Y pasaron sobradamente los mil días con sus mil noches, con hambrefrío, hambrecalor, hambrefútbol, hambreboxeo, hambredesfiles, hambrenoticias, hambrecastigos y hambremuertes. Y dos novedades: la llegada de un funcionario de caídos bigotes, del que se dice que es simpatizante de los comunistas, al que llamamos Stalin y que ha sido destinado al departamento celular; y el «club de los señoritos».
¡El «club de los señoritos»! A mí me gusta mucho discutir con ellos y, algunas tardes, Agustín y yo, acompañados a veces por Higinio y Robleda, irrumpimos allí y provocamos apasionados debates sobre los temas y hechos que más nos preocupan a todos. Reconozco que nos ensañamos con ellos. Yo, especialmente, gozo rebatiendo sus argumentos, contradiciendo sus teorías y recordándoles el reiterado fracaso de sus previsiones. Suelen mostrarse aparentemente optimistas, quizá por convicción o porque crean que tal es la actitud que les corresponde en su calidad de intelectuales, papel que asumen con una ingenuidad verdaderamente conmovedora, yo diría que pueril. Claro, comen como Dios. Así, cualquiera sería también optimista, dice Agustín. Presumen de tener una cultura política más elevada que el resto de los presos, una capacidad de juicio muy superior a la nuestra y de disponer asimismo, cómo no, de fuentes informativas secretas a través de conductos misteriosos, y nos resulta, por eso, muy divertido obligarles a desdecirse, a rectificar, a reconocer sus fallos y, en suma, a descender de sus pedestales, y demostrarles que el detentar un título universitario no presupone una inteligencia superior, porque hay muchos titulados medio tontos y titulados muy inteligentes que en política no dan una en el clavo, como Marañón, Ortega, Pérez de Ayala y otros muchos. En circunstancias normales, estos universitarios, manipulando ideas y utilizando un idioma esotérico, pueden, efectivamente, imponerse a los demás dentro de su parcela específica de conocimientos. Pero la política es otra cosa, sobre todo en las circunstancias actuales, nuevas, variantes, sin precedentes, de índole existencial: dolor, hambre, miedo, incertidumbre, soledad, indefensión, ansia de sobrevivir… En estas circunstancias son hombres como los demás, tal vez más débiles y vulnerables que los demás. Esta realidad desmesurada no cabe dentro de sus esquemas mentales y desborda las abstracciones e ideas que aprendieron en los libros. No, esta situación no estaba descrita y resuelta en los libros. Tenemos que partir de cero y ellos, normalmente, no pueden. No digo que todos, pero sí que la mayoría es incapaz de descender a los elementos primarios, a los ladrillos, y ponerse a edificar con ellos.
Nos llaman «los jóvenes bárbaros» y, al principio, pretendieron aplastarnos con su superioridad, pero no tardaron en darse cuenta de su equivocación. Les desconcertábamos. Nuestra información era más fresca que la suya, y, nuestros juicios, basados en ella, naturalmente más acertados. ¡Cómo nos divertimos! Es como jugar al blanco con sus tópicos, algo así como lo que hicimos con los frailes, si bien en un nivel superior y con distintas ideas y razones. Y ellos, ¡cómo se enfurecen! A veces, puestos previamente de acuerdo, se escabullen tan pronto penetramos nosotros en el club. Conde, cuando la situación se le hace insostenible, se evade diciendo: Bueno, señores, yo me inhibo, y se sienta en su catre, se encoge, apoya la barba en sus manos cruzadas sobre las rodillas, se ajusta los lentes y echa a vagar su mirada por qué sé yo qué mundos fantásticos.
De esta manera transcurrieron los meses de la segunda ofensiva alemana, de las conquistas japonesas y de las espectaculares carreras de Rommel por los desiertos de Libia y Cirenaica. ¡Rommel! El nuevo héroe de los españoles del imperio hacia Dios, más grande que un Gonzalo de Córdoba, un Cortés o un Pizarro redivivos. «Redención» era su apologista más apasionado. En cada número repetía los gráficos con las flechas que señalaban el avance de los carros de Rommel hacia Alejandría. Al mismo tiempo, nuestro Almirantazgo se superaba. Recibíamos, además del «Ya» y el «O Seculo», los boletines de las embajadas inglesa y norteamericana, a pesar de las palizas, detenciones y cortes de pelo que costaba, a veces, la adquisición y difusión de estos partes informativos. Pese a sus descalabros en el Pacífico, los yanquis producían material de guerra en cantidades astronómicas. Inglaterra, roto el dogal de la guerra submarina, se nutría abundantemente de hombres y de toda clase de pertrechos, procedentes de su Imperio y de los Estados Unidos. La guerra adquiría dimensiones planetarias. La guerra nos empequeñecía en la misma proporción que ella crecía. En fin, yo pensaba que ya no era «nuestra guerra», sino la guerra de otros, cada vez más numerosos e importantes, en la que el papel que creíamos haber estado representando de héroes de la libertad y víctimas del fascismo, lo asumían otros pueblos, y que en tan grandioso escenario ya no nos quedaba ni el sitio destinado a los comparsas. Estábamos fuera de juego. De protagonistas, a nuestro juicio, habíamos descendido a ser únicamente espectadores de la clac. Es decir, nada. Sin embargo, fueron días, semanas y meses febriles, especialmente para mí, obligado a leer y a aprenderme de memoria, en pocos minutos, tan abundante y compleja información. El esfuerzo que ello exigía de mí me excitaba y ponía en juego todas mis facultades, pero después me deprimía profundamente, porque cada vez era más evidente que se trataba de una fiesta a que no habíamos sido invitados, que nos quedábamos cada día más solos, como náufragos en una noche oscura, perdidos, olvidados, fuera de los rumbos, sin un indicio de luz por ninguna parte y sin fuerzas para aguardar a que algún navío viniese por azar a recogernos.
