VII

—Oye, Federico, ¿a que no sabes quién está en celdas cumpliendo el período de aislamiento?

Pablo sonreía, enseñando su diente de oro. (¿Cómo adivinar un nombre entre tantos nombres posibles?) Federico se encogió de hombros en señal de impotencia y entonces Pablo se lo reveló

—El coronel Pardo.

—¿El del ejército del Centro?

—El mismo —y añadió—: Acabo de verle por el chivato de su celda, pero no he podido hablar con él. Parece muy agotado. Esta noche se va a encontrar muy solo el pobre hombre.

—Sí que es triste —dijo Olivares.

—¿Y por qué no se la alegramos un poco?

Olivares miró a su amigo atentamente, tratando de adivinar la chanza que urdía.

—¿Cómo?

—Muy sencillo. Ya sabes que por ser esta noche nochebuena, los funcionarios se olvidan un poco de la disciplina. Además, no estará allí de servicio la Marquesona.

—Bien, ¿y qué, a dónde quieres ir a parar?

—He pensado que, a última hora de la tarde, con cualquier pretexto que inventaré y, aprovechando el barullo de los preparativos de la cena, podríamos pasar a celdas tú y yo, acercarnos a la que ocupa el coronel, decirle algo que lo anime y dejarle unos pitillos y algún recorte de prensa, por ejemplo. El caso es que sepa que tiene amigos aquí dentro. ¿Qué te parece?

Pablo no bromeaba y parecía muy decidido. Olivares apretó los labios moviendo al mismo tiempo la cabeza pensativamente.

—Hombre, claro que me parece bien. Pero, la verdad, no veo la forma de que me dejen a mí pasar al departamento de celdas. ¿Con qué pretexto? Yo creo que sería menos comprometido que lo hicieras tú solo.

—No, no —le replicó Pablo vehementemente—. Si pudiera hacerlo yo solo, no te hubiera dicho nada. No. Tiene que ser entre los dos. Allí hay mucha vigilancia y uno solo está copado, no puede moverse. En cuanto al pretexto, déjalo de mi cuenta y no te preocupes, si es que estás conforme. Olivares, después de un breve silencio (Es una locura, pero… Pase lo que pase, no puedo decirle que no. Sería una cobardía), aceptó.

—Conforme.

—Bien. Ahora ocúpate tú de preparar las cosas para el coronel: los pitillos, los recortes de prensa y lo que a ti se te ocurra, pero no olvides que todo tiene que entrar por el agujero del chivato.

—Entendido.

Y Pablo, vivamente entusiasmado, le recomendó por último:

—Y que el Almirantazgo no sepa nada de la operación hasta que la hayamos realizado. Va a ser tan difícil como la de los alemanes en Scapa-Flow —y se frotó las manos de contento.

Después del rancho de mediodía, Olivares resumió en una cuartilla, con letra menuda y clara, las últimas noticias de la guerra, poca cosa en sí, pero adobadas e interpretadas de tal manera que de su lectura se desprendiese un ligero y reconfortante optimismo. Salían a relucir en el resumen la línea Metaxas ante la que se rompían los dientes las divisiones fascistas italianas, el definitivo fracaso de la Lutwafe alemana frente a Inglaterra y, sobre todo, la caótica situación de la economía española, pues ya hasta los soldados se desmayaban de hambre en los cuarteles, que presagiaba un cambio radical del régimen de Franco, quizá un golpe antifalangista, para antes de que madurara la próxima cosecha. Se recogían asimismo los rumores de descontento por parte de algunos generales que odiaban a Serrano Suñer, sobre quien se cargaban los excesos de la represión y de la política germanófila, y por parte también de los requetés que ya no admitían más dilaciones para la restauración de su monarquía. Finalmente, le transmitía el cordial saludo de todos los que se encontraban presos allí por haber defendido la República y la libertad. Y firmaban la nota «el mediquín» y «el cuentista». Terminado el escrito, enrolló la cuartilla en forma de canuto y metió dentro algunos cigarrillos.

