Se sentía como si estuviera dando los primeros pasos vacilantes en un planeta extraño.
Algo había de verdad en eso: estaba en un mundo desconocido.
Después de dos años y medio de cárcel, todo le parecía un sueño extraño: la cama, hecha con sábanas blancas que olían muy bien, y el ramo de tulipanes en la habitación de invitados; el cuarto de baño con azulejos y toallas suaves al tacto, y un batín para él solo. La mesa junto a la ventana del comedor-sala de estar. Nora la había decorado también con un ramo de tulipanes y había puesto dos velas rojas y una vajilla preciosa. Copas de vino. Una cesta con panecillos recién hechos, todavía calientes. Una fuente con queso de distintos tipos y trozos de pepino y tomate como guarnición.
La comida no era mala en la cárcel, pero la preparaban en una cocina industrial y la servían en platos baratos. Allí, las cosas se ajustaban única y exclusivamente a la funcionalidad, simples, sobrias, sin adornos. Los objetos de uso cotidiano tenían que ser resistentes para salir ilesos de posibles agresiones por parte de los internos. Eso hacía que la mayoría de las cosas fueran feas y punto.
Ryan estaba de pie en medio de la sala, mirando a Nora, que iba y venía de la cocina a la mesa. En los últimos meses de encierro le permitieron volver a llevar ropa de calle, pero en esos momentos se sentía incómodo y raro con sus tejanos y el jersey. En su habitación también había una bolsa grande con ropa nueva. Nora lo llevó de compras después de recogerlo en la puerta de la prisión Sandfields, situada en un barrio de Swansea. Se negó, pero ella insistió en regalarle algo y al final eligió unos tejanos, calcetines de recambio, dos camisetas y un suéter de color gris oscuro. Había trabajado en la cárcel y había ganado algo de dinero, pero Nora le dijo que lo guardara.
—Quién sabe cuándo te hará falta.
Bueno, ya contribuiría con los gastos de la casa. No pensaba vivir a sus expensas.
Nora salió de la cocina con una botella de vino en la mano.
—Ya podemos cenar, si quieres.
Asintió con un gesto y se sentó a aquella mesa tan bien puesta. Notó un nudo en la garganta y tragó saliva convulsivamente. «Mierda, Ryan, ¡no te eches a llorar ahora! En los últimos años has tenido motivos más que suficientes para deshacerte en lágrimas, no puede ser que ahora te pase lo mismo solo porque estás sentado a una mesa muy bien puesta y delante de una mujer amable que intenta hacerte las cosas lo más agradables posible.»
Pero se sentía agobiado. Por eso las lágrimas lo asaltaban con tanta fuerza, por la sensación de agobio.
Nora y él se conocieron un año atrás y habían hablado muchísimo. Se habían contado mutuamente las preocupaciones, necesidades, sueños, miedos y heridas, y Ryan se le abrió más y con menos reservas que a nadie antes. Aun así, por muy curioso que pareciera, desde que subió a su coche y fue con ella de compras y luego a casa, le daba la impresión de que era una extraña. Las cosas habían cambiado radicalmente. Él era un hombre libre y ella ya no era la mujer que iba a visitarlo, la mujer que hablaba en voz baja para que nadie más se enterara de lo que decía. Hasta entonces, su único lugar de encuentro era la sala de visitas de la cárcel, que tenía el poco encanto de una cantina decorada con criterios de pura funcionalidad. Todos se veían pálidos a la luz de los fluorescentes y los guardias nunca permitían que olvidaran que, a pesar de las bebidas frías o calientes que podían comprarse y de los pequeños refrigerios servidos en platos de plástico, estaban en la trena. Salvo por la presencia de los hombres que vigilaban, podría haber sido perfectamente la cafetería de un hospital.
Fuera de la cárcel, Nora le parecía una persona cualquiera. Y se preguntó si a ella le ocurría lo mismo.
Por la tarde evitaron esa sensación de angustia yendo de compras, comiendo un bocadillo de pescado ahumado con cebolla para coger fuerzas y bebiendo un refresco de cola en un chiringuito. Luego fueron a Pembroke Dock y ella le enseñó dónde vivía, el apartamento, las vistas que podían contemplarse desde el comedor. La habitación donde dormiría. Sus cosas en el cuarto de baño.
Ahora estaban sentados cara a cara. Nora descorchó la botella de vino y encendió las velas aunque todavía fuera de día. Ryan había recuperado la serenidad, no se echaría a llorar. Pero estaba tan tenso, tan abrumado, que lo asaltó el repentino deseo de estar solo. En cualquier sitio, tal vez en una buhardilla horrorosa, sin velas ni servilletas, con una botella de cerveza en una mano y una bolsa del McDonald’s en la otra. Así podría ser él mismo. Sin embargo, también sabía que estar solo sería su perdición. Aún le habría costado más soportar sus primeros pasos en libertad.
Brindaron.
—Por tu nueva vida —dijo Nora con solemnidad.
