Las filas de presos desembocan en el patio por las cuatro grandes puertas situadas en sus cuatro ángulos para la formación matutina, bajo la vigilancia de Goering y de los guardianes de servicio. Los hombres tosen y carraspean y levantan con sus pies un rumor amordazado y monótono. Los gorriones juguetean y pían alegremente en el aire encalmado, sedoso y limpio. El sol enciende destellos en la veleta de la torre y destiñe el azul turquesa de un cielo sin nubes, cóncavo y altísimo. Aunque aún no se ha evaporado del todo el frescor de la noche, se presiente que el día va a ser extremadamente caluroso.
Terminada la formación, comienza el canto de los himnos brazo en alto. Suenan roncas, tristes, afónicas las voces de los hombres y, pese a sus ritmos marciales, las músicas se convierten en melopeas casi funerarias. Ni la alegría de la mañana, ni el alborozo de los pájaros ni el vibrante compás de los himnos alteran el ánimo maltrecho de aquella muchedumbre de seres desfallecidos y humillados, que son hombres todavía.
De los tres vivas finales, el último, ¡Libre!, se remonta por encima de los tejados, a pesar de las duras represalias a que se exponen por ello los reclusos. Goering pasa por alto el detalle, porque sabe que es inútil todo intento de impedirlo.
—¡Rompan filas!
—¡Fran-co!
Los presos, como las limaduras de hierro, se mueven atraídas por diversos imanes. Inmediatamente se forman corros, círculos y tertulias, y todo el mundo rompe a hablar, y comienza a elevarse por sobre las cabezas el zumbido disonante de sus voces. Como todas las mañanas, los miembros del Almirantazgo acuden a la reunión inicial de la jornada para inquirir noticias, como si a esa hora, después del encierro de la noche, fuera posible aportar alguna nueva información.
—¿Qué hay de nuevo?
Es el saludo. Luego, los fumadores encienden sus cigarrillos.
—No sé, no sé, pero me huelo que ocurre algo raro —y Robleda hace el gesto de olfatear en el aire.
—Sí, yo también sospecho, apecho y acecho —dice Agustín, guiñando un ojo.
Efectivamente, todos ventean, barruntan, presienten alguna novedad. Su instinto les alerta. Y se analizan pequeños detalles coincidentes. Por ejemplo, los guardianes han efectuado el recuento más rápidamente que nunca.
—El nuestro parecía muy preocupado.
—Toma, y el nuestro.
Se les ha visto cuchichear gravemente entre ellos durante la formación. Tenían mala jeta. Hasta Goering parecía distraído mientras cantaba.
—¿Verdad que sí?
—Hombre, como si pensara en otra cosa.
Después, los guardianes han entrado en jefatura.
—Mira, y ahora salen.
Así es, y ocupan los cuatro ángulos del patio y, subidos a los poyetes de cemento, observan con inusitada atención la fluctuante masa de los presos.
—¿Qué será?
Pero nadie aporta una respuesta convincente.
—Cualquiera lo sabe, pero seguramente no les gusta mucho.
—Quizá lo sepan los comunistas —dice Higinio.
—Nerviosos sí que están —advierte Olivares.
—Pues no. Les pasa lo que a nosotros, que están mosqueados sin saber por qué. He hablado con Rodrigo —dice Agustín— y me ha preguntado si sabíamos algo. Así que como no nos saque de duda el submarino del Bósforo, tendremos que esperar a que empiecen las comunicaciones para saber lo que ocurre, porque algo ocurre. Y esto es todo lo que se me ocurre.
—También puede enterarse Pablo por el médico oficial. Si es importante la noticia, no tardará mucho en venir a informarnos —dice Olivares.
—Hombre, claro. Siempre lo hace —asiente Molina.
—Pero a lo mejor Matías no puede escabullirse ahora ni el médico oficial suelta prenda. Yo creo que deberíamos intentarlo por algún otro medio, aunque yo no sepa cual pueda ser —responde Agustín, y añade—: Coño, tenemos que enterarnos antes que los comunistas.
—Tienes razón y voy a intentarlo ahora mismo —y Olivares sale del corro, se desliza entre los grupos y se acerca a la ventanilla del economato.
Manolo, apoyado en la ventanilla, fuma mirando al patio. Al ver a Olivares se le alegran los ojos.
—El primer cliente del día —dice jocosamente en voz alta y hace un guiño a Olivares para que mire tras él. En el fondo y de cara a ellos, el Estuka lee un periódico, sentado a una mesa—. ¿Qué quieres?
—Papel de fumar —y añade en voz baja:
—¿Qué pasa, Manolo?
—¿Qué marca prefieres? —y en un susurro—: La radio ha dicho…
—De Gol —y entre dientes—: ¿Qué ha dicho?
—Hace tiempo que no tenemos de Gol, hombre —y le sopla—: Que los alemanes han invadido Rusia sin previa declaración de guerra, como siempre—. ¿Quieres Bambú?
—No, no me gusta el Bambú, Manolo. ¿Estás seguro, seguro —recalca— de que no te queda ni un solo librito de Gol?
—Claro que sí. Si no estuviera completamente seguro, no te lo hubiese dicho.
—Pues siento que para ser el primer cliente del día…
—Bah, no te preocupes. Otro vendrá —y Manolo vuelve a guiñarle un ojo—. Este negocio no falla.
Olivares, tras corresponder a Manolo con un gesto de inteligencia, abandona la ventanilla y se dirige hacia el Almirantazgo, pero se le interpone el Tábano a medio camino. El Tábano, quizás el más intrigante, bullidor e intransigente de los caciques comunistas. Se miran los dos hombres; Olivares, muy sorprendido, y más cuando el Tábano le coge por un brazo y le pregunta:
—¿Qué?
Olivares advierte el apuro en que se encuentra el Tábano y sonríe, pero le retruca con aire inocente:
—¿Qué de qué?
El Tábano bizquea de tan intensamente como le mira.
—Que qué pasa.
—Ah, vamos. ¿Es que no lo sabéis?
—¿Qué es lo que no sabemos? —repite el Tábano, ya irritado.
Pero Olivares aún abusa un poco más de su impotencia.
—Pues parece mentira, tratándose de lo que se trata.
—¿Es algo grave? —y el Tábano vuelve a cogerle por el brazo.
—Me parece que sí.
—Bueno, ¿quieres decirme de qué se trata?
—Claro que sí, hombre. Pues que Hitler ha atacado a Stalin —el Tábano palidece intensamente—, y que a estas horas están zurrándose la badana a todo meter alemanes y rusos. Lo ha dicho la radio.
Los ojos del Tábano se iluminan y su rostro se colorea, pero es una reacción que cede rápidamente.
—No será una broma, ¿eh? Tendría muy mala leche.
—No. ¡Palabra! La fuente es buena.
El Tábano se frota las manos de contento.
—Es formidable —dice—. Nosotros estábamos esperando esta noticia desde el primer día de la guerra.
—Era inevitable, sí.
—Ahora sabrán los alemanes lo que es bueno. El ejército rojo es invencible, ya lo verás. El ejército rojo es el pueblo soviético en armas y no una masa de reclutas que no sabe por qué hace la guerra o sabe que lucha por intereses que no son los suyos. Se acabó la guerra capitalista y empieza la guerra revolucionaria. De ahora en adelante…
—Bueno, bueno —le ataja Olivares—, lo que hace falta es que termine pronto.
El optimismo del Tábano se desborda.
—Meses. Para Navidad, Hitler habrá capitulado.
—¡Ojalá!
—No lo dudes, camarada.
El Tábano no puede reprimir su nerviosismo.
—Hay que hacer correr la noticia inmediatamente —y alarga una mano a Olivares—. Gracias, camarada. Olivares estrecha la mano que le tiende y dice:
—De nada, compañero.
El Tábano corre hacia los suyos y Olivares queda un momento pensativo. (Vaya, ya está permitido luchar al lado de los países democráticos. Ya no es fascista Churchill. Ahora la guerra va en serio. Todo depende de lo que haga o diga Stalin, pero, a pesar de todo, seguiremos divididos, por absurdo que parezca. Bien).
Los del Almirantazgo esperan impacientes a que hable Federico:
—Sí, muchachos, una gran noticia. Los alemanes han atacado a Rusia. Ya está en danza también el famoso ejército rojo. Lo ha dicho la radio esta mañana.
—¡Hostias! —exclama Agustín—. Parece que Hitler ha picado en el anzuelo del gran zorro.
