Era lunes por la mañana y Nora Franklin tenía la sensación de que había llegado el momento ineludible de explicarle a su amiga Vivian el cambio radical e inminente que se produciría en su vida, aunque temía el momento de contárselo y por eso lo había aplazado tantas semanas. Vivian Cole vivía muy cerca y solía pasar a recogerla por casa para ir juntas por la mañana al trabajo, al South Pembrokeshire Hospital. A veces también se presentaba inesperadamente de noche, pero solo cuando no tenía nada mejor que hacer. A diferencia de Nora, Vivian casi siempre quedaba con alguien y tenía cosas más emocionantes que hacer que sentarse en el pequeño apartamento de Nora, un piso ordenadísimo en la primera planta de un edificio compuesto por dos viviendas, a hablar de la vida. O del trabajo. Las dos trabajaban de fisioterapeutas en el hospital y, puesto que la vida privada de Nora era bastante monótona, apenas hablaba de algo que no fueran sus pacientes. Y eso aburría mortalmente a Vivian, que solía decir: «Es una lata. ¿Crees que quiero cargar con las frustraciones del día también por la noche? Anda, vamos a tomar algo a algún sitio. Al Shipwrights Inn o al Welshman… ¡Seguro que conocemos gente interesante!».
En boca de Vivian, «gente interesante» significaba «hombres interesantes». Y Nora estaba harta. No quería pasarse la noche de plantón en un pub poco iluminado, esperando a que la abordara un borracho y luego darse unos cuantos besos desagradables fuera, en el coche, y tal vez quedar para el día siguiente y darse cuenta entonces de que era un tío asqueroso, que a su vez la consideraba menos excitante que un rollo de papel de váter y encima se lo decía.
Ella quería una relación estable. Un hombre que fuera su pareja de verdad. Que estuviera en casa cuando llegara. Con el que hacer planes para el fin de semana. Que la abrazara cuando se sintiera sola y triste. Seguir soltera involuntariamente a los veintinueve años era horrible. Una situación triste y solitaria, que además provocaba que los compañeros de trabajo y los amigos la analizaran. «¿Qué pasa contigo?» Como si fuera un caso único muy problemático, y así era como empezaba a sentirse. Maldita sea, no sabía qué pasaba con ella y las reflexiones de la gente de su entorno tampoco la ayudaban. No era el tipo de mujer que hace que los hombres se vuelvan a mirarla cuando pasa por la calle, pero tampoco era fea. No tenía una figura sumamente esbelta, pero tampoco estaba gorda. No era rica, pero se ganaba la vida y no sería una carga económica para nadie.
En resumen, era bastante normal. Tal vez demasiado normal.
Aquella mañana, Nora se levantó muy temprano y volvió a repasarlo todo. La cama recién hecha en la pequeña habitación de invitados. En su opinión, el gran ramo de tulipanes en el alféizar de la ventana le daba un toque acogedor al dormitorio. Toallas de baño y de mano suaves y esponjosas en el cuarto de baño. Un batín de color azul oscuro, nuevo y flamante colgado junto al suyo, viejo y de una tela estampada horrible. Lo tenía desde sus años de adolescente, y estaba deshilachado y raído. Pensó en comprarse también uno nuevo para ella, pero al final le supo mal gastarse el dinero.
Miró la hora. Las siete y media. Vivian tendría sus defectos, pero siempre era muy puntual.
En ese mismo instante sonó el timbre. Normalmente, Nora habría cogido el bolso y habría bajado, pero esa mañana salió al rellano, se asomó por la barandilla y, cuando Vivian abrió la puerta de abajo, le dijo:
—¿Puedes subir un momento?
Al poco, Vivian entró en el recibidor. Estaba muy sexy, como siempre, con una falda corta, medias negras y botas altas hasta la rodilla. Llevaba una bufanda larga de colores por encima de la chaqueta. Estaban en marzo y hacía un día soleado, pero por la mañana aún hacía frío. Los rizos oscuros se le ensortijaban encima de los hombros. Nora pensó una vez más con envidia que Vivian tenía el carisma que atraía a los hombres como moscas. No destacaba por tener una cara muy bonita ni un tipo impresionante, pero irradiaba vitalidad, curiosidad, espíritu aventurero. A su lado, Nora se sentía como una mosquita muerta, insignificante y demasiado seria.
—¿Qué pasa? —preguntó Vivian—. ¿Todavía no estás lista?
Nora le pidió que pasara. El casero vivía en el piso de abajo y no quería que se enterase de lo que iba a contarle.
Cerró la puerta y respiró hondo. Vivian la miraba expectante.