Y, de pronto, una tarde bochornosa de agosto, después del partido de fútbol, supimos que había sido detenido Capote, nuestro agente en el departamento de recepción de paquetes. Alguien, sin duda, había dado el chivatazo a Mediopelo. Así, Mediopelo pudo sorprender a Capote en plena faena. Se lo llevaron inmediatamente a celdas y empezaron a interrogarle.
El Almirantazgo se reunió en pleno. La noticia significaba un gran desastre para la organización y todos éramos conscientes de la clase de peligro que nos amenazaba.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Agustín.
—De momento, nada, esperar —dije yo—. Vosotros no sabéis de qué va, porque las noticias las recibíais de mí y yo no revelaba nunca por dónde me llegaban, ¿entendido? Y ahora lo más conveniente es dispersarnos.
Tuve que vencer la resistencia de Agustín, que no quería separarse de mí, haciéndole ver que era mi único sustituto posible a fin de que el Almirantazgo no desapareciera. Y me quedé solo, lo mejor en estos casos, porque es preciso concentrarse y evitar ser influido por los sentimientos y los temores ajenos. Si hemos de afrontar a solas la embestida del adversario, lo primero es saber los recursos con que contamos y ponerlos en orden y a punto, como hacen los toreros frente al toro y el general en jefe antes de lanzarse a la batalla. Encendí un cigarrillo, pero apenas le había dado un par de chupadas cuando sonó mi nombre en el patio:
—Federico Olivares, ¡que se presente en jefatura!
La soledad me rodeó entonces e inmediatamente dejé de oír el vocerío de la multitud, y el patio se hundió en el silencio aunque la gente seguía moviendo los labios y agitando los brazos, y veía a los hombres muy lejos de mí, muy lejos, brumosos y desconocidos. (¿Me estaré mareando?) Este pensamiento fue un aguijonazo que despertó mi conciencia. Me hizo reaccionar y otra vez, bruscamente, me sentí como en el centro de una gran tormenta. Se rompió el silencio, me asaltaron los clamores de la multitud y sentí el roce de los hombres al andar y vi sus miradas temerosas y compasivas.
Me esperaba Mediopelo. Me cuadré. ¡Arriba España! Mediopelo y Goering me miraron de arriba abajo.
—¿Eres tú Federico Olivares? —preguntó Goering.
—Sí, señor.
Entonces Goering se volvió a Mediopelo y le dijo:
—Ya puedes llevártelo.
Y salí de jefatura, acompañado de Mediopelo. El patio sonaba a tambor batiente.
—Dejen paso, dejen paso —gritaba Mediopelo.
La espesa multitud se quebraba para dejarnos pasar y, poco a poco, fue enmudeciendo hasta no oírse más que las palabras de mi acompañante pidiendo paso. Esta vez era un silencio de verdad, cálido, palpitante, expresivo; y los rostros a mi alrededor, exactos, concretos; y las miradas, mensajes de solidaridad y de afecto. Yo, a pesar de la densa y sofocante ola de calor que nos envolvía, estaba frío. Frío y sereno, frío y lúcido como aquella infame noche en Madrid, cuando subía la siniestra escalera, acompañado de Valdivia, para prestar mi primera declaración. Así atravesamos el gran patio general.
Franqueado el rastrillo del departamento de celdas, que abrió Pedro el chivato, Mediopelo me condujo ante la puerta de una celda.
—Póngase de cara a la pared y no se mueva hasta que yo vuelva.
Se fue y me dejó solo. Entonces oí los gritos y jadeos que escaparon al abrirse la puerta de otra celda situada en el corredor contiguo. Y distinguí la voz rota de Capote:
—¡Ya he dicho todo lo que sé!
