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Estaba empapado en sudor, aunque hacía rato que se había quitado el jersey grueso, la gorra, el fular y los guantes, y lo había tirado todo a la parte de atrás de la furgoneta. Ahora solo llevaba los pantalones de chándal y una camiseta blanca sin mangas. Y las zapatillas de deporte gastadas.

No obstante, sudaba tanto que notaba cómo el agua le corría por la espalda.

Se dio cuenta de que conducía muy deprisa y levantó el pie del acelerador. Solo le faltaba llamar la atención de una patrulla de la policía precisamente ahora. No había bebido alcohol, pero cabía la posibilidad de que le preguntaran qué hacía a esas horas entre la costa oeste y Swansea. Aunque eso no era sospechoso. Y no estaba prohibido.

«Relájate, Ryan —se dijo—. Has pasado el domingo en la playa y ahora vuelves a casa. Eso no tiene nada de raro.»

Aun así, redujo la velocidad. Y a pesar de los pensamientos tranquilizadores, no paraba de sudar y el corazón seguía latiéndole con fuerza.

Había intentado no hacer caso de la voz interior que lo amonestaba, que le advertía desde hacía días, de la voz que continuamente le susurraba que su plan se pasaba de la raya. Que el secuestro y la extorsión le venían más que grandes. Ryan Lee tenía antecedentes penales, la policía lo conocía de sobra y ya lo habían detenido en dos ocasiones, por robo y por un delito de lesiones. Había intentado ganarse la vida trabajando honradamente, pero siempre había fracasado de un modo u otro, la mayoría de las veces porque no conseguía levantarse pronto mucho tiempo seguido para llegar con puntualidad al trabajo. Entonces lo despedían y volvía al mal camino. Sabía muy bien lo que era vivir fuera o al límite de la ley.

Pero hay malos caminos y malos caminos.

Una cosa era robar un par de ordenadores en una tienda de electrodomésticos, abrir un coche, quitarle el bolso a una vieja de un tirón o buscar camorra.

Y otra muy distinta era asaltar a una mujer, anestesiarla, secuestrarla y esconderla para exigirle cien mil libras al marido.

Podían torcerse tantas cosas que, si daba rienda suelta a sus temores aunque solo fuera un segundo, le entraba vértigo. Un ejemplo: naturalmente, lo primero que haría sería advertir al marido de que no avisara a la policía. Pero no había nada que asegurara que no se pusiera en contacto enseguida con la pasma. Entonces él, Ryan, no se enfrentaría solo a un hombre, que además estaría en estado de shock y aturdido, sino a todo el aparato policial de la región. En esas circunstancias, la entrega del dinero sería el momento más peligroso porque, obviamente, lo aprovecharían para intentar atraparlo. Su única baza era la rehén. No querrían ponerla en peligro.

Se dio cuenta de que conducía muy despacio, llamativamente despacio, y aceleró. Tenía las manos tan húmedas que se le resbalaban del volante. Sería mejor que pensara en la mujer. Se llamaba Vanessa Willard. Era doctora y profesora de la Universidad de Swansea. Le había dicho enseguida su nombre y su profesión, y le había dado el nombre del marido y su dirección en Mumbles, una pequeña localidad en los alrededores de Swansea. También el número de teléfono. Todo lo que quería saber. Todavía estaba mareada a causa del cloroformo que le suministró con ayuda de un pañuelo y que hizo que durmiera profundamente una hora entera. Luego la arrastró hasta la furgoneta casi sin problemas y la trasladó unos cuantos kilómetros hacia otra zona; solo «casi sin problemas» porque el jueves por la noche, de eso hacía tres días, se había enzarzado en una violenta pelea de bar y el brazo derecho aún le dolía horrores. Aun así, cargó con ella para recorrer el último trecho del camino que llevaba a la cueva. La parte más complicada, meterla por el bajo pasadizo. Solo se podía avanzar agachado y, además, ya casi era de noche y apenas entraba luz en la cueva. Llevaba una linterna, pero no tenía ninguna mano libre para sujetarla. Primer error. Conseguir una linterna frontal, como las que usan los mineros, tendría que haber entrado en los preparativos.

