Ya había superado la edad en la que una cree en el amor a primera vista. En que de repente te sientes tocada por una especie de rayo. En que, al mirar a los ojos a un desconocido, descubres en ellos al alma gemela. Lo había experimentado con Garrett hacía muchos años, o al menos eso había creído, y cuando lo nuestro fracasó, me propuse firmemente que nunca volvería a dejarme llevar por los sentimientos ni perdería la cabeza por nadie.
No es que al ver a Matthew Willard me sintiera tocada por un rayo, pero algo pasó cuando Alexia nos presentó y le di la mano para saludarlo. No me enamoré ardientemente al momento, pero despertó mi interés y noté que me atraía. Desde que rompí con Garrett, era la primera vez que me apetecía estar a solas con un hombre, sentados en un rincón tranquilo, bebiendo vino y escuchándolo hablar de sus cosas. Y contándole las mías.
Naturalmente, la casa de los Reece no era ni de lejos un rincón tranquilo. Estábamos en el minúsculo y caótico comedor, donde la ropa de los niños se secaba en un tendedero plegable que habían puesto delante del radiador que había junto a la ventana, y disfrutábamos de la exquisita cena que Ken nos había preparado. Alexia explicaba historias divertidas de su vida y de vez en cuando se presentaba uno de los niños, descalzo y en pijama, diciendo que no podía dormir. Evan necesitaba otro vaso de leche caliente; a Kayla, la niña de siete años, le dolía la barriga, y Meg, la de cinco, había visto al coco en su habitación. Alexia y Ken se turnaron para encargarse de los problemas, llevaron a los niños arriba, les calentaron un poco de leche y miraron debajo de la cama para comprobar que no había nadie escondido.
—Cuatro hijos dan mucha guerra —dijo Matthew—, pero seguro que es muy bonito.
Me dio la impresión de que lo decía con tristeza. Tal vez era eso lo que me atraía tanto, la melancolía que se reflejaba en su cara. Y se le veía agotado.
Calculé que rondaría los cuarenta y cinco, pero los ojos lo hacían parecer más viejo en algunos momentos porque su mirada se notaba muy cansada.
—¿Sabes que Jenna trabaja desde hace poco en mi redacción? —preguntó Alexia—. Y es una de las mejores. Una verdadera suerte.
—¿Así que es usted periodista? —se interesó Matthew.
—En realidad, no —contesté negando con la cabeza.
Nunca me había dado vergüenza decir que no tenía estudios superiores. Que me fui de casa justo al terminar la enseñanza secundaria y que intenté ganarme la vida cantando en un grupo, pero que fracasé por falta de talento. Que después hice un poco de todo y al final fui a parar a una agencia de músicos de Brighton, en la que me encargaba de las relaciones con la prensa.
—Jenna trabajaba en una prestigiosa agencia de Brighton —dijo Alexia echándome un cable—. Cuando se separó de su compañero, se fue de la ciudad para superar la historia y, por suerte, pude ofrecerle un puesto en Healthcare. Ahora es mi asistente personal.
—Comprendo —respondió Matthew.
A partir de ese momento, el ambiente se hizo un poco tenso porque, cuando Alexia contó que había dejado a Garrett, Matthew Willard entendió también por qué nos habían invitado a los dos, y eso lo cohibió. Por suerte, Alexia hablaba por los codos y no se crearon silencios incómodos. Ken sirvió un postre riquísimo y después tomamos café en la sala de estar, delante de la chimenea, y charlamos un poco más. Finalmente, Matthew miró la hora.
—Las once y media —dijo—. Bueno, sintiéndolo mucho… Hoy he tenido un día muy duro y…
—Yo también —coincidí. Me había dado cuenta de que Ken parecía muy cansado y de que incluso Alexia se había calmado—. El último autobús pasa dentro de quince minutos.
—¿Ha venido en autobús? —preguntó sorprendido Matthew.
—Vendí el coche —expliqué—. Tenía la sensación de que no me haría falta y además…
Dejé la frase en suspenso. No era el momento adecuado para sacar a relucir el tema, pero en Healthcare se cobraba una miseria y tener coche resultaba muy caro. Incluso a Alexia, que era la redactora jefe, le pagaban tan poco que ella y su familia solo podían permitirse aquella casita minúscula, en la que vivían tan apretados que casi se pisaban. Yo sabía que buscaba otro trabajo, y no solo por eso, sino también porque tenía constantes problemas con el propietario del grupo de prensa del que formaba parte la revista, pero no quería descender de categoría y las posibilidades de que la contrataran para un puesto de jefa no parecían muy favorables. Yo tampoco pensaba envejecer en esa revista, eso estaba claro, pero podía tomármelo con más calma porque solo tenía que cuidar de mí misma. Había decidido concentrarme en recuperar la paz interior y superar la separación. Después ya buscaría otro trabajo.