—Sí, y gracias a la resistencia de los ingleses —dice Molina, y añade—: De todas maneras, poco importa eso ahora. Lo que sí tiene importancia en estos momentos es que Hitler va a encontrar la horma de su zapato. Y Stalin también. El choque va a ser tremendo y, sea cualquiera el que gane, van a quedar destrozados los dos. Mientras tanto, los ingleses, con el apoyo de los norteamericanos en armas y dinero, podrán prepararse para la batalla final.
—¡Qué chocazo! —y brillan de entusiasmo los ojos azules de Robleda—. ¿Habéis visto pelear a dos carneros? Pues, igual, sólo que estos son dos carneros padres que no pueden estar en el mismo rebaño y uno de los dos tiene que desaparecer.
—O los dos —apunta Agustín.
—Exacto, o los dos. Pudiera ser así —afirma Molina.
—¿Cuántos soldados puede poner en pie de guerra Stalin, cuántos millones de soldados? —preguntó Robleda.
—Lo menos veinte —contesta Higinio.
—El famoso rulo ruso —dice Molina.
—¿Os imagináis a todos los habitantes de España transformados en hombres de veinte años y encuadrados en unidades militares bien armadas y entrenadas? Pues una cosa así debe ser el ejército rojo —sugiere Olivares.
Y todos ven con la imaginación la ingente masa arrolladora del ejército rojo aplastando, devastando, triturando…
El patio crepita. Es un volcán en erupción. Los rumores crecen y se encrespan. Los hombres tienen que gritar para entenderse y Goering aparece en la puerta de jefatura, pistola al cinto, la gorra caída hacia atrás, las manos en la cintura, abiertas las piernas, desafiante, pero pálido y visiblemente nervioso e intranquilo. Los guardianes, en lo alto de los poyetes, mantienen su actitud vigilante.
Como Olivares parece caviloso, le pregunta Molina
—Y tú, ¿qué piensas, Federico?
Federico se encoge de hombros.
—Pues estaba pensando que si España no entra en la guerra, y parece que no, nosotros lo vamos a pasar muy mal. Si dice Inglaterra la última palabra, nos considerarán comunistas y, claro, nada; y si es Rusia la que se impone, se nos tildará de anticomunistas y antirrevolucionarios. Así que, en cualquier caso, nos tocará perder. ¿Te das cuenta?
Parece que las palabras de Olivares hacen mella en Molina, que se queda un instante mirando a su amigo en silencio como si buscara una respuesta y, al final, dice:
—Sería el colmo, pero puede que tengas razón. De todas maneras tendríamos la satisfacción de ver morder el polvo a los que nos tienen encerrados aquí, porque del fascismo español no quedarían ni los rabos.
En estas, llega Pablo, que interrumpe el diálogo entre Olivares y Molina, a quienes sorprende su expresión grave y preocupada. (¿Quién se habrá muerto hoy?)
Pablo confirma lo de Rusia. Sí, es cierto. Hitler, según el médico oficial, ha decidido acabar con Stalin para arremeter luego contra los británicos, libre de cualquier amenaza por la espalda. Pero dice a continuación:
—También me ha dado el médico oficial una mala noticia, por lo menos para mí. Esta mañana ha sido trasladado el coronel a otra prisión, no sé cual, y, al cachearle, le han encontrado un cuaderno en que ha ido anotando diariamente sus impresiones. Y, claro, aparecen en el cuaderno varias alusiones a los resúmenes de noticias que le pasaban «el mediquín» y «el cuentista».
—Bueno, ¿y qué? —le replica Agustín, atolondradamente, sin coger onda.
—¿Cómo que y qué? ¿Quién si no yo, que paso todos los días a celdas, puede ser «el mediquín»?
Adolfo se asombra de la conducta del coronel.
—Mira tú: escribir esas cosas…
Molina mueve pesarosamente la cabeza y se lamenta:
—Ya, ya… ¡qué ingenuidad!
—Por lo tanto —concluye Pablo—, me veo en celdas.
—Nos vemos en celdas —le rectifica Olivares—, porque «el cuentista» soy yo.
—Sí, pero ellos no pueden adivinarlo, y por mí no lo van a saber. De eso sí que puedes estar seguro.
Los dos amigos se miran a los ojos, en los que chispea la emoción, y sus compañeros, incluido Agustín, que ha comprendido ya lo que pasa, se sienten ominosamente impresionados por el peligro que se cierne sobre Olivares y Pablo.
—Y bien seguro que estoy —dice Olivares a Pablo—, pero, desengáñate, está bien claro que «el mediquín» y «el cuentista» son dos personas distintas. Si cogen a una, buscarán a la otra y no pararán hasta que la encuentren. Y es lógico. Eso mismo haría yo en su lugar. Y, aunque tú no digas nada, no faltará el chivato que nos traicione. Menudos son Chico Listo y pandilla. Así que existen noventa probabilidades contra diez de encontrarme.
Entre tanto, continúa manteniéndose en alto la marea del patio. Goering, una vez demostrada su bizarría, ha entrado de nuevo en jefatura. El pregonero se desgañita para hacerse oír:
—¡Atención!
Nadie le oye. La gente se ha olvidado del hambre, del miedo, de las comunicaciones, de todo, y sólo muestra interés por la gran noticia, cuyos comentarios proliferan, se retuercen y se transforman de tal modo que ya no es el hecho en sí lo que se discute y analiza, sino sus más remotas y fantásticas consecuencias, más allá de la realidad y por encima de la lógica. El voceador repite su llamada una y otra vez, con el mismo resultado negativo, hasta que acude en su ayuda el corneta. La aguda nota sostenida, vibrante, zigzaguea como una flecha entre los hombres para prender su atención. Y lo consigue. El clamor se quiebra, se corta, y entonces se oye:
—¡Oído! Pablo Castro González, ¡que se presente en jefatura!
Pablo palidece intensamente, pero se recobra con suma rapidez. Y le brillan los ojos. Sus compañeros, sobrecogidos, no saben qué decir. Él tampoco dice nada y, cuando aquéllos reaccionan, ya sólo alcanzan a ver su bata blanca deslizándose por entre los grupos, que siguen discutiendo y vociferando ajenos a la suerte que le espera.
Es Olivares el que rompe el silencio en el Almirantazgo:
—Antes de que me llamen a mí, es necesario designar al que haya de leer la prensa en adelante.
—Yo, si no os parece mal —se adelanta a decir Agustín—. Tengo buena memoria.
Me ofrecí como sustituto de Olivares para el caso de que fuese descubierto y castigado, espontáneamente, algo a la ligera como es costumbre en mí, no lo puedo remediar, por afecto a mi amigo, como si fuese la mejor manera de demostrarle mi solidaridad en un momento como aquel, pero sin darme cuenta (ay, esta falta mía de perspicacia en ciertas ocasiones) de que era tanto como dar por cierta su desgracia. Luego, Molina me dijo que yo había metido la pata. Pero, afortunadamente, no fue necesario aceptar mi ofrecimiento, porque Pablo se portó como un valiente. Aguantó como un jabato las brutalidades de la Marquesona y de sus ayudantes en el transcurso de varias horas de interrogatorios, sin salirse de su primera declaración. Sí, el había introducido en la celda del coronel, valiéndose de las facilidades que le brindaba su condición de practicante en el departamento celular, boletines con noticias de guerra, las que circulaban por el patio, firmándolas, unas veces, como «el mediquín», y, otras, como «el cuentista», o con ambos seudónimos conjuntamente, para darle a entender que se trataba de la misma persona. De ahí no le sacaron. Juan el ordenanza nos contó cómo en medio de la zarabanda de golpes e insultos se oía siempre el mismo grito de Pablo: Yo soy el cuentista y el mediquín. Yo soy el cuentista y el mediquín. Naturalmente, ha quedado confinado en celda por tiempo indefinido, pero sabemos que su familia está gestionando activamente su traslado a una prisión de Madrid, con muchas probabilidades de conseguirlo. Algún día, si logramos sobrevivir a tanta penuria y a tanto miedo, brindaremos por él sus amigos y cantaremos el Tipperary en su honor. A todo esto, el pobre Olivares ha sufrido una crisis de conciencia que ha estado a punto de perderle, porque cuando se enteró de la prueba a que Pablo estaba siendo sometido, decidió presentarse en jefatura y confesar su participación en el asunto del coronel. Si no lo hizo fue gracias a que Molina y yo logramos convencerle, tras muchos forcejeos, de que no lograría con ello aliviar a Pablo y sí perjudicarse inútilmente él y perjudicarnos a nosotros, que le necesitábamos en el patio; que el resultado sería dar gusto a Chico Listo y un gran disgusto a su hermana y, probablemente, también a su madre, porque ella acabaría por enterarse. Esta última consideración fue, quizá, la que le contuvo, porque su madre padece una grave enfermedad y Federico es capaz de dejarse matar por evitarle un nuevo dolor. (Bastante he hecho sufrir a la pobre. No me cabe duda de que el mal de Parkinson me lo debe a mí). Y, por si fuera poco todo eso, parió la abuela.