Enseguida se dio cuenta de que el tema de la iluminación no había sido ni con mucho el único error. Al despertarse, y después de vomitar a causa del cloroformo, la mujer empezó a llamar a gritos a su marido, y Ryan supo entonces que el marido se encontraba muy cerca del área de descanso. Solo había sacado a pasear al perro, y ella lo estaba esperando. Después de dar muchas vueltas, cuando por fin descubrió a la mujer sola en el área de descanso, recorrió varias veces en ambas direcciones el mismo tramo de carretera para comprobar si había alguien más en la zona. También consideró si era un objetivo adecuado para llevar a cabo su plan. El BMW, grande y caro, lo convenció, y también la forma de vestir de la mujer: aunque llevara tejanos y una camiseta informal, le dio la impresión de que eran prendas calculadamente sencillas, pero por las que había que pagar un dineral. No le hacía falta un millonario, no por cien mil libras, pero tampoco podía llevarse por error a una persona que dependiera de la asistencia social.

Así pues, decidió que era la víctima perfecta.

Y más tarde se enteró de que por poco no lo sorprenden un hombre y un pastor alemán. Pensándolo bien, en ese mismo instante comenzaron los sudores que todavía le duraban.

«Tendrías que haber estado más alerta —se repetía una y otra vez—, tendrías que haber sido mucho más prudente. Mucho más desconfiado. Mucho más cauteloso.»

Vanessa se había acurrucado en la cueva, conmocionada y todavía con ganas de vomitar, de modo que Ryan se atrevió a soltarla y encendió la linterna. El fular le tapaba la boca y la nariz. Vanessa echó un vistazo alrededor, se dio cuenta de que estaba bajo tierra, vio la caja alargada de madera con la tapa abierta y enloqueció. Gritando despavorida, intentó arrastrarse a gatas hacia el pasadizo y, cuando él consiguió agarrarla de la pierna derecha, se revolvió como un felino. Ryan sabía que no había un alma en kilómetros a la redonda y que nadie podía oírla, pero sus gritos lo pusieron nervioso. Estaba muy fuerte gracias a los ejercicios de musculación que practicaba con regularidad y la mujer no tenía ninguna posibilidad puesto que, además, sufría los efectos secundarios del cloroformo. Sin embargo, le dio muchísima guerra. Se defendió como una posesa, arañando, mordiendo y golpeando, y se alegró de ir tan tapado y enmascarado porque no le dejaría rastros de sangre en la piel. Podría haberla dejado fuera de combate de un puñetazo, pero aún no sabía su nombre ni su dirección; necesitaba esos datos y no los obtendría si perdía el sentido. Tampoco quería hacerle daño. Le daba lástima y esperaba que aquella historia acabara rápidamente y sin contratiempos por el bien de los dos.

Consiguió agarrarla por las muñecas y la neutralizó. En ese mismo instante, la mujer se derrumbó, desolada. En sus ojos, muy abiertos y de mirada trémula, se reflejaba un terror infinito.

—Quiero dinero —le dijo Ryan. Su propia voz le sonó ronca y extraña por debajo del grueso fular—. Nada más. Cuando tu familia pague, te sacaré inmediatamente de aquí. ¿Era tuyo el coche?

—De mi marido y mío —contestó la mujer con un hilo de voz.

A decir verdad, era una suerte que hubiera un marido. De lo contrario, Ryan habría tenido que tratar con padres o hermanos que probablemente vivirían repartidos por todo el Reino Unido. La existencia de un marido dejaba claro quién sería el responsable de realizar el pago. Y no se había presentado la peor contingencia posible: que estuviera completamente sola y no hubiera nadie a quien extorsionar. Esa era la posibilidad que Ryan más había temido.

—¿Cómo se llama tu marido? —preguntó.

La mujer hizo varios intentos frustrados antes de que la voz la obedeciera de nuevo. Había gritado tanto que estaba afónica.

—Matthew —consiguió decir finalmente—. Matthew Willard.

—¿Y tú?

—Vanessa. Vanessa Willard. Soy doctora y profesora en la Universidad de Swansea. No gano mucho dinero.

—¿Dónde vivís?

Le dio la dirección y el número de teléfono. Ryan se lo grabó en la memoria. Anotarlo le parecía peligroso.

—No… somos millonarios —dijo la mujer—. Tiene… que haberse confundido.

Ryan negó con la cabeza.

—Quiero cien mil libras. Su marido podrá conseguirlas.

La mujer parecía confusa. Seguramente pensaba que pediría un rescate millonario. Pero ¿cómo iba a saber ella los entresijos, las circunstancias?

El momento más complicado llegó al explicarle que tenía que estirarse dentro de la caja y que él cerraría la tapa. No intentó huir, pero comenzó a respirar entrecortadamente, tan fuerte que Ryan creyó que le había dado un ataque de asma.

