X

No había nada que leer, y el escribir podía resultar peligroso. Así, el tedio de los largos días llegaba a un punto en que se hacía insoportable. Entonces tarareaba toda la música impresa en mi memoria auditiva, recitaba todos los versos inolvidables desde «Oigo, patria, tu aflicción» hasta los de Villaespesa, Antonio Machado, Lorca, fray Luis, José Asunción Silva, Rubén y otros autores o pronunciaba discursos ante imaginarias multitudes, o contaba historias, o mantenía diálogos conmigo mismo, o me jugaba partidas de ajedrez moviendo alternativamente fichas blancas y negras confeccionadas con trocitos de papel. O imaginaba el futuro, mi futuro, el futuro histórico de los vencidos en la guerra civil. Naturalmente, analizaba todas las probabilidades, pero siempre me detenía, indeciso, en el punto donde el camino se diversificaba en múltiples direcciones. Ese punto era la victoria de las democracias en la guerra universal que se estaba librando. El tren llegaría a esa estación en el día, la hora y el minuto exactos, aunque ignorados. Bien, pero ¿y después? ¿Qué rumbo posterior seguiría? Con otras palabras, ¿cuál sería el destino de nuestro país? ¿La revancha suicida? O la dictadura, ¿de quién? O las democracias, ¿socialista, burguesa, libertaria? ¿Qué hombres asumirían su dirección? ¿Dónde estaban esos hombres? Desterrados o prisioneros, frustrados o divididos en facciones irreconciliables, en taifas centrífugas, en guerrillas indomables, ¿quién sería capaz de conducirnos a través del mar Rojo de la sangre a la tierra de promisión? Cada día lo ensayaba desde el principio y siempre me detenía ahí, perplejo y desolado. Y no por falta de fe, sino de imaginación o, tal vez, por un exceso de rigor inquisitivo. También me afanaba en reconstruir mi vida, episodio por episodio, detalle por detalle, nombre por nombre, pero mi pasado quedaba ya tan lejos de mi presente como la historia del otro yo perdido, que no me servía de punto de partida para ningún proyecto ni como dato premonitorio. De todo aquello sólo quedaba en mí, como el rastro de una lectura pretérita, incoherente y confuso. El yo encerrado en la celda era realmente un ser sin historia. Tenía, pues, que partir de cero, de un inventario de ruinas, pero ¿hacia dónde, cómo, cuándo? Y aquí terminaba la indagatoria retrospectiva. Y vuelta a empezar.

A ciertas horas de la tarde, la luz penetraba en la celda en forma de cono, una áurea claridad en la que flotaban innumerables partículas en movimiento, que desaparecían al tocar la línea de la sombra, en un bullir constante y fantástico, como si surgieran del caos, para volver a él, constelaciones y galaxias de un universo infinitamente pequeño. Yo metía mis manos en el haz luminoso y jugaba a provocar catástrofes siderales en aquel microcosmos. Se rompían el ritmo y el orden en el movimiento de los corpúsculos, y yo era entonces un dios protervo a cuyo capricho correspondían inconmensurables cataclismos que quizá produjesen la muerte y la destrucción de civilizaciones y estadios de vida insospechados. Por ese camino corría mi imaginación desbocadamente, consumiendo mis horas baldías. Ciudades, imperios, culturas… ¿Y qué? Sólo polvo inaprehensible entre mis dedos. ¿Acaso no sería también nuestro orgulloso mundo polvo inaprehensible entre otros dedos, bajo otra voluntad, en otras dimensiones? A veces, espantaba las moscas agazapadas ya en la sombra y les hacía entrar en el cono de luz. Deslumbradas por el dorado resplandor, empezaban a girar vertiginosamente, enloquecidas. Querían escapar, pero la línea de la sombra era para ellas un muro insalvable. Mosca que penetraba en el campo luminoso, mosca que quedaba atrapada en él. Tras mucho volar alocadamente, se imponía en ellas el instinto genesíaco y los machos perseguían a las hembras y era en el frenesí de la cópula cuando las parejas traspasaban los límites y caían en la zona oscura, como si se precipitasen desde el día a la noche. Entonces, el piso de la celda quedaba sembrado de parejas ayuntadas que yo barría y arrojaba después a la taza del retrete. De esa manera, además de consumir tiempo, me libraba de unos pequeños enemigos que durante el día me acosaban implacablemente en grandes bandadas zumbadoras y mortificantes. Era, en definitiva, un juego cruel y divertido como lo es en cualquier caso la caza. Pero no siempre me encontraba con ánimo y ganas de emplear estos u otros recursos, y muchas veces me cansaban e, incluso, me aburrían, o ya no lograban hacerme olvidar el hambre latente y obsesiva, mi gran enemigo. En tales momentos, llamaba al sueño. El sueño, mi dócil y fiel amigo. Hubo días, muchos días, en que dormí dieciséis horas en varias veces y ello me hizo temer que fuese una enfermedad, un principio quizá de encefalitis letárgica que consumiera lentamente mi energía cerebral hasta convertirme en un molusco. Pero ese temor no impedía que me entregase al sueño siempre que lo necesitaba, y fue esa predisposición mía a dormirme a voluntad lo que me preservó de los peores males de la clausura en un pequeño espacio cerrado. Cuando el tedio empezaba a desmoronarme, me dormía. Cuando el hambre me amenazaba con el delirio, me dormía. Cuando los pensamientos me arrastraban a la desesperación, me dormía. Y en el sueño me descargaba de mis obsesiones, y me despertaba en limpio.

A media mañana salían las mujeres al patio celular. Era una hora de pío-pío, de guirigay, de fuegos artificiales. La presencia femenina se dejaba caer por el tragaluz de mi celda en forma de cascada luminosa y musical. Y siempre me sorprendía y asombraba, como aquella primera mañana en que a mis compañeros y a mí nos pareció que soñábamos cuando las oímos cantar los himnos reglamentarios y, después, «Ojos verdes», y, por fin, recitar versos de Lorca, y Pasionaria nos hizo saber que Francia e Inglaterra habían declarado formalmente la guerra a los nazis. ¡Cuánto dolor y cuántas muertes desde entonces! Pero ya no podía comunicarme con ellas y yo me preguntaba en vano cuál habría sido la suerte de aquella joven campesina iluminada. ¿Seguiría Pasionaria languideciendo en ésta o en otra prisión o habría sucumbido en una madrugada letal ante los fusiles? Después, cuando las mujeres regresaban a sus celdas y el patio quedaba otra vez silencioso como una jaula vacía, la soledad se tornaba más onerosa y la tristeza, más oprimente. Era un mal momento, el peor de la jornada, en el que yo apelaba a todos los recursos de la imaginación para no dejarme aniquilar por la melancolía.

Por la tarde, nos sacaban al patio a Tovar, a Molina y a mí. Nos hacían pasear en silencio, a una distancia mínima de veinte pasos entre uno y otro, por la acera que corría al pie de los muros, y bajo la vigilancia de un funcionario. Naturalmente, aprovechábamos cualquier descuido del vigilante para hacernos algún guiño, alguna seña y transmitirnos un vago la cosa va bien, o ¿sabes algo? o yo no sé nada. Eso era todo. La duración del paseo dependía del humor del jefe del departamento. Paradójicamente, el más liberal era la Marquesona, que, a veces, parecía haberse olvidado de nosotros y prolongaba generosamente el tiempo reglamentario de una hora. Stalin se atenía estrictamente a la ordenanza y, por su parte, el Chuti solía reducirlo a la mitad cuando no lo suprimía enteramente. El paseo significaba una tregua en el tormento de la soledad, y nos bañábamos en luz natural, respirábamos el aire puro y veíamos un trozo de cielo. Sabíamos, además, que, tras lo barrotes de la segunda planta, había mujeres. No las veíamos, pero las presentíamos y yo creo que, incluso, las olíamos y que se establecía entre ellas y nosotros una fuerte corriente magnética. Para mí, salir al patio era como penetrar en un gran salón vacío, en el que acabara de celebrarse una fiesta y en cuyo aire persistiesen aún palabras e imágenes de mujer. Cada vez se repetía la misma sensación. (Han estado aquí. Charlaban junto a ese árbol). Y me parecía descubrir aquí y allá rastros de su presencia. Sólo en raras ocasiones llegaban hasta nosotros sus risas o sus voces, porque, seguramente, tendrían órdenes severísimas de reprimir su locuacidad y su crujiente alacridad mientras durase nuestro paseo. Finalmente, al sonar las palmadas para nuestro retorno a las celdas, comenzaba para nosotros el largo crepúsculo que empalmaba con la noche:

—¡Centinela, alerta!