Sí, porque desde el día en que Alemania atacó a Rusia, Chico Listo desencadenó también una gran ofensiva contra nosotros. Empezó aquella misma noche. Poco antes del recuento se presentaron en las salas funcionarios con listas de nombres que leían en voz alta, diciendo después:
—¡A formar! ¡Con todo!
Una vez reunidos los designados con su equipaje a cuestas, se les ordenaba:
—¡De frente, march! —y desaparecían.
Fue un susto de muerte porque nos traía el recuerdo de las siniestras noches de saca en Madrid, cuando, tras cada nombre, el funcionario añadía:
—Coja la manta —que era una especie de eufemismo con el que se significaba el inmediato destino del nombrado la capilla y la ejecución.
¿Castigo ahora? ¿Traslado? ¿Algo peor? Pero, ¿qué, por qué, para qué? Lo peor en estos casos es la incertidumbre, que da pie a las más funestas suposiciones. De lo que estábamos seguros es de que no los elegían para premiarles, ni para devolverles la libertad, ni para regalarles nada, sino todo lo contrario. Que nosotros supiéramos, ninguno de ellos había cometido una falta grave y, además, muchos, casi la mayoría de ellos, eran presos del montón, anónimos. Por ello fue inútil que nos estrujáramos la sesera durante toda la noche, noche de insomnio, por supuesto, para encontrar una pista que nos orientase en aquella nueva situación. Hasta la mañana siguiente no pudimos saber que los habían encerrado en celdas sin más explicaciones. Pertenecientes a todas las tendencias, no podía pensarse que la operación fuese dirigida contra una facción determinada, y estaban mezclados en celdas comunes, excepto Ramón Tovar, coronel de milicias, comunista, y nuestro amigo Molina, los más destacados entre todos, sin duda, quienes fueron destinados a la galería de condenados a muerte, cada uno en una celda, solos, bajo un régimen especial de incomunicación. Las bajas en el Almirantazgo, salvo la de Molina, fueron insignificantes y pudieron ser reemplazadas rápidamente sin quebranto para la organización. En noches sucesivas, se repitieron las redadas, en cada una de las cuales caían de treinta a cuarenta hombres, y pronto quedó claro para nosotros que lo que Chico Listo perseguía con esas operaciones nocturnas era desencadenar una ola de terror entre los reclusos que contrarrestase el optimismo alentado en ellos por la entrada de Rusia en la guerra. Y lo consiguió ciertamente en las tres o cuatro primeras noches, en que todos temíamos, apercibidos para lo peor, que el guardián apareciese con la lista, pero desde el momento en que comprobamos que el castigo no iba más allá de una reclusión colectiva en celdas, sin previos interrogatorios por el método de la Marquesona, las redadas, en vez de atemorizarnos, se convirtieron en un motivo de excitación que alteraba la monótona pesadumbre de nuestra vida. Además, ofrecían un heroísmo barato, sin riesgo, al que de buena gana se hubieran apuntado muchos con tal de singularizarse, de distinguirse, de sobresalir de alguna manera en la gran masa incolora. También nos demostró con ello Chico Listo que no disponía de buena información. Se salvaron de la pesca el Tábano y otros conspicuos comunistas, y Conde, dirigente nacional de la CNT, ingeniero que con su cráneo afeitado y sus lentes sin patillas ni cerco metálico, sujetas a la nariz por una pinza, parecía un oficial prusiano.
Los comunistas, por su parte, tan pronto se confirmó el ataque hitleriano a la Unión Soviética, dejaron correr la voz de que habían nombrado un «comité de rastrillo» que se encargará de decidir, en la hora del triunfo, quienes de entre nosotros saldrán en libertad y quienes seguirán encerrados por antirrevolucionarios. Y no es una broma inventada por algún memo, no.
—Que va —me dijo Olivares—. Es que de verdad se creen ya los amos y no les importa disimular lo que piensan porque eso es lo que piensan y eso es lo que harían, si pudiesen, en el caso de que Stalin impusiera la paz a Europa, no lo dudes Agustín.
Y yo no lo dudo, sino que pienso que las cosas no les van a resultar tan fáciles y sencillas como ellos creen. Sin embargo, no tiene ninguna gracia que hayamos de hacer frente a las acometidas de Chico Listo, por un lado, y a las amenazas de los comunistas, por otro. Y resulta paradójico que sean precisamente los alemanes quienes han hecho aflojar un poco las garras a Chico Listo y a bajar también los humos a los comunistas. Ni aquél ni éstos podían prever lo que ha ocurrido. Ni Olivares ni ninguno de nosotros, por supuesto, estupefactos, lograba entender la situación.
—¿Te acuerdas de «Golpe por golpe», aquella película soviética sobre el ejército rojo que tanta difusión tuvo durante nuestra guerra?
Claro que me acordaba. La había visto más de una vez. En ella, el ejército rojo, mandado por Vorochilov, Budienny y Timotchenko, que aparecían a caballo, imponentes, destrozaba en horas a los ejércitos hitlerianos invasores de la sagrada tierra soviética. ¡Cómo caían, fulminados, los aviones de la cruz gamada! Era como un anticipo del futuro, como una profecía, y, a la vez, un aviso disuasorio a los presuntos agresores de la patria del proletariado. Ya lo creo que me acordaba.
—Pues ha resultado al revés de como en la película se nos contaba. Los aviones rusos ni siquiera han podido levantar el vuelo y el ejército rojo es como un queso que Hitler corta en rodajas con sus tanques. ¿Dónde están y qué hacen Vorochilov, Budienny y Timotchenko? Parece un mal sueño lo que está pasando en Rusia. A veces lo dudo y a veces pienso que es una mentira de la propaganda alemana, pero cuando leo las crónicas de Londres o el «O Seculo» no tengo más remedio que admitirlo.
En efecto, es increíble. Aunque los alemanes exageren, la verdad es que entrampillan a millones de prisioneros y avanzan y avanzan por las estepas rusas como si se tratase de unas maniobras militares. Y claro, los fascistas de aquí saltan de alegría y Chico Listo ya no tiene necesidad de asustarnos. Tan seguros están del derrumbamiento del régimen soviético que han enviado una división para que participe en el desfile victorioso por la plaza Roja de Moscú.
Desde que Pablo y Molina fueron encerrados en celdas, Olivares y yo hemos intimado aún más. Estamos juntos todo el día y entre los dos tratamos de sostener la moral de nuestros compañeros. Ahora, Federico tiene que hacer cada vez un gran esfuerzo para transmitirnos las noticias de prensa de forma que sepamos la verdad, pero sin que tantas y tan adversas verdades nos hundan en la desesperación. Siempre guarda para el final algún comentario esperanzador. La campaña de Rusia permite a Inglaterra reponerse y prepararse con la ayuda norteamericana, y Roosevelt, que ya ha acudido en socorro de Rusia, no permitirá que Hitler tumbe a Stalin, y lo más probable es que, al final, como ya ocurrió en la guerra del 14, sean los Estados Unidos quienes decidan la cuestión. Por otra parte, Stalin tendrá que declarar la guerra a Franco por haber enviado éste tropas contra él, y como Rusia es aliada de Inglaterra y los enemigos de mis amigos, enemigos míos son, Inglaterra se encontrará en guerra con España y Franco se verá envuelto en el conflicto al lado de Alemania, tal como pensábamos al principio. Este razonamiento de Olivares es tan sencillo y claro que nos convence.
—Lo malo de todo ello —me ha dicho a mí, a solas— es que la guerra se complica más cada día. Ello quiere decir también que se alarga. ¿Aguantaremos nosotros hasta el final? Y cuando Rusia declare la guerra a España, ¿qué van a hacer aquí con nosotros? ¿Te das cuenta, Agustín?
—¿Y si Stalin no declara la guerra a Franco? Que todo puede ser, ¿no? —le repliqué yo por llevarle la contraria.
—Pero eso no puede ser, Agustín, no puede ser de ninguna manera —me contestó.
—Bien, pero supongámoslo. ¿Qué pasaría entonces?