Aquella tarde, los reclusos salían y entraban libremente en las salas. El número de paquetes recibidos, y de comunicaciones, sobrepasaba el de los días ordinarios. Se había anunciado que podrían cenar juntos los amigos, aunque pertenecieran a distintos dormitorios, y se supo que el rancho consistiría en un caldo de patatas con huesos de cerdo, por lo que hasta los legionarios, reducidos a narices y ojos, bullían magnetizados por los barruntos de hartura. Por su parte, los carceleros se preparaban también para la fiesta gastronómica, la realmente importante para todos aquella noche, aunque se conmemorara el nacimiento de Cristo, y apenas se dejaban ver por el patio. Las monjas se ausentarían tan pronto comenzase el reparto de la cena, para celebrar en comunidad el gran acontecimiento religioso ante el belén que habían instalado en su departamento con la ayuda de algunos reclusos (¿Y qué os han dado las monjas por ello? Coño, qué mal pensado eres. Si no me refiero a eso, hombre. Pues bocadillos, unos bocadillos de mortadela. Quién pudiera caer por allí esta noche, ¿eh? Y que lo digas, aunque después viniese el diluvio. Calla, jodido, no me provoques, que tengo más hambre de mujer que de pan, que ya es decir), cantando villancicos populares andaluces al son de la guitarra.

Según lo previsto, a última hora, anocheciendo ya, Pablo y Federico esperaban a que terminase el paseo de las mujeres reclusas; aquél, vistiendo la bata blanca y, éste, cargado con la caja metálica de las agujas y las jeringas, el frasco del alcohol y el estuche de las ampollas.

—Tú, eres mi ayudante, ¿comprendes?

—Comprendo, comprendo. Pero como sospechen y descubran el engaño nos van a poner morados a hostias.

—Ese es el riesgo que tenemos que correr, Federico, aunque yo creo que no van a descubrir el truco.

—No, si es igual. Aquí estamos de todas maneras.

Después del canto de los himnos y de las voces de ritual, siguió el sordo rumor de las pisadas de las mujeres que abandonaban el patio para recluirse en las celdas. Cuando empezó a desvanecerse, dijo Pablo:

—Ahora. Este es el momento.

Y golpeó después con los nudillos la chapa metálica de la puerta que daba acceso al patio de celdas. Se abrió la mirilla y asomó en ella la jeta zorruna de Pedro el chivato, quien, al ver la bata blanca de Pablo, descorrió el cerrojo y abrió el rastrillo. No obstante, antes de dejar pasar a los dos amigos, los examinó detenidamente, casi olfateándolos, y preguntó

—¿A qué venís?

Pablo, con toda naturalidad y casi autoritariamente, contestó

—Pues, hombre, a vacunar a los de las celdas quince y dieciséis contra el piojo verde; vamos, contra el tifus, ya sabes.

Pedro escrutaba desconfiadamente a Olivares que procuraba aparecer tranquilo y seguro.

—¿Y este?

—Es mi ayudante.

—Ayudante, ayudante… Joder, con los ayudantes —masculló Pedro el chivato—. En cuanto cogéis un destino metéis a otro para que os ayude. Yo, en cambio, tengo que estar todo el día hecho un cabrón. —Volvió a examinarlos de cabeza a pies con sus astutos ojos ratoniles y prosiguió—: Está bien. Podéis pasar, pero tendréis que esperar a que terminen los funcionarios de encerrar a las mujeres. Pero allá, en la oficina —y señalaba la puerta de enfrente, por la que se pasaba a los túneles celulares, y que estaba abierta porque no podéis quedar parados aquí ni yo puedo abandonar el rastrillo, y mucho cuidado con hacer una putada, eh.

Pablo hizo un gesto de aquiescencia y, sin decir palabra, echó a andar en aquella dirección, seguido de Olivares, un Olivares cabizbajo y silencioso. Los dos sentían en la nuca la mirada punzante y recelosa de Pedro el chivato. Traspusieron el umbral y cuando alcanzaban la bifurcación de los túneles llegó hasta ellos el grito apagado de las mujeres al romper filas ¡Fran-co!