—¡Alerta!

—¡Alerta!

—¡Alerta está!

Fue una sorpresa agradable la aparición de Acisclo, el barbero, acompañado de Pedro el chivato. Yo me senté en la banqueta y Pedro quedó de pie, frente a mí, recostado en el muro. Acisclo, sin mirarme una sola vez a los ojos, preparó los utensilios de afeitar que llevaba en una bolsa. Me colocó el paño alrededor del cuello y empezó a enjabonarme la barba mientras Pedro liaba y encendía un cigarrillo. Los tres guardábamos silencio, pero yo mantenía mis ojos fijos en los del barbero que, en un determinado momento, se interpuso entre Pedro y yo y, al tiempo que me miraba y guiñaba un ojo y seguía dándome jabón con la mano derecha, hizo como que me ajustaba el paño con la izquierda. Entonces sentí sus dedos fríos en la garganta y algo áspero que introducía por el cuello de la camisa. Comprendí inmediatamente. Como el paño cubría mis manos, pude apoderarme disimuladamente de aquel objeto, una bolita de papel, y ocultármelo en la cintura. La maniobra duró escasamente unos segundos. Acisclo terminó el enjabonado y, siempre cachazudo, tomó la navaja y la suavizó lentamente en el batidor de cuero. Entre tanto, Pedro, aburrido, fumaba distraídamente sin quitarse el cigarrillo de la boca. Yo cerré los ojos para no verle, pero, durante el rasurado, los abrí buscando nuevamente los de Acisclo y, cuando al fin se cruzaron nuestras miradas, él me indicó con los suyos el bulto que le sobresalía delante, donde la cazadora formaba bolsa. Sólo se oía el rasgueo de la navaja y el zumbido monótono de las moscas. A poco Acisclo me tapó nuevamente y entonces desabroché el último botón de su cazadora y extraje de allí dos paquetes de cigarrillos que escondí rápidamente bajo mi camisa, ejecutado todo ello con la habilidad de un prestidigitador. Luego, me preguntó Acisclo, exagerando su tartamudez, si quería que me diese una nueva pasada con el verduguillo.

—Sí, claro —respondí yo.

Pero, antes de proceder, se volvió a Pedro, en espera de su decisión, y Pedro dijo:

—Está bien, pero aligera, porque todavía tienes que afeitar a dos más antes del rancho.

La segunda fase fue realizada por Acisclo con mayor presteza, pero dándome tiempo suficiente para que yo disimulase mejor el contrabando entre mis ropas. Nuestra suerte dependía de que en el ánimo de Pedro no surgiese la más mínima sospecha de lo ocurrido ante sus propias narices, pues, en caso contrario, descubriría irremediablemente el cuerpo del delito y las consecuencias serían terribles, especialmente para el barbero. Pero Acisclo, que le conocía muy bien, le ofreció su petaca antes de terminar. Y, efectivamente, Pedro aceptó el obsequio muy complacido mientras decía:

—No puedo estar sin el pito en la boca, ya ves. Parece que me falta algo.

El liar y prender fuego al cigarrillo no sólo sirvió para desvanecer momentáneamente su suspicacia, sino que produjo asimismo el relajamiento de la tensa expectación que nos cohibía. Acisclo recogió tranquilamente sus cosas y, mientras tanto, pude levantarme, ir al grifo, mojarme el rostro y enjugármelo con mi toalla, sin que el chivato mostrase ningún recelo. Cuando me quedé solo en la celda, esperé a estar seguro de que Pedro y Acisclo habían entrado en otra, para sacar la bolita de papel. Era una cuartilla en la que, con letra de Agustín, mis compañeros me felicitaban por mi comportamiento en los interrogatorios, me prometían su solidaridad sin condiciones y me hacían saber que el Almirantazgo se estaba reconstruyendo y que pronto reanudaría sus funciones, que me tendrían informado sobre la marcha de la guerra y sobre cualquier otro suceso importante de dentro o de fuera del penal, y que los cigarrillos eran el producto de una suscripción entre todos los componentes de la flota, y, por último, que mi destierro a Canarias parecía poco probable, porque tendría que descubrirse el pastel, es decir, la existencia de una organización interior con ramificaciones en la calle, cosa que no le convenía a Chico Listo. Naturalmente, me deshice en seguida del papel comprometedor, rompiéndolo en pequeños pedazos y arrojándolo a la taza del retrete. Después, me senté en la colchoneta y encendí un cigarrillo para repasar y saborear mentalmente el contenido del mensaje. Lo más conmovedor en él era el testimonio de solidaridad que me transmitía. No estaba solo ni olvidado ni, por supuesto, totalmente aislado. Se reanudaba la comunicación entre mis amigos y yo a través de muros y rastrillos y pese a los graves riesgos que corrían mis corresponsales. Era una victoria, una gran victoria en relación a los estrechos límites de nuestro mundo, y una satisfacción incomparable que me compensaba por mi doble cautiverio. Y el verdadero héroe era Acisclo, callado, modesto, sin pretensiones, pero un hombre en la más noble acepción de la palabra. Hombre por su valor, su audacia, su desinterés y su sencilla manera de afrontar el peligro. A partir de entonces, la visita semanal de Acisclo fue una fiesta para mí.

¿Quién me zarandea, eh? ¿Quién me llama? ¿Quién ha entrado en mi celda? ¿La Marquesona, Chico Listo, quién? Me desperté sobresaltado, abrí los ojos y miré a mi alrededor, pero no descubrí persona alguna a la desvaída claridad lunar que me entraba por el tragaluz, ni percibí ningún ruido. El departamento celular parecía sumergido aún en la placidez y en el silencio de la noche. A pesar de ello, yo sentía una extraña vibración, como cuando el aire cargado de electricidad preludia, en plena calma, el galope de la tormenta. Como la celda contigua unida a la mía por los maderos que sostienen las mesas no tenía inquilino, no me era posible ponerme en comunicación con nadie. Y algo estaba sucediendo o a punto de suceder. En medio de mi perplejidad me acordé de lo que nos contara Molina a Agustín y a mí la última nochebuena, y salté del petate y me puse a escuchar con la oreja pegada al chivato de la puerta. Durante largos segundos no detecté ningún indicio sospechoso de alteración en el túnel. (¿A qué viene este nerviosismo? ¿Tendré fiebre?) Estaba tiritando y todavía faltaban más de dos horas para el toque de diana. La idea de volverme al petate tiraba de mí, pero en el preciso instante en que me disponía a abandonar la escucha, me pareció oír un murmullo lejano. Y ya no me moví. Me quedé pegado a la puerta. Sí, eran voces de hombre, muy apagadas al principio y, pronto, perfectamente audibles. Después, sonó débilmente el taconeo de unos pasos que se acercaban. Pasos de dos o más personas, acompañados, y eso fue lo que me estremeció, por el tintineo de llaves. ¡Dios! Era una saca de condenados a muerte. Mis oídos se aguzaron y se extendieron por todo mi cuerpo. Todo yo era oídos. Los pasos arrítmicos resonaban ya claramente en la oquedad sonora del túnel. (¡Son los pasos de la muerte, Federico; son los pasos de la muerte!) En cambio, había enmudecido el cuchicheo de las voces. Sólo eran pasos cuyo eco aumentaba, aumentaba… ¡Clo, clo, clo! ¡CLO, CLO, CLO! Al llegar a la altura de mi celda percutieron en mis oídos como si golpeasen la puerta con mazos de hierro. El miedo y el horror me agarrotaron. No pensé si vendrían por mí o no. Fue un instante en que yo creo que dejé de vivir. Un instante tan sólo del que no recuerdo nada. Hasta que se detuvieron poco más allá, no recuperé la conciencia. (Son esta y esa). Era la voz de Malastripas. (Sí, dos en cada una de ellas). Era la voz del Chuti. (Vamos, abran). Era la voz de Malastripas. (¿Las dos a la vez?) Era la voz de Mula Romera. (No, primero una y, cuando ya estén en marcha sus hombres, la otra). Era la voz de Malastripas. Ya, en vez de oídos, yo era todo ojos. O veía por los oídos. Se descorrió un cerrojo y yo vi a los hombres que ocupaban la celda ponerse en pie, vestidos, pálidos y tensos, sin respirar. Después, sonó la cerradura. Chirrió la puerta. El Chuti pronunció dos nombres.

