Recibió la respuesta en comisaría.
La pelea en el bar del jueves anterior. El tío al que no conocía de nada, que no paraba de decir tonterías y lo había puesto furioso. Había sacudido de lo lindo a aquel idiota, de eso se acordaba vagamente, pero no recordaba que le hubiera causado lesiones graves. Solo tenía un recuerdo borroso de lo que sucedió aquella noche, de las imágenes y las sensaciones, porque había bebido muchísimo y, después de la pelea, se fue a casa tambaleándose, siguió bebiendo y a última hora se quedó totalmente en blanco, pero no podía haber sido… tan brutal como se lo pintaban. ¿O sí?
—¿En serio es… tan grave? —preguntó, incrédulo.
Un par de ganchos directos a la mandíbula…
Uno de los policías que lo habían detenido asintió enérgicamente.
—Sí. Además de unos cuantos dientes partidos y la nariz rota, sufrió una conmoción cerebral y tiene fractura de cráneo. Diría que no es ninguna tontería.
—¿Fractura de cráneo?
—Se partió el cráneo al chocar con el borde de una mesa. Después de que usted lo tumbara.
—No era mi intención —aseguró Ryan—. Fue una pelea normal y corriente, y yo también recibí lo mío…
Para demostrarlo enseñó el antebrazo, que tenía toda la gama posible de tonos morados, pero eso no era nada frente a una fractura de cráneo, claro.
—Él me provocó —añadió débilmente.
A nadie le interesaba esa información. Provocación más, provocación menos, había mandado al hospital a un muchacho y aún no se sabía si le quedarían secuelas para toda la vida. Había muchos testigos, puesto que el bar estaba abarrotado de gente. Interrogando con paciencia a los clientes, pronto averiguaron el nombre de Ryan y, finalmente, que vivía en casa de Debbie. El hecho de que hubiera intentado huir para evitar la detención había empeorado aún más las cosas.
Sabía que estaba con la mierda al cuello.
Le leyeron sus derechos. Entre otros, podía avisar de su detención a un familiar o a un conocido. Ryan renunció a hacerlo. Solo podría haber llamado a su madre, con la que no hablaba desde hacía años, y a Debbie. Una habría reaccionado con espanto y temor, y la otra sin disimular su enfado, y no quería exponerse ni a la una ni a la otra. Sin embargo, le pareció oportuno aprovechar el derecho a reclamar la presencia inmediata de un abogado.
Aaron Craig se presentó en comisaría esa misma noche, aunque fuera domingo y bastante tarde, disgustado porque le habían estropeado de mala manera las últimas horas del fin de semana. El abogado tenía cincuenta y seis años, y tres décadas atrás, lleno de idealismo y con toda la energía, había iniciado un proyecto personal para ofrecer apoyo y asistencia legal a delincuentes juveniles, especialmente a los que provenían de familias problemáticas. Su objetivo no era ayudarlos únicamente en los tribunales, sino ser su amigo, un mentor, un referente. A esas alturas, su idealismo estaba en las últimas. Había echado un cable a demasiados chavales que luego lo habían decepcionado amargamente, y hacía mucho que el ardiente idealista, el hombre motivado, se había convertido en un cínico rematado y cansado. Aaron Craig representaba a Ryan Lee desde que lo pillaron por primera vez robando en una tienda a los siete años, y hacía tiempo que no confiaba en que aquel hombre, que ya había cumplido los treinta y uno, llegara a ser algún día un ciudadano honrado o, al menos, una persona medio decente. No obstante, se sentía responsable y, cuando se enteró del embrollo en el que se había metido esa vez, sacrificó la noche del domingo.
Después de que le tomaran declaración a Ryan, que lo admitió todo, aunque insistió en que no tenía intención de herir tan gravemente a su adversario, Aaron habló con él en privado. No intentó quitarle hierro al asunto.
—Lo tienes muy mal —dijo—. Muy mal, que te quede claro. El muchacho está gravemente herido, ¡maldita sea! ¿Te han dicho cuántos años tiene? Diecinueve. Le diste tal paliza a un chico de diecinueve años que tendrá que pasar unas cuantas semanas en el hospital, ¡y solo porque iba borracho y se metió un poco contigo!
—Me provocó —replicó Ryan.
—Molestó a medio bar. Eso es lo que han declarado, acabas de oírlo. Estaba más borracho que una cuba, se tambaleaba de mesa en mesa diciendo tonterías. Nadie se lo tomó en serio. ¡El único que saltó y perdió los estribos fuiste tú!
Ryan se quedó callado. ¿Qué podía decir?
Aaron suspiró.
—Esta vez te encerrarán, Ryan. No podré evitarlo.