—Por favor —consiguió decir finalmente—, por favor, ¡no me haga esto! ¡Por favor!

Le aseguró que estaría bien.

—La caja tiene suficientes agujeros para respirar. Te dejaré una linterna. También he puesto unas cuantas revistas dentro. Y suficiente agua y comida. Es posible que tu marido pague mañana mismo. Entonces saldrás enseguida.

—Estoy en una cueva. ¿No basta con eso? ¿Por qué…?

Ryan le dijo que cerraría la entrada de la cueva con piedras, pero que ella podría retirarlas trabajando con paciencia, y no podía permitir que eso sucediera.

—Vendré a verte cada día —le prometió.

Era mentira. Swansea estaba demasiado lejos y no pensaba correr el riesgo de llamar la atención. Podría llevar a la policía hasta el escondite. Sin embargo, le pareció aconsejable decirle algo que la consolara un poco.

Al entrar en la caja, la mujer lloraba y temblaba como un flan. Ryan la oyó sollozar mientras cerraba la tapa y la fijaba enroscando seis tornillos en los agujeros que previamente había abierto con una barrena. Por suerte, la mujer no vio que él también temblaba. Si se hubiera dado cuenta de que él tampoco tenía los nervios muy templados, todavía se habría puesto más nerviosa.

Ryan llegó a las afueras de Swansea y redujo la marcha. El vehículo era de una cadena de tintorerías en la que trabajaba desde hacía medio año. Por fin un trabajo, aunque fuera agotador y le aportara bien poco. Consistía en recoger la ropa sucia en varios hoteles y restaurantes de Swansea y alrededores, y en repartirla una vez lavada y planchada. Por eso tenía la furgoneta blanca con el rótulo «Clean!». Esa era la única ventaja que le reportaba aquel trabajo: un vehículo a su disposición. No podía utilizarlo con fines privados (y secuestrar a una mujer entraba claramente en el ámbito del uso privado), pero hasta entonces nunca lo habían controlado, y siempre llenaba el depósito, confiando en que así no lo descubrirían.

El domingo por la noche, poco antes de las nueve y media, había poco tráfico en Swansea y Ryan entró sin problemas en la ciudad. Como tantas otras veces en su vida, en esa época no tenía domicilio fijo, vivía unos días aquí y otros allá. Últimamente se alojaba en casa de Debbie, una ex novia con la que había tenido una relación de varios años, antes de que se separara de él por sus constantes tropiezos con la ley. No obstante, seguían siendo amigos, y lo acogió la última vez que se quedó en la calle. Trabajaba por turnos en una empresa de limpieza y apenas paraba en casa.

Ryan sabía que a esas horas no estaría porque ese fin de semana la habían destinado a un gran complejo que albergaba salas de cine y tiendas de comida rápida. Se daría una ducha rápida y se bebería una cerveza; esperaba que el alcohol disipara la tensión y el pánico que lo atenazaban. Después buscaría una cabina telefónica y llamaría a Matthew Willard. Naturalmente, tenía que contar con la posibilidad de que Willard hubiese avisado a la policía al no encontrar a Vanessa en el área de descanso, pero supuso que la pasma no se habría puesto en marcha al cabo de tan poco tiempo. Las denuncias por la desaparición de un adulto no se investigaban hasta pasadas veinticuatro horas. ¿O eran cuarenta y ocho? ¿O eso no era más que un rumor persistente?

El corazón se le había calmado un poco, pero volvió a latirle a un ritmo irregular y desquiciado. Había pasado por alto muchas cosas, había acometido el plan de manera muy chapucera. ¿Y si la policía ya estaba en casa de Willard? ¿Y si ya habían organizado un dispositivo de búsqueda?

Tenía que concentrarse en que la conversación fuera lo más breve posible. No podía permitir que localizaran la cabina telefónica desde donde iba a llamar.

Le entró vértigo al pensar que se había lanzado a una verdadera locura.

Pero creía que no tenía elección. Para ser exactos, esa creencia se convirtió en certeza cuando Damon le hizo llegar dos veces el recado de que quería recuperar de inmediato las veinte mil libras que le debía. Al poco, le envió a dos matones para que se lo recordaran de otra manera y, después de esa visita, estuvo diez días de baja porque apenas podía moverse. Conocía a Damon: no cedería. Y un día, en un futuro no muy lejano, lo tirarían al agua cabeza abajo en el puerto de Swansea, tan seguro como que dos y dos son cuatro. Ryan era lo bastante realista para saber que no podía huir de Damon, que le seguiría la pista en cualquier parte del mundo. Era un hombre poderoso, astuto y sin escrúpulos. No sabía qué era la moral, ni la compasión. Era incapaz de aceptar una derrota.