—¡Presente y listo! —contestó una voz.

—¡Presente y listo! —contestó otra voz.

—Salgan. Tú, primero. —Ordenó Malastripas.

—Bueno, compañeros, todo llega. ¡Que tengáis más suerte que yo! —dijo uno.

—Vamos —le apremió Malastripas.

—No corra tanto, hombre, no corra tanto, que hay tiempo para todo, hasta para morir —dijo el hombre.

Oí el chasquido de las esposas, seguidos de unas palabras del reo:

—Y cuidado con empujarme o ponerme la mano encima.

—Ahora, tú —dijo Malastripas.

—Ya veis cómo me llevan, entero. El que de vosotros quede para contarlo que se lo diga a mis hijos. ¡Salud camaradas!

Otra vez el chasquido de las esposas y otras palabras del reo:

—Y quite de ahí la pistola, que no me voy a escapar.

—Llévenselos —dijo Malastripas.

Pasaron por delante de la puerta de mi celda y percibí, a través del chivato, su olor a pana, a tierra, a sudor frío, a noche, a muerte. Y, al tiempo que se alejaba el rumor de sus pasos, vi a los setenta u ochenta condenados restantes de pie, vestidos y aguardando su turno, en su mayoría campesinos, como mi amigo Cosme, amarrados a un ignoto y profundo pretérito de esclavitud por los eslabones de una larga cadena de trabajo, de humillaciones, de expoliaciones, de hambre y de ignorancia.

Cerraron una celda y abrieron otra. (A ver sí acabamos pronto). Era la voz de Malastripas. Fueron pronunciados otros dos nombres.

—¡Presente y listo! —dijo uno.

—¡No quiero ir! ¡No quiero ir! Tengo cuatro hijos pequeños y soy inocente —gimió el segundo.

—¡No te rajes ahora, coño, que no te va a servir de nada! Ha llegado el momento de los hombres —reprochó el primero al segundo, añadiendo—: Yo también dejo hijos y mujer.

—Sal tú —dijo Malastripas al primero.

—Bien, pero antes tengo que decir a estos que no se asusten. ¿Me veis a mí? Yo también he pasado miedo, y mucho, pero ahora no. Algún día ganarán los pobres y ellos nos vengarán. ¡Viva el socialismo!

—¡Cállate o…! —amenazó la voz enguantada del Chuti.

—¿Qué me calle? ¿Es que no puede uno desahogarse un poco antes de morir? Y no me apunte con la pistola, porque lo mismo me da que me maten aquí o que me maten en el cementerio.

—Vamos, vamos —intervino, conciliador, Malastripas—. No creas que es este un plato de gusto para nadie. Cuanto antes terminemos, mejor para todos.

Y el reo se dejó esposar mientras decía:

—Sí, hay muchos compañeros que aguardan a que esto termine para poder respirar tranquilos hasta otra madrugada igual. Conforme.

El otro siguió lamentándose:

—Pero si es una injusticia. Si yo no he hecho otra cosa en mi vida que trabajar…

Al fin, le esposaron.

Se oyó un portazo y los hombres se pusieron en marcha. Uno, sin alterar la voz, iba diciendo:

—¡Salud, compañeros! ¡Salud, camaradas!

Y el otro, con la voz compungida, iba gimiendo:

—¡Ay, mi Maruja! ¡Ay, mi Maruja!

Se alejaron y el ruido de sus pisadas fue disminuyendo poco a poco hasta llegar al ángulo, donde cesó y fue sustituido por un murmullo débil y confuso. Yo temblaba de frío y no podía reprimir por más tiempo la apremiante necesidad de orinar. Y lo primero que hice fue aliviar la vejiga. Después, me vestí los pantalones, eché una manta sobre mis hombros y volví a mi puesto de observación nuevamente. Persistía el murmullo lejano, del que pronto se desprendieron unas fuertes pisadas, ¡clo! ¡clo! ¡clo!, y el tintineo fatídico de las llaves. (¡Más reos, Federico, más reos!) Otra vez crecían lúgubremente el ruido de los pasos y su contrapunto metálico en el tétrico corredor. (¿A quién le tocará ahora, a quién?) Volví a ver a todos los precitos en angustiosa expectativa, con sus corazones desbocados, con sus mentes paralizadas por la duda, indefensos, acorralados, víctimas de una mecánica e incalculable venganza. Cada uno de ellos se hallaba solo frente a la muerte segura, delante de un fusil cuyo gatillo apretaría el dedo de otro hombre ignorado, y dejando atrás una historia elemental y oscura. ¡Qué destino! ¿Por qué? Los pasos se detuvieron antes de llegar a mi celda. (Aquí es). Era la voz de Malastripas. Y, tras un silencio mínimo, pero infinito a la vez, sonó el cerrojo; luego, la cerradura; luego, un nombre.

—¡Presente y listo!

—Sal —dijo Malastripas.

—Entren ustedes por mí, si son hombres.

Sentí el furioso golpeteo de mi corazón en los oídos. Y siguió otro breve, pero profundo silencio, durante el cual ni respirar pude. Al fin, habló Malastripas.

—No hagas tonterías, hombre. ¿Qué quieres, que paguen también tus compañeros por ti?

—¿Por qué?

—Porque si te niegas, cerraremos la celda, llamaremos a la guardia y le diremos que os habéis resistido todos a obedecer la orden. ¡Todos! ¿Comprendes?

—Pero eso es mentira. Que salgan ellos si quieren.

—No. Ellos no tienen por qué salir. Y las órdenes las doy yo. O sales tú o hago lo que te he dicho.

Se produjo un silencio espeluznante. Pero, al cabo, se impuso la fuerza de la amenaza.

—Está bien —dijo el reo—. Pero que conste que lo hago por vosotros, compañeros —y, seguidamente, gritó—: ¡Viva la República! ¡Viva la revolución! ¡Muera el fascismo!

Fueron tres truenos, tres explosiones de rabia que me levantaron en el aire y que contesté, sin poderme contener, golpeando la puerta de la celda con mis puños, reacción instintiva que se repitió simultáneamente en las demás celdas.

—¡Silencio! ¡Silencio!

Era la voz estentórea del Chuti, cuyos fuertes taconazos nos anunciaron que recorría el túnel con el fin de comprobar de qué celdas partía el estruendo. Pero, a medida que avanzaba, cedían los golpes de protesta y se restablecía la calma.

Al quedar otra vez en silencio, pude oír cómo Malastripas y el resto de la escolta se alejaban con su presa. Cuando llegaron al punto en que el tamborileo de las pisadas se convertía en un murmullo apagado, me atravesó los oídos y el alma la voz estridente de una mujer:

—¿Confesarme yo? Ustedes son los que tienen que confesarse. ¡Asesinos!

—¡Déjense de pantomimas! —dijo un hombre.

—De manera que ninguno de vosotros quiere confesarse, ¿no es eso?

Era la voz de Chico Listo, a quien nadie contestó.

—Está bien. Allá vosotros —y añadió Chico Listo—: Vamos, padre.

Durante unos momentos sólo se oyó el gemido de la mujer, hasta que, de pronto gritó ella:

—¡Asesinos! También llegará vuestra hora. ¡Asesinos!

—¡Cállate! —gritó, a su vez, Chico Listo.

—¡No me da la gana!

Entonces, uno de los reos empezó a cantar la «Internacional», y fue inmediatamente coreado por sus compañeros y por la mujer.

—¡Silencio!

—¡Silencio!

Pero los reos siguieron cantando, aunque el son se interrumpiera a veces por los chasquidos de las bofetadas y las imprecaciones e insultos de los condenados a los guardianes y al sacerdote. Se percibía claramente el jaleo de la brega entre funcionarios y reos. Golpes, gritos, blasfemias y la voz irritada de Chico Listo:

—¡Continúe, padre, continúe!

—¡Cobardes! ¡Asesinos!