Y la de la Marquesona:
—¡Mentira, cabrón! Pero como no cantes, y pronto, te vamos a arrancar la piel a tiras.
Y otra vez gritos, pataleos… Y otra vez silencio. Después, los pasos de Mediopelo. Todos estos ruidos percutían el aire adormilado de los corredores y se prolongaban en ecos temblorosos hasta perderse en la hueca lejanía. Mediopelo abrió la celda y me hizo pasar a su interior.
—Espere ahí —me dijo—. Puede sentarse, si quiere —y, antes de cerrar la puerta—: ¡En buen lío se ha metido!
Estaba atrapado. Era una celda desnuda, fría, próxima a la que ocupaba Molina. Me hallaba, pues, en la galería de los condenados a muerte y de los incomunicados. Por el alto tragaluz, enrejado y sin cristales, donde ya asomaban las primeras sombras de la noche, descendía el clamor de la banda de música que acompasaba el desfile de los presos en el patio general. Me encontraba tan lejos, tan separado de toda convivencia, tan solo, que envidiaba la situación de los que en aquellos momentos temblaban y sudaban, por miedo al castigo, mientras discurrían al paso de la oca. ¡Cómo les envidiaba, sí! Palpé los muros. Eran lisos. Golpeé los muros. Eran sordos. Nunca podría trepar por ellos. Nunca me haría oír a través de ellos. Estaba totalmente a merced de la ira y el odio de los funcionarios en aquella tumba. Podían matarme allí a palos, impunemente. Un certificado reglamentario cubriría el trámite y desvanecería legalmente todo indicio de culpabilidad. Porque, ¿quién se atrevía después a indagar, a acusar, a reivindicar? Sabía muy bien que todo eso podría ocurrir. Claro que era posible. No obstante, me sentía tranquilo. En definitiva, es mejor morir que sufrir. Mejor descansar de una vez que seguir luchando desesperadamente, angustiosamente, contra un cansancio creciente e inevitable. Un momento. Chas. ¿Y qué?, pensaba yo. Un ruido me distrajo. Escuché atentamente. Sí, debían ser los rancheros que transportaban las calderas. Y no me engañé, eran los rancheros. Una parada, silencio y, después, un portazo. Así, varias veces. Una de ellas, sin duda, la de Molina. ¿Sabría mi amigo que yo me encontraba allí, a pocos pasos de él, en espera de enfrentarme a un peligro cierto, pero incalculable?
Inadvertidamente cesó el ruido de los rancheros y el túnel volvió a quedar en silencio. Ya, habían terminado de repartir el rancho sin acordarse de mí. Me dejaban en ayunas. Más tarde comprendí que no se trataba de un olvido ni de una medida caprichosa, sino de una terapéutica premeditadamente aplicada en mi caso, como el ayuno que se impone a quien ha de sufrir una intervención quirúrgica. La excitación no me permitía aguardar sentado en la banqueta, y el pasear en un espacio tan reducido me mareaba. Y decidí permanecer quieto, de pie, espiando los ruidos, tratando de adivinar el paso del tiempo. Entre tanto, la celda había sido invadida por una oscuridad tan densa que no veía los dedos de mis manos. Me acordé entonces de Silvio Pellico, de Edmundo Dantés, de fray Luis de León…
Al cabo de no sé qué tiempo oí el rumor de unas pisadas y arrimé la oreja a la mirilla. Sí, se acercaban varias personas cuyas voces ininteligibles se entremezclaban. Retrocedí unos pasos, a la expectativa, y, poco después, sonó la llave en la cerradura, y, súbitamente, se encendió la luz. Quedé deslumbrado un instante, pero en seguida pude distinguir borrosamente los rostros y las figuras de la Marquesona, Portaviones, Mula Romera, Grijalba y Mediopelo. Sin mediar palabra, la Marquesona se me acercó, movió las manos y sentí una violenta bofetada que me hizo tambalear. Y oí su voz:
—Cuando aparezca un funcionario, te pondrás firme, te colocarás de espaldas a la pared, levantarás el brazo derecho y gritarás ¡Arriba España! A ver, hazlo.
Ya habían cerrado la puerta. El rostro me ardía como si me lo hubiesen quemado con un ascua. Los cinco hombres tenían los ojos fijos en mí e hice lo que ordenara la Marquesona. Para ello, retrocedí hasta el fondo de la celda, bajo el tragaluz.
—Muy bien —dijo la Marquesona—. No lo olvides. Ahora, ven aquí.
Me hizo situarme en el centro de la celda y ellos me rodearon. La Marquesona se colocó frente a mí. Salvo Mediopelo, aquellos hombres eran mucho más altos y más fuertes físicamente que yo, cuatro jayanes jóvenes y fornidos.