Damon era extremadamente peligroso y Ryan comprendió que tenía que reunir las veinte mil libras. Esa era su única posibilidad.

Puestos a hacer, también podría haber aspirado a conseguir un millón de libras. Ambas cantidades eran igual de disparatadas.

Así fue cómo se gestó el plan del secuestro. Ryan recordó la cueva de Fox Valley que había descubierto de niño y a la que no había vuelto desde hacía casi veinte años. Fue y comprobó que nadie más conocía su existencia. No había ni rastro de que alguien hubiera estado allí. De niño disimuló la entrada a la perfección, añadiendo piedras que había trajinado fatigosamente, aunque naturalmente no con la intención de preparar un escondite para la víctima de un secuestro. Lo hizo porque le gustaba la idea de tener un lugar en el mundo que no conociera nadie más, que fuera solo suyo.

A partir de ahí se creó una situación que no tenía nada que ver con la ilusión infantil de poseer un secreto. Si las cosas iban mal, pasaría muchos años en la cárcel. Hasta entonces, siempre se había librado de ir porque le habían suspendido la pena. Le tenía un pánico atroz a la cárcel. Pero tenía muy claro que su particular modo de vida acabaría por llevarlo a prisión y por eso decidió que no exigiría solo veinte mil libras, sino cien mil. Veinte para quitarse de encima a Damon, el usurero con el que había cometido la insensatez de mezclarse. Y ochenta para salir adelante empezando una nueva vida en otro sitio. Una vida sin peleas, sin robos, sin estafas. Aún no sabía qué haría exactamente, pero imaginarse con ochenta mil libras en el bolsillo le provocaba una sensación apabullante de ser intocable. Con tanto dinero, estaba seguro, podía montar un negocio. No hacía falta que se estrujara el cerebro por adelantado. De momento, había cosas más importantes en las que concentrarse.

No solía haber sitio delante del portal de Debbie, por lo que aparcó la furgoneta en Glenmorgan Street y bajó andando por Paxton Street. No le gustaba mucho aquella zona, a veces incluso le parecía desoladora. De todos modos, no podía quedarse para siempre en casa de su antigua novia, por mucho que aún la quisiera.

Notó enseguida que algo no iba bien, pero no encontró ningún motivo concreto para justificar el mal presentimiento y se dijo que eran imaginaciones suyas. Tenía los nervios a flor de piel, nada raro después de lo que había ocurrido ese día. En su situación, cualquiera habría sido malpensado.

Sin embargo, había algo extraño. La calle estaba desierta y oscura. En algunos edificios todavía había luces encendidas. Pero no se veía un alma, todo estaba tranquilo, como muerto, en una calma absoluta. ¿Demasiada calma teniendo en cuenta que hacía una noche calurosa? Levantó la cabeza como un animal que olisquea una presa.

«Mierda, Ryan, tranquilízate —se dijo—, te esperan días muy duros y si no te dejas de paranoias, ¡será mejor que olvides el asunto!»

Se obligó a avanzar hacia el edificio donde vivía Debbie.

En los años que llevaba moviéndose en los límites de la ley (y a menudo también al otro lado de esos límites), había desarrollado un buen olfato para detectar a la pasma. Casi los olía realmente cuando los tenía cerca. Muy pocas veces se equivocaba. No obstante, se dijo que no podía ser. Había hecho algo horrible, pero era imposible que la policía ya estuviera sobre su pista. Aunque Willard hubiera denunciado la desaparición de su mujer y hubiera armado un cirio tremendo, era muy improbable que dieran por sentado que se trataba de un secuestro. ¿No creerían más bien que Vanessa Willard había abandonado a su marido? ¿Que se había fugado con un amante?

Se paró en seco al pensar en una posibilidad alarmante. ¿Y si lo había visto alguien? ¿Y si alguien lo había visto arrastrar a la mujer inconsciente hacia el coche?

«Es poco probable», pensó. Había mirado atrás varias veces y no había perdido de vista ni un segundo la carretera, el lugar. No había nadie en kilómetros a la redonda. Sin embargo, también había creído que lo inspeccionaba todo con muchísima precisión antes de acometer el secuestro, y se le había escapado que Matthew Willard y su perro estaban paseando por los alrededores.