Yo veía al padre Vulpes celebrando misa en medio de la refriega. (Dominus vobiscum). Y a los guardianes golpeando a los condenados (¡Silencio, cabrones!) Y a los reos cantando. (¡Agrupémonos todos en la lucha final!) Y a la mujer dando gritos. (¡También os llegará el turno a vosotros! ¡Tenéis que pagar todo lo que nos estáis haciendo!) Y al padre Vulpes leyendo. (Sequentia Sancti Evangelii secundum…) Y los gritos: ¡Viva la libertad! ¡Viva la CNT! Y las órdenes de Chico Listo: ¡Silencio! ¡Silencio! En fin, una escena indescriptible. Yo no tuve ánimos para seguirla hasta el final, y abandoné la escucha y fui a sentarme en la colchoneta, profundamente atribulado y abatido. Pero no podía sustraerme, por más esfuerzos que hice, tratando de pensar en otras cosas, a la fascinación de lo que estaba ocurriendo tan cerca de mí y que nunca hubiera sido capaz de imaginar. Y seguí viéndolo con todo detalle. Un sacerdote celebrando el supremo misterio de su religión ante unos reos de muerte que gritan, protestan y blasfeman, y ante unos sacerdotes que pretenden imponer silencio y sumisión al rito a golpes y bofetadas. ¡Qué profanación de lo divino y humano tan alucinante! Aquella sí que era una misa negra de aquelarre sabático. Por otra parte, significaba la negación del último derecho de un reo de muerte, que es el de disponer de los últimos momentos de vida que le quedan. De la sacrílega parodia pasarían al piquete, llevando a cuestas su vida entera, sin haber podido descargar sus sentimientos aunque sólo fuese en una carta de despedida a los suyos, y sin un encuentro final con su propia conciencia. Ya estaría formado el piquete y a la espera de que le entregasen los reos. Traté de imaginarme a los hombres del piquete, sus caras, sus pensamientos, pero no pude. Se quedaban en figuras borrosas, en rostros sombríos e inexpresivos, en corazones inescrutables. Quizá maldijesen de la suerte que les había elegido para realizar tan siniestra operación. Quizá les repugnase el papel que les tocaba representar. Quizá desearan que alguna circunstancia imprevista impidiera en el último momento la ejecución. Ellos también eran hombres e iban a matar a otros hombres desconocidos en virtud de una orden que descendía desde alturas remotas e impersonales. Pero ya habrían introducido las cinco balas fatídicas en la recámara del fusil y sentirían el frío de su cañón en las manos, impacientes por terminar cuanto antes. Después, los disparos, cuerpos que caen, la sangre… Y la vuelta bajo la ominosa carga del terrible deber cumplido. Y allí, las curiosas y malsanas preguntas, ¿qué, qué tal?, a modo de saludo, tal vez.

Abrí los ojos para huir de las visiones que urdía mi imaginación y advertí que estaba amaneciendo tímidamente en el tragaluz. (¿Habrá terminado ya la función?) Y no pude contenerme, a pesar del miedo y el horror que me hacían temblar. Me levanté, pues, y volví a pegar la oreja a la mirilla. Y aún pude oír los gritos que se alejaban. ¡Viva la República! ¡Viva el partido comunista! ¡Viva la revolución! Resultaban especialmente desgarradores los de la mujer. ¡Soy Teresa y voy a morir! ¡Cuidad de mi hijo! ¡Soy Teresa! ¡Soy Teresa! Ya había finalizado el acto religioso y los reos recorrían su último camino. Alguien nos ha contado que, en la prisión de Zaragoza, un condenado a muerte, que era tenor de zarzuela, había prometido a sus compañeros que moriría cantando el «Adiós a la vida». Y así lo hizo. Estuvo cantando hasta que las balas acallaron su voz. De los que yo oía sus pasos hacia la muerte nos despedirían poco después los ecos de los disparos de fusil, rodando sobre el silencio campesino de la madrugada, como tantas veces, antes, y como tantas otras veces, después.

Por fin pude comunicar con mi hermana. La vez anterior sólo le permitieron entregar el saco con la ropa limpia y algunas provisiones y recoger el mío con la ropa sucia. Fue una entrevista muy penosa.

—Me dijeron que estabas castigado y que no podías recibir visitas cuando vine a verte, hace ya dos semanas. No me dieron más explicaciones, pero al deshacer en casa el lío de tu ropa sucia comprendí que te habían pegado, porque aún se podían ver rastros de sangre en ella, aunque la hubieras lavado, que sí se notaba también que la habías lavado. Todavía estaba húmeda.

—¿La vio nuestra madre?

—No, pero le extrañó mucho que me pusiera a lavar tu ropa inmediatamente. Le dije que como en ese momento me encontraba con ganas de hacerlo, no había por qué dejarlo para más tarde, cuando, a lo mejor, se me hiciera más penoso. Y se quedó tranquila.

—Menos mal. Sí, la lavé y la froté y luego fregué el suelo con ella para volver a lavarla, pero no pude conseguir del todo que desaparecieran las manchas de sangre. Nunca pensé que fuera tan difícil borrar la sangre. Por eso temí que nuestra madre descubriera la verdad. Ahora me quedo yo también más tranquilo.

—Pero te pegaron mucho, ¿verdad?

Me miraba con una expresión de ansiedad y lástima que nunca había visto yo antes en sus ojos, ni siquiera cuando estaba condenado a muerte.

—Sí, me pegaron —contesté—, pero no tanto como pudiera sospecharse por las manchas de sangre. Ya sabes que la sangre es muy escandalosa.

—¿Y ese diente que te falta?

—Ah, el diente. Quedó muy resentido, se me movía mucho y decidí arrancármelo yo mismo.

Alfonsina hizo un gesto de dolor y yo proseguí diciendo:

—No tiene importancia, mujer. Además, ya ha pasado.

Siguió una pausa, durante la cual ella trató de leer en mis ojos lo que mi lengua callaba. Después, dijo:

—He hablado con el director, gracias a una carta de recomendación que obtuvo Fernando de un funcionario del Ministerio de Justicia, amigo de su padre, y me ha dicho que tú eres un elemento muy peligroso, por lo que tratará de librarse de ti lo antes posible, haciendo que te trasladen a otra prisión.

—¿Trasladarme a otra prisión? ¿No te ha dicho a cuál?

—No.

—Bueno, me es igual. Yo también deseo escapar de él, aunque me mande al quinto infierno. Vaya donde vaya, estaré mejor que aquí. Esta es la peor prisión de España, no lo dudes.

Que Chico Listo no le hubiera mencionado Canarias era buena señal y corroboraba la suposición de mis amigos del patio. No siendo Canarias, tan lejos de la Península, me era ya indiferente mi nuevo punto de destino. En medio de todo, era una buena noticia para mí.

En cuanto a la marcha de la guerra, otra buena noticia era el parón de Rommel cuando se pensaba que no se detendría hasta que consiguiera cerrar el canal de Suez. Los alemanes atacaban por el Volga, pero Moscú estaba ya fuera de peligro y Leningrado no se rendía. Las victorias de los japoneses quedaban muy lejos de Europa y era en Europa donde se decidiría de forma inapelable la guerra mundial.

Alfonsina me habló después de nuestra madre. Andaba muy dificultosamente y le temblaban las manos, pero conservaba plenamente su lucidez mental.

—Se pasa todo el día sentada frente a la puerta como si esperase verte entrar por ella en cualquier momento… Su vida se ha reducido a esperar tu vuelta. No piensa en otra cosa.

Por lo demás, la situación seguía inalterable: escasez, mejor dicho, penuria de alimentos, depuraciones, denuncias, avales políticos, odio, miedo. El haber estado en «zona roja» durante la guerra, sólo eso, era motivo más que suficiente para ser considerado como sospechoso e indeseable en principio. En cambio, haber pasado la guerra en «zona nacional» servía, de por sí, de recomendación inapreciable, de patente de ciudadano de primera a todos los efectos.

—Yo he tenido que justificarme tres veces en que alguien intentó, por medio de una denuncia, echarme de mi empleo y quedarse con él. Las fuentes de información son los porteros y los jefes de casa. De ellos depende que te dejen en paz, que pierdas el empleo o que te metan en la cárcel. Como los agentes de investigación les aprietan tanto y les amenazan con tan severos castigos si se descubre que protegen a un «rojo», sus informes suelen ser muy desfavorables generalmente. Por acumular cargos, aunque sean imaginarios, contra el sospechoso, no se pierde nada, no pasa nada. Pero alegar cualquier hecho que le favorezca, puede resultar muy peligroso. Así, lo más que puedes esperar es la duda. En mi caso, la acusación se basaba en que yo tenía un hermano en la cárcel por «rojo». Gracias a los certificados de haber pasado yo la guerra con los «nacionales» y a las gestiones de Fernando y a su condición de excombatiente, no se han salido con la suya. Últimamente, parece que me han dejado por imposible.

