max cuando volvimos al aparcamiento. Antes de que yo me diera cuenta de que Vanessa no estaba, se mostró muy inquieto y nervioso. Levantó las orejas, se le erizó el pelo, empezó a gruñir. Corrió de un lado a otro, ladrando y husmeando. Comprendió enseguida que había ocurrido algo. Y por eso estoy tan seguro de que alguien más había estado allí. Vanessa no fue andando hasta la carretera, se subió a un coche y se marchó. La asaltaron. Un desconocido estuvo en el aparcamiento mientras nosotros paseábamos, y Max lo supo enseguida.

Los dos guardamos silencio. ¿Qué podía decirle? Era una historia terrible, y lo peor de todo era que Matthew seguía dependiendo de meras suposiciones.

—A estas alturas, la policía no lo considera sospechoso, ¿verdad? —pregunté al cabo de un rato.

Pronto me enteré de que ni siquiera en ese punto lo habían rehabilitado por completo.

—No pudieron probar nada, pero no creo que me hayan tachado de la lista de posibles sospechosos. El caso no llegó a ningún sitio y finalmente lo archivaron. Vanessa es una de las miles de personas que desaparecen cada año sin dejar rastro en Gran Bretaña. Me he puesto en contacto con todas las organizaciones que siguen este tipo de casos, y eso significa que las señas de Vanessa y la descripción exacta de lo ocurrido el 23 de agosto del año 2009 aparecen en distintos portales de internet. Fotos suyas, fotos del área de descanso, de nuestro coche… Sin embargo, y esto es lo más deprimente, están entre cientos de fotografías y destinos de otra gente. Y aunque su desaparición sea una tragedia personal para mí, no deja de ser una de tantas. No me hago ilusiones: ¿quién va a fijarse en ella? Al principio, aún había algunas pistas, pero todas acabaron en papel mojado, y hace mucho que nadie mueve nada.

—¿Cree que aún está viva? —me atreví a preguntar.

Matthew se encogió de hombros.

—Bueno, no puedo dar por sentado que esté muerta. Eso sería tanto como dejarla en la estacada. Acomodarme a la situación, convencerme de que no está viva y empezar a organizar el futuro. Vender la casa, demasiado grande y en la que me siento bastante perdido. Dar su ropa. Buscar un piso. Iniciar una nueva relación. ¿Sabe qué, Jenna? —Me miró a los ojos—. A veces me gustaría que… que la policía llamara a mi puerta y me dijeran que han encontrado su cuerpo. Suena espantoso, ¿verdad?

A mí no me lo pareció. Comprendí perfectamente a qué se refería.

—Podría enterrarla. Podría llorar su muerte. Y podría pasar página. Podría volver a vivir por fin.

En la mesa contigua una mujer se echó se reír. Desvié la mirada. Había una pareja sentada, los dos cogidos de la mano. Se les veía enamorados, absortos. Vida, amor, futuro. En ese instante, me dio la impresión de que representaban la imagen de algo con lo que Matthew solo podía soñar.

Matthew debió de pensar que llevaba mucho rato hablando de Vanessa, porque dijo:

—Bueno, dejémoslo. Mucho me temo que hoy no solucionaremos el caso. Hábleme de usted. ¿Le gusta Swansea? ¿Le gusta trabajar en la revista Healthcare?

Acepté el cambio de tema. Le hablé de Brighton y del trabajo que tenía allí. De mi separación de Garrett. Le conté maravillas de Alexia y de Ken, que me habían ayudado a pasar mi primer invierno sola en una ciudad extraña, y él coincidió conmigo de todo corazón.

—Vanessa era amiga de Alexia. Se conocieron en un taller a la que ambas se habían apuntado. Cuando Vanessa desapareció, Alexia y Ken dieron por sentado que tenían que ocuparse de mí, y eso es algo que nunca olvidaré.

Le pregunté por la empresa de software que dirigía y me habló de un nuevo programa informático que estaban desarrollando. Aunque no conseguí entender ni la mitad de lo que me contaba, lo escuché fascinada. Fascinada por él. Aprecié al hombre que era más allá de la tragedia que lo paralizaba. Descubrí su vivacidad, incluso su alegría de vivir, la pasión con que desempeñaba su trabajo. Le brillaban los ojos y se rió un par de veces, no con angustia o amargura, sino abiertamente y con fuerza. Comprendí cuánto ansiaba volver a la normalidad y lo poco natural que había sido su vida durante más de dos años. Había amado mucho a Vanessa, eso estaba claro, y seguramente continuaba amándola. Pero ella ya no estaba. Matthew amaba un recuerdo. Y su vida tenía que seguir adelante de una vez por todas.