Olivares miró más allá de mí, como abstraído, y movió pensativamente la cabeza antes de contestarme:
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? Todo son suposiciones pero si eso ocurriera, Franco se apuntaría un gran tanto a su favor para con las democracias. No lo olvides. No pretendo dar por sentado que en España no cambiarán las cosas, no. Por supuesto que cambiarán, pero lo que veo difícil, por no decir imposible, es que ese cambio lo hagamos nosotros, es decir, que nosotros salgamos de aquí para tomar el poder y que los fascistas nos releven en las cárceles. Vamos, lo que pasó al final de nuestra guerra, pero al revés. No. Porque, ¿quiénes somos nosotros? ¿Los republicanos, los socialistas, los anarcosindicalistas, los comunistas? Además, no hay que olvidar tampoco que los que tienen aquí la sartén por el mango son los fascistas. ¿Tú crees que van a ser tan tontos como para entregarnos el poder así, por las buenas, para que nosotros los machaquemos después a gusto? ¡Ni hablar! Antes nos fusilarían a todos.
Yo le objeté entonces que olvidaba a los compañeros que habían logrado salir de España. Seguramente estarían preparados y en relación con los partidos y las organizaciones antifascistas de todo el mundo, y también con sus gobiernos, con los gobiernos aliados. Pero Federico fue tajante:
—¿Esos? ¿Y quienes son esos? ¿Quién les va a hacer caso si están más divididos que nosotros aquí?
—Entonces… Porque, puestas así las cosas, veo que el toro nos coge de todas maneras.
—Mira, Agustín: lo mejor es no pensar en ello. Hazme caso. Nuestra primera, y yo creo que única, obligación es sobrevivir. Después… —se encogió de hombros y prosiguió diciendo—: En esta guerra no hay nada seguro. Ya ves lo que está ocurriendo en Rusia. ¿Quién iba a pensar que el ejército rojo se deshiciese como la mantequilla? Eso quiere decir, ni más ni menos, que las situaciones pueden cambiar de la noche a la mañana. Sobrevivir, sobrevivir, sobrevivir, esa es la cuestión, amigo mío.
Entre tanto, sigue la racha de las noticias negras. El ejército rojo se parece a nuestras milicias de principios de la guerra civil. Los rusos, por lo que sea, se dejan coger como conejos y por cientos de miles. ¿Es eso un ejército? Los comunistas, qué tíos, dicen que se trata de una retirada estratégica concebida por el genio de Stalin para separar a los alemanes de sus bases de aprovisionamiento y llevarlos tan lejos que los devore el inmenso espacio ruso. Pero, ¿y las fábricas destruidas, los tanques y aviones perdidos y los miles y miles de soldados hechos prisioneros por los alemanes? Bah. Ese es el cebo que llevará a los hitlerianos a caer en la trampa de Stalin. Resulta, según los comunistas, que las fábricas son aparentes y, el material, pura chatarra inservible, y los prisioneros, un problema más para Hitler, porque algo tendrá que darles de comer y porque, además, constituyen un gran peligro en su retaguardia. Y se quedan tan tranquilos. ¡Estos comunistas son la rehostia! ¿Se creerán lo que dicen?
—Tienen que creérselo —dice Federico—. Si no se lo creyeran, no les quedaría otro camino que renegar de su partido y de Stalin, pero ¿a cambio de qué? De nada.
Y los alemanes siguen avanzando y tomando ciudades y aniquilando divisiones y más divisiones rusas. Nuestros comunistas dirán lo que quieran, pero lo cierto es que ya no hablan de su «comité de rastrillo» y que nosotros nos permitimos algunas bromas de mala leche.
—¿Cómo es posible que los alemanes hayan podido coger seiscientos mil prisioneros rusos en un solo copo? —preguntamos.
—Hombre, claro. ¿No ves que los seiscientos mil rusos estaban solos? —contestamos.
Comprendo que es como para que nos asesinen, pero de alguna manera hemos de corresponder a sus bravuconadas y amenazas, aunque, en el fondo, lamentemos tanto como ellos las derrotas rusas. Las lamentamos, cómo no, a pesar de que nos hayan favorecido de momento, ya que Chico Listo suspendió las redadas nocturnas tan pronto vio que los alemanes barrían fácilmente a los soviéticos, y han empezado a ser reintegrados al patio las víctimas de aquellas redadas, excepto Molina y Tovar, porque, en definitiva, son derrotas que nos apuntan por igual nuestros comunes enemigos, los fascistas, para los que todos somos igualmente rojos, igualmente enemigos e igualmente indeseables.
Naturalmente, no nos hemos olvidado ni de Molina ni de Pablo y mantenemos comunicación con ellos a través de Acisclo, que duerme junto a Olivares. Acisclo, que es tartamudo, y Vicente, casi sordo del todo, son los barberos que atienden al personal masculino confinado en celdas, porque las autoridades de la prisión piensan seguramente que por sus taras físicas ofrecen más seguridades para mantener la incomunicación entre los reclusos del patio y los del departamento celular. Pero Acisclo es mucho más hábil e inteligente de lo que aparenta, y burla siempre que quiere la vigilancia de los funcionarios y la aún más pegajosa de Pedro el chivato. Él es el que hace llegar nuestros boletines a nuestros amigos y por él sabemos que Pablo espera ser trasladado en breve a la prisión madrileña de Yeserías.
Desgraciadamente, las noticias del exterior son catastróficas, y las del interior del penal se reducen a fútbol, boxeo, desfiles, calor y hambre. Hambre, hambre, hambre. ¿Podré comer algún día como una persona? ¿Podré beberme algún día una caña de cerveza? Ay, madre. Ya he olvidado el sabor de la cerveza. Y, menos mal, que tengo un estómago que digiere lo que le eche, que, si no, ya estaría yo en el «batallón de los fatis», porque desde que Pablo y Molina pasaron a celdas, tengo que atenerme al rancho y a lo poco que puede traerme la señora Engracia, mi madre. ¡Pobre vieja mía! También Olivares lo está pasando mal, tan mal que no puede ayudarme. Bastante hará él con mantenerse en pie. Es tal la escasez de alimentos en la calle que no se encuentran ni a peso de oro. Olivares ha tenido que recurrir a un amigo de sus tiempos de estudiante, que combatió en las filas de Franco y cuyo padre es dueño de una tienda de comestibles. Le envió un SOS desesperado en una carta clandestina. Le decía en ella poco más o menos lo siguiente: Manolo, si no me mandas algo de comer, me moriré de hambre aquí. Y el tal Manolo le respondió inmediatamente, cosa rara en estos tiempos, en los que hasta los familiares más allegados se olvidan de nosotros. Cada mes le envía uno o dos paquetes con víveres: galletas, chocolate, leche en polvo y hasta morcillas serranas. Cuando esto ocurre, Olivares me invita a comer con él y me habla de su amigo:
—Manolo y yo cursamos juntos el bachillerato. Luego, él estudió comercio y yo, magisterio. Coincidimos en Madrid, él, preparando las oposiciones al Banco de España y yo, cumpliendo el servicio militar. ¡Qué tiempos, Agustín, qué tiempos! Manolo contaba con diez duros al mes para sus gastos y yo, con lo que me pagaban en el periódico «La Tierra» por mis artículos, tres duros por artículo, uno o dos a la semana, y con el rebaje de rancho, pues había logrado salir del cuartel en calidad de asistente de un oficial soltero, cuyo servicio sólo me obligaba a llevarle la comida los días en que hacía guardia. El resto del tiempo, completamente libre. ¡Figúrate! Hacíamos vida de cafés, cines, cabarets, por cuatro perras, Agustín, por cuatro perras y, eso sí, mucha cara. No nos acostábamos nunca antes de las tres de la madrugada. Me acuerdo que en la despedida del año 33 estuvimos de cachondeo desde las once de la noche hasta las siete de la mañana siguiente, de bar en bar, de cabaret en cabaret, el «Trianón», el «Regiones», el «Edén Concert» y otros, con un capital de ocho pesetas entre los dos. No sé ni cómo ni dónde se nos agregaron otros dos estudiantes, a quienes no hemos vuelto a ver, y juntos los cuatro y siempre con mujeres desconocidas, de las que nunca supimos sus verdaderos nombres ni por qué venían con nosotros de capricho, tanguistas, por supuesto, y, sin embargo, inolvidables, vivimos una de esas noches inverosímiles cuya huella sigue indeleble en la lejanía de la memoria. No conocíamos entonces el mal y reíamos por todo. Oh, la revista «Gol» de Laura Pinillos. Tiraba un balón al público y aquel que lo cogiese y lograra luego, al devolvérselo, meterle gol, tenía que subir al escenario para recibir como premio un beso de ella. Manolo cogió varios balones y yo también pude hacerme con alguno, pero no conseguimos marcarle ni un solo gol. No obstante, subimos los dos al escenario, entre pitidos y aplausos por parte del público, y le dimos un beso y un achuchón cada uno. Nuestra vida era un continuo asombro, la espera emocionante de una aventura imprecisa. Las muchachas, las citas, las hermosas palabras, los besos robados, las trémulas caricias en el cine, las novias efímeras. A mí me atraían mucho las putas. En el fondo, son quizá las mujeres más ingenuas, más generosas y más desarmadas, y también, y ese era mi fuerte, las más sensibles al amor adornado con palabras románticas. Yo les decía las mismas cosas que se dicen a las novias y ellas me enseñaban lo que es la mujer, difícil y enrevesada asignatura que muchos hombres no aprenden jamás. Y me descubrían el amor, sus secretos, sus resortes, sus cuerdas, su melodía. ¡Cuánto me enriquecieron! Algunas veces trato de imaginar qué habrá sido, en este atroz período de muerte y destrucción, de aquellas a quienes amé y me amaron, pero inmediatamente desisto de ello. Es preferible conservar el recuerdo intacto y seguir viéndolas tal y como eran entonces, y no preguntar, no saber, y detenerse en el mejor momento, y cerrar los ojos, y revivirlo, y pensar que el tiempo posterior no cuenta, que fue así y para siempre. Manolo y yo compartíamos fraternalmente esa época. Palcos del cine «Doré», del «Bilbao», del «Coliseo Pardiñas»… Ya ves… ¡Cómo podríamos ni sospechar siquiera entonces que la guerra civil estaba esperándonos a la vuelta de la esquina, que lucharíamos en bandos contrarios y que tendría Manolo que enviarme comida a la cárcel para que yo pudiera sobrevivir!