En una situación económica tan paupérrima, la lucha por la vida es verdaderamente feroz. Añadido a ello el odio político enarbolado como bandera nacional, puede uno imaginarse fácilmente las condiciones de inseguridad y temor bajo las que subviven los vencidos. Somos parias, ilotas, gentes descalificadas sin derecho alguno.

—Es usted peor que los rojos.

—Ese tipo es un rojazo.

—¿Rojo yo? Eso lo será usted.

—Me está pareciendo que usted simpatiza con los rojos…

—¿Simpatizar yo con los rojos? Oiga, no le permito que me insulte usted de esa manera.

—¡Tía roja!

Era la forma común de insultar, acusar, perseguir, y también de protegerse, acorazarse y justificarse. Y así, tres largos años. ¿Cuántos más aún?

Alfonsina sería madre pronto.

—¿Para cuándo esperáis el acontecimiento?

—Para febrero. A ver si para entonces estás en casa.

—Dicen que han salido en libertad muchos presos por los indultos parciales que van dando. ¿Es cierto?

—Sí, han salido algunos, pero esos indultos sólo afectan a las penas inferiores y como la mía es de treinta años…

—Pero a lo mejor…

—Sí, claro, a lo mejor…

El silbato del guardián puso fin a la entrevista.

—¡Cuídate mucho! ¡Y no hagas más el Quijote! —fueron las últimas palabras de Alfonsina.

Nos despedimos con la mirada y con besos al aire. Esperé unos segundos para verla andar de espaldas. Todavía estaba ágil y esbelta. Apenas se le notaba la preñez. Se volvió desde la puerta del locutorio para enviarme la última sonrisa.

En adelante, no podría venir a verme cada dos semanas. Sólo un día al mes. Más tarde, interrumpiría sus visitas hasta que sus deberes de joven madre le permitieran reanudarlas. (Mientras tanto, te enviaré los paquetes por medio de alguien, la madre de Agustín o alguna otra persona de confianza). Ella seguía la vida, con sus altibajos, con sus gozos y pesares. En medio de todo, me confortaba mucho saber que mi hermana se había salvado del naufragio. Tenía un norte, un rumbo, una ilusión. Sí, y el saberlo, el creerlo así, me liberaba de uno de mis mayores remordimientos, el de haberla arrastrado conmigo a la derrota y a la frustración.

—Vuelva solo, pero ya sabe lo que tiene que hacer si se encuentra en el camino con una tanda de mujeres que vienen a comunicar, ¿no? Detenerse, pegarse a la pared en posición de firmes, no hablar con ellas ni contestar sus preguntas, si se las hacen, y esperar a que pasen para echar de nuevo a andar. ¿Estamos? —me dijo el guardián.

—Sí, señor.

—Hala.

No encontré a nadie a mi paso por el recinto amurallado, pero, al entrar en el túnel, oí voces y risas de mujer que se acercaban, por lo que, siguiendo las instrucciones del guardián, me detuve, me pegué al muro, juntos los pies y con los brazos caídos. A poco, aparecieron ellas, unas veinte mujeres, en su mayoría jóvenes. Venían charlando, riendo. Nada más verme, aceleraron el paso y, de pronto, me cercaron, me rodearon, me estrujaron, me pellizcaron, me besaron. (¡Toma, hermoso!) Yo sentía sus suaves pellizcos, sus agarrones, sus sacudidas, su aliento en mi cara, su olor, la humedad de sus labios. (¡Hermoso! ¡Hermoso! ¡Toma, toma!) Sucedió tan rápidamente que, cuando pude reaccionar, las mujeres habían desaparecido ya de mi vista por el recinto y sólo quedaba de ellas el cascabeleo excitante de sus voces que se alejaban. Fue como un ramalazo de viento ardiente que me azotara al volver una esquina. Quedé aturdido, y también pesaroso por no haber tocado a ninguna. (¡Ay, Federico, te has perdido la ocasión de tocar y palpar pechos y muslos de mujer!) Me abroché y remetí la camisa. Me pasé el pañuelo por el rostro por si quedaban en él rastros de besos e hice todo lo posible por serenarme. La suerte quiso que los funcionarios estuviesen en la oficina y que fuera Juan, el ordenanza bueno, quien me condujera a mi celda. Por el camino me preguntó

—Te has tropezado con las mujeres, ¿verdad?

—Sí —contesté.

—Están estupendas, ¿eh?

—Ya lo creo.

Juan sonrió.

—Pero aquí hay que tener mucho cuidado con ellas. Por menos de nada pueden buscarte la ruina.

Y seguimos andando en silencio por el túnel: suelo de cemento, puertas cerradas a derecha e izquierda, penumbra, lobreguez, la noche. Antes de dejarme encerrado, me dijo Juan:

—¿No sabes? Ha habido un follón entre falangistas y requetés en Bilbao. Los falangistas han querido matar al general Varela, y Franco ha echado del gobierno a Varela y a Serrano Suñer. ¿Qué te parece? Y a los alemanes les ha salido el tiro por la culata en Egipto. La cosa se pone bien.

Pero yo apenas presté atención a sus palabras. Estaba muy turbado todavía por el encuentro con las mujeres. (He sido un idiota, pero como se presente otra ocasión…) Intenté recordar sus rostros, sus cuerpos. Inútilmente. Era un remolino de ojos, de bocas, de manos… (Anda, que si lo hubiera sabido…)

Me dejé caer sobre el petate, malhumorado. Pero poco a poco fui recobrando la lucidez y la calma interior, hasta que me serené por completo. Entonces recordé las palabras de Juan y comprendí que la noticia era muy interesante. Si Franco había prescindido de su cuñado Serrano Suñer, podía ser la señal de un cambio de política, de un giro hacia las democracias, y ello, a su vez, un indicio evidente de que Hitler perdía posiciones. ¿Un acercamiento de Franco a las democracias? ¿Sería posible? Entonces, nosotros, ¿qué? Habría que esperar. De todas maneras, el síntoma resultaba desazonante. Franco, las democracias, Hitler, Stalin… ¿Quién engañaría a quién? Era demasiado para mí en aquellos momentos y decidí abandonar el camino de las interrogaciones y retrotraerme al punto en que las muchachas se lanzaron sobre mí. (¡Toma, hermoso, toma!) ¿Por qué torturarme intentando descifrar tantos enigmas? (¡Al diablo la guerra ahora, Federico! Hoy es día de pensar en mujeres…)

Una tarde, durante el paseo, al llegar a una de las esquinas del patio, sentí el suave golpe contra el suelo de algo caído o arrojado desde arriba, acompañado de un leve carraspeo o tosecilla de mujer. No me detuve, naturalmente, ni traté de descubrir el objeto. Seguí imperturbable y, al afrontar de nuevo aquel lugar, levanté la mirada hasta la ventana entreabierta, tras la que, pese a los deslumbrantes cabrilleos del sol en sus cristales, creí ver la aparición fugaz de una cabeza femenina. ¿Sería una alucinación? No tuve tiempo de comprobarlo, pero, al pasar otra vez bajo ella, descubrí en el suelo una caja de cerillas y deduje que ése era el objeto que en la vuelta anterior había oído caer de lo alto. No obstante, seguí como si nada hubiera visto y transcurrió el tiempo de dos vueltas más sin decidirme. No ignoraba que si era sorprendido por el vigilante cogiendo la cajita, en el caso de que contuviera algún mensaje, sería castigado implacablemente. Entonces, me dediqué a observar al funcionario. Paseaba, a su vez, aburrido, de un lado para otro por el centro del patio y pensé que si se hallara de espaldas a mí cuando yo llegase al lugar preciso, podría yo actuar con todas las probabilidades de éxito a mi favor. Pero tendría que darme prisa, porque se estaba terminando el tiempo de nuestro paseo. Así, pues, calculé las distancias y atemperé mi paso al ritmo adecuado y, en una de las últimas vueltas, coincidimos el guardián y yo en las posiciones previstas. Me agaché rápidamente, cogí la caja de cerillas y la oculté entre el calcetín y la pierna y, para más disimulo, anduve aún un breve trecho a la pata coja, aparentando que me anudaba las cintas del alpargate. La operación resultó perfecta. El guardián no vio nada y mis dos compañeros de ronda tampoco me dieron a entender que hubieran sorprendido mi juego. Cuando, poco más tarde, fui encerrado en la celda, esperé a que se alejaran los pasos de Pedro para sacar del calcetín la caja de cerillas y ver lo que tenía dentro. Era un papelito en el que con letra torpe se decía: Esta noche, cuando apaguen las luces después del toque de silencio, seca el agua del sifón del váter con la bayeta y ponte a la escucha con el oído sobre la taza. Se me hicieron muy largas las horas de espera, pero al fin llegó el momento deseado. Antes de nada, me cercioré de que nadie andaba por el túnel vigilándonos. Ni un eco, ni un susurro, ni el más leve ruido, ni el más ligero roce. Comprobado este punto tras una intensa escucha a través del chivato, hice lo que se me indicaba en la nota, y tuve que taparme la nariz con el pañuelo a causa del fétido olor que emanaba de las cañerías. Inmediatamente oí como un soplo o un susurro y, luego:

—¡Oye, oye!