—Ya. ¡Rápido! —dijo Pablo a Federico.

Federico giró a la izquierda, revisó velozmente los números de las celdas que encontraba al paso y se detuvo, al fin, ante una de ellas, y, sin vacilar, destapó el chivato y acercó a él un ojo. De frente, al fondo de la estancia, entrevió confusamente a un hombre de pelo canoso cortado al rape, de rostro gris, con gafas, sentado sobre la colchoneta enrollada y recostado contra el muro.

—¡Coronel Pardo! —susurró.

El hombre levantó y alargó la cabeza en dirección a la voz, sorprendido (¿Quién me conoce aquí? ¿Será una trampa?), y permaneció atento, pero sin moverse.

—¡Animo, coronel! Soy amigo suyo aunque no me conozca. Tenga mucho cuidado con el ordenanza pequeño. Es un chivato muy peligroso. Y coja esto. Es un regalo de navidad que le envían sus amigos.

Seguidamente, Olivares introdujo el canuto de papel por el orificio de la mirilla y corrió, después, a reunirse con Pablo.

—¿Qué tal, Federico?

—Perfecto. ¡De Alejandro Dumas, Pablo! ¡De folletín!

—¡Ojo!

Se oían las voces y las pisadas de los funcionarios acercándose y los dos amigos quedaron automáticamente en actitud rígida y silenciosa, y, al aparecer el Chuti, jefe del departamento aquel día, levantaron a una el brazo derecho, manteniéndose así hasta que el Chuti les hizo una seña para que lo bajasen, al tiempo que les preguntaba desabridamente:

—¿Qué coño estáis haciendo aquí vosotros?

Contestó Pablo, muy dueño de sí:

—Hemos venido a vacunar a los que esta mañana se quedaron sin inyección por falta de tiempo.

El Chuti, delgadísimo, nariz torcida, ojos bribones y ademanes chulescos, torció la boca, enseñando su dentadura amarillenta de fumador sucio y empedernido.

—¿Y cómo no se os ha ocurrido venir antes?

Pablo se encogió de hombros, eludiendo así toda responsabilidad en determinaciones que no le incumbían. El Chuti preguntó entonces a sus acompañantes:

—¿Qué os parece? Aquí nadie sabe nada, por lo que se ve.

Uno de los guardianes, tras asentir con un gesto a las palabras de su jefe, preguntó, a su vez:

—¿Y cuántos son?

—Eh, ¿cuántos son? —repitió el Chuti, dirigiéndose a Pablo.

—Dos celdas —contestó Pablo.

—¡Pues vaya coñazo! —refunfuñó el guardián—. Nos va a pillar el reparto de la cena y se va a armar el gran follón.

La intensa penumbra impedía ver bien los rostros y rastrear en ellos las intenciones y las sospechas que pudieran encubrir las palabras.

—Ya lo estáis oyendo —dijo el Chuti—. No creo que se vaya a morir nadie de tifus esta noche. Así que largaros por donde habéis venido. Mañana será otro día, ¿estamos?

—¡A sus órdenes!

—¡A sus órdenes!

Y, del mismo modo automático, los dos amigos saludaron, a la vez, al estilo fascista.

—¡Venga, rápido! —les ordenó el Chuti.

Olivares y Pablo salieron más que de prisa al patio. Tras ellos quedaban los siniestros corredores y la voz rezongona del Chuti:

—No te jode… A quién se le ocurre venir a estas horas con esa pega. Anda, Gómez, enciende la luz.

Pedro el chivato, que les vio venir, abrió el rastrillo rápidamente.

—Conque de vacío, ¿eh? Ya me lo pensaba yo —y sonrió burlonamente.

Pablo y Federico sonrieron también, y, ya en el patio de la cocina, dijo aquél:

—¿Ves cómo ha sido más fácil de lo que tú pensabas?