Ahora nos dan una especie de engrudo verde, como mocos, de harina de cebada, sin cerner o tan mal cernida que hemos de recurrir a los buches de agua o a las bolas de maíz para que pasen las raspillas de la cáscara que se nos clavan en el gaznate. Una de esas veces creí que me ahogaba. Continúan las bajas definitivas por hambre casi todos los días, aunque no en la proporción del invierno pasado. ¿Cuántos muertos de hambre van ya? Ni lo sé ni quiero saberlo. Es tan frecuente oír ¿Sabes de quién te hablo? Sí, hombre, te refieres a Fulanito. Pues ha palmado esta noche, que ya ni nos inmutamos.
El calor nos achicharra, sobre todo las tardes en que hay partido de fútbol. Con lo que a mí me ha gustado siempre el fútbol… Pues bien, ahora lo odio, me pone enfermo nada más oír hablar de fútbol. Dos horas bajo la marquesina que arde. Chorreando sudor, sedientos. Sin saliva en la boca y, por consiguiente, sin poder fumar siquiera. Y, Chico Listo, sentado cómodamente, fumando puros, con el botijo al lado. Chico Listo, animando, gritando a los jugadores. Y aplaudiendo. ¡Gol! Y en la misa qué bueno es Dios y cuántos beneficios nos hace. No puede ser.
—No puede existir ese Dios al que ustedes se refieren, padre Gregorio —le dijo Olivares.
—¿Por qué dices eso, hermano?
—Pase usted una tarde con nosotros bajo la marquesina, cuando hay partido de fútbol, y lo comprenderá.
—Pero, ¿no os divertís más así, no lo pasáis mejor?
—Pruébelo usted. Ande, pruébelo.
Y el pingüino se sonríe. Qué va a probarlo. Eso se queda para nosotros que, por lo visto, no somos hijos de Dios, y naturalmente que no somos hijos de su Dios. Porque yo creo en Dios, pero en otro Dios, no sabría decir cuál ni cómo es. Dios. Y yo le pregunto cuando ya no puedo aguantar más: ¿Quieres decirme, tú, Dios, qué es lo que hemos hecho para que nos castigues de esta manera? Pero no me contesta. Quizá porque no me oye. Y es porque a nosotros no nos oye ni Dios.
En cambio, las duchas son ahora una delicia. Hasta los leños, algunos leños, empiezan a cogerle el gusto. Pero, coño, ahora hay escasez de agua y no podemos gozar de la ducha más que cada quince o veinte días y sólo durante tres minutos cada tanda. Hasta en esto nos persigue la mala suerte, hasta en esto.
«Redención», también tiene mandanga que se llame así el periódico de los presos, qué asco, qué burla, qué ignominia, qué inri, nos había anunciado que el veinticuatro de septiembre, día de la patrona que nos han adjudicado, la Virgen de la Merced, pero, ¿qué merced, maldita sea, la de estar preso, la de morirse de hambre?, se va a permitir que entren en las prisiones los hijos de los reclusos, menores de quince años. Por este motivo, los padres llevan ya algunos meses preparándose para ese acontecimiento, con la misma ilusión con que los niños esperan a los Reyes Magos. Y es enternecedor verlos afanados todo el día en fabricar juguetes: muñecos, estuches lacados de raíz de olivo o de madera de caja de puros, sortijas de pasta, barcos de vela, carritos y animales, sin más herramientas que papel de lija, cuchillas de afeitar y pedazos de hojalata, aunque a Olivares y a mí nos parezca ello una maniobra de la más refinada crueldad por parte de nuestros opresores, quizás, y esto también lo pensamos, porque nosotros dos no tenemos hijos.
Fue un hermoso y triste día para todos. Los pequeños entraron después de la misa, guiados por las monjas y algunos funcionarios. Los chiquillos irrumpieron en grupos, medrosos, por más conscientes, los mayores, asustados y llorosos los más pequeños, sonrientes y avergonzadas las muchachas de pechos florecidos. Los hombres buscaban, llamaban, corrían. (¡Soy tu padre, soy tu padre!) Algunos padres e hijos no se conocían después de tres años de guerra y otros tres de reclusión. Caritas de hambre. Vestidos lavados, planchados, remendados, disimuladores de quién sabe qué lacerantes miserias. Ojos de asombro y de miedo, vivos o estáticos, y miradas profundas, serenas, inquisitivas, inocentes, tristes, jubilosas. Y lágrimas, muchas lágrimas. Y un bullicio convulso, y una alegría frágil, y un gran dolor reprimido. Es algo insólito e inconcebible ver mezclados en el patio del penal a los ángeles y a los réprobos, y lo que más me estremece es pensar que esta misma escena se desarrolla en las celdas de los condenados a muerte. ¿Quién podrá borrarla de la memoria de estas pequeñas criaturas? Hasta los que no participamos directamente en la fiesta nos sentimos de pronto transportados a un mundo mágico desvanecido en la lejanía de nuestros prístinos recuerdos, el mundo de las leyendas y alegorías infantiles. En los primeros momentos, sobre todo, nos pareció que despertábamos de un mal sueño y que la pesadilla se esfumaba al conjuro de aquellas voces cantarinas y de aquellas frescas risas que estallaban a nuestro alrededor. ¡Dios! ¿Dónde estoy, Dios?
Los chiquillos animaron la comida en los sucios y enrejados dormitorios. Después, tuvo lugar en el patio un festejo para divertirles. Algunos presos, en el papel de payasos improvisados, de prestidigitadores de afición, de toros y toreros bufos, de cantantes y recitadores espontáneos, sacaron de no sé qué rincones secretos del alma bastante humor para hacerles reír, aunque la presencia de Chico Listo aguó a última hora la fiesta. Al caer de la tarde, después de la merienda, los niños se fueron cargados de regalos y adioses. Y sus padres, y todos, nos quedamos más tristes, más solos, más vacíos. Por la noche, algunos hombres lloraron sobre los petates. (Aunque esté cien años preso, no volveré a consentir que entre mi hijo en la cárcel. Es demasiado).
Von Bock, von Rundsted… Los alemanes maniobran como quieren. Se abren en tijera, se cierran después en redondo y copan ciudades, hombres y todo lo habido y por haber, y así una y otra vez, como si jugasen a la guerra con los rusos. Ya están a las puertas de Moscú y Leningrado. ¡Moscú! Allí está el Kremlin y, en el Kremlin, el gran estratega del proletariado, Stalin. ¡Leningrado! Cuna de la revolución, la del Palacio de Invierno, la de los marinos de Kronstadt, del crucero «Aurora», del colegio Smolny, de la fortaleza de Pedro y Pablo. ¿Será posible que los alemanes penetren así como así en esos santuarios de la historia rusa? Vivimos pendientes de las noticias que nos llegan sobre la gran batalla. Nuestros comunistas están desconcertados. Se les nota la consternación que les abruma, pero, además, me lo confirma Rodrigo. El Tábano y demás jerifaltes no saben qué inventar para que sus camaradas encajen las gigantescas derrotas del ejército rojo sin que se venga abajo su moral. Dicen que hay que esperar que en breve se cambien allí las tornas, que existe una carta oculta que su gran jefe no ha puesto todavía sobre la mesa. Hay que creer en Stalin, en su genio. Y dicen, además, que probablemente sean los Urales la gran muralla elegida por el camarada Stalin para detener y, después, aniquilar a las tropas invasoras de Hitler. Los Urales. Asia. El infinito.