—Capote ha cantado ya —empezó a decir la Marquesona con voz suave, un poco aflautada— y sabemos que tú eres el jefe de la organización. Lo sabemos todo, pero queremos que tú nos aclares algunos puntos, y lo vas a hacer ¿verdad? —y, como yo no respondiese, continuó—: Anda, cuéntanos lo que hacías, pero sin mentir, eh, sin mentir.
La cara seguía ardiéndome y me temblaban las piernas, pero conservaba, íntegra, la lucidez mental. Levanté la cabeza para mirar a la Marquesona y vi su cara redonda, sus ojos brillantes, la sonrisa burlona y provocativa en sus labios, el sucio cuello de su camisa, las manchas de su guerrera… Y dije, lentamente:
—Capote me pasaba el periódico «Ya». Yo lo leía y me aprendía de memoria los partes y las noticias de guerra y después informaba a mis amigos.
—Bien, pero eso ya lo sabemos —dijo la Marquesona.
—¡Qué chulo! —exclamó Portaviones.
—Sí, muy chulo —convino la Marquesona—, pero aquí, a los chulos…
—Los dejamos pronto más mansos que corderos —le interrumpió Mula Romera.
—¿Empiezo? —oí preguntar a Grijalba detrás de mí.
Pero la Marquesona le contuvo con un gesto, añadiendo:
—Espera. A lo mejor no hace falta —y me preguntó—: Dinos una cosa, sólo una cosa: ¿quién traía los periódicos?
Yo no podía decirlo, porque era tanto como descubrir a las mujeres de mis amigos, incluso a mi hermana. Y guardé silencio.
—¿Nos lo dices o no? —insistió la Marquesona, alzando el tono de voz, chirriándole las palabras.
Entonces, yo, no sé cómo ni por qué, como si me lo hubieran soplado al oído, dije, mirando cara a cara a mi interrogador:
—Eso, entre caballeros, ni se pregunta ni se contesta.
¡Para qué lo dije! Las manos de la Marquesona giraron vertiginosamente y cayó sobre mí una lluvia de bofetadas, rápidas como disparos de ametralladora. Por delante, por detrás, en la cabeza, y puñetazos en la espalda, en el vientre, en los costados. Me quedé atónito, paralizado. No creía, no comprendía que pudiera desencadenarse tal furia en frío, sin un motivo personal, sin una previa provocación, por una cosa tan fútil como la que me imputaban. No podía ser… Y los golpes no me dolían. Y oía los insultos:
—¿Caballero un hijo de puta como tú?
—¡Chulo!
—¡Cabrón!
Caí al suelo. Rodé. Ya no veía nada. Me arrinconaron a puntapiés en uno de los ángulos del calabozo. Yo debía estar hecho un ovillo, pero no lo sé, no lo recuerdo. Sólo recuerdo que hubo una pausa, que abrí entonces los ojos y les miré. Sobre mí estaban la Marquesona, Mula Romera, Portaviones y Grijalba, enormes, gigantescos, sudorosos, jadeantes. Recuerdo también que ya no tenía miedo y que les grité
—¡Cobardes, cobardes! ¿Por qué no me matáis ya?
Mula Romera se abalanzó entonces sobre la banqueta.
—Ahora verás —dijo.
Cogió la banqueta y la levantó sobre mi cabeza, pero le contuvo Grijalba.
—No, así no —y me dijo a mí—: Vamos, levántate.
Portaviones y la Marquesona me cogieron por los brazos y me pusieron en pie. Entonces dijo Grijalba:
—Dejádmelo a mí.
Vi que esgrimía la fusta y me cubrí los ojos con las manos. Y la fusta me mordió la cara, el cuello, el pecho, la cabeza, el vientre, las piernas… Lo que más me preocupaba era salvar mis ojos de un mal golpe, y lo único que sentía era una ola de fuego corriendo por mis venas. Los fustazos sonaban secos. No sé cuántos me dio. Hasta cansarse, pero no me dolían, y no grité y me envalentoné.
Siguió otra pausa. Por entre los dedos de la mano observé que la Marquesona, Mula Romera y Portaviones se habían cobijado en el hueco de la puerta para que Grijalba pudiese manejar la fusta con más soltura, y que Mediopelo permanecía solo, junto a la taza del retrete, como un testigo mudo y quieto, bien porque no quisiese intervenir en la función, bien porque la corpulencia de sus compañeros y la escasez de espacio no se lo permitieran.
—Ya está bien por ahora —dijo la Marquesona.
Grijalba resoplaba. Aún me tiró una coz dirigida aviesamente a mis órganos genitales, pero un movimiento instintivo de defensa por mi parte frustró sus intenciones e hizo que la bota resbalase por mi vientre.
—Vete pensándolo, porque volveremos —y la Marquesona hizo una seña a sus compinches para que se dispusieran a abandonar la celda.