—Sí, ha sido fácil, pero he pasado un miedo…

—Dímelo a mí —y, de pronto Pablo empezó a reír estrepitosamente. Contagiado, Federico estalló también en carcajadas. (La cara del Chuti. A quién se le ocurre, ¿eh?, a quién se le ocurre… Coño, con los ayudantes… Conque de vacío, ¿eh?)

—¡Ay, no puedo más, Pablo! —dijo Federico, doblándose por la cintura—. ¡No puedo más! ¡Voy a reventar!

—¡Calla, calla! —y Pablo se retorcía.

Rieron convulsivamente hasta quedar extenuados. Cuando cedió la risa, apenas podían sostenerse en pie y tuvieron que enjugarse las lágrimas.

—Lo que hace el miedo, ¿eh? —dijo Federico, todavía jadeante.

—Sí, ahora se ríe uno, pero…

Se guardaron la noticia hasta los turrones. Agustín propuso un brindis por el coronel, por Federico, por Pablo y por el Almirantazgo, un brindis con coñac.

—¡Hip, hip, hurra!

Después, cantaron a coro el Tipperary:

It’s a long way to Tipperary

It’s a long way to go.

It’s a long way to Tipperary

To the sweetest girl I know.

Goodbye Piccadilly,

Farewell Leicester Square.

It’s a long, long way to Tipperary

But my hert’s right there.

Chico Listo. El nuevo director. Más bien bajo, rechoncho. Sus ojos son dos ranuras estrechas y alargadas; sus manos, regordetas; su cabello, castaño y liso. Fuma cigarros puros sin cesar. Anda de prisa. Siempre tiene una orden en los labios. Lleva siempre consigo el movimiento y la agitación.

—Sí, Federico, creo que le he visto alguna vez no sé dónde —me dijo Molina.

¡La que ha armado en pocas semanas! En seguida puso en danza a toda la población reclusa. El personal de cada sala ha sido redistribuido por todas las demás. Hay que romper las capillitas, se le ha oído repetir como un sonsonete. Los compañeros de nuestro grupo hemos sido diseminados, aventados, por todo el penal, y ya no podemos reunirnos más que en el patio. Yo he ido a parar a una sala del segundo piso, con mayoría rural y un solo miembro del Almirantazgo, Capote, que trabaja a las órdenes de Mediopelo en la recepción de paquetes del exterior y es el encargado de pasar de matute todos los días el del compañero donde viene el periódico.

Durante unos días, la vida en el penal se ha caracterizado por el constante ir y venir, subir y bajar, de gente con el petate al hombro. Estos cambios son, en sí, un castigo para el preso, porque rompe el «statu quo» al que se ha amoldado y se ve, de pronto, como un intruso o un extraño entre gente desconocida. Aunque a veces suponga realmente una mejora en su situación, al principio resulta una contrariedad que agudiza los dolores espirituales de la prisión. Se encuentra más solo, más abandonado. Yo, ahora, he quedado en las filas del centro, entre uno de los barberos, a la derecha, y un campesino taciturno a la izquierda. Este último se come todas las noches una cabeza de ajos crudos, dice que para combatir el reuma, pesadilla de todos los aldeanos. Ello hace que, cuando duerme con la cara vuelta hacia mí, me despierte yo mareado, con la náusea a punto, tal es la pestilencia de su aliento. Cada vez que esto ocurre, y ocurre varias veces en la noche, le sacudo y él abre los ojos velados por el sueño.

—¿Quieres darte la vuelta, por favor, porque me ahogo? El hombre obedece, pero, al poco rato, protesta el otro vecino suyo:

—Coño, qué peste. ¿Por qué no te vas a dormir al váter? Resignadamente, el hombre se pone boca arriba y entonces su aliento, qué irresistible hedor agrio y picante, se desparrama por igual sobre mí y sobre la otra víctima, y nos mantiene a los dos en vela hasta que el sueño puede más que todas las salvaguardias del organismo. Y cada mañana contesta a nuestras quejas y recriminaciones diciendo:

—¿Es que voy a dejar que se me pudran los huesos en vida?