—Ryan —dijo Nora finalmente—. Lo sueltan hoy.
Vivian frunció el ceño.
—¿Por qué hoy? Creía que seguiría encerrado hasta octubre del año que viene…
—Lo excarcelan antes de tiempo. Por buena conducta.
—Ajá. Y seguro que hace mucho que lo sabes, ¿no?
—Sí.
Vivian se dirigió a la sala de estar. Se acercó a la ventana y miró fuera. Desde allí se veía el muelle donde atracaban los ferris, y también los contenedores y las grúas y, a lo lejos, las chimeneas de la refinería de petróleo. Cuando hacía mal tiempo, esas vistas provocaban una melancolía deprimente. Sin embargo, Nora miraba a veces por la ventana y veía uno de los grandes transbordadores blancos que cubrían la travesía entre Pembroke Dock y Rosslare Harbour, en Irlanda, navegando con una calma majestuosa por el estuario de Daugleddau que unía el puerto con el mar celta, y entonces volvía a sentirse bien en su pequeño apartamento, en un edificio bastante desvencijado.
No obstante, Vivian no estaba junto a la ventana en aquel momento para contemplar los barcos. Intentaba procesar las ideas.
—Bueno —dijo, sin mirar a su amiga—. Ya sabes lo que pienso… de toda esa historia. Espero que consigas mantener las distancias. Quiero decir que, hasta ahora, él estaba encerrado y tú decidías hasta cómo y cuándo te acercabas a él. Pero ahora puede moverse libremente. Espero que no se convierta en un problema.
—Seguro que no —contestó Nora, incómoda.
—Tendrás que marcarle límites claros —señaló Vivian.
Nora volvió a respirar hondo por segunda vez. Había llegado la hora de lanzar la bomba.
—Vendrá a vivir conmigo una temporada.
—¿Qué? —Vivian volvió la cabeza de golpe.
—Vivian, ¿adónde quieres que vaya? No tiene nada. No puede ir a casa de su madre porque su padrastro no lo acepta. Casi no tiene amigos ni un puesto de trabajo asegurado, solo una oferta imprecisa que le ha encontrado el agente de la condicional. Y tiene miedo de… Ha cambiado de verdad y quiere empezar una nueva vida, pero necesita ayuda. De lo contrario, volverá a caer en lo mismo, y eso le da mucho miedo.
—No lo entiendo —dijo Vivian—. ¡No me entra en la cabeza! Un hombre condenado por un delito de lesiones graves…
—No fue intencionado.
—¿Y qué? Le dio una paliza tan fuerte a un hombre que el pobre pasó semanas ingresado en el hospital. Y por lo que me has contado, tampoco es que fuera un angelito antes de cometer el delito que lo llevó a la cárcel.
Nora no contestó. Se arrepentía de haberle contado tantos detalles a su amiga. Habría sido muy complicado mantener mucho tiempo en secreto la vida que había llevado Ryan, pero habría sido mejor no mencionar sus otros tropiezos con la ley.
—Lo que quiero decir es que cómo puedes estar segura de que ha cambiado —prosiguió Vivian—. ¡Te habrá contado lo que le habrá dado la gana! Y no va a ser tan tonto como para no presentarse en una versión inmaculada. Seguro que calculó que lo acogerías en tu casa y lo mantendrías. Para evitar que no le quedara más remedio que trabajar por una vez en la vida.
—No es cierto que no haya trabajado nunca —replicó Nora—. Cuando lo detuvieron trabajaba en una lavandería. De conductor. Y antes…
—Trabajos ocasionales en los que nunca aguantó mucho.
Nora se mordió los labios. De momento, probablemente no había ningún argumento que pudiera conseguir que Vivian se mostrara más indulgente.
—Bueno, da igual —comentó—. Quería que lo supieras. Me he pedido la tarde libre. A mediodía iré a buscar a Ryan a Swansea —añadió, y miró la hora—. ¡Tenemos que irnos!
—Es curioso —dijo Vivian—. Me lo imaginé desde el principio, pero me negaba a admitirlo.
—¿A qué te refieres?
—Querías encontrar a un tío, solo eso. Y pensaste que, si no lo lograbas por la vía normal, lo buscarías por cauces menos habituales. Alguien que dependiera totalmente de ti y que, tal vez por eso, se quedara contigo. De ahí tu repentino interés por un preso.
—Qué tontería —replicó Nora, pero se sintió descubierta.