—Será inútil. Tendréis que matarme —dije yo, fuera de mí.
Los ojos de la Marquesona relampaguearon, se movió rápidamente una de sus manos y recibí otra tremenda bofetada en pleno rostro.
—¡Chulo! Te voy a… —rugió Portaviones, amenazándome con sus puños.
—No, déjalo para cuando volvamos y esté frío —dijo la Marquesona.
Salieron. Cerraron la puerta. Apagaron la luz. Y de nuevo me quedé solo en la oscuridad. ¿Había sido todo una alucinación provocada por el miedo? Lo pensé. Casi me lo creí. Pero el ardor de la cara y el gusto de la sangre me confirmaron su realidad. Entonces sentí que me hundía en un gran vacío, como si, de repente, la tierra se hubiese abierto bajo mis pies. No podía asirme a nada, porque todo a mi alrededor era aire y sombra. Cerré los ojos, me encogí y me dejé arrastrar por aquella vasta y hueca soledad. Mi vida me pareció un sueño, un espejismo, un engaño. Mi infancia, mi juventud, mis amores, mis luchas, los paisajes, las ideas, los rostros conocidos y los rostros amados, ¿dónde estaban? Pregunté. Grité invocando los fantasmas de mi mente. Pero no obtuve ninguna respuesta. Sólo silencio. ¿Vivía? ¿Estaba muerto? ¿Qué me ocurría? (Dios, ¿qué es esto, dónde estoy, qué has hecho de mí?) Pero Dios permaneció inaccesible y mudo. Estaba, pues, definitivamente solo en medio de lo desconocido, en el fondo de una noche sin riberas, solo, solo, solo. Y me sacudió el estertor de un llanto profundo que no podía manar y me estrangulaba. Fue una agonía atroz, aniquiladora, hasta que brotaron las lágrimas y respiré lágrimas, lágrimas, lágrimas, y lloré, lloré, lloré… Lloraba con la mejilla sobre el muro. Lloraba como nunca había llorado desde que tuve uso de razón. Pero no lloraba por dolor físico ni por miedo. Lloraba de pena y desencanto porque el mundo en el que yo creía, en el que los libros y las palabras de los hombres me habían hecho creer, se hundía de repente delante de mí. Después de tanta filosofía, de tanta religión, de tanto derecho, de tanta ciencia, de tan maravillosas obras de arte, resultaba que el hombre seguía siendo una bestia furiosa y desalmada; un ser capaz de las más abyectas villanías, peor que una fiera, porque la fiera acomete y mata por hambre o por celo sexual y el hombre acomete y mata por placer. Y lloraba también por compasión hacia mí mismo; tan mísero, desamparado y débil me veía. Estaba a merced de aquellos energúmenos, sin nadie que me defendiese, sin nadie a quien recurrir. Me habían escarnecido, mancillado y profanado impunemente. Yo era una piltrafa. ¿Para qué servían la inteligencia, la cultura, la conciencia, la dignidad, el decoro, el honor, la honestidad, la honradez y todos los demás valores del espíritu? ¿Hijos de Dios? ¡Mentira! ¡Todo mentira! Yo había oído hablar de estos trances y leído mucho acerca de estas metamorfosis del hombre en bestia desnaturalizada. Pero eran conceptos remotos que provocaban en mí repulsas y condenas desde puntos de vista intelectuales y éticos, y entonces comprendí que ni esos conceptos ni esas reacciones respondían a la realidad, a esta profunda realidad humana, porque es una realidad negativa e incomprensible a la mente. Es lo que no es. Hay que pasar por ella, no para comprender, sino para percibir en toda su intensidad la aterradora sensación de no ser ni haber sido, la sensación de vacío absoluto, de negación total. Yo, Federico Olivares, no significo nada, no soy nadie, ni siquiera una sombra. No sé cómo decirlo, porque no se han inventado todavía las palabras ni los símbolos para expresarlo.
Cuando se encendió de nuevo la luz y penetraron en la celda los cinco inquisidores, yo me mantenía en la misma postura, pero ya no lloraba y estaba frío. Ni me volví siquiera a mirarles.
—¿Qué, lo has pensado bien? ¿Nos vas a decir ahora quién os proporcionaba los periódicos? —me preguntó la Marquesona.
Ni contesté ni me moví. Entonces Portaviones se me acercó y me abofeteó mientras decía:
—Ponte firme. Saluda.
No hice caso. Y empezó la zarabanda de golpes. Así como la primera vez no me dolían, la segunda, sí. La piel me escocía como si me la quemaran o fuese a estallar, y del fondo de mi cuerpo, de todos los escondrijos de mi carne, brotaba un dolor plural, como de mil heridas a la vez. Lo único que seguía protegiendo eran los ojos. Lo demás no me importaba. Prefería morir a quedar ciego. Y era tal la furia y la codicia de mis verdugos en su afán de hacerme daño que, a veces, se golpeaban entre sí.
