—Olvídalo —le dijo Deborah al hombre que intentaba ligar con ella desde hacía rato y ahora insistía en acompañarla a casa—. Me iré sola, ¿entendido? ¡Y dormiré sola! ¡No me gustas!
El hombre puso cara de ofendido. La había abordado a los cinco minutos de que entrara en el Pump House y no se había apartado de su lado. Al principio, a Deborah le hizo gracia. El hombre se ofreció a pagarle las copas, cosa que no aceptó, pero fue a buscarle cigarrillos y no dejaba de mirarla como si fuera una aparición. Deborah sabía que era atractiva, al menos cuando conseguía alisar un poco su odioso pelo rubio y rizado, pero ya había cumplido los treinta y por el pub pululaban unas cuantas mujeres mucho más jóvenes. Por eso se sintió halagada al ver que Glen —al menos ese era el nombre con que se había presentado— solo tenía ojos para ella.
Era lunes y, a esas horas de la noche, Deborah, o Debbie, como la llamaban sus amigos, estaba cansada. Trabajaba en una empresa de limpieza y había comenzado el turno a primera hora de la tarde. Primero fue una escuela, luego una empresa con oficinas repartidas en cuatro plantas, en las que la brigada entraba cuando los empleados se marchaban. Se fue a casa a las nueve de la noche y a medio camino decidió ir a tomar una copa a un pub que había en el puerto de Swansea. En casa no la esperaba nadie y le apetecía beber algo fuerte. Años atrás solía ir allí con Ryan, pero no se permitió ponerse sentimental. Los tiempos habían cambiado.
Glen había estado charlando muy educadamente con ella, pero ahora no había manera de hacerle entender que la noche había acabado.
—Solo quiero acompañarte —insistió Glen—. Es tarde. ¡Una chica no debería ir sola por la calle a estas horas!
Debbie estuvo a punto de soltar una carcajada. «Chica» era una forma educada de referirse a una treintañera. Estaba claro que Glen creía que era mucho más joven de lo que era, y volvió a parecerle un poco más simpático. Aun así, era un sobón y no tenía ganas de estar con él. Y lo de que no debería ir sola por la calle… ¡Como si alguna vez hubiera necesitado un protector! O como si lo hubiera deseado.
Se bajó del taburete y al instante comprobó que se había pasado un poco con la bebida. No se tenía muy bien en pie. Tanto daba, conseguiría llegar a casa.
—Sé cuidarme sola —dijo—. Que acabes de pasar una buena noche, intenta ligarte a otra. Aquí hay unas cuantas mujeres solas. ¡Seguro que tendrás más posibilidades que conmigo!
—Pero tú me gustas —reiteró Glen.
Tenía las mejillas coloradas y llevaba la corbata torcida. A esas alturas, Debbie estaba segura de que estaba casado; seguro que había ido a Swansea por asuntos de negocios y quería aprovechar la ocasión. No soportaba a esa clase de tíos. Debbie era partidaria de la fidelidad absoluta y aborrecía lo contrario. Durante la única relación larga que había tenido, en los cuatro años que estuvo con Ryan, había sido totalmente fiel y, por lo que sabía, él también.
Cuando salió del pub, Glen la siguió con una mirada triste. Una vez en la calle, Debbie sintió un escalofrío y se subió el cuello de la chaqueta. Los días eran primaverales, pero de noche seguía haciendo frío. Bueno, el aire fresco le sentaría bien. Se había excedido con la última copa y una buena caminata de noche seguramente le ahorraría la resaca del día siguiente.
Tardaría un cuarto de hora en llegar a casa. Miró su reloj. Eran las diez y media, y aquella zona parecía desierta. Al otro lado del Annie’s Marina Café todavía titilaban unas cuantas luces en la oscuridad. Tenía que cruzar la gran plaza que se abría justo al lado del Pump House y luego pasaría por el museo marítimo y el club náutico. A esas horas, allí no quedaría un alma. Oyó el lánguido batir de las olas contra el malecón, vio el edificio a su lado. Todo vacío, sin nadie. Aceleró el paso. No se espantaba fácilmente, pero estaría más tranquila al llegar a Oystermouth Road.