He probado a taponarme los orificios de la nariz con bolitas de algodón que me proporciona Pablo, pero he tenido que desistir de ello, porque roncaba tan furiosamente que los compañeros de alrededor me despertaban con abucheos y chasquidos de lengua. Inútil, pues. Paciencia, pues. Últimamente nos hemos conjurado su otro vecino y yo para no dejarle dormir, empleando para ello todas las picardías que se nos ocurren: hurgarle en la nariz con una pajita, soplarle en los oídos o clavarle bruscamente una rodilla en los riñones, a ver si se desespera y cambia de sitio. Pero resiste. Es un hombre paciente. En eso es como un buey. Pero ya veremos quién puede más, si el buey o los tábanos.

Bien. Y se hicieron todos los cambios y combinaciones de presos y salas. Y a Chico Listo se le ocurrió acabar con los piojos, y lo que las monjas apenas habían podido empezar, lo concluyó él en una semana: la construcción en la huerta de unos hornos para la desinsectación de los petates, las mantas y las bolsas de ropa de los presos, mediante gases de cianuro potásico. Y otra vez las reatas de presos de aquí para allá con el equipaje a cuestas. Entregarlos por la mañana, recogerlos a media tarde, airearlos, sacudirlos… El patio general parecía uno de esos campamentos improvisados para víctimas de alguna catástrofe, un incendio o una inundación, en caótico desorden. Simultáneamente, nos ha obligado a todos sin excepción, incluidos los legionarios, a tomar una ducha una vez por semana. Cuando le llega el turno a mi sala, se suceden algunas escenas que, en otras circunstancias, parecerían cómicas, pero que, en nuestra situación, son más bien dramáticas. Muchos rústicos se resisten y tratan de escapar de la ducha a cualquier precio: se fingen enfermos, se desmayan, suplican, protestan… (¡No, a la lucha, no! No quero morir de pulmonía. ¡Que me lleven a picar!) Hay algunos que, efectivamente, son presa de vómitos, mareos, diarreas repentinas. Pero la orden se cumple a rajatabla. Una vez formado el personal, es conducido entre dos guardianes hasta el departamento de duchas. Y allí empieza la segunda parte de la función. Nos desnudamos a la intemperie, en turnos de cincuenta, y entramos en pelotón, traspasados de frío, tiritando. No nos podemos mover bajo los chorros y, al enjabonarnos y frotarnos, tropezamos unos con otros y hasta nos golpeamos sin querer. Y por más que lo advirtamos todos los días (¡No meéis al compañero, coño! ¡Cuidado, apuntad al suelo!), no se evita que, en medio del escalofrío, alguien nos riegue con orín caliente las piernas y hasta los riñones. Desde luego es un espectáculo alucinante el que ofrece la masa compacta de cuerpos esqueléticos agitándose espasmódicamente bajo la lluvia glacial de los tubos. Yo la veo como una danza macabra, como un fantástico baile de cadáveres al compás de los látigos de invisibles demonios. ¡Chas! ¡Chas! ¡Chas! Salimos de estampida, jadeantes, doloridos, como bestias apaleadas, y nos cruzamos con otro grupo de seres desnudos, ateridos, temblorosos. ¡Qué suplicio! (Sí, qué suplicio, Olivares, qué suplicio. Nos tratan como si fuéramos ganado).

—Peor, Molina, porque el ganado vale dinero y nosotros, ¿qué valemos nosotros?