—¡Coño, ten cuidado, que me has sacudido a mí!
Yo lo oía vagamente, como también alguna otra advertencia:
—No, en la nuca, no. En la cara, en la cara…
Sí, oía claramente mis propios gemidos. Sentí sangre y trozos de muela en la boca. (¿Por qué, por qué no me muero ahora mismo?) Y los golpes seguían. Volví a caer y me llevaron rodando, a patadas, de un extremo a otro de la celda. Y llegó un momento en que era tan grande el dolor que ya no lo sentía. El ruido, el jadeo y las voces de aquellos bárbaros se distanciaban, y pensé que iba a morir porque empezó a correr por mis venas y nervios un flujo de paz y consuelo, y porque alguien, desde muy lejos, decía:
—Ya está bien, ya está bien. Basta.
Después, silencio. Y, de repente, un impetuoso chorro de agua sobre mi rostro y una voz turbia:
—Ya se despabilará él solo.
Luego, sonó el portazo. No, no estaba muerto. Vivía. ¡Que tremenda desilusión! De nuevo me rodeaba la oscuridad. Y yo estaba sentado en el suelo, recostado contra el muro, chorreando agua, tiritando de frío. Y empecé a raciocinar. Me habían devuelto la conciencia volcando sobre mí el agua de un cubo. Y se habían ido. Pero volverían. ¿Hasta cuándo? ¿Qué hora es? La noche aparecía crucificada en el tragaluz, soplándome el relente de la madrugada que me transía de frío. Y me enderecé como pude, sobreponiéndome a los dolorosos calambres que recorrían mi cuerpo y al cansancio que pesaba sobre mis hombros y sobre mis riñones como un saco lleno de piedras. Mis piernas flaqueaban y, aunque me dolían, sus articulaciones funcionaron normalmente, al igual que las de los brazos, de lo que deduje que no tenía roto ningún hueso, salvo un diente y una muela cuyos trozos ya había escupido. Aunque ya mi cuerpo era un solo dolor, mi espíritu se recobraba del abatimiento en que cayera y comencé a sentirme orgulloso de mí mismo, por mi comportamiento. La Marquesona y sus auxiliares no habían logrado su propósito. Yo era más fuerte que ellos. Les había vencido. Y, poco a poco, fue invadiéndome una sensación nueva, la de que yo, precisamente yo, estaba representando el gran papel en la historia. Era un héroe. Sí, un héroe. Mil ejemplos anteriores en la lucha por la libertad y la dignidad del hombre, que leyera y admirara tantas veces, confirmaban mi condición de protagonista. Encerrado en aquella oscura celda, reducido a mí mismo, sin ninguna posibilidad de recibir auxilio de nadie, físicamente extenuado, yo encarnaba el espíritu indomable del hombre, más fuerte que el dolor, que el hambre y que la muerte. Yo era la idea. Yo era la razón. Yo representaba a todos los hombres que gemían bajo la opresión y era, por lo tanto, uno de los paladines de la gran causa. ¿Qué importaba, pues, sufrir, incluso morir, por ello? Valía la pena. La suerte me había elegido a mí y yo debía corresponder a tal honor con un ejemplo inolvidable. (Federico fue un hombre y un compañero de verdad). Que se me recordase así sería mi recompensa. ¡Hermosa recompensa! Y, si lograba sobrevivir a la prueba, algún día sería reconocido mi sacrificio, momento que yo no estaba dispuesto a perder por nadie ni por nada. (¡Aquí estoy, aquí me tenéis. No podréis conmigo!) Era tal mi exaltación que cerré los ojos para escuchar mejor dentro de mí las músicas heroicas de «La Marsellesa», la «Internacional» y «Las barricadas». La visión de las multitudes, hombres y mujeres y niños, marchando al compás de esas músicas por calles y campos, a través de montañas y ríos, bajo la lluvia y el sol, a la conquista de la libertad y el amor, me enardecía de tal manera que me olvidé de la miseria que me rodeaba. Así cuando la luz me obligó a abrir los párpados, las figuras de la Marquesona y de sus cómplices me parecieron irreales, fantasmas escapados de una pesadilla. Y no sé lo que yo debí parecerles a ellos, porque la Marquesona abrió los brazos en cruz y se lanzó él solo sobre mí, Me habló, pero yo no le oí. Luego, me cogió por la camisa, me zarandeó y me gritó
—¡Te voy a matar!
