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Conocí a Matthew una noche de primavera del mes de marzo, la noche en que, después de un largo invierno húmedo y mugriento, me fijé en que los días se alargaban y las cosas mejoraban sin cesar a grandes pasos. No solo el clima. También el dolor que había atenazado mi alma durante mucho tiempo. Cuando salí para ir a cenar a casa de mi amiga Alexia Reece, corría un aire suave y el cielo estaba claro y despejado. El olor salino del mar, que en invierno solía ser penetrante y áspero, se había suavizado. Me había puesto un vestido corto, medias finas y un abrigo ligero con el que pronto tuve frío, pero no me importó.

Era primavera. En el exterior y también en mi alma.

Alexia, su marido y sus cuatro hijos vivían en una urbanización en el norte de Swansea, en una casita pareada con un pequeño jardín detrás y otro delante del garaje, que lindaba con la casa pareada vecina. Vivían muy apretados, pero les había salido a buen precio comparado con otras. Sabía que tenían dificultades para pagar la hipoteca y por eso ni se planteaban buscar una casa un poco más grande y confortable.

Alexia era la redactora jefe de Healthcare, una revista de salud y bienestar en la que yo también trabajaba. Tenía treinta y cinco años, tres más que yo, y una situación completamente distinta: bendecida con cuatro hijos y felizmente casada, siempre estresadísima porque organizarse con los hijos y el trabajo la enfrentaba cada día a nuevos retos. En cambio, yo acababa de romper una relación desdichada de pareja, me había marchado a la desbandada de Brighton, la ciudad en la que había vivido unos años y donde tenía un buen trabajo, y había ido a parar a Swansea y a la redacción de esa penosa revista. Healthcare no tenía nada que ver con lo que quería hacer profesionalmente, pero con las prisas no había encontrado otra cosa. Acabé la secundaria, pero no tenía estudios superiores, con lo cual no me quedaba elección. Había ido tirando con tantos trabajos distintos desde los dieciocho años que el puesto en Healthcare no era peor que otros muchos. Además, volvía a estar con Alexia, mi amiga de la adolescencia. Su familia vivía enfrente de la casa de mis padres, en Coventry, y crecimos prácticamente juntas, sin que la diferencia de edad nos molestara nunca.

Alexia me consoló en mi primer invierno en Swansea, un invierno horroroso que, de no ser por ella, habría pasado probablemente dando largos paseos sola, congelándome hasta en lo más profundo de mi alma. Habría contemplado el mar de color plomizo, pensando desesperada por qué no habían funcionado las cosas con Garrett y preguntándome qué oportunidades podía depararle la vida a una mujer de treinta y un años que volvía a estar soltera. Evidentemente, paseé a orillas del mar y derramé un sinfín de lágrimas. Pero también salí a almorzar con Alexia, fui a cenar a su casa, quedamos para ir al cine o de excursión de fin de semana con toda la familia. Se esforzó cuanto pudo por hacerme la vida más fácil en Swansea. Me enseñó Gales, y yo me acostumbré a que ciertas personas me hablaran en una lengua que me resultaba incomprensible; también me acostumbré a que las señales con nombres de ciudades y pueblos estuvieran escritas tanto en inglés como en galés, un auténtico trabalenguas. El paisaje que se extendía a lo largo de la costa por el oeste era árido, solía llover y casi siempre soplaba el viento, pero cualquier cosa que fuera distinta de Brighton me reconfortaba. En esa época, no le estaba muy agradecida a mi destino, pero sí a Alexia.

Poco antes de llegar a la parada de autobús, compré dos ramos de tulipanes en una tienda y los junté en uno solo más grande. Podía ver el mar. Ya no era gris. Aquel día soleado de marzo era azul.

Oscurecía lentamente cuando llegué a la calle en la que vivía Alexia. Era la típica zona para familias jóvenes. Casitas pequeñas, jardines pequeños. Delante de las puertas se apoyaban bicicletas, monopatines y patines en línea. En los jardines había columpios y estructuras para que treparan los niños. Había muchos en la zona. Aquella visión me colmó de una mezcla de calidez y tristeza. Ese había sido uno de los motivos de mi separación: Garrett no quería tener hijos. Quería vivir para siempre como un yuppy libre y sin ataduras. Y un día comprendí que nunca cambiaría. Garrett había cumplido los cuarenta y seguía negándose a responsabilizarse de nadie que no fuera él. Le daba mucha importancia a conducir un coche fantástico, a amueblar lujosamente su piso y a ir a un montón de fiestas, y estaba orgullosísimo de tener más de ochocientos amigos en Facebook. Yo compartí ese estilo de vida con él a los veinte. Pero empecé a cambiar antes de cumplir los treinta y mis necesidades también evolucionaron lentamente, pero sin cesar. Hubo discusiones, peleas, conversaciones desagradables.

Y por eso ahora estaba allí. En Swansea, en casa de mi amiga Alexia. En un anochecer fantástico del mes de marzo, con un enorme ramo de tulipanes en la mano.

Aparté de mi cabeza los pensamientos que se centraban en Garrett. Fuera. Basta. ¡Mira adelante, Jenna Robinson!

En casa de Alexia imperaba el caos de costumbre. Ese viernes también había trabajado hasta las seis de la tarde, hacía poco que había llegado y estaba intentando que los niños se fueran a la cama. Solo tuvo tiempo de abrirme la puerta y decir:

—¡Entra y quítate el abrigo!