—Oigo —respondí.

—¿Me oyes? —insistió la voz.

—Sí, te oigo. ¿Quiénes sois?

—Diez chicas. Ocupamos la celda que cae justamente encima de la tuya.

—¿Sois las que me asaltaron hace unos días, cuando volvía de comunicar?

—No. Fueron otras. Y nos lo dijeron. Te quedaste pasmado, ¿eh?

—No lo esperaba.

La voz se apagó entre risas ahogadas y cuchicheos y, después, se sucedieron varios ¡Hermoso! ¡Hermoso! en distintas voces y tonos, y chasquidos de besos. Y ya me olvidé de que la bocina era la taza del retrete.

—Vosotras sí que debéis de ser preciosas.

—Si nos vieras…

—Si pudiera veros…

—Espera.

—¿Qué?

—¿Dónde cae el río Volga?

—¿Qué dices?

—Que dónde cae el río Volga.

—En Rusia, mujer.

—Eso ya lo sabíamos. Quiero decir que si está muy al interior o no.

—Hacia el centro. ¿Por qué me lo preguntas?

—¡Callaros, chicas! Oye. ¿Me oyes?

—Sí.

—Bien. Porque allí es donde atacan ahora los alemanes. Donde están corriendo para atrás que se las pelan, es en África. ¿Lo sabías?

—Sí.

—¿Y qué te parece? ¿Cómo ves las cosas?

—Empiezan a ir bien.

—¿Durará mucho todavía la guerra?

—Algunos meses más.

—¿Hasta el verano que viene?

—Así así.

—Eso creemos nosotras también. Oye, hemos sabido que te pegaron mucho.

—Bah, no tanto.

—Y que eres un buen compañero.

—Gracias.

—Ahora quieren hablarte las demás, pero, antes de seguir, mira a ver si ronda alguien husmeando por el corredor. Seguí su consejo, y no, nada se movía, ni el aire siquiera, en el largo pasillo, cuyo silencio y quietud eran realmente, y no metafóricamente, sepulcrales, y torné a mi puesto.

—Niñas, ya estoy otra vez en el locutorio.

—¿Qué más quieres saber?

—Muchas cosas. Cómo sois, de qué habláis todo el día, qué hacéis ahora.

Y, tras un breve paréntesis, de risitas y cuchicheos:

—Eres un curiosón. Tú quieres saber mucho.

—Dime algo siquiera.

—Somos jóvenes, de veinte a treinta años.

Otra voz dijo:

—Y hay de todo: guapas y feas, solteras y casadas.

Y una tercera:

—Y hablamos de todo también.

—¿Y de hombres? —pregunté.

—Pues claro. Más que de otra cosa. Hoy hemos estado todo el día hablando de ti.

—¿Y qué decíais de mí, si se puede saber? Se alternaban las voces:

—¡Huy!

—Anda, hija, díselo tú.

—No, no. Díselo tú, tú.

—Pues que si te cogiéramos aquí…

—¡Hermoso!

—¿Qué haríais conmigo?

—¿Y tú con nosotras?

—¿Estáis desnudas?

—En camisón.

—Pues ya os lo podéis imaginar. Haríamos cama redonda todos juntos.

—¡Ansioso!

—¿No te gustaría a ti?

—A mí, sí.

—Y a mí.

—No tocaríamos ni a un cachito cada una. Bueno, las casadas no entrarían en parte y así tocaríamos a más.

—Si pudiera llegar por la tubería con mi brazo hasta donde estás, tú, maja…

—¿Qué es lo primero que tocarías?

—Tus pechos, hermosa.

—Pero si son una birria…

—No, no puede ser. Si los estoy viendo…

—Di que no, no le hagas caso. Los tiene muy bonitos. Es moza todavía.

—¿Cómo son: grandes, pequeños?

—Lo justo. Y muy blancos.

—¿Y con pezones como guindas?

—Sí.

—¡Madre mía!

Percibí un revuelo de siseos y rumores y, luego, la primera voz:

—¡Silencio, chicas! Ya está bien por hoy, ¿eh? ¿Me oyes, compañero?

—Sí.

—¡Hasta mañana!

—Oye. No voy a poder dormir.

Pero el ruido del agua me dio a entender que se interrumpía la comunicación. Efectivamente, la bocina quedó en silencio. Yo temblaba de excitación y tuve que realizar un esfuerzo enorme para acercarme a la realidad. Me levanté, vertí agua en el sifón y, finalmente, me acosté, cubriéndome hasta la cabeza con las mantas. Pero hube de destaparme muy pronto, porque me ahogaba, y respirar profundamente y fumar para que mis nervios se calmasen. Diez mujeres jóvenes yacían sobre mi techo, diez mujeres en flor con la libídine exacerbada por el cautiverio. Yo las veía inquietas, removidas, por los mismos pensamientos que a mí me turbaban. Tan próximas a mí, casi al alcance de la mano, y, a la vez, tan remotas y distantes como los antípodas de la tierra. Se me rebelaron los toros ciegos del instinto y de la locura y lidié con ellos encarnizadamente, hasta la exasperación, porque el sueño me rehuía y la debilidad creciente me aterraba. Y una vez más cedí, y los toros ciegos dejaron de embestirme y entonces la tristeza me abatió y pude quedarme dormido. Desde aquella noche, el recreo de las mujeres, por la mañana; la salida al patio, por las tardes y, sobre todo, los diálogos nocturnos con mis vecinas de arriba, me enajenaron hasta el extremo de vivir en constante estado de tensiones emotivas. Noches hubo en que las conversaciones a través de la cañería duraron hasta la madrugada. Supe distinguir a cada una de mis interlocutoras, y conocí sus vidas, sus problemas, sus experiencias amorosas, sus proyectos, sus ilusiones, y adiviné cuál era la más joven, la más hermosa y quién de ellas tenía un temperamento más ardiente. Acudíamos a los coloquios llevados de un impulso irresistible, como los amantes contrariados, pese a los peligros que nos amenazaban, especialmente a mí. Ellas eran diez para guardar un secreto y cualquier indiscreción por parte de una podría traicionarnos. Yo lo sabía y lo temía y, después de cada sesión, el instinto de defensa me acusaba de inconsciente y temerario. (¡Eres un insensato, Federico, un insensato!) Y logré abstenerme alguna noche, pero sólo alguna noche porque, en el último instante, podía más en mí la tentación que el miedo a sus posibles consecuencias. Empezábamos con noticias y comentarios sobre la guerra, pero muy pronto, e insensiblemente, cedíamos a la atracción de las confidencias íntimas, de las insinuaciones turbadoras del amor imposible, en un lenguaje sin veladuras. No pude conocerlas de vista, porque Tovar, Molina y yo oíamos la misa de los domingos desde nuestras respectivas celdas, pero una tarde, puestos de acuerdo la noche anterior, una de las muchachas me mostró sus pechos desnudos en aquella misma ventana desde la que me arrojaron la caja de cerillas. La imagen duró unas décimas de segundo tal vez entre el centelleo cegador de los cristales. De no haber estado advertido, no hubiese podido verlos, pero los vi, ¡los vi!, o creí verlos.

—¿Te han gustado? —me preguntó por la noche.

—Son los más hermosos que he visto en mi vida.