Aun así, la idea de que iban a por él era un disparate. El nerviosismo le estaba jugando una mala pasada.

Siguió andando. No se fijó en el coche aparcado delante del edificio que albergaba un centro de acogida para indigentes. De repente cayó en la cuenta de que en esa zona estaba prohibido aparcar y lo invadió una inquietud extraña. Volvió la cabeza y vio que el coche no estaba vacío, a diferencia de los vehículos estacionados correctamente en la calle. Dentro había dos hombres, y Ryan supo al instante que la sensación de que lo acechaba un peligro no lo había engañado.

Giró sobre sus talones y echó a correr calle abajo. Oyó que se cerraba la puerta de un coche. Luego, un grito:

—¡Alto! ¡Policía!

No hizo caso. Siguió corriendo, oyó pasos detrás de él. Lo seguían. Ya se vería quién conocía mejor el barrio.

Al llegar al final de la calle, torció a la izquierda, hacia Oystermouth Road, aunque sabía que no podía seguirla mucho rato porque no encontraría dónde esconderse. Tampoco pensaba cruzar al otro lado porque allí comenzaban las grandes zonas de aparcamiento que daban al puerto deportivo y estaría al descubierto, exponiéndose demasiado rato antes de llegar al puerto. Tenía que alejarse del agua y buscar cobijo en el centro de la ciudad. Sabía que era rápido, más de una vez se había librado de alguien que lo perseguía con tenacidad. Porque estaba en forma, porque corría en zigzag como una liebre, porque conocía Swansea como la palma de su mano. No obstante, aquel puto policía le pisaba los talones, y eso que había tenido que salir del coche y al principio Ryan le llevaba una ventaja considerable. Pero esa ventaja se estaba esfumando de manera alarmante.

Aceleró el paso. Jadeaba un poco, pero no demasiado. Le dolía horrores el brazo que se había lastimado en la reciente pelea, pero no le preocupaba. Se concentró de lleno en la huida; estaba familiarizado con ese tipo de situaciones y sabía que no podía malgastar energías preguntándose qué había pasado, pero la cuestión le taladraba el cerebro con insistencia y no había manera de silenciarla. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser?

No conseguía aumentar la distancia con el hombre que lo perseguía; al contrario, daba la sensación de que el policía corría cada vez más deprisa. ¿De dónde habían sacado a aquel puto velocista? ¿Y dónde se había metido el otro policía? En el coche había dos personas. Seguramente lo habían dejado atrás.

Ryan torció a la izquierda sin avisar, haciendo un movimiento en zigzag, y se lanzó en plancha al otro lado de una verja. Llegó a Recorder Street, que rodeaba las casas y los pequeños jardines que se extendían por la parte de atrás del edificio en el que vivía Debbie y formaba una manzana con Oystermouth Road. No era la mejor opción y no la habría escogido nunca si el otro no hubiera estado tan cerca. A mano derecha, más allá del West Way, se extendía el gran aparcamiento de los almacenes Tesco. A esas horas del domingo estaba bastante vacío y no había dónde esconderse. Tenía que entrar rápidamente en uno de los patios traseros de los edificios. Luego intentaría saltar muros y trepar por los tejados de los cobertizos y las casitas de los jardines. Esperaba que en eso sería superior al poli. Cuando se librara de él, buscaría un escondite y seguiría pensando qué hacer. Tenía que acabar con el secuestro, eso estaba claro. Liberaría a Vanessa Willard lo antes posible y después…

La sombra apareció tan repentinamente delante de él que no tuvo tiempo de pararse ni de esquivarla. Chocó de frente con la persona que llegó de pronto por una senda estrecha que pasaba entre las casas y, mientras los dos caían al suelo y oía la voz del otro, «¡Policía!», supo que había subestimado al enemigo y que aquel había sido el error más estúpido que había cometido en las últimas doce horas. Uno de los policías corría más deprisa de lo que él creía y el otro conocía muy bien la zona, incluso sabía que se podía llegar a Recorder Street cruzando los jardines que se extendían por la parte de atrás del edificio de Debbie. Entre los dos lo habían empujado a la trampa en la que acababa de caer. Alguien le retorció el brazo a la espalda y tiró de él para levantarlo. Las esposas se cerraron alrededor de sus muñecas.

—Ryan Lee, queda detenido como sospechoso de un delito de lesiones graves.

¿Qué?

¿A qué película absurda había ido a parar?