Y desapareció para atrapar a Evan, el pequeño de tres años, que se había escapado de la bañera, desnudo y chorreando, y corría por el pasillo gritando y se tiraba en un sofá de la sala de estar. Oí un vocerío terrible arriba; Kayla y Megan, las hermanas mayores de Evan, se peleaban como de costumbre. La pequeña Siana, que había cumplido un año en enero, berreaba en algún sitio. Me quedé en el pasillo estrecho, en medio de un montón de botas de agua, paraguas, balones de fútbol, patines y palos de hockey, me quité el abrigo como pude y me alegré cuando Kendal Reece, el marido de Alexia, apareció en la puerta de la cocina y me quitó los tulipanes de las manos.

—La locura de siempre —dijo, y me besó en las mejillas—. ¿Tú entiendes por qué Alexia quería tener cuatro hijos?

—Típico de ella —contesté—. Le encanta ir más allá de sus límites.

Alexia apareció en la puerta de la sala de estar con Evan en brazos, mojado y pataleando.

—Vuelvo enseguida —dijo—. Ponte cómoda, ¿de acuerdo?

Seguí a Ken a la cocina, que estaba igual de desordenada y llena de trastos que el resto de la casa. Ken sacó un jarrón a saber de dónde, puso los tulipanes dentro y me sirvió una copa de vino blanco. En el horno se oía chisporrotear un asado de carne y, encima de la mesa, entre un castillo hecho con piezas de Lego y unas cajitas de acuarelas, había una gran fuente de ensalada. Olía a tomates, cebolla, pepino y aguacate. Ken era casi siempre el encargado de cocinar cuando iba a verlos. Era ingeniero naval, procedía de una antigua familia galesa que se había instalado hacía siglos en la costa oeste y con un amigo montó un pequeño astillero para construir veleros. Después de que nacieran las dos primeras hijas, la familia se mudó a Swansea porque la vida en el campo y la obligación de tener que quedarse en casa con dos criaturas hicieron que a Alexia le diera una especie de ataque de claustrofobia. Ahora ella trabajaba y Ken, que había dejado su empleo, se ocupaba de los niños mientras escribía un libro sobre construcción de veleros. Hacía tiempo que acariciaba la idea de redactar esa obra y aquella le pareció una buena ocasión para llevar el plan a la práctica. Ken y Alexia formaban una pareja perfecta, y eso a veces me llenaba de envidia. En cuestión de hombres, yo solo atraía a los inútiles.

Aparté de una silla unos zapatos de niño con unos calcetines increíblemente sucios dentro, me senté, bebí un trago de vino y observé a Ken mientras echaba las verduras en unos cuencos, retiraba el asado del horno y lo cortaba en lonchas. Me sentía relajada y optimista. «Tú también tendrás un hogar —pensé—, quizá más pronto de lo que imaginas.»

Finalmente, Alexia entró en la cocina, desgreñada y agotada.

—Todos en la cama —dijo—. Ken, ¡necesito una copa de vino!

Se dejó caer en el banco de la cocina y se abanicó con las manos las mejillas enrojecidas.

—Es por culpa de la niñera —explicó—. Consiente demasiado a los niños. ¡Por eso de noche están tan alterados!

Los Reece se permitían a una niñera por horas a fin de que Ken tuviera tiempo para concentrarse en escribir el libro. Alexia no soportaba a la chica, pero le ocurría lo mismo que con la casa: no costaba mucho dinero y, por lo tanto, tenía que arreglárselas con ella.

Ken le sirvió una copa de vino y señaló:

—Por cierto, he retirado un cubierto de la mesa. La habías puesto para cuatro.

Alexia bebió un buen trago.

—No. Estaba bien como estaba.

Me dio la impresión de que a Alexia le resultaba embarazoso hablar del tema.

—He invitado a otro viejo amigo. A última hora.

—¿Y quién es? —preguntó Ken.

—Matthew.

—¡Oh, no! —exclamó Ken.

—Hacía mucho que no lo invitábamos —comentó Alexia—. Casi siempre está solo y ya va siendo hora de que…

Un hombre soltero, por lo visto. ¡Del que había que ocuparse! Me temí lo peor.

—Alexia, ¡no, por favor! Quieres que sea una especie de cena de parejas, ¿no? Tu pobre amiga Jenna, que está sola. Y vuestro pobre amigo Matthew, que está solo. Deja que adivine: ¿separado, viudo? Y le cuesta iniciar una nueva relación, ¿no es así?

Durante unos instantes se hizo el silencio en la cocina. Alexia y Ken se miraron.

—Tendrías que haber preparado a Jenna —dijo finalmente Ken—. La situación de Matthew es muy especial. Difícil de explicar. Ni viudo ni divorciado… Es complicado. Tienes que saber que…

No pudo seguir porque en ese preciso instante sonó el timbre. Alexia se levantó de un brinco.

—Sé tú misma, y ya está —indicó—. ¡Compórtate con normalidad!

Se dirigió a la puerta. Yo miré a Ken.

—Ken…

—Su mujer desapareció —susurró—. En circunstancias misteriosas. Hace dos años y medio. No ha vuelto a saber nada de ella. Probablemente fue víctima de un crimen, pero… no se sabe con certeza. Y eso lo hace todo muy difícil, ¿comprendes?

Salió de la cocina para ir a saludar a su amigo.

Yo lo seguí sin prisas.