Creo recordar que me eché a reír y que le grité:
—¡Imbécil! ¿No ves que el triunfo es mío, sólo mío? Sí, debí gritarle esas palabras, porque luego, mientras rebotaba de uno en otro y caía finalmente al suelo, las repetí una y otra vez, hasta que desaparecieron y se apagó la luz. Entonces se levantó un vasto y creciente clamor de innumerables gargantas gritando al unísono mi nombre. ¡Federico Olivares! ¡Federico Olivares! La oceánica multitud ocupaba un espacio irreconocible. Podía ser un campo, podía ser una plaza, podía ser el mar. El clamor se acercaba y se alejaba y mi nombre percutía más fuerte o más débil, según el vaivén de un viento que yo no sentía o de unas olas que yo no veía. Porque yo oía, pero yo no veía ni sentía. Serían mis compañeros del patio general o de otros patios como aquel o de campos de concentración los que gritaban mi nombre. Aunque se hallaban tan lejos y en tan diversos lugares, llegaba hasta mí su voz para demostrarme su gratitud y su solidaridad. Sí, eran ellos. (¡Gracias, compañeros. Ya sabía yo que no estaba solo!) Miles y miles de hombres y mujeres pensaban en mí en aquellos momentos, celebraban mi triunfo y gritaban mi nombre en señal de victoria. ¡Federico Olivares! ¡Federico Olivares! Era la gloria, mi gloria…
—Vamos, levántese.
El coro triunfal de mis amigos cesó de pronto. La luz me daba en los ojos y era aquella una voz sin ira. Miré. A mi lado estaba Mediopelo, solo.
—El director quiere hablar con usted.
¿Quién? ¿Chico Listo? En ese momento yo no podía pensar y permanecí inmóvil. Entonces, Mediopelo me cogió por un brazo y tiró suavemente de mí hacia arriba y, mientras yo, maquinalmente, realizaba el gran esfuerzo de ponerme en pie, advertí en la mirada del pequeño funcionario un destello de compasión y hasta de simpatía, quizá. Ah, sí, claro. Y recordé vivamente lo acaecido, la realidad de las últimas horas mientras caminábamos por el túnel, y empecé a oír los gritos de alguien a quien estaban interrogando según el sistema empleado conmigo.
—¡Yo no sé nada! ¡Yo no sé nada!
Al volver la esquina del túnel, distinguí a Chico Listo, sentado en un sillón, puro en mano y con el perro a sus pies. En la celda inmediata, y a puerta abierta, tenía lugar el interrogatorio. Cuando, a indicación de Mediopelo, me detuve a pocos pasos de Chico Listo, éste hizo una seña a los inquisidores y cesó inmediatamente la operación de acoso y castigo de un hombre indefenso, y entonces pude ver a la víctima. Era Robleda. Tenía el rostro manchado de sangre y extraviada la mirada que, al cruzarse con la mía, se iluminó. Fue un instante, porque Chico Listo me requirió en seguida:
—¿Conque tú eres Federico Olivares, eh?
—Sí, señor.
Me miró de arriba abajo, lentamente, dio una chupada al cigarro, aventó el humo y, después, señalando a Robleda, volvió a preguntarme:
—¿Y ése?
—Nada. No sabe más que lo que yo le decía. Uno de tantos.
—Está bien —y habló después a la Marquesona—: Déjenle ya.
Salieron de la celda la Marquesona, Portaviones, Mula Romera y Grijalba, dejando encerrado en ella a mi amigo, mientras Chico Listo me decía:
—De manera que te niegas a decirnos quién traía los periódicos, ¿no es así?
Permanecí callado.
—En ese caso —continuó—, te haces responsable principal —marcó una pausa chupando el cigarro, y siguió diciendo a la vez que arrojaba el humo—: Bien. Pues tendremos que enviarte a Canarias. Ya sabes, lejos de la familia… Te lo has ganado —y, seguidamente, hizo una seña con la mano a Mediopelo para que nos retirásemos.
Y eso hicimos y volví a la celda, en la que ya encontré mi colchoneta y el resto de mi equipaje, incluso el rancho de la cena.
—Ya puede comer, si quiere, pero procure no dormir porque falta muy poco para el toque de diana —me dijo Mediopelo antes de dejarme encerrado.
Comprendí entonces por qué no me dejaron comer antes. Claro, para evitar los vómitos o un posible colapso por corte de digestión. Pero ya no tenía apetito. Sólo cansancio y sueño. Si hubiera podido desvanecerme en el aire, como la sombra en la luz, y desaparecer, o dormirme para no despertar… Pero, no. Tenía que vivir, quisiera o no, y afrontar el nuevo destino que se me imponía, el traslado a Canarias. Se me castigaba a estar lejos de la familia. Mi comunicación con ella se limitaría a las cartas reglamentarias y Alfonsina no podría ir a verme, dado el coste y las dificultades del viaje. También la ayuda en alimentos sería mucho más difícil. Evidentemente, la perspectiva no podía ser más desalentadora. Sin embargo, prefería marchar a Canarias a permanecer en el feudo de Chico Listo marcado como sujeto peligroso y sometido a un régimen de aislamiento por tiempo indeterminado. (El clima de Canarias es benigno permanentemente y al menos no faltarán el gofio y los plátanos). Lo que más me dolía de todo ello era el disgusto de mi madre. Ella creería que me llevaban al fin del mundo, del que no regresaría vivo. Y yo pensaba que tal vez fuera cierto o que, si tornaba algún día, no estuviera ella y fuese ya definitivamente imposible el reencuentro. (Ese es justamente el precio de mi dignidad).