—La llevo a casa —se ofreció Matthew.
A Alexia le brillaron los ojos. Todo transcurría según el plan.
—Eres muy amable, Matthew —dijo Alexia, antes de que yo pudiera contestar—. Jenna estará encantada, ¿verdad?
—Solo si eso no lo obliga a dar mucha vuelta —repliqué—. Yo vivo al lado del parque Victoria. ¿Y usted?
—En Mumbles. Pero…
—No puede decirse que eso esté en la esquina.
—Bueno, pero desde aquí es casi lo mismo —replicó Willard—. De verdad que no me importa.
—Pues claro que Jenna irá contigo —dijo Alexia—. Eso es mejor que esperar el autobús y luego ir andando sola en plena noche. ¡Yo me quedaré más tranquila!
Con eso estaba todo dicho.
Matthew tenía un gran BMW negro, un coche que denotaba dinero, igual que el lugar donde vivía. Mumbles. Una pequeña localidad al oeste de Swansea, situada en un paraje de ensueño a orillas del mar. En la escuela, un día nos explicaron que, a principios del siglo XIX, de allí había partido en dirección a Swansea el primer ferrocarril del mundo que transportaba pasajeros, en aquella época tirado por caballos.
Casi no hablamos durante el trayecto nocturno por la ciudad. Hubo un momento en que volví la cabeza y vi la manta de lana, a cuadros y deshilachada, que había extendida en el asiento de atrás.
Matthew se dio cuenta.
—La manta de mi perro. Max.
—¿Tiene perro?
—Un viejo pastor alemán. De pelo muy largo.
—¿Y puede llevarlo al trabajo?
—Sí, afortunadamente. A decir verdad, lo llevo a todas partes. Esta noche… Bueno, la casa es pequeña y hay mucha gente… Max ocupa mucho espacio y, como siempre tengo la sensación de que allí tengo que apretar los codos y encogerme, no he querido empeorarlo con un perro enorme.
Comprendí a qué se refería.
—Ken y Alexia tendrían que mudarse a otra casa. Pero no pueden por cuestiones de dinero. En Healthcare pagan sueldos de miseria, incluido el de la redactora jefe.
—Y pasará tiempo hasta que Ken gane algo con el libro —comentó Matthew—. Pero me parece que se lo toman con bastante calma.
Estábamos delante del portal de mi casa. Vivía en la pequeña buhardilla de un edificio. Matthew buscó un hueco y aparcó.
—Ya hemos llegado —anunció.
Lo miré. Vi su cara pálida a la luz de las farolas. Ojos oscuros, cabello oscuro. Un hombre que seguramente se ponía moreno enseguida. Pero en esa época estaba lívido y antes, sentados a la mesa, me había fijado en sus ojeras. Tenía aspecto de que no le hubiera tocado el aire en mucho tiempo, aunque seguramente salía a pasear a menudo con su perro. Parecía enfermo. Daba pena verlo. Tenía cara de dormir mal por las noches y pasar las horas libres cavilando.
Y de repente me lancé. Pensaba que no me atrevería, pero intuí que no se enfadaría, que ya había superado esa fase. Estaba demasiado agotado y desmoralizado para sublevarse.
Le hablé de su mujer.
—Ken me ha contado… lo que le pasó a su mujer —comenté sin más preámbulos—. Bueno, me lo ha dado a entender. Yo… lo siento muchísimo.
Matthew suspiró.
—Sí —respondió—, es una tragedia. La tragedia de Vanessa. Mi tragedia. Lo peor es no saber nada. No puedo pasar página, ¿comprende? Porque no sé qué ocurrió. No sé si está viva ni sé si está muerta. Si necesita ayuda. Si se fue voluntariamente o si la asaltaron. Si está en algún sitio, esperando y confiando en que no me dé por vencido. No lo sé.
Su pena era tan perceptible, tan concreta, que estuve a punto de alargar la mano y acariciarle el brazo, de hacer algo para consolarlo. Naturalmente, no me atreví. Esperé un momento por si decía algo más, pero se quedó callado, absorto en sus pensamientos, ensimismado.
—Podríamos salir algún día a tomar una copa de vino —dije. Saqué una tarjeta del bolso y la dejé en el salpicadero—. Llámeme cuando le apetezca. —Abrí la puerta—. ¡Gracias por traerme!
Matthew se sobresaltó. Realmente tenía la cabeza muy lejos.
—Un placer —dijo.
No supe si se refería a haberme acompañado o a que me llamaría. Salí del coche, cerré la puerta y lo saludé con la mano.
Luego subí a casa.