Salimos tarde del restaurante, los dos contentos y de buen humor. Matthew no parecía el mismo que al principio de la cena, también era muy distinto del hombre que yo había conocido el viernes en casa de mis amigos. Antes de subir al coche, caminamos un poco a orillas del mar con Max. Cuando llegamos a mi casa, Matthew aparcó y paró el motor. Me miró.

—Me gustaría volver a verla, Jenna. ¿Se lo imagina?

—Por supuesto.

—Usted conoce mi situación y ya sabe… Bueno, no sé qué saldrá de todo esto, ¿comprende qué quiero decir?

Me refugié en una generalidad.

—Nunca se sabe. Me refiero a que, cuando dos personas inician algún tipo de relación, nunca saben cómo acabará.

—Sí, claro, pero… Las circunstancias suelen ser más favorables que en mi caso.

—Es lo que hay. Y creo que… —repliqué buscando las palabras adecuadas— huir es un error. También si las circunstancias son poco favorables. Después no dejas de pensar que perdiste una oportunidad, y eso es peor que aprovechar esa oportunidad y acabar constatando que no funciona.

Lo vi sonreír.

—Usted es la primera mujer con la que salgo desde que Vanessa desapareció.

—Agradézcaselo a Alexia —dije—. Quería vernos justo donde estamos.

—Alexia ya lo había intentado con otras candidatas —replicó Matthew—, pero nunca saltó la menor chispa.

—Porque aún no estaba preparado.

—Las mujeres no me pierden, Jenna. Pero usted es… Bueno, además de inteligente y animada y muy comprensiva, claro, también es… muy guapa. Pero seguro que ya lo sabe.

Me quedé boquiabierta. A todos nos gusta que nos digan que somos inteligentes, animados y comprensivos, pero si he de ser franca, lo que más feliz me hizo fue que me encontrase guapa. De adolescente, y también al principio de los veinte, los hombres se pirraban por mí y, la verdad sea dicha, lo aproveché cuanto pude y a menudo sin orden ni concierto. Por desgracia, luego malgasté mi juventud y mi atractivo exclusivamente con Garrett, ese egocéntrico creído, y ahora, a los treinta y dos, estaba casi convencida de haber dejado atrás todo mi esplendor y de que, además, mi relación y la separación me habían convertido en una persona triste con un mohín de amargura en la comisura de los labios. Por lo visto, no era así. Podía notar lo mucho que Matthew se sentía atraído por mí en aquellos momentos. Independientemente de lo que hubiera ocurrido antes y de lo que pudiera suceder después, la figura de Vanessa se desvaneció hasta ser casi irreconocible durante aquellos minutos en el coche. Matthew era simplemente un hombre y yo era simplemente una mujer, y a los dos nos consumía el ansia de amor, sobre todo, y en eso estaba muy segura en lo concerniente a él, de amor físico. Matthew era demasiado educado para insinuar nada al respecto en nuestra primera cita, pero yo sabía que habría subido a mi piso a poco que le hubiera dado pie. Me lo impidió el temor. El miedo a la mañana siguiente. No es que creyera que sus sentimientos se debían únicamente a la velada, a la luz de la luna y al alcohol (aunque seguro que eso había ayudado mucho a relajarlo), pero supuse que, a la luz sobria del día, los sentimientos de culpa hacia Vanessa lo asaltarían como animales de presa que hubieran estado acechando en un rincón. Y quería ahorrármelo. Si algo había sacado en claro de mis años desastrosos con Garrett era que nunca volvería a hacer nada que supiera que podía hacerme infeliz. Me cuidaría mucho de que las cosas me fueran bien.

Me incliné hacia él y le estampé un beso fugaz en la mejilla.

—Gracias por la agradable velada, Matthew.

Él también salió del coche y me acompañó hasta la puerta. Allí nos abrazamos un momento.

—¿Nos vemos mañana? —preguntó—. ¿O te parece demasiado pronto?

—Me encantaría —dije.

Subí las escaleras corriendo, tenía que hacer algo con toda aquella energía y la sensación de felicidad. Al entrar, vi que el contestador automático parpadeaba. Era Garrett otra vez, quejándose con voz de ofendido de que nunca me encontraba en casa, ni siquiera a horas intempestivas.

Hice algo que poco antes habría sido impensable: interrumpí su sermón apretando una tecla en mitad de sus lamentos.

Le corté la palabra. Ya no me interesaba.

Estaba a años luz de mí.