Entre tanto, se había hecho de día, sin yo darme cuenta de ello. Por el tragaluz penetraba el albo resplandor inocente de la mañana. La pesadilla de la noche quedaba atrás, confusa en mi memoria. Me sentí como al despertar después de un largo viaje en tren, cansado, entumecido, seca la boca, sucios los ojos. Quise ponerme en pie, pero una intensa punzada en la ingle frenó mi ímpetu. (¿Qué es esto?) Me enderecé, sobreponiéndome al dolor, dificultosamente, y me bajé los pantalones y descubrí su origen. Tenía moraduras en el bajo vientre y enormemente inflamado el pubis, a causa de los golpes. Me desabroché también la camisa y pude distinguir varios hematomas en el pecho y en los costados. ¿Cómo tendría la cara? Me era imposible averiguarlo por carecer de espejo, si bien por las dolorosas sensaciones que obtuve al tacto deduje que debía parecer un cristo. El dolor más agudo provenía de la boca, con las encías desgarradas y sangrantes aún. El diente salió entero, pero no así la muela, de la que habían quedado dentro las raíces y algunas esquirlas. Me enjuagué y el frescor del agua me produjo momentáneamente un gran alivio que aproveché para realizar algunos movimientos gimnásticos, a fin de entrar en calor y de poner en juego los miembros más afectados por el castigo y la inmovilidad. Continué así hasta después del toque de diana.
Entonces me situé al fondo de la celda, bajo el tragaluz, y esperé. Al rato, oí sonar las llaves en las cerraduras de las celdas que iba abriendo Juan, el ordenanza, a la carrera. Inmediatamente, empezaron los gritos de ¡Arriba España!, a una voz o a varias voces sincrónicas. Se acercaba la Marquesona. Me puse en la actitud militar de firme y alcé el brazo. Sólo lo vi un segundo. ¡Arriba España! La puerta fue cerrada estrepitosamente por Pedro el chivato, pero yo permanecí en la misma posición hasta que, finalizado el recuento, retumbó en el túnel la orden de romper filas y, seguidamente la respuesta múltiple:
—¡Fran-co!
Luego, volvió el silencio, pero duró poco, porque en seguida llegaron los rancheros repartiendo el agua negra del desayuno. Aún humeaba y me confortó. Después, comí media onza de chocolate y un pequeño corrusco que cayeron en mi estómago vacío como piedras en un pozo muy profundo. Por último, partí en dos un cigarrillo y lié uno con la mitad, y el tabaco, saboreado deleitosamente, me oreó la conciencia y me devolvió el gusto de la vida. Se me despejó la mente y un flujo de energía corrió por mis venas y por mis nervios y me sentí joven y fuerte, a pesar de las magulladuras. La luz que se vertía por el ventanuco enrejado era un mensaje de esperanza y de ilusión para mí, indescifrable, misterioso, pero arrebatador, un torbellino de sensaciones plenarias. Hubiera gritado y cantado y saltado, pero me contuve y, a cambio, ordené mis cosas, alcé el catre de hierro empotrado en la pared, aseé la celda y, finalmente, gocé el agua chapuzándome varias veces en el cubo.
El relevo de funcionarios me sorprendió en plena exaltación todavía. No obstante, me situé en el lugar debido y aguardé en posición de firme. Juan abrió la puerta y en su marco aparecieron la Marquesona y otro oficial de prisiones. Grité ¡Arriba España! brazo en alto y, entonces, el nuevo funcionario traspuso solo el umbral de la celda y avanzó hacia mí. Observé que era cargado de espaldas y que caminaba lentamente con los pies abiertos hacia afuera. Vi sus ojos oscuros y tristes y el gran bigote negro que le cubría el labio superior y casi le tapaba la boca. (Este tipo es Stalin).
Y, de pronto, inesperadamente, sentí un fuerte bofetón en plena cara.
—Esto es para que no te olvides de dónde estás —me dijo Stalin con voz átona y tranquila.
Me volvió la espalda y salió. Y Pedro cerró la puerta y, al quedarme otra vez solo, eran tales mi confusión y mi atonitez que ya no sabía si estaba dormido o despierto, si en realidad comenzaba un nuevo día o si, por el contrario, continuaba la noche de mi tormento.