Naturalmente, ni Olivares ni yo creemos en la taumaturgia de Stalin.
—Sencillamente, ha ocurrido y está ocurriendo —dice Federico— que Stalin, aunque parezca increíble, no supo valorar la capacidad guerrera de los alemanes, tan a la vista hasta para el más lerdo. Stalin ha caído en la trampa de sus mismas argucias, como esos embusteros que acaban creyéndose sus propias mentiras. Y fue sorprendido por la realidad. Después, ya sabes, la confusión, el desbarajuste. Acuérdate de nuestra retirada desde Badajoz y multiplica sus efectos por mil. Ha sido la repetición de aquello, aunque sobre cifras incomparables.
Poco importa ya cuales hayan sido las causas de la catástrofe rusa. Lo cierto es que nos ha caído encima otro otoño terrible, por el frío, el hambre y las malas noticias. Han empezado las heladas, hemos vuelto a las berzas y a los nabos y, cada tarde, Federico nos cuenta una de miedo, aunque parece que últimamente los alemanes no van tan de prisa. Tal vez porque se preparan para el golpe definitivo. Eso es, al menos, lo que dice la prensa española. Sólo las crónicas de Augusto Assía dejan entrever que, por una parte, los alemanes están fatigados, y, por otra, que los rusos han concentrado todas sus fuerzas, las que les quedan, delante de Moscú, dispuestos a jugarse el todo por el todo, a que Moscú sea la tumba del enemigo o su propia tumba. ¿Otro Madrid?
—Pues sí, eso parece —opina Federico, más optimista esa tarde, tan fría que se hielan sus palabras—. Sí, los alemanes dicen que se están reagrupando antes del asalto a Moscú, pero en las crónicas de Londres y en la BBC se menciona el general Invierno, pues parece ser que se han adelantado los fríos siberianos, que los hielos y la nieve se han presentado prematuramente y con una intensidad excepcional. En fin, que los alemanes se encuentran ante dificultades y en una situación que no habían previsto, igual que las tropas de Varela en noviembre del 36 ante Madrid.
De todas maneras han sido unos días en que no nos llegaba la camisa al cuerpo. ¿Tomarán Moscú? ¿Aguantará Moscú como aguantó Madrid? Las noticias no podían ser más confusas. La prensa nacional, más papista que el papa, cantaba ya victoria y el simpatiquísimo «Redención», ¡la madre que lo parió!, anunciaba el fin inminente de la guerra, pues, ¿qué podrían hacer los ingleses después de que Rusia se derrumbara? ¡Cuánto ruido! ¡Cuánta retórica! ¡Cuánta estupidez! Pero no nos engañaban. Moscú seguía en poder de los rusos y Olivares entresacaba el hilo de la verdad de la enmarañada madeja que, con mentiras e informaciones ambiguas, ofrecía la propaganda.
—Hay dos cosas claras —resumía Olivares—, que los alemanes se han detenido y que el invierno se ha adelantado. Ambos hechos se corresponden, no hay duda. Luego la toma de Moscú no va a ser tan fácil, ni mucho menos, como nos quieren hacer creer. Me parece que Moscú es un hueso que se les va a atragantar a los alemanes y que los falangistas que mandó allí Franco se van a quedar con las ganas de desfilar por la plaza Roja.
Y así ha sido. Pronto se supo que los soviéticos contraatacaban con tropas frescas llegadas de Siberia y con abundante material de guerra nuevo, de origen norteamericano, y empezó a sonar el nombre de Yukov, el general ruso que dirigía la maniobra. Y poco a poco fuimos conociendo la verdad. El frío había congelado al ejército alemán ante las puertas de Moscú. El barro, repentinamente helado, inmovilizó sus tanques y sus vehículos de transporte. Sin motor, las tropas hitlerianas perdían la iniciativa, su verdadera fuerza, y quedaban paralizadas y expuestas a los rigores de un clima irresistible y, por lo tanto, en franca inferioridad ante los soldados de Yukov, que luchaban en su tierra y en su clima. En esas condiciones, el parón equivalía a la derrota de Hitler. (¡Habrá que esperar a la primavera, cuando el general Invierno se retire, para asestar el golpe definitivo a Rusia!) Eso dicen los alemanes y eso vocea la desvergonzada legión de los periodistas españoles. Vaya, menos mal. Al menos supone un gran alivio para los rusos. Cuando llegue la primavera, el nuevo choque será, sin duda, terrorífico, pero, entre tanto, los alemanes reculan y perecen en gran número y la corriente de ayuda norteamericana a Rusia, por el contrario, crece en proporciones gigantescas.
Nuestros comunistas levantan de nuevo la cabeza y preparan el aguijón. Celebran los éxitos rusos con modestos ágapes y empiezan a hablar otra vez de su «comité de rastrillo». (¡A ver si ahora los ingleses aprender a luchar. Ya han visto cómo es posible pararle los pies a Hitler. Que aprenda, que aprenda Churchill de Stalin!) Y se burlan de Inglaterra y se atreven a pronosticar que la guerra terminará antes de que los norteamericanos se decidan a intervenir en ella. ¡Es el colmo! Vamos, además de sufrir a los fascistas tenemos que soportar la estupidez y la fanfarronería de nuestros queridos tovaris.
—¿Sabes lo que te digo? —le solté un día a Rodrigo—. Pues que tus camaradas son unos cabrones. Es como para no mirarles más a la cara. ¿Es que no se dan cuenta de nuestra situación, de la de todos?
Porque estábamos subiendo la cuesta del tercer invierno de cárcel, ateridos, hambrientos, agotados, casi moribundos. Muchas veces nos mirábamos a la cara Olivares y yo en las gélidas mañanas del patio para comprobar cada uno en el rostro del otro los estragos que causaba en ambos la perra vida carcelaria: arrugas, ojeras, palidez, descarnadura… ¡Dios! Y eso que somos jóvenes y recibimos ayuda de casa, porque los hay que son como la muerte moviéndose liada en trapos. A nosotros nos sostienen los nervios y la juventud, que se nos escapan, que se nos agotan demasiado aprisa.
Nos estamos haciendo viejos rápidamente. Sí, viejos antes de los treinta años.
—Estamos muertos por dentro —suele decir Olivares—. Fantasmas de lo que fuimos —pero se rehace en seguida—: Aunque lo que importa es salir con vida. Si logramos salir, aunque ya nadie podrá devolvernos lo que perdimos, aún podremos hacer muchas cosas, Agustín. ¡Muchas cosas!
Yo ignoro qué cosas y creo que Olivares tampoco lo sabe y que si me dice eso es para ayudarme a soportar mejor nuestra común desgracia, pero, aunque así fuera, tendremos que descansar y reponernos antes de emprender ninguna otra nueva aventura. Dormir entre sábanas horas y horas. Comer en mesa con manteles, platos y vasos. Jugar al dominó y al billar. Ir al cine. Pasear por calles y campos. ¡Y estar con mujeres! ¿Podremos? Hay que creer que sí, pero no soy capaz de imaginarme siquiera lo que pueda pasarme cuando tenga a una gachí desnuda entre mis brazos. A lo mejor me da un síncope. Y me pregunto: ¿será posible que llegue ese momento? ¿Será posible? Porque no hay ninguna señal que lo anuncie. Por eso, lo mejor es no pensar en eso ahora. Tal como estamos, no nos está permitido pensar en nuestro futuro.
Una de aquellas mañanas, cuando todavía no se hablaba de otra cosa que de la contraofensiva soviética, fuimos sorprendidos por una noticia que, al pronto, nos pareció un bulo inventado por los comunistas para burlarse luego de nosotros y, a los comunistas, una estratagema nuestra para contrarrestar el efecto de los éxitos rusos. En definitiva, ni unos ni otros sabíamos con certeza su origen. Dicen, he oído, me ha dicho Fulano que ha oído decir, y otras frases igualmente equívocas eran las únicas referencias que la atestiguaban. Parecía, en efecto, uno de tantos rumores que frecuentemente agitaban a los reclusos y que desaparecían tan misteriosamente como habían surgido, sin dejar rastro y sin que nunca se supiese de dónde venían, ni a dónde iban. Estamos tan acostumbrados a esta clase de infundios que ya no nos impresionan. Los cortamos fulminantemente con unas preguntas, de cuyas respuestas depende que les concedamos cierto crédito condicionado a su confirmación por los medios informativos de que disponemos:
—¿Lo has leído tú? ¿Dónde? ¿Te lo han dicho en el locutorio? ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Se lo has oído decir a un funcionario? ¿A cuál?