Cuando estaba a la altura del muelle donde amarraban los barcos más grandes, le pareció oír pasos. Se detuvo y se dio la vuelta, pero no vio a nadie. Una farola despedía una luz mortecina. Olía a agua, a algas, a jarcias pudriéndose en algún sitio. También un poco a aceite lubricante.
El olor familiar del puerto.
Y no había nadie.
Anduvo un poco más deprisa, aunque esforzándose por no correr. Odiaba el miedo. El miedo era cosa de débiles.
Volvió a oír pasos y se detuvo de nuevo. Seguro que era Glen. Aquel tío era peor que una garrapata. Lástima que se hubiera dado cuenta demasiado tarde y no le hubiera dado calabazas a las primeras de cambio. Se había empeñado en ligar con Debbie y ahora no entendía por qué tenía que desistir.
¡Idiota!
—¡Glen! —gritó—. Deja de seguirme. ¡Lárgate! ¡No me interesas!
Silencio. Miró hacia el edificio. Seguro que Glen se había escondido entre los salientes del muro. Se veía en la cama con ella y ahora no se aclaraba con sus hormonas. ¡Imbécil!
No tenía miedo. No de ese gusano. Dio unos pasos hacia el lugar donde creía que se escondía, solo para espantarlo y demostrarle que no la asustaba.
—¡Piérdete! —gritó.
Percibió un movimiento a su espalda, pero antes de que pudiera reaccionar, volverse, salir corriendo o gritar, notó que unos brazos fuertes la agarraban y una mano le tapaba la boca. Se defendió con ahínco, se retorció como una serpiente, intentó morder la mano que le clavaba los dedos brutalmente en la mejilla. Notó que perdía el contacto con el suelo y que la derribaban sobre el pavimento como quien tira un maniquí. Cielo santo, ¿era Glen? Jamás habría pensado que tuviera tanta fuerza ni pudiera actuar con tanta determinación. Empezó a patalear y le dio en la espinilla. Lo oyó gemir.
—¡Hija de puta! —masculló.
No era la voz de Glen.
En ese preciso instante, una segunda persona apareció de repente de la nada y le dio un puñetazo en el estómago. Otro hombre. Eran dos. Conmocionada y desesperada, siguió defendiéndose, aun sabiendo que no tenía ninguna posibilidad. Quiso gritar, pero de su boca no salió más que un sonido sordo. Era imposible que alguien la oyera.
Siguieron más golpes en el estómago y en la cara, hasta que el que la sujetaba dijo:
—¡Ya basta! ¡Se va a desmayar y aún tiene que recibir lo suyo!
Debbie sintió pánico.
Estaba tirada encima de las piedras frías, debajo de un cielo estrellado. Un hombre se arrodilló detrás de ella y le inmovilizó los brazos en el suelo con las piernas. Le hacía daño y seguía tapándole la boca con la mano. Debbie solo podía respirar por la nariz, pero se le estaba hinchando porque le habían pegado un puñetazo y le costaba coger aire. Le dolía todo el cuerpo. La sangre se deslizaba caliente y pegajosa por sus mejillas. Sollozó al ver que el segundo hombre se erguía como una sombra poderosa sobre ella. Entonces vio que llevaba una media que le cubría la cara. Él también se arrodilló, le abrió las piernas y se las presionó contra el suelo. Le hacía tanto daño que, de haber podido, habría gritado con todas sus fuerzas. Siguió defendiéndose, pero sin la menor esperanza. Era como una cucaracha tumbada boca arriba, con las extremidades sujetas al suelo por una especie de anillas de hierro. Vio brillar el acero y oyó el ruido seco que produjo al desgarrarle los tejanos y las bragas. Aquello era una pesadilla, era incomprensible. Eran cosas sobre las que se leía y se oía hablar en las noticias, cosas que se sabía que ocurrían, pero que nadie creía que pudieran pasarle.