—Pues ahora los tengo en las manos. Te los doy si subes por ellos, galán.

Seguía recibiendo información y comunicándome con mis amigos del patio por medio de Acisclo, el barbero tartamudo, pero por pura rutina ya, porque ellas me abastecían sobradamente, y con anticipación, de toda clase de noticias, tanto del penal como de la calle o sobre la guerra. Cierto domingo, a eso de la media tarde, cesó súbitamente el clamor del patio. Fue un corte tan brusco, seguido de un silencio tan intenso, que supuse inmediatamente que algo muy grave acababa de ocurrir o que alguna noticia extraordinaria había sorprendido a los presos. No pude resolver por mí mismo el problema y esperé.

—¿Qué es lo que ha ocurrido esta tarde en el patio? —fue lo primero que pregunté a mis amigas.

—Que se supo que los norteamericanos han desembarcado en Casablanca.

—¿Los norteamericanos en Casablanca? ¿Estás segura?

—Segurísima. Nos lo ha dicho sor Gabriela.

Después, contestando a preguntas suyas, tuve que hacerles ver la posición geográfica de Casablanca y explicarles lo que, a mi juicio, podía significar la operación y cuáles ser sus posibles objetivos.

—Coger a los alemanes entre dos fuegos, supongo, expulsarlos del norte de África, dominar el Mediterráneo y lanzarse, después, sobre Italia. Todo eso es posible. Ya veremos.

—¡Huy, qué pico tienes!

—A lo mejor me equivoco.

—No, tú no te equivocas nunca. Sabes muy bien lo que te dices.

¡Qué extraño! De pronto me acordé de Pasionaria. ¿Cómo pude olvidarme de ella hasta entonces?

—Sí, la conocíamos —me dijeron.

—¿Y qué ha sido de esa chica?

—Se la llevaron una madrugada, hace ya más de un año.

La certeza de su destino, que yo presentía, me sacudió íntimamente. La vi ante el pelotón, firme, despidiéndose de la vida con una última mirada de orgullo en sus hermosos ojos fanáticos. Su imagen pasó por mi imaginación como una ráfaga de fuego, porque la voz insinuante me raptó nuevamente:

—Bueno, dinos algo bonito ahora.

Ellas aceptaban mis opiniones y mis vaticinios como si fueran axiomas matemáticos y, desde que les recité unos versos, alternábamos las noticias, los recitales poéticos, los discursos fantásticos, las historias novelescas y los escarceos eróticos en nuestras veladas. Era vivir otra vida, en embriaguez permanente. Ni las noticias de la guerra me interesaban tanto como antes ni apenas percibía la realidad áspera de la rutina carcelaria, y el tormento del hambre pasó a ser sólo una sensación de debilidad, de enervamiento. Devoraba inconscientemente los días de mi cautiverio y sólo las visitas de mi hermana me restituían por unos instantes la noción del tiempo. (¡Un mes más, Federico! Sí, un mes más, Alfonsina). Apenas recuerdo de aquellas entrevistas más que la mirada cariñosa de unos ojos, el movimiento de unos labios y una figura siempre lejana, cuya imagen aparecía y se desvanecía en el aire del locutorio como la de un ente imaginario. No advertí la llegada del invierno con sus vientos ateridos, sus tardes sombrías y breves y sus noches interminables, y no advertí tampoco conscientemente el cambio en la conducta de la Marquesona, que hizo encristalar el tragaluz de mi celda, que insistía cada vez en que cogiese un cazo más de rancho, que prolongaba nuestro paseo hasta que oscurecía del todo.

—A que te tratan mejor ahora que antes —me dijeron mis amigas.

—Sí, creo que sí, sobre todo la Marquesona.

—Claro, tonto. La guerra empieza a pintarles mal y tratan de hacerse los buenos por si acaso, ya ves tú.

Yo no tenía sensibilidad más que para la fabulosa existencia que compartía imaginariamente con mis comunicantes nocturnas. Hasta la historia que me contaron pocos días más tarde y que, al pronto, me pareciera inverosímil, sirvió para otra cosa que avivar el fuego de mi delirio y de mis obsesiones.

—¡Menudo follón, majo, menudo follón! Ha sido como una bomba en el penal.

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

—Conoces al padre Vulpes, ¿verdad?

—Sí.

—Es nuestro capellán.

—Ya lo sabía.

—¿Sabías también que la sacristana de nuestro departamento es una condenada a muerte que se llama Amparo?

—No, eso, no.

—Bueno. Pues resulta que Amparo sabía que su asunto estaba muy mal. Entonces pensó, según dijo a una compañera, que la única forma de aplazar la ejecución de su sentencia, a ver si entre tanto se producía algún cambio político que la salvara, era quedarse embarazada. Pero, ¿con quién? Con un preso, imposible. Y con un guardián, no había ocasión. Y cavilando, cavilando, vino a caer en la cuenta que sólo podía ser el padre Vulpes, que se la comía con los ojos. Con aquello de ser la sacristana, tiene mucho roce con él. Y nada, que se lanzó a pescarlo. Ella es una chica muy salada y, como mujer, no tiene por qué envidiar a ninguna. Además, se le da muy bien eso de encalabrinar a los hombres. Total, que el padre Vulpes picó. Pero mira por dónde descubrieron el lío otras compañeras, sin saber cuáles eran las intenciones de Amparo, y como le tenemos todas tanta rabia al fraile, porque es un zaino y un fascistón, se fueron con el soplo a sor Gabriela, que también se lleva muy a mal con él. En seguida, la madre preparó la trampa. Avisó al director, sin decirle para qué, y esta misma tarde, cuando el padre Vulpes y Amparo estaban los dos con las faldas remangadas, sentados en una silla y ella encima de él, en plena faena, vamos, en la celda que hace de sacristía, aparecieron de pronto el director, sor Gabriela y Malastripas. Ya te puedes imaginar…

—¡Vaya bulo, guapa! Es tan gordo que no cabe en la celda —dije yo en son de burla.

Pero aquella noche el increíble chisme carcelario nos sirvió de pretexto para que evocáramos juntos todas las lascivias imaginables. Las desnudé verbalmente y ellas me desnudaron a mí y me descubrieron y describieron sus secretos venusinos. Y consumamos una cópula plural y simultánea con la imaginación, espoleados por expresiones que nos penetraban como flechas encendidas.

Hasta que una noche, inmediatamente después de cenar, se abrió la puerta de mí celda y apareció la Marquesona. Sentí un escalofrío de miedo que recorrió mi cuerpo desde los pies a la cabeza. (¡Ya salió el chivatazo! Viene por ti. Prepárate). Pero al iniciar el movimiento para situarme de espaldas al muro bajo el tragaluz y después levantar el brazo y gritar ¡Arriba España!, me contuvo con un gesto y diciéndome:

—No, no hace falta. Prepárese para salir con todo —añadió, sonriendo ligeramente—: No se preocupe. No pasa nada. Es que va a ser trasladado de prisión.

Yo quedé inmóvil, paralizado por el estupor, y él siguió diciéndome:

—Pero dese prisa. Es usted el último que falta por agregar a la expedición. Vuelvo en seguida —y desapareció, dejando abierta la puerta.

Me puse en acción automáticamente, instintivamente, porque no ignoraba lo que es la prisa en las prisiones, donde el tiempo está parado y, de pronto, se convierte en un huracán, en un tropel de potros desbocados, y hay que realizar en minutos, alocadamente, lo que, en otras circunstancias, requeriría varias horas. (¿Por qué tan de repente? ¿Por qué a estas horas? ¿A dónde me llevarán? ¿Y las chicas? No voy a poder despedirme de ellas. Ha hablado de una expedición, luego somos varios los trasladados. ¿Vendrán también Molina, Agustín y algún compañero más del Almirantazgo?). Mientras me asaltaban tantas preguntas y chocaban dentro de mí tan diversas emociones, metí mis escasas pertenencias en una bolsa, enrollé las mantas dentro de la colchoneta y até el bulto con el cinturón. Cuando, por último, me vestí el viejo chaquetón de cuero de las trincheras, ya sudaba, y reapareció la Marquesona.

—Vamos.