Un año antes se había puesto en contacto con una organización que se dedicaba a buscar gente que quisiera comunicarse con presos que no tenían familia o cuyos parientes no se preocupaban de ellos. Se trataba de escribirles cartas, de visitarlos. Se trataba de transmitirles la sensación de que el mundo exterior seguía existiendo y no perderían enteramente el contacto con él. Nora encontró la página de la asociación en internet y enseguida se sintió atraída por sus objetivos y argumentos. Quizá Vivian no iba tan desencaminada, aunque no pretendía «encontrar a un tío», como le había reprochado duramente, sino «encontrar a alguien que tal vez algún día fuera su pareja».
Naturalmente, en su momento todo el mundo recibió el proyecto con reservas, no solo su mejor amiga. También se lo contó a dos compañeras del hospital con las que salía a menudo, y las dos reaccionaron con espanto.
—¿Un preso? ¿Vas a ir una vez al mes a la cárcel a visitar a un preso? Por el amor de Dios, ¿qué esperas conseguir? ¿En serio crees que se acordará de ti cuando salga?
Y ahora que iban a soltarlo y que incluso se instalaría en su casa, tampoco les parecía bien. Durante un tiempo, Vivian señaló más de una vez que Ryan sería un desagradecido, que ni la miraría cuando estuviera en libertad. Ahora, al enterarse de las últimas novedades, se echaba las manos a la cabeza.
—¿No tienes miedo? —preguntó Vivian.
¿Miedo de Ryan? ¿De aquel hombre triste, con unos ojos preciosos, que sufría terriblemente con la rutina carcelaria y habría dado cualquier cosa por volver atrás en el tiempo y no haber cometido el delito? Si alguna vez había tenido la sensación de ver un arrepentimiento sincero había sido con Ryan Lee.
«¡Por el amor de Dios, yo no quería que aquel chaval se rompiera la crisma! Fue mala suerte. ¡Una desgracia!»
Le había hablado de su amarga infancia. Al principio, las cosas iban bien, vivían en Camrose, donde sus padres regentaban un Bed & Breakfast, pero el padre murió cuando Ryan tenía cuatro años y la madre volvió a casarse. Todo se fue a pique con el padrastro, que era alcohólico. Tuvieron que vender la casa, se mudaron a Swansea y fueron a parar a uno de los barrios de clase social más desfavorecida. A Ryan el nuevo hogar le parecía la casa de los horrores porque nunca se sabía de qué humor estaría el padrastro, siempre borracho y a menudo violento. Empezó a faltar a la escuela y al final la dejó a medias. Fue de trabajillo en trabajillo y se movió por ambientes que no debía. Se vio empujado a cometer alguna que otra ilegalidad, algún que otro delito leve, y no consiguió salir de la espiral. Su frustración fue en aumento, se fue volviendo agresivo y acabó metiéndose cada vez más a menudo en disputas violentas y peleas serias. Hasta el fiasco del 20 de agosto del año 2009, el día que le dio una paliza a un muchacho que cayó mal y…
En la cárcel participó en una terapia de control de la agresividad, según le contó a Nora en una de sus visitas.
«Ahora sé lo que tengo que hacer cuando alguien me viene con tonterías. Sé que liarse a golpes no es la solución. No necesito defenderme por todos los medios. También puedo ignorar al broncas. Apartarme de su camino.»
Nora se lo contó varias veces a Vivian, pero no logró vencer su escepticismo.
—¿Cómo sabes que es cierto? Lo de la infancia desgraciada y todo eso. Puede explicarte lo que quiera. ¿No te das cuenta de que siempre echa las culpas a otros? Sus padres, sus amigos, las circunstancias… ¡Diría que no ha entendido nada!
La terapia del control de la agresividad tampoco la impresionaba.
—¡Y qué! ¿Cómo sabes que ha cambiado de verdad? En la cárcel todos se controlan, quieren que los suelten antes de cumplir la pena. La verdadera prueba llega cuando salen, ¡y a mí me preocupa muchísimo que tú recibas cuando vuelva a darle un ataque de rabia!
—¡Tendrías que conocerlo! —dijo Nora.
—¡No sé si me apetece! —contestó Vivian enarcando las cejas.
Esa respuesta no la preocupó. Vivian era demasiado curiosa. Jamás desaprovecharía la ocasión de conocer a un auténtico ex presidiario.
—Tenemos que irnos —repitió. Salió al pasillo y abrió la puerta que daba al rellano.
Vivian la siguió.
—Podrías ayudarlo, pero dejando que viviera en otro sitio.
—Está todo planeado, Vivian. Y preparado.
—No te haré cambiar de opinión, ¿verdad?
—No —dijo Nora.
Vivian no tenía ninguna posibilidad. Nora estaba muy entusiasmada con Ryan.
Le hacía muchísima ilusión no tener que seguir viviendo sola.