Al menos, ella no lo habría creído nunca. Ni siquiera lo creyó mientras ocurría. No era ella la que estaba tirada aquella noche fría de marzo en el puerto de Swansea, cerca de las oficinas del club náutico, ni era ella la mujer a la que dos hombres violaron por turnos. Era otra persona. Alguien de quien ella se alejó mentalmente tanto como pudo. Nunca había estado expuesta a ningún tipo de violencia. La situación la trastornó. Más tarde pensaría que quizá eso la salvó de la locura que de otro modo se habría apoderado ineludiblemente de ella. Su mente se negó a registrar lo que le estaba ocurriendo. Entró en un estado de indolencia absoluta. Dejó de defenderse. No era ella la que estaba allí.
Cuando los hombres se hartaron, le dieron patadas en las costillas y en la cabeza con la misma indiferencia y calma con que le habrían pegado puntapiés a un saco de arena abandonado en un rincón. Luego la dejaron tirada en la calle y desaparecieron en la noche.
Al reconstruir los hechos con la policía, Debbie supo que el ataque no había durado más de veinte minutos. Veinte minutos que le cambiarían la vida para siempre.
Solo sentía dolor. Le dolía todo el cuerpo, unas partes menos y otras más. Sobre todo la nariz, seguramente se la habían roto. Tenía la cara hinchada y no paraba de tragarse la sangre que le bajaba hasta la garganta. Le dolía el estómago y notaba pinchazos en las costillas. Le costaba respirar porque coger aire le provocaba unos dolores terribles en los costados.
El bajo vientre era un océano único de dolor. Destrozado, en carne viva y sangrando. Intentó cambiar de posición, gimió y desistió. No podía moverse un solo milímetro de donde estaba. Temblaba de frío y a la vez notaba que le ardía la cara. ¿Era posible que tuviera fiebre y escalofríos? Se preguntó si no moriría de quedarse toda la noche allí tirada.
El móvil. Tenía que llamar a la policía.
Se incorporó ligeramente y los ojos se le llenaron de lágrimas a causa del dolor. ¿Dónde estaba el móvil? Supuso que se le habría caído cuando el primer hombre la agarró por sorpresa por detrás y, puesto que después la había arrastrado un buen trecho, el bolso y el móvil estarían a una distancia inalcanzable. En su estado, unos pocos pasos suponían un obstáculo prácticamente insalvable. Se derrumbó de nuevo, exhausta. Tenía que arrastrarse sin falta hasta el bolso. Tenía que encontrar el modo de vencer los insoportables dolores. Necesitaba ayuda. No podía esperar hasta que aparecieran los primeros trabajadores del puerto a alguna hora de la mañana. Necesitaba ayuda urgente. Tenía que…
Gritó aterrorizada al ver aparecer una sombra que se arrodillaba a su lado. Se encogió y se cubrió la cara con las manos.
—¡No! ¡No! ¡No!
—¡Debbie! ¡Soy yo! ¡No tengas miedo!
Se quitó las manos de la cara. Vio a Glen, inclinándose hacia ella. Estaba lívido.
¡Glen! Jamás pensó que se alegraría tanto de verlo.
—¡Glen! —exclamó, y su voz sonó como un sollozo—. Glen, necesito un médico. Llama a la policía. No puedo moverme…
—De acuerdo. Llamaré a la policía… ¡Oh, Dios mío!
Glen estaba en estado de shock. Parecía realmente incapaz de hacer algo útil.
—¡La policía! —gimió Debbie—. ¡Date prisa!
Finalmente consiguió sacar el móvil del bolsillo del abrigo. Estaba apagado y le hicieron falta tres intentos para escribir correctamente el pin porque le temblaban las manos.
—Lo había apagado por si acaso —dijo—. Para que no sonara en un mal momento.
—¿En… un mal momento? —preguntó Debbie a duras penas.
Hablar le costaba casi tanto como respirar. Al menos, ya no tragaba tanta sangre.