Pues, ¿y el sistema empleado con los viejos? Se les ha recluido en una misma sala y se les ha invitado reiteradas veces a que se apunten voluntariamente para ser transferidos a la prisión de la isla de La Toja, especialmente habilitada para sexagenarios. Pero ninguno quiere ir allá, bien por razones de distancia con respecto al punto de residencia de sus familias, bien por miedo a lo desconocido o, sobre todo, por las siniestras noticias que se tienen acerca del clima salobre, frío y húmedo de la isla y su efecto mortal entre los sexagenarios en ella concentrados. (Ese es el cementerio que nos preparan. ¡La madre que los parió! ¿Voluntario yo? Ni para coger onzas de oro. Que me muera cuando tenga que morirme, pero que no me pidan que me meta yo mismo en la fosa). Pero los ancianos son los que más piojos tienen y como obligarles a la fuerza a tomar duchas colectivas podría dar lugar a algún conflicto con las monjas, Chico Listo, tan pródigo en soluciones expeditivas, ha resuelto esta vez el problema mediante un rodeo. Aprovechando una mañana de sol, les hizo salir a la huerta, aparentemente con el fin de que pudieran disfrutar el privilegio de un paseo al aire libre. Mas, una vez allí, y sin romper la formación les ordenó que se desnudasen completamente. Parece que se resistieron a obedecerle, pero que, ante la actitud de los guardianes, que comenzaron a desnudar a algunos por la fuerza, acabaron por ceder. Entonces apareció un ordenanza con un cubo y una brocha, que los embadurnó desde el cuello a los tobillos, por delante y por detrás, con una solución desinfectante. Después, otro ordenanza los lavó de arriba abajo con la manga de riego. Y hubieron de secarse al sol y permanecer desnudos hasta que les devolvieron los vestidos debidamente desinsectados. Chico Listo dirigió y presidió todas estas operaciones sin dejar de sonreír, como si se tratase de una broma inocente, fumando puro tras puro y teniendo a su lado un enorme perro pastor. Los viejos volvieron a su dormitorio amedrentados, despavoridos, temiendo que aquella noche morirían todos de pulmonía, pero no murieron más que los dos que no habían podido salir a la huerta porque estaban agonizando. Desde aquel día, los sexagenarios acuden a la ducha, sin ofrecer resistencia, cada dos semanas, y no ha habido necesidad de repetir el experimento de la huerta. De esta manera, Chico Listo ha vencido a los piojos, aunque como un general a quien no importan nada las bajas propias.

Lo más dañino para el preso es estar todo el día mano sobre mano sin hacer nada y cavilando. Por eso, hay que mover a la gente, no dejarla parar, para que no tenga tiempo de pensar. Consigna de Chico Listo. Terminada la batalla contra el piojo, arremetió inmediatamente, con la impetuosidad y la falta de escrúpulos que le caracterizan, contra el aburrimiento de los presos. Y organizó cuatro equipos de fútbol, un campeonato de boxeo, un orfeón y una banda de música. Dos cazos más de rancho en cada comida y, a veces, la hartura de rancho, fue el cebo para la recluta. Por más que intentamos boicotear sus planes recurriendo a la conciencia política y al amor propio de los candidatos, no pudimos evitar, salvo alguna excepción, que se alistasen. El hambre y el ciego instinto de la supervivencia arrollaron todos los razonamientos y consideraciones de índole moral. Fue totalmente inútil nuestro empeño. Además, los planes de Chico Listo se vieron favorecidos por la efemérides que desencadenó el pánico entre los reclusos: la muerte por inanición de trece hombres en un solo día. Mira por donde este tipo osado y sin escrúpulos de conciencia ha logrado el triunfo de sus propósitos a cambio de una escandalosa derrota en su batalla contra el hambre. Porque Chico Listo ha intentado también, si no eliminar, sí, al menos, amansar un poco al terrible enemigo. Chico Listo ha espesado el rancho añadiéndole zanahorias cuyo repugnante dulzor provoca la náusea. Yo me oprimo la nariz con los dedos y las engullo rápidamente para no gustarlas, porque sé que alimentan, y me enjuago la boca con agua cada vez que me amaga un espasmo de estómago. Ha establecido, además, un sistema rotatorio de hospitalización en la enfermería, por espacio de una semana, para los más gravemente afectados por la desnutrición. El reposo, el calorcillo de las mantas, el caldo de patatas y la presencia de la monja son los tres recursos de que allí se dispone para combatir a la muerte. Pero esta terapéutica es eficaz sólo temporalmente, un alivio, un aplazamiento, cuando se aplica a organismos jóvenes y sanos, y absolutamente inocua en los demás casos. Por otra parte, según me ha contado Pablo, la presencia de la monja, su voz, sus palabras amables, que en un principio reanima a los enfermos, se trueca pronto en un tóxico mortal para ellos, porque caen en la masturbación. Se masturban exasperadamente. El ejemplo de uno arrastra a los demás. Se animan a ello unos a otros y hay momentos en las noches de la enfermería en que crujen varias camas a la vez a impulso de los espasmos agónicos de quienes quizá buscan la muerte por ese camino, sin que valgan para contenerles las amonestaciones y las advertencias de los médicos, sino todo lo contrario. La masturbación es una de las plagas que nos consumen, cuya violencia aumenta en la misma medida que el hambre y la muerte; aliada de la muerte, secuela del hambre, suicidio lento, fácil, grato. La muerte en forma de mujer hermosa, de la más bella y de la más sugestiva y de la más dócil y de la más ardiente y de la más real y de la más fantástica y de la más pura y de la más crapulosa de las mujeres, de la mujer en que transforma cualquier mujer nuestra imaginación. (Quiero morir de gusto). La masturbación es inevitable aquí. El problema consiste en dosificarla, sólo en eso, no en suprimirla, porque si no nos masturbásemos de cuando en cuando, enloqueceríamos o nos suicidaríamos de otra manera.