Cargué con todo y le seguí por el corredor. La Marquesona iba tieso, taconeando fuertemente, y yo, con el equipaje a cuestas, agobiado y jadeante. Cada paso me retrotraía a la realidad ha tiempo oculta. Observé que la celda de Molina estaba cerrada y con luz dentro. (¿Se lo habrán llevado antes que a mí?) Traspusimos el ángulo que formaban los dos túneles y pasamos por delante de la celda que servía de oficina y de cuerpo de guardia a los funcionarios. (Aquí es donde se obliga a oír misa a los condenados a muerte, antes de entregarlos al pelotón de ejecución). Y recordé las espeluznantes madrugadas, el ruido de los pasos, el tintineo de las llaves, las órdenes secas, las despedidas, los gritos, los llantos, las maldiciones, los insultos…

—Deje eso aquí. Luego lo recogerá —me dijo la Marquesona, indicándome uno de los montones de petates y bolsas que había en el pasillo.

Le obedecí y, mientras, él abrió una celda.

—Pase —me ordenó—. Será por poco tiempo.

Tuve que empujar contra la masa de hombres en pie que ocupaba la celda para hacerme un lugar en ella. Entonces recobré plenamente la conciencia de la realidad. La cárcel me engullía de nuevo. Apenas conocía de vista a algunos de los hombres que me acompañaban.

—¿A dónde nos llevan? —pregunté.

—Cualquiera lo sabe. Algunos dicen que a Aranjuez, pero también se habla de Guadalajara y Zaragoza.

Y otro dijo:

—Yo prefiero Aranjuez. Tiene una huerta muy rica. Y Zaragoza tampoco está mal. En Zaragoza hay por lo menos remolacha y alubias. Pero en Guadalajara, ¿qué nos pueden dar de comer en Guadalajara? Como no sea tomillos… El que así habló era un hombre alto, esquelético, cuyo rostro, de ojos saltones, era sólo boca y nariz. No cabíamos ni de pie.

—No se puede ni mear —gritó alguien.

—¿Somos muchos los de la expedición? —volví a preguntar.

—Huy, lo menos quinientos. Toda la purrela del penal, mira tú —me contestó el que tenía pegado a mí por delante, que añadió—: ¿Sabes que vienen con nosotros tres tíos en pelota? Sí, hombre. Les reclamaron los monos y los alpargates, que son del penal, y los dejaron en cueros, y hemos tenido que prestarles mantas para que no se queden arrecidos después, cuando salgamos a la intemperie. Hay otros más así por esas celdas. Creo que unos quince en total.

Los cuatro largos meses de incomunicación me habían habituado a la soledad, a la calma y al silencio, y aquella brusca inmersión en el torrente carcelario me confundía y estupidizaba.

—¿Qué día es hoy? —se me ocurrió preguntar, tontamente.

—Coño, ¿no lo sabes? Pues, ¿de dónde sales tú, camarada? Cinco de diciembre, hombre, aunque, bien mirado, ¿qué más da?

Por suerte, la espera no fue muy larga. Pronto oímos descorrer cerrojos y abrir celdas, entre breves intervalos. Cuando llegó nuestro turno, ya marchaban en formación los que nos habían precedido. Siguieron unos momentos de confusión hasta que cada cual encontró su petate y cargó con él. Algunos no llevaban equipaje. Y, en filas de tres, abandonamos el túnel y, al salir al recinto, nos detuvieron, a fin de que los funcionarios pudiesen organizar la larga columna y contarnos y recontarnos. En el entretanto, el viento enfilado nos traspasaba y nos hacía lagrimear de frío. Yo traté entonces de descubrir algún amigo o, siquiera, algún conocido entre los expedicionarios, pero la noche era muy oscura y tan fugaces las ráfagas de luz de las linternas de los funcionarios, que no pude identificar a ninguno, y aunque tosí y carraspeé fuertemente, con objeto de señalar mi presencia, eran tantas y tan sonoras las toses de los demás, que todos mis esfuerzos resultaron inútiles. Y menos mal que los funcionarios tenían prisa por volver junto a las estufas… Terminado el recuento, nos pusimos otra vez en marcha. A las puertas del penal se hicieron cargo de nosotros los guardias civiles, oscuros, desconocidos, impenetrables, que golpeaban el suelo con sus pesadas botas. Y emprendimos, cuesta abajo y acuchillados por la helada, el mismo camino que recorriéramos, cuesta arriba y envueltos en polvo y empapados en sudor, treinta y nueve meses antes. Treinta y nueve meses de mi vida que se quedaban entre los muros de aquel enorme e inhóspito caserón que dejaba atrás y al que no quise volver ya la mirada. Hubiera querido entonces borrarlo de mi memoria para siempre, y a Chico Listo, y a la Marquesona, y a Mula Romera, y a Portaviones, y a Grijalba, y a Goering… Por el contrario, no quería ni podría olvidar de ninguna manera, jamás, a Cosme, a Narciso el de los Yébenes, a Pasionaria, a Lopérez, ni a tantos otros, muchos, compañeros perdidos definitivamente, ni, por supuesto, a mis amigas nocturnas, sus voces insinuantes, sus palabras, sus risas. No las vería nunca, pero ellas vivirían siempre en mí, perennemente jóvenes y hermosas.

La caminata fue un penoso viacrucis. De cuando en cuando caía al suelo un hombre, agotado, exhausto, junto con su petate, y la columna se detenía hasta que los guardias lograban ponerle en pie y hacerle andar ayudado por algún compañero. Tantas fueron las caídas que los guardias se vieron obligados a cargar con algunos equipajes. A mí me rondó el mareo y llegué a tambalearme. (¡Que me caigo, que me caigo!), pero me descargó de peso uno de los que no llevaban nada y gracias a su ayuda pude mantenerme en pie hasta el final. Vi a los que andaban descalzos y envueltos a medias en mantas, como esperpentos, cada vez que hacíamos alto, porque entonces se guarecían en medio de los grupos para protegerse contra el vientecillo helador de la meseta. Pero no logré ver a Molina, ni a Agustín, ni a ningún otro miembro del Almirantazgo. Sin duda, era yo el único de entre todos los componentes del grupo que escapaba, por indeseable, del feudo de Chico Listo.

La columna se detuvo por última vez junto a los vagones de transporte de ganado que nos esperaban con las fauces abiertas en una vía secundaria. Llegamos hasta allí en pelotones, desordenadamente, ayudándonos unos a otros, insensibilizados por el frío y el cansancio, casi inconscientes. Los guardias fueron humanos y, sin obligarnos a formar previamente, nos fueron contando a medida que subíamos a los vagones, operación ésta harto difícil y dolorosa para nosotros a causa del agotamiento y de la impaciencia. Cada dos hombres ayudaban a trepar a un tercero y, finalmente, los guardias izaron a los últimos y recogieron y echaron a la plataforma destinada a los equipajes los bultos que habían quedado abandonados en tierra.

No sé cuántos hombres fuimos metidos en cada vagón. Lo que sí sé es que quedamos fuertemente comprimidos entre sus cuatro paredes de madera. Pisábamos excrementos resecos de vaca y de ganado mular. Formábamos una masa trémula y compacta de seres humanos ateridos y temblorosos. Cuando cerraron las puertas correderas, quedamos sumidos en una oscuridad tal que no se distinguían del conjunto los rostros ni las manos. Al principio no se oían más que toses y sorbetones nasales. Todos moqueábamos. Y olíamos a carroña.

Poco a poco, el calor fisiológico condensado fue devolviendo a la gente las ganas de hablar.

—Por lo menos, no pasaremos más frío —dijo una voz—. Y está cayendo una pelona…

—Sí, hay que animarse, compañeros. Peor lo estarán pasando en Stalingrado —dijo otra voz.

—¿Y si nos sentáramos? —propuso alguien.

No nos fue posible seguir el consejo, porque nos sobraban las piernas.

—¡Aquí, todos sentados o todos en pie! —se oyó gritar.

Sin embargo, algunos, los listos de siempre, se dejaron caer entre las piernas de sus compañeros, pero hubieron de incorporarse muy pronto, amenazados de asfixia.

Voces, voces:

—Si tuviéramos algo que comer…

—¡Cállate, cabrón!

—Lo que hace falta es que enganchen pronto la locomotora.

—¡Cabrón serás tú!

—¿Queréis hablar de otra cosa, compañeros?

Yo cerré los ojos y me concentré en mí mismo. Y me vi como un navegante perdido en la inmensidad de la noche cósmica, abandonado de los dioses, desnudo de odio y de rencor, completamente inerme.

«Los Ángeles». Águilas.

1974-1975.