Ryan bebió un trago. No era un gran entendido, pero aquel vino le gustó. Alcohol después de mucho tiempo. Tendría que ir con cuidado para no emborracharse enseguida.
—¿Por qué lo haces? —preguntó.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Qué?
—Bueno, todo esto. Me compras ropa. Me acoges en tu casa. Tú… —Señaló la mesa—. Lo has preparado todo tan bien…
—Lo hago con mucho gusto —dijo Nora con voz dulce—. Somos amigos, ¿no? ¿Crees que yo dejo colgados a mis amigos? ¿Adónde habrías ido?
—Tengo un poco de dinero…
—¿Y para qué te habría alcanzado?
—No para mucho —reconoció Ryan.
—Has pasado una época difícil. Tienes que volver a habituarte al día a día. Y yo te ayudaré con mucho gusto. —Nora sonrió tímidamente—. Y no me gusta estar sola. Me parece fenomenal que vivas aquí.
Ryan la observó. Cuando lo visitaba en la cárcel, la veía como si fuese una especie de institución, no como a una mujer. La consideraba muchas cosas, una mezcla de psicoterapeuta, enfermera, quizá incluso de madre, aunque fuera más joven que él. Resumiendo, una asistente social, reducida a la ayuda y el apoyo que le prestaba. A sus ojos, siempre había sido un ser asexuado.
Ahora la veía por primera vez como a una mujer.
Aunque era verdaderamente guapa, no era su tipo. De baja estatura pero fuerte, cosa que, según le había explicado una vez, se debía a su trabajo. Se pasaba el día dando masajes a los pacientes y ayudándolos a practicar ejercicios complicados que no podían hacer solos, de ahí que hubiera desarrollado la musculatura. Tenía el pelo rubio y largo hasta los hombros, y ojos grandes y azules. Era realmente atractiva. Qué extraño que no tuviese novio. Le había hablado de varias relaciones que habían fracasado, pero nunca supo explicarle por qué ningún hombre se quedaba mucho tiempo con ella.
«Quizá eres demasiado complaciente —pensó de repente—, quizá acaban teniendo la sensación de que se ahogan a tu lado. De que los ahogas.»
No obstante, luego supuso que probablemente era cosa suya que se sintiera así. Aquella situación era demasiado, demasiado de todo, pero comprendió que aquella sensación era producto de su propia historia. La primera noche fuera de los muros de la prisión. En cualquier otro sitio también se habría sumido en una crisis. No podía echarle la culpa a Nora.
—Mañana iré a ver al agente de la condicional —dijo—. Hemos quedado a las diez. Espero que me haya encontrado trabajo.
—Si quieres, puedes coger mi coche —le ofreció Nora—. Yo suelo ir a pie al hospital, a no ser que llueva a cántaros. Y no parece que mañana vaya a llover.
—¿Tu coche? ¿Estás segura?
—Pues claro. Escúcheme bien, Ryan. —Se inclinó hacia delante sobre la mesa y lo miró fijamente—. Estás en tu casa mientras quieras. Y puedes usar todo lo que hay aquí, todo lo que tengo. No hace falta que me lo pidas. Me gustaría que te sintieras en casa, no como si fueras un invitado.
—Gracias —dijo Ryan. ¡Como si fuera cosa de ordeno y mando! Pero se lo había dicho con la mejor intención. Nora quería realmente que se sintiera a gusto.
—Tendrías que comer algo, Ryan. Casi te has acabado la copa de vino. Coge un poco de pan. ¿Quieres queso?
Ryan respiró hondo.
—No puedo. No puedo comer nada.
—¿Qué te pasa?
Ryan se levantó bruscamente. La servilleta le resbaló y fue a parar debajo de la mesa.
—Necesito estar un momento a solas. ¡Compréndelo, por favor!
Ella también se levantó.
—¿Quieres salir a pasear un poco? ¿Quieres que te acompañe? Podemos ir al puerto…
—No. —Ryan movió la cabeza—. Me gustaría irme a mi cuarto. Estoy muerto de cansancio. Lo siento.
—No tienes que por qué disculparte. Lo entiendo.
Sin embargo, se la veía turbada. Se había tomado muchas molestias con todo aquel montaje y ahora seguramente se preguntaba qué había hecho mal.
«Nada. Pero conmigo no se puede hacer nada bien.»
Sin pronunciar una palabra más, Ryan se fue a la habitación de invitados y cerró la puerta enérgicamente. Se sintió mejor al instante. El cuarto tenía el tamaño de su antigua celda. Una ventana cerrada, aunque sin rejas, y una puerta cerrada. Entonces comprendió hasta qué punto le había ofrecido protección la cárcel que tanto había odiado y de la que tanto había ansiado salir.
Se sentía vulnerable como un recién nacido. Desamparado. Como si formara parte de un mundo con el que había perdido el contacto.
Y Nora no podía ayudarlo. No hacía más que empeorar las cosas con sus esfuerzos y ofrecimientos, y con las pretensiones y expectativas que se ocultaban detrás.
Era demasiado. Simplemente excesivo.
Se echó en la cama. Por fin podía llorar.