Y los que sucumben son sustituidos por nuevos aspirantes, y el número de los que esperan su vez para entrar en la enfermería es siempre el mismo o mayor, y los sucesivos relevos mantienen inalterable el «batallón de los fatis», de los edematosos y deshidratados por falta de proteínas. Han desaparecido el camarero de Acuarium, la Parca, y el comedor de ajos crudos y otros muchos conocidos nuestros. Ahora es costumbre en los dormitorios que los más agotados permanezcan tendidos en sus petates hasta el primer recuento y que uno de sus compañeros más próximos recoja su café y se lo lleve al lecho. Pues bien, no hace muchos días, al llamar su vecino el que duerme a continuación de mí en sentido longitudinal, cabeza contra cabeza, para que se bebiese el aguarchirle mañanero, éste siguió durmiendo.

—Bueno, pues ahí te dejo el plato. Ya te lo beberás, si quieres, antes de que se enfríe.

Sonó poco después el toque para el recuento y, como siguiera sin moverse, su compañero volvió a llamarle, zarandeándolo suavemente. (Vamos, hombre, a formar). Pero no obtuvo respuesta. Entonces lo volvió boca arriba. (Despierta ya, coño). Pero no despertó, y el amigo, espantado nos miró a los que veíamos y oíamos la escena de cerca, y lanzó un grito:

—¡Jefe de sala, Antonio Gómez está muerto!

Más de trescientos semblantes terrosos se volvieron hacia allí, más de seiscientos ojos despavoridos vieron una vez más la muerte. Yo me incliné sobre Antonio Gómez y le tomé el pulso. Pero no tenía pulso y estaba frío. Alguien expresó el pensamiento general. (Se ha muerto el pobre como un pajarito). Sí, había muerto silenciosamente, sin un estertor. Confirmé el hecho al jefe de sala cuando acudió al grito, pálido, descompuesto, y al oír mis palabras empezó a tartamudear y luego salió corriendo para cuadrarse ante el funcionario que acababa de abrir la cancela de hierro. El funcionario, apodado el Piri, es un muchacho más bien tímido, que elude todo enfrentamiento con los reclusos. Vino hacia nosotros, se detuvo, miró al cadáver y no sé si lo vio, porque estaba asustado también, como el jefe de sala, como todos.

—¿Es éste? —balbució.

—Sí.

El guardián nos dirigió entonces una mirada exculpatoria a los más próximos, como si quiera decirnos: Yo no tengo la culpa. Ya sé que es espantoso, pero yo no tengo la culpa. Pero nosotros le respondimos injustamente con una mirada fría y condenatoria. Queríamos decirle con ella: ¿Ahora nos vienes con esas? No te hagas el inocente. Tú eres tan culpable como los demás. Y apartó bruscamente sus ojos de los nuestros y dijo al jefe del dormitorio:

—Bien. Que le cubran la cara.