Ryan lo miró suplicante.
—Aaron… Por favor, ¡tienes que ayudarme! Quiero decir que… un delito de lesiones graves… ¿Seguro que terminará así?
—Me temo que sí —dijo Aaron—. Cuando acabaste con él, tu víctima estaba tirada en el suelo, inconsciente y sangrando. Le han diagnosticado una conmoción cerebral y fractura de cráneo, y no se sabe si le quedarán secuelas para toda la vida. Lo considerarán un delito de lesiones graves. Si tenemos suerte, conseguiré que te apliquen el artículo 20, cuya ventaja consiste en que reconozcan que no actuaste con premeditación ni con malas intenciones. Tú también estabas borracho, te sentiste provocado y todo eso. No podías imaginar que se abriría la cabeza al chocar contra el borde de una mesa. Lo intentaré, Ryan. Haré lo que pueda.
—¿Y si no funciona? —preguntó Ryan, desanimado.
—Entonces te aplicarán el artículo 18. Dicho de manera sencilla: delito de lesiones corporales graves. Te pueden caer hasta veinticinco años de cárcel.
—¿Veinticinco años? Aaron, si ni siquiera llevaba un arma. Yo…
—Eso es irrelevante —aclaró el abogado.
Ryan notó que se le hacía un nudo en la garganta. Le costaba tragar saliva.
—Y si me creen… Si creen que yo no quería hacerle… ¿Cuánto tiempo…?
—Un máximo de cinco años. Y supongo que te lo impondrán. No me imagino que el juez sea clemente contigo. Ya te han suspendido la pena dos veces. Y los pequeños delitos que has cometido hasta ahora llenan un archivador entero de la policía. Estás fichado desde que eras un crío. ¿Quieres que te diga qué verá el juez? Un caso perdido, al que hay que obligar a enfrentarse a la realidad.
Ryan se derrumbó. Sabía que Aaron tenía razón. Había ido demasiado lejos. Por nada, otra vez por nada. Ni siquiera conocía al chaval. Y empezaba a comprender que no podía hablar de la existencia de una provocación seria que lo hubiera empujado a cometer el delito del que lo acusaban. Porque era cierto lo que los testigos afirmaban en el atestado policial: el chaval, debilucho y borracho, había molestado a casi todo el mundo. De hecho, apenas se entendía lo que decía. Pero solo uno se había dejado llevar por un arrebato de violencia incontrolable: Ryan Lee, un hombre que tenía el umbral de la agresividad muy bajo y no había manera de subirlo.
—Te aconsejé que siguieras una terapia de control de la agresividad —dijo Aaron—, pero supongo que la cosa ha quedado en la simple promesa de que lo intentarías, ¿verdad?
Ryan miró al suelo. Se lo había propuesto en serio. Era consciente de que se enfurecía demasiado deprisa y de que tenía que hacer algo urgentemente para evitarlo. Pero al final no se puso las pilas.
—Bueno —dijo Aaron—, pues parece que después de tantos años te ha llegado el momento de pasar por el aro. No te queda más remedio, muchacho. ¡A lo mejor cuando salgas habrás comprendido de una vez cómo funciona la vida!
—¿Crees que tendré que cumplir toda la pena?
—Si en la cárcel te esmeras de verdad, si te portas bien y te muestras aplicado y arrepentido, seguro que te excarcelan antes de tiempo por buena conducta. Tal vez al cabo de dos años.
Dos años. Toda una eternidad…
—Pero me dejarán en libertad hasta el día del juicio, ¿no? —inquirió Ryan.
Así había sido en los dos casos en que lo habían procesado: Aaron siempre había conseguido ahorrarle la prisión preventiva.
Sin embargo, para su espanto, Aaron respondió también negativamente a esa pregunta, que Ryan había planteado casi de manera retórica.
—Las cosas no pintan bien. Me temo que no van a dejarte salir.
—Pero…
—Lo intentaré, pero por desgracia hay suficientes motivos para que decreten prisión preventiva. Evidentemente, el hecho de que no tengas domicilio fijo y hayas intentado huir cuando iban a detenerte pesa mucho. Lo siento, pero no tienes buenas cartas.
—¡Tengo que salir! —exclamó Ryan en tono de súplica.
Comenzó a sudar, igual que por la tarde, cuando regresaba a Swansea. Mierda, Vanessa Willard estaba dentro de una caja en una cueva y, aunque se administrara bien las provisiones, solo tendría comida y bebida para una semana. Luego, se acabó. Por si fuera poco el tormento que sufriría durante esa semana, encerrada en un lugar estrecho y oscuro, aterrorizada, después le llegaría una muerte lenta, espantosa, terrible.