—Estaba ahí detrás. —Glen señaló un punto en la oscuridad, más allá de las farolas—. Entre los muros. Lo he visto todo. Tenía miedo de que me sonara el móvil. ¡Me habrían matado si me hubieran descubierto!
—¿Lo has visto todo? —No podía creerlo—. ¿Has estado mirando y no has hecho nada?
—¿Y qué querías que hiciera? ¡Eran dos! ¡Uno tenía un cuchillo!
—Tendrías que… Tendrías que haber avisado a la policía…
Con cada palabra que pronunciaba, una fuerte punzada le recorría todo el cuerpo. Se figuró que tenía las costillas rotas y que se movían oscilando como puntas de lanza, amenazando sus órganos y desencadenando un torrente de dolor al menor movimiento. Estaba mareada y tenía la desagradable sensación de que iba a perder el conocimiento. Pero aquel inútil tenía que informar a la policía antes. No se había equivocado al pensar que era un mequetrefe, más aún, un cobarde miserable. La había seguido con la esperanza de tener un rollito esa noche, había presenciado cómo la agredían, se había escondido temblando y había tenido la sangre fría suficiente para apagar el móvil y no delatarse. Le daba tanto asco que casi sintió un sabor a podrido en la boca, pero no estaba en condiciones de expresar sus pensamientos. De lo contrario, le habría dicho que era un cabrón y un cobarde. En lugar de eso, tenía que estarle agradecida. Paradójicamente, se había convertido en su salvador.
Por fin consiguió contactar con la policía.
—Sí —dijo—, en el puerto. La han violado. Parece… muy grave. Necesita una ambulancia. ¿Cómo dice? No lo sé… —Miró alrededor—. No puedo decirlo con exactitud. No soy de aquí… Estamos delante de un edificio grande, no muy lejos del Pump House…
—El club náutico —dijo Debbie con voz ronca.
—El club náutico —repitió Glen—. Sí, sí, de acuerdo. ¡Dense prisa, por favor!
Glen colgó.
—La policía llegará enseguida. Y también la ambulancia. ¡Estás temblando!
Debbie tiritaba de frío.
—Fr… frío… —consiguió decir.
En lugar de quitarse el abrigo y ponérselo encima, Glen intentó taparla ciñéndole la chaqueta que llevaba puesta, demasiado corta y hecha un lío.
—¿Mejor? —preguntó.
Debbie asintió a duras penas. Lo veía como si mirara a través de un velo blancuzco, se le estaba nublando la vista. La circulación sanguínea se estaba despidiendo de ella. Buscó a tientas la mano de Glen y se la cogió. Por mucho que pensara que lo de aquel pobre diablo no tenía nombre, en aquel momento necesitaba a alguien que la sostuviera, aunque fuera el mayor inútil de todo Reino Unido. Al menos hasta que llegara la policía. Al menos hasta que llegara la ambulancia. Al menos hasta que ella… Estaba muy cansada. Le costaba hilvanar los pensamientos.
Glen se inclinó y se le acercó mucho. El aliento le olía a cerveza y Debbie casi podía verle los poros de la piel.
—Escucha… ejem… Debbie, yo también tendré que declarar ante la policía y me tomarán los datos y… quería pedirte que… ¿Podríamos decir que no nos conocíamos de antes? O sea que nos hemos visto en el bar, eso sí, pero que no he hablado contigo ni… ejem… ni te he preguntado si podía ir a tu casa, ¿de acuerdo? Porque… —Se toqueteó la corbata con la mano libre—. Bueno, es que antes se me olvidó decirte que estoy casado y… sería muy incómodo que mi mujer… Tú ya me entiendes, ¿no?
Debbie emitió un sonido que pretendía expresar aprobación, tranquilizarlo. Se le cerraban los ojos y sabía que muy pronto perdería el conocimiento. Después de lo que le habían hecho, eso no tenía la menor importancia, pero antes de desmayarse pensó, casi triunfalmente: «¡Lo sabía! ¡Casado!».
Se desmayó.