Pero era de tal tamaño la noticia de aquella mañana que, a pesar de no tener padres conocidos, se apoderó de nosotros y nos mantuvo discutiendo acerca de su veracidad hasta que la repitieron los que salían del locutorio, porque era también la gran noticia de la calle, y, finalmente, nos la confirmó Federico:
—Sí, es cierto. Los japoneses han bombardeado por sorpresa la base naval norteamericana de Pearl Harbor y han hundido la mayor parte de la flota yanqui en el Pacífico. Así, pues, otras dos grandes potencias, las únicas que se mantenían al margen, han entrado en la guerra: Estados Unidos y Japón.
Resultaba desconcertante. ¿Cómo se había atrevido Japón a desafiar de esa manera a un coloso como Norteamérica y cómo los yanquis se habían dejado pillar dormidos? Era un enigma, una adivinanza que escapaba a nuestros cálculos y previsiones. No obstante, lo cierto era que ya estaban implicados en la guerra los cinco continentes y pensamos que la ventaja inicial de los nipones no pasaba de ser la picadura de un mosquito que iba a despertar e irritar al gigante.
Ha sido una inyección que ha levantado nuestro espíritu y ha fortalecido nuestra moral desenfrenadamente. Fue como si, de pronto, resucitáramos. Una borrachera de optimismo. Voces, gritos, vivas. ¡Norteamérica es el gran país de la democracia y de la libertad y, Roosevelt, el gran jefe de los pueblos oprimidos!. ¡Roosevelt! ¡Roosevelt! Los comunistas, no. No lanzan las campanas al vuelo. Sonríen, escépticos, y dicen que Norteamérica es el supercapitalismo que acude al festín en busca de la mayor tajada, pero que no le van a salir bien las cuentas porque para eso está la URSS. Sí, los Estados Unidos fabricarán barcos, aviones, cañones y tanques, como churros, pero procurarán poner poca carne en el asador, y las guerras no las ganan las máquinas solas, sino los hombres que tienen el valor de utilizarlas y esos hombres serán rusos.
Por el contrario, a las autoridades de la prisión la noticia les ha sentado como un tiro. Matías, el submarino del Bósforo ha oído decir al administrador que ya puede decirse que la guerra la ha perdido Alemania y que también la hemos perdido nosotros. Los funcionarios menos comprometidos, como el Piri, muestran más claramente su buena disposición para con nosotros mientras Portaviones, Mula Romera, Grijalba, Goering y compañía, se obstinan en lo contrario. Y ha sido Chico Listo el que, como siempre, ha dado la nota. Chico Listo ha dispuesto una sala especial con camas verdaderas, en la planta baja, donde ha juntado a unos cuarenta reclusos distinguidos, todos universitarios: médicos, ingenieros, abogados, profesores, etc., a los que se permite salir al patio o entrar en el dormitorio cuando quieran, recibir a diario, a todo aquel de entre ellos que lo desee y pueda, comida caliente de la fonda de Manolo el del economato, y, de hecho, disponer de ordenanzas que les barren el dormitorio, les friegan los platos y les prestan algunos otros pequeños servicios a cambio del rancho y quizá de alguna propina. Entre estos privilegiados se encuentran varios dirigentes comunistas y Conde. Naturalmente, como los ordenanzas no pueden tragar tanto rancho comercian con él y lo cambian por pitillos, por pan y por todo lo canjeable. Es indignante que quienes debieran dar ejemplo hayan aceptado esa distinción, y, por eso, en vez de «sala de intelectuales», que es como se empezó a llamar a este coto de enchufados, se le llama ahora «club de señoritos». ¡Club de señoritos! Los demás somos la chusma, la bazofia. Era lo que nos faltaba, hombre.
Y, no contento con eso, al llegar Navidad, Chico Listo ha permitido que cenen con los aislados y con los condenados a muerte aquellos de sus amigos o parientes reclusos que lo soliciten. A ello se debe que Olivares y yo cenemos con Molina, ya que Pablo fue trasladado a Madrid hará cosa de un mes, y que Tábano y Cabeza de Estopa hagan compañía al teniente coronel Tovar con el mismo fin.
Nos trasladamos al departamento celular inmediatamente después de repartir el rancho. Está de jefe la Marquesona, algo bebido ya, porque el aliento le huele a alcohol y tiene enrojecida la cara, y es él mismo quien nos conduce a la celda de Molina y nos deja encerrados en ella con nuestro amigo. Hace mucho frío dentro, porque el ventanuco no tiene cristales y deja que se cuele el helado relente de la noche. Molina nos recibe con una manta sobre los hombros. Me parece así más bajo, más delgado y mucho más viejo. Sus ojos se le nublan. Los tres queremos contener nuestra emoción, pero es imposible y al fin estalla cuando nos abrazamos los tres. Al separarnos, vemos que se nos han caído algunas lágrimas y yo digo:
—Coño, esto no está bien. Parecemos tres ursulinas.
—Tienes razón —dice Olivares.
Molina se frota las manos. Sonreímos y entonces Molina pregunta:
—Bueno, ¿cómo andan las cosas?
—Tú sabes tanto como nosotros —le contesta Federico.
—Es verdad —y, bajando la voz, añade Molina—: y no sabéis cuánto os agradezco que me tengáis informado. Acisclo, el hombre, lo hace muy bien.
—¿Os maltratan? —le pregunto yo.
—No, no. Más bien nos ignoran. La verdad es que no podemos hacer nada aunque quisiéramos. Yo ya no tomo notas ni escribo más que las cartas reglamentarias, por temor a que me sorprendan. Ese maldito Pedro nos espía constantemente a través del chivato.
Nos sentamos en el suelo, sobre su colchoneta, y extendemos las viandas. Tenemos a la vista un buen surtido: aceitunas, filetes empanados, huevos duros, pan, queso, vino del economato, un botellín de coñac y otro de anís, logrado y reunido todo ello para nosotros quien sabe a costa de cuántos sacrificios y humillaciones. (Hay que limpiar a España de rojos. Rojos asesinos. Rojos ladrones. Rojos cobardes. ¡Malditos rojos!).
—Aquí, lo peor es el aburrimiento. Todo el día solo, salvo la media hora de paseo en silencio, cuando se acuerdan de sacarnos. No hay para leer más que las homilías del cardenal Segura. Al principio me hacían reír, pero ya me las sé de memoria. Lo que yo no podía suponer es que Segura fuese tan bruto. A veces, me comunico con Tovar por el agujero del travesaño de la mesa. Él me dice lo que sabe y yo le digo lo que sé, generalmente lo mismo, porque también sus camaradas le pasan noticias, e intercambiamos nuestras personales opiniones. Pero es tan difícil y peligrosa la comunicación que sólo recurrimos a ella de noche, y a oscuras, y cuando ya no podemos con el peso de la soledad.
Comemos sin darnos cuenta, sin saborear los manjares, mientras hablamos. Tenemos tantas cosas que decirnos…
—¿Cómo ves tú las cosas, Federico?
—Bien, poco más o menos como las imaginábamos, sólo que van muy despacio.
—Alemania tiene ya perdida la guerra —digo yo.
Molina me mira. Advierto que sus ojos no brillan como en otros tiempos, que están velados por la tristeza.
—Aún queda cuerda para rato —dice—. Las democracias son lentas. Se mueven como las tortugas y, a veces, como los cangrejos.
Molina, el optimista insobornable, parece ahora abrumado por el pesimismo. Debe ser el mal de la soledad. Olivares, que siempre ha sido su freno, tiene ahora que cambiar de actitud.
—No tanto, hombre, no tanto. No olvides una cosa y es que la sangría en hombres y material que va a costar a Alemania la campaña rusa puede provocar la caída fulminante de Hitler y de su tinglado político-militar. No hay que dejarse impresionar por la propaganda nazi. Yo no digo que sea cosa de días ni de semanas, pero si Hitler se equivoca otra vez en su próxima ofensiva de primavera, y yo creo que se va a equivocar, es muy probable que no pueda aguantar un año más de guerra. ¿Tú crees que si el triunfo de Hitler estuviese tan seguro, tan fuera de duda, nos hubiera dejado Chico Listo venir a cenar contigo esta noche?
El vino, aguado, nos produce escalofríos y recurrimos al coñac para calentarnos y alegrarnos un poco. Molina no insiste en el tema de la guerra y pasamos a recordar a nuestros amigos, a los muertos y a los que todavía viven. ¡Ay, José Manuel, nuestro hermano menor, fusilado en Madrid!