Tenía que soltarla. Tenía que liberarla sin falta antes de que lo metieran en la cárcel un mínimo de dos años.
—Aaron, por favor. Es muy importante. ¿No podrías…? ¿No podrías responder por mí? ¿Garantizar que no me escaparé? ¡Te juro que me presentaré al juicio! ¡Por favor!
—Haré lo que pueda —dijo Aaron—. Confía en mí. Pero no puedo prometerte nada.
—¿Cuándo me llevarán ante el juez de instrucción?
—Pronto. Dentro de las próximas veinticuatro horas.
—¡Es muy importante que salga de aquí!
—¡Ryan! —Aaron se apoyó en la mesa y lo miró a los ojos—. Ryan, eso lo decidirán otros, ¡tú no tienes ni voz ni voto ni puedes pedir nada! Desgraciadamente, no te queda más remedio que esperar y te aconsejo que estés tranquilo, que no llames la atención y, sobre todo, que te comportes educadamente porque, de lo contrario, tu situación no hará más que empeorar. La justicia británica te ha concedido muchas oportunidades en los últimos catorce años y tendrás que aceptar que nadie va a hacerte demasiadas concesiones ahora. Iré al grano: ¡tú te lo has buscado! ¡Tú solo!
—¡Aaron! ¡Solo un día! ¡Tengo que salir un día!
—¿Por qué?
—Porque…
Se interrumpió. La cuestión era qué ocurriría si se lo contaba todo a Aaron Craig. Era su abogado y estaba obligado al secreto profesional. Si conseguía librarlo de la prisión preventiva, cosa que el letrado consideraba altamente improbable, el propio Ryan podría salir y liberar a Vanessa, siempre y cuando Aaron aceptara que habría que dejar encerrada a la mujer en la cueva otras veinticuatro horas. Si no lo aceptaba, Aaron tendría que actuar. En ese caso, había dos posibilidades. La primera consistía en que él mismo fuera a Fox Valley y liberara a Vanessa, pero era imposible hacerlo sin darse a conocer, ya que no podía quitar los tornillos, poner tierra de por medio y abandonar a Vanessa a su suerte. La mujer podría haberse herido en el interior de la caja o quizá estaría en estado de shock. Aaron no tendría más remedio que llevarla al hospital o llamar a una ambulancia. La policía no creería que el abogado hubiera secuestrado y encerrado a Vanessa Willard y, tan pronto como abriera la boca, cualquiera ataría cabos y supondría que actuaba en nombre de un cliente que había planeado un crimen atroz y había empezado a ejecutarlo. ¿Cuánto tardarían en caer sobre su pista, en dar con el hombre al que habían detenido esa misma noche y había exigido de inmediato la presencia de Craig?
El verdadero peligro era Vanessa Willard, también en el caso de la segunda posibilidad, que consistía en que Aaron enviara a la policía a Fox Valley mediante una llamada telefónica anónima. Ryan no tenía ni idea de lo que había visto Vanessa, de lo que sabía, puesto que había recorrido varias veces el tramo de carretera que pasaba por encima del área de descanso. ¿Y si Vanessa se había fijado en la furgoneta blanca y en el rótulo? Clean! era una cadena de lavanderías que se extendía por todo el Reino Unido, de modo que la policía tendría que investigar muchos vehículos aunque al principio limitaran las pesquisas a Pembrokeshire y a la zona de Swansea. Ryan había considerado ese riesgo, que también habría existido cuando liberara a Vanessa, pero tenía previsto limpiar a fondo el vehículo para que no pudieran relacionarlo con Vanessa Willard. Ahora ya no tendría ocasión de hacerlo. La furgoneta estaría plagada de huellas, pelos, fibras, escamas de piel y a saber qué más. Su jersey, los guantes y la gorra de béisbol también estaban en el asiento de atrás. Había sido un idiota al no quitarlos de allí enseguida, y ahora Vanessa podría identificarlos. Pronto demostrarían su culpabilidad, las pruebas contra él serían contundentes. Y sabía de sobra hasta dónde podía llegar con sus peticiones a Aaron: entre las cosas que estaba dispuesto a hacer por él no se incluía la eliminación de huellas en el lugar de un crimen.
—Debo solucionar un par de asuntos importantes —dijo—. Prefiero no hablar de ello.
—¿Puedo hacerlo yo por ti?
—No —respondió Ryan, y desvió la mirada.
Tal vez ya había empezado a firmar la sentencia de muerte de Vanessa Willard.
Solo quedaba una probabilidad ínfima.
Que la cita con el juez de instrucción acabara de manera positiva para él.