En el viaje de vuelta entre el norte y el sur de Gales, volvieron a enredarse en la discusión infructuosa, larga y enervante en la que llevaban semanas enzarzándose. Cuando salieron del parque nacional de la costa de Pembrokeshire y llegaron a Fishguard, incluso se pelearon. De no haber sido así, tal vez las cosas habrían ido de otra manera. Si hubieran intentado aclarar el asunto con calma, a uno de los dos se le habría ocurrido decir: «No echemos a perder este fantástico día. Cambiemos de tema. Esta noche nos sentaremos tranquilamente delante de una copa de vino y lo hablaremos».
Pero no salieron de la espiral en la que estaban atrapados y todo desembocó en una tragedia, aunque nadie podría haberla previsto. La trifulca venía latiendo desde hacía tiempo y, en opinión de Vanessa, en el fondo era… por nada. Matthew, su marido, trabajaba en una empresa de Swansea que desarrollaba software y había obtenido muy buenos resultados durante muchos años. Últimamente la situación había empeorado, la competencia era más fuerte, el mercado, más duro y se movía más rápido, y en la empresa se habló de tomar medidas de reestructuración que consistían básicamente en sopesar la opción de captar empleados más jóvenes en otras empresas para que sustituyeran a los que ya no eran competitivos. Matthew estaba convencido (Vanessa lo llamaba «idea fija») de que iban a despedirlo. Al menos consideraba la posibilidad. Y puesto que había recibido una oferta de Londres para trabajar en otra empresa, no veía por qué razón no podía adelantarse a la amenaza del despido aceptando el puesto en la ciudad.
—Porque no cobrarás la indemnización —argumentó Vanessa.
—De acuerdo. Pero ¿de qué me servirá la indemnización si el puesto de Londres ya está cubierto entonces y me quedo en paro?
—¡Ya encontrarás otra cosa!
—¿Y si no encuentro nada?
Evidentemente el problema no era ese, el problema era Londres. Vanessa daba clases de Literatura en la Universidad de Swansea. No veía por qué tenía que dejar su trabajo, a sus alumnos, todo su entorno, para seguir a su marido a Londres solo porque quería avanzarse a un despido que, hasta entonces, solo existía en su imaginación.
—Te comportas como un pachá del siglo XIX —dijo Vanessa, furiosa—. Tú decides y yo te sigo obedientemente a donde quieras ir. Pero las parejas ya no funcionan así. No iré a Londres, Matthew. ¡Quítatelo de una vez de la cabeza!
Matthew suspiró.
—Después de quince años en Swansea —replicó—, ¿tan malo sería un cambio?
—No. Pero no precisamente ahora. Y menos aún si solo es porque te conviene a ti.
Max, el gran pastor alemán de pelo largo que iba en los asientos de atrás, levantó la cabeza y gimió. Matthew echó un vistazo por el retrovisor.
—Me temo que Max tiene que salir. No aguantará hasta que lleguemos a casa.
Vanessa no contestó. Apretaba los labios con tanta fuerza que acabaron transformándose en una línea blanca. A la primera oportunidad, Matthew salió de la carretera principal y siguió por la comarcal que se adentraba de nuevo en el parque nacional. Caía la tarde y el sol ya estaba muy bajo. Un atardecer cálido, claro y magnífico del mes de agosto. Una luz cobriza se posaba sobre los campos de los alrededores. Divisaron a un excursionista solitario que trepaba una de las vallas que separaban los prados. Aparte de eso, no se veía un alma. El parque nacional que se extendía a lo largo de muchos kilómetros de litoral pero también se desplegaba hacia el interior, era un imán para los turistas. En verano siempre estaba lleno de gente paseando a pie, a caballo o en bicicleta de montaña, principalmente por la zona que daba a la costa. En cambio, lejos del mar se podía caminar a veces durante horas sin cruzarse con nadie.
Pasaron junto a un pequeño aparcamiento situado debajo de la carretera que tenía unas vistas preciosas sobre el paisaje. Había una mesa de picnic con dos bancos y una papelera metálica. La papelera estaba vacía. Parecía evidente que allí no solía ir nadie.
Matthew frenó.
—Anda, vamos a dar un paseo con Max —dijo—. Nos sentará bien.
Vanessa negó con la cabeza.
—Ve tú. Necesito estar sola. Quiero pensar. Te espero aquí.
—¿Seguro?
—Sí, seguro.
Salieron del coche. Notaron el aire caliente. Habían puesto el aire acondicionado del coche a veinte grados y en el exterior debían de estar todavía a veinticuatro. No había ni una sola nube en el cielo azul. Era uno de esos días de verano con los que se podría soñar todo el invierno.
«¿Te acuerdas de aquel fantástico domingo de agosto? Aquel área de descanso en el fin del mundo… Aquella calma y el calor…»
No, no hablarían así. Vanessa pensó que seguramente siempre relacionarían aquel domingo con la pelea. Tanto daba cómo acabaran decidiéndose las cosas; ellos recordarían un largo viaje desde Holyhead a Swansea en el que discutieron la mayor parte del tiempo. Y que Matthew fue a dar una vuelta con Max, mientras ella se quedaba en el coche porque estaba tan enfadada que no quiso acompañarlo.