Pablo, que vino a ocupar su puesto, también está ya lejos de nosotros. Jesús, Robleda, Higinio, Joaquín, Adolfo y Rodrigo, bregando a la desesperada para sobrevivir y el pobre Lopérez, el fantástico Lopérez, muerto con un trozo de chocolate en la mano. Federico se lamenta de no haber podido hablar con el poeta Miguel Ángel Miró, trasladado ya a otra cárcel. Y se nos agotan, de pronto, las palabras y nos ponemos tan tristes, pese al coñac, que es necesario cambiar de tercio.
—Y de mujeres, ¿qué? ¿Por qué no hablamos un poco de mujeres?
Mis amigos sonríen. ¡Mujeres! Molina las oye hablar, cantar y reír todos los días, cuando salen al patio, pero no ha podido hablar con ninguna, porque les está prohibido acercarse al muro donde se abren los tragaluces de las celdas ocupadas por los incomunicados y los reos de muerte. ¡Mujeres! Ay, ay, ay. Se nos hace la boca agua. Malo, malo, malo. Hay que frenar y, para ello, Molina nos cuenta lo que sucede algunas madrugadas:
—Nos despertamos de pronto, como si alguien nos sacudiese, justo en el momento en que empieza el apartado. Nos levantamos y pegamos la oreja a la mirilla y entonces oímos el tintineo de las llaves y los pasos del jefe de servicios y de los guardianes que le acompañan, pla, pla, pla…, cómo se detienen y una voz que dice: Aquí es. Suena después la cerradura; luego, un nombre. Y, tras un breve silencio, alguien da un viva a la revolución, o a la libertad, o a la República, o al partido comunista, o al partido socialista, o a la CNT… Cállese, le ordena el jefe de servicios. (No me da la gana). Los vivas se repiten. (¡Salud, compañeros, camaradas!) Se percibe el forcejeo de los abrazos y las despedidas y, a veces, un grito: ¡Me matan por lo que no he hecho!, u otro grito: ¡Muera el fascismo, muera la reacción!, o también ¡Lo único que me pesa es no haberme llevado por delante a más enemigos de los trabajadores! Se cierra la puerta. Las pisadas se pierden en el corredor, lentamente. Y otra vez a empezar. Dos, cinco, ocho…, mientras uno tiembla y gime. Se los llevan al otro extremo, a una celda que hace de capilla y que es también depósito de cadáveres…
—¡Calla, calla! —le interrumpo.
Siento que el frío me cala y me eriza los vellos. Sobre las servilletas quedan todavía algunas provisiones intactas. No he visto tan buena y abundante comida desde las navidades anteriores. Sé que volveré a tener hambre mañana y pasado mañana y todos los días, pero ahora no puedo comer, no puedo.
—¿Valdrá de algo nuestro sacrificio, Olivares? —oigo preguntar a Molina.
—Alguien se beneficiará de él algún día, no lo dudes. Todo sacrificio es como una simiente que, más pronto o más tarde, fructifica. A nosotros nos ha tocado sembrar, pero alguien vendrá después a recoger la cosecha —contesta Olivares.
—A veces tengo dudas… —sigue diciendo Molina.
—Y yo también —afirma Federico.
—¿Nos habremos equivocado? ¿Es preciso tanto sufrimiento para lograr una sociedad mejor?
—Aunque nos hayamos equivocado muchas veces en lo accidental, creo que, en lo esencial, estamos en lo cierto. Eso sí, el sufrimiento resulta excesivo para nosotros, pero no con respecto al bien que postulamos. Pienso en algunas ocasiones que se nos ha adjudicado un papel muy superior a nuestras fuerzas, que representamos muchísimo más de lo que somos. Esa es mi duda y, si hay error, está ahí, pero no es nuestro, sino de las circunstancias. Ahora bien, amigo Molina, ya no hay remedio. Hay que seguir y mantenernos firmes hasta el último aliento. Aunque estuviéramos seguros, convencidos, de habernos equivocado en todo, ¿qué menos podemos hacer por esos hombres que van a la muerte en esas madrugadas, aquí y en tantos otros pueblos y ciudades, que seguir siendo consecuentes?
Estoy de acuerdo con Olivares. Aunque no hubiera otras razones, bastaría la suprema razón de sus muertes para obligarnos a ser fieles a nuestra causa, su causa, hasta el fin.
Se oye un leve ruido. Alguien, sin duda, ha hurgado en la mirilla, pero no volvemos la mirada hacia allí, y Molina dice en voz alta:
—De acuerdo. Vale la pena —hace una pausa y agrega en un tono que quiere ser festivo—: ¿Es que vamos a dejar que sobre comida? —Otra pausa y continúa—: Ya se ha ido —lo dice en voz baja—. Seguramente era Pedro el chivato por si sorprende u oye algo sospechoso para ir a contárselo a la Marquesona.
Comprobamos que, en efecto, la mirilla está tapada por fuera, pero, antes de que hagamos ningún comentario, se oyen unas palmadas y la voz de Pedro el chivato:
—¡Oído! Prepárense para salir dentro de cinco minutos.
¡Qué rápido ha pasado el tiempo! Llevamos dos horas con Molina y parece que sólo han transcurrido unos instantes. De aquí a otros cinco minutos, Molina volverá a quedarse solo entre estas cuatro paredes, en el frío y la soledad. ¡Pobre amigo!
—¿Cuánto crees que durará tu aislamiento? —le pregunta Olivares.
—No tengo ni idea —y añade—: Esta es la tercera Navidad que pasamos en la cárcel, y pronto se cumplirán los tres años de prisión.
—Sí —dice Olivares—. Mil días, más que duró la guerra.
—Pero todavía vivimos —digo yo.
Nos miramos los tres y los tres acusamos una súbita llamarada de alegría que cada uno de nosotros sabe que es falsa. Lo que no es falso, sino profundo y verdadero, de la mejor ley, es el sentimiento de amistad que nos une. Nos dejaríamos matar el uno por el otro, los tres. Eso sí.
—Cuídate, Molina. Tenemos que vivir. Y ya sabes, cualquier cosa que necesites de nosotros… —y Olivares se interrumpe para abrazar a Molina.
Y le besa en las mejillas. Yo también le abrazo y le beso, y él nos corresponde de la misma manera. Molina llora y Olivares y yo apenas podemos contener las lágrimas.
—¿Es que vamos a llorar como maricas? —digo yo.
Y se me ocurre proponer que cantemos alguna cosa. Y los tres, cogidos de la mano, y en voz baja, entonamos el Tipperary. ¡Qué coño tendrá que ver con nosotros y con nuestra situación la insulsa copla inglesa! Como «La tarara», «Ojos verdes» o «Asturias, tierra querida». Menos todavía. Pero cantar nos reconforta. Y cuando sentimos que se abre la puerta de la celda y nos ponemos en actitud de firmes, ya estamos serenos.
—Vamos.
Es Pedro el chivato. Una última despedida rutinaria y salimos al corredor. Ya nos están esperando, unos pasos más allá, el Tábano y Cabeza de Estopa. Nos unimos a ellos y marchamos ya juntos bajo la vigilancia de Pedro. Oímos, al paso, los ecos de las navidades de los condenados a muerte, qué se dirán, qué esperarán, ¿dónde te has escondido, Dios, dónde te has escondido, y en qué piensas tú?, y también, confundiéndose con ellos, los de la juerga que celebran la Marquesona y los guardianes. Una juerga de vino y comida, risotadas y eructos, aquí, junto a estas tumbas, en la noche cristiana de la misericordia y el perdón.
Andamos como sombras, en silencio. Al atravesar el último rastrillo del departamento celular, que abre Pedro, oímos su despedida con las palabras de ritual:
—¡Felices navidades!
No contestamos. Está cayendo una helada de garabatillo. Mientras nos dirigimos a nuestros dormitorios, dice Cabeza de Estopa:
—¡Qué cabrón! Ya te lo diremos, ya, las próximas navidades.
—Antes, porque las próximas navidades las pasaremos en casa —dice el Tábano.
—¡Ojalá! —suspira Olivares.
—¿Es que no te lo crees? —le pregunta el Tábano. Y Olivares le replica:
—No he dicho que lo crea ni que deje de creerlo. He dicho sencillamente que ojalá.
¡Por fin he terminado! No puedo más. Esta es la última vez que escribo mis impresiones. No, no quiero vivir y sufrir dos veces lo mismo. Aunque Olivares se burle de mí, aunque me diga que no debo dejarlo ahora, cuando estoy aprendiendo a hacerlo casi bien. Ni bromas ni cofias. No y no. Aquí se terminan mis memorias. Este que lo es, Agustín Arias. Posdata: ni una sola letra más.