Yo le cubrí el rostro con su propia manta. Y empezó el recuento. Y aquella fría mañana del invierno más invierno de todos los inviernos no se oyó una sola tos mientras el Piri nos contaba.

Chico Listo no ha podido, hasta ahora, con el hambre, ni podrá con ella, porque se trata de una batalla en que está empeñado todo el país y en la que los presidiarios no contamos ni siquiera en las listas de bajas. Chico Listo no posee medios ni recursos para contrarrestar eficazmente el hambre, oh, las bolas de maíz en vez de pan, del escaso, pero rico pan que me servía de postre, bolas de maíz, cemento amarillo que pesa como plomo en el estómago y no alimenta porque no hay dios que pueda digerirlo. ¿Ese es el calor y el pan que nos ofrecían? (Ni un hogar sin lumbre, ni una familia sin pan). Nuestra única esperanza consiste en alcanzar a tiempo la cosecha de las habas. Habas pulposas, mantecosas y deliciosas, como dice Agustín. Oh, las habas, benditas habas, nunca tan ardientemente requeridas, nunca tan angustiosamente esperadas. (Si aguantamos hasta que lleguen las habas, estamos salvados). Al menos es una ilusión y de esa ilusión vivimos.

Mientras tanto, se nos obliga a asistir a tres partidos de fútbol por semana y a una sesión de boxeo cada domingo. Como tiene que quedar libre el patio, toda la población reclusa ha de comprimirse en la banda de las marquesinas y hemos de presenciar los partidos de pie, apelmazados, sin poder cambiar de sitio ni de postura y sin movernos aunque nos apremie alguna necesidad fisiológica inaplazable. Así, dos horas, dos interminables, irresistibles, demolientes horas. Es un suplicio chino. Hay quien se desmaya, quien se duerme, entre brazos, piernas, vientres y pies. Formamos un bajorrelieve de chatarra humana a lo largo de los cuatro muros. Si la temperatura es suave, rara vez, nos licuamos y la chatarra se convierte en gelatina. En cambio, en las tardes moradas y serenas de invierno, que son las más, cuando el aire inmóvil se cristaliza, sentimos cómo se clavan en nuestra carne las agujas del frío. ¡Cómo tiritamos a pesar de las apreturas! ¡Dios qué sufrimiento! Y qué sufrimiento inútil, caprichoso, superfluo. ¡Qué poca cosa somos, Dios! Chico Listo goza el espectáculo desde la plataforma de madera que se ha hecho construir, sentado, sonriente, ladeada la gorra, el puro humeante en la boca y el perro pastor echado a sus pies. Le acompañan Goering o bien Malastripas y algunos otros funcionarios, con los que intercambia frases, chistes y risas. Chico Listo aplaude, grita, se ponen en pie, vuelve a sentarse, disfruta plenamente. Parece un pequeño y grotesco Nerón con uniforme de prisiones presidiendo los juegos en un circo rectangular ante los esclavos de Roma. Los atletas visten calzoncillos, camisa blanca u oscura, y calzan alpargatas. Son atletas de escuálidos rostros, de flacas piernas y abultados vientres. Vientres como alforjas. (La tripa de estos jugadores es un pellejo lleno de rancho). Se les ve correr y bregar jadeantes, exhaustos, inconscientes casi. Cuando el juego decae, suena la corneta y los jugadores se detienen y entonces se oye el grito de Chico Listo: ¡Más coraje! Parecéis señoritas. Y los jugadores extraen furia de las últimas gotas de rancho. Furia ciega, agónica, desesperada. Alguno tropieza o resbala y cae sobre el duro cemento, se hiere o se rompe algo. No importa. En seguida lo relevan. Alguien, con los huesos ateridos, le reemplaza y el juego continúa. Y Chico Listo es el primero en gritar, ¡Gol! Y se levanta, frenético, y aplaude hasta caérsele, a veces, la gorra, y le