Había un sendero que al principio descendía ligeramente hacia el valle y luego trazaba una curva cerrada hacia la izquierda, rodeando la colina. A partir de allí, no se veía nada más desde el aparcamiento. Vanessa vio desaparecer a Matthew y a Max por el recodo. Antes, Max volvió la cabeza hacia su dueña un par de veces, inquieto, pero finalmente echó a correr y tomó la delantera, mientras Matthew caminaba detrás más despacio. Vanessa notó en los hombros levantados y tensos de Matthew que también estaba enfadado. Se sentía incomprendido, claro. Pero él tampoco era muy comprensivo. Seguramente pasearía un buen rato con el perro. Matthew necesitaba moverse cuando estaba agobiado. Luego, como casi siempre, volvería mucho más relajado y sereno.
Se apartó del coche, avanzó lentamente hacia la mesa de picnic y se sentó en el banco de madera, que el sol había calentado. La luz crepuscular era tan suave que ya no cegaba. Contempló el valle poco profundo y extenso, plagado de ondulaciones y muy verde. Un muro de piedra se extendía por la cara norte y terminaba junto a una pequeña arboleda. Aparte de eso, solo se veían matas bajas de retama, en esa época de un verde polvoriento. En abril, cuando florecían, aquel paraje seguramente rebosaría de manchitas amarillas.
¡Qué preciosidad! Vanessa pensó que deberían ir allí más a menudo. Las distintas zonas del parque nacional no quedaban muy lejos de Swansea, pero podía contar con los dedos de una mano las veces que ella y Matthew se habían encaminado hacia aquel lugar en los últimos quince años. Y, cuando lo habían hecho, siempre habían ido a nadar a la costa. No estaría mal pasar un fin de semana practicando el senderismo en otoño. A Max le encantaría, le gustaba mucho pasear. Bueno, quizá a esas alturas ya estarían preparando la mudanza a Londres.
Londres.
«No quiero alejarme de todo lo que conozco —pensó— y tampoco quiero una relación de fin de semana, Matthew en Londres y yo en Swansea… Eso no es lo que yo me había imaginado…»
Al mismo tiempo, se preguntó si aferrarse a lo conocido era la actitud adecuada para una mujer de treinta y siete años. A esa edad, ¿había que ser menos sedentaria? ¿Más flexible? ¿Más aventurera?
¿Más curiosa?
Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Dos o tres veces oyó circular un coche arriba, en la carretera principal. Por lo demás, todo estaba tranquilo. Cuando finalmente miró la hora y comprobó que Matthew y Max llevaban fuera veinte minutos, oyó que un coche se acercaba. El vehículo aminoró la marcha al llegar a la altura del área de descanso y luego aceleró, pero frenó al cabo de unos instantes. Vanessa se volvió, pero no vio nada. Una pequeña elevación poblada de setos separaba el área de descanso de la carretera. Desde allí, los coches solo se veían cuando circulaban por una curva más alejada. Entonces apareció. Una furgoneta blanca con un rótulo en el lateral, que Vanessa no pudo leer a tanta distancia. Se fijó en que el vehículo circulaba muy despacio. Luego el conductor dio media vuelta en medio de la calzada y se marchó. Salió de su campo visual, pero Vanessa siguió oyéndolo. Le dio la impresión de que el vehículo pasaba circulando lentamente y después aceleraba. Y frenaba de nuevo. Vanessa frunció el ceño. ¿Daría otra vez media vuelta? ¿Por qué iba todo el rato arriba y abajo? ¿Era el mismo vehículo que había oído un par de veces antes sin que le hiciera caso? Oyó que se acercaba de nuevo y aminoraba la marcha. Esta vez dobló hacia el aparcamiento. Vanessa volvió la cabeza, pero no vio nada. Oyó que se cerraba la puerta de un coche. Al parecer, el vehículo había aparcado justo en la entrada, no había llegado hasta el área de descanso. Tal vez era alguien que quería orinar y había visto que había una mujer en la zona de picnic.
Vanessa intentó ignorar la inquietud que se estaba apoderando de ella y contempló el valle.
«Ya va siendo hora de que Matthew vuelva», pensó.
Deseaba que Max apareciera ladrando por la curva. Le habría gustado tener a su lado aquel perrazo. Al mismo tiempo, se calificó a sí misma de histérica. Solo porque un coche había pasado varias veces arriba y abajo… Solo porque de repente se sentía más sola que la una…
Aunque no percibió ningún sonido, un nerviosismo súbito la obligó a darse la vuelta bruscamente. Había notado una sensación inexplicable de peligro, se le había erizado el vello de todo el cuerpo y, a pesar del calor, sintió un escalofrío.
Había un hombre detrás de ella.
A menos de dos pasos. Se había acercado sin hacer ruido.
Vanessa se levantó de un brinco. No estaba segura de si había lanzado un grito, pero era muy posible.
Aquel hombre era muy inquietante.
Intentaba ocultar la cara. A pesar del calor que hacía ese atardecer, llevaba una gorra de béisbol calada hasta los ojos, gafas de sol negras como el carbón y totalmente opacas, y un fular negro que le tapaba la boca. Vanessa solo podía verle la nariz. Vestía pantalones de chándal negros y un jersey negro de cuello alto. También llevaba guantes.
Vanessa tragó saliva.
—¿Qué…? —dijo.
El hombre se abalanzó sobre ella moviéndose con mucha rapidez. Actuó tan de improviso que no le dio la menor posibilidad de defenderse, ni siquiera de apartarse. Notó que le apretaban algo húmedo en la cara, un olor penetrante la envolvió, le irritó los bronquios e hizo que tosiera convulsivamente. El olor le provocó dolor y mareo, y le nubló los sentidos en un instante. Braceó sin apenas fuerzas, como un muñeco de goma colgado laxamente de un hilo, y perdió el conocimiento.
Se precipitó en una negrura absoluta.
En una noche infinita.