Alquilar aquel piso fue una decisión atropellada, igual que aceptar el puesto de trabajo en la revista Healthcare. Me marché tan precipitadamente de Brighton que no tuve tiempo de buscar con detenimiento un lugar en el que alojarme. A primera vista, el apartamento no me había parecido mal porque estaba cerca del parque y a poca distancia del mar. Me gustó el techo inclinado, con ventanas en las que la lluvia golpeaba en otoño. Tenía una pequeña chimenea con fuego eléctrico y la cocina estaba integrada en el salón-comedor, separada por una barra de madera y acoplada con mucha gracia a la inclinación. Un pequeño espacio contiguo me hacía las veces de dormitorio y también tenía un precioso cuarto de baño acabado de reformar con baldosas nuevas. En invierno, el piso era muy acogedor, un pequeño nido en una buhardilla, pero empezaba a sospechar que sería muy distinto en primavera y verano. No había balcón ni ofrecía la menor posibilidad de salir a tomar el aire, de desayunar al sol un domingo o sentarse fuera de noche a la luz de una vela para aplacar el calor del día. Si quería mirar por la ventana, tenía que echar atrás la cabeza y levantar la vista hacia el techo, y entonces veía el cielo y nada más. Estábamos en marzo y ya pensaba que ese piso pronto dejaría de parecerme acogedor y me resultaría demasiado pequeño, un lugar que me aislaba de lo que empezaba a crecer y florecer en el exterior. Y si en julio o en agosto llegaba una ola de calor, me achicharraría viva.
Cuando entré en casa, vi que el contestador automático parpadeaba y me llevé una sorpresa al oír el mensaje. En mi vida se producen con bastante regularidad ciertos hechos que no tienen explicación lógica. Uno es que, cuando espero ansiosa que un hombre me llame, nunca lo hace, y cuando ya no me hace falta que lo haga, me telefonea. Le di mi dirección, mi número de teléfono y mi nuevo correo electrónico a Garrett cuando me instalé en Swansea, y no contestó. Ni siquiera en Navidad, aunque le enviara un paquete acompañado por una larga carta. Sin embargo, en cuanto conocía a un hombre que me interesaba, en cuanto notaba que el corazón me latía con fuerza por primera vez desde que vivía allí, y no solo por haber subido un montón de escaleras, Garrett me llamaba. Según el contestador automático, no me había encontrado en casa por diez minutos. Era como si hubiera presentido que empezaba a cortar de verdad el cordón umbilical que me unía a él.
Su voz familiar, que esperé oír tantos meses en vano, me produjo un escalofrío.
«Hola, Jenna, soy Garrett. Es casi medianoche, ¿y no estás en casa? Hum.»
Luego hacía una pausa. Se le notaba desconcertado. ¿Y qué esperaba? Que estuviera pegada al teléfono día y noche, rezando por que me llamara.
«Bueno, solo quería saludarte —proseguía—, saber cómo te va, si te gusta tu nuevo trabajo. ¿Has hecho amigos? ¿Te has adaptado? Llámame, anda.»
De nuevo, una pausa.
«Me alegrará oírte. Hasta pronto, cariño.»
Y colgaba.
El corazón no solo me latía con fuerza, también me iba a mil. Por desgracia, no se debía a las escaleras empinadas que acababa de subir ni a Matthew Willard, sino a Garrett, que me había alterado. Sin embargo, no podía decirse que estuviese muy contenta. En los primeros meses, horribles y solitarios, que pasé en Swansea, habría dado cualquier cosa por recibir una llamada suya. Y seguramente habría vuelto a caer en sus redes con bastante rapidez. Sin embargo, al cabo de medio año de que nos separáramos, no me iba a embaucar tan fácilmente. Más bien me había puesto furiosa. ¿Qué se había creído? Ignoraba durante meses mis intentos de ponerme en contacto con él y de repente le parecía bien hablar conmigo. Me llamaba «cariño» y estaba convencido de que le devolvería la llamada lo antes posible.
¡Olvídalo!
No obstante, en la vehemencia de mi ira noté que todavía reaccionaba con sentimientos demasiado fuertes. Y me di cuenta de que la rabia se mezclaba aún con el dolor, la decepción, la tristeza, el vacío que me había dejado separarme de él después de una relación de ocho años. Todavía no me resultaba indiferente. Había avanzado un poco desde septiembre, pero si pensaba en cuánto me había costado, el resultado me parecía insignificante, y eso era frustrante.
Me desvestí y me metí en la cama.
En circunstancias normales, solo habría pensado en Garrett. Sin embargo, Matthew Willard también estuvo presente esa noche en mis pensamientos. Tenía la esperanza de que me llamara. Me interesaba su historia.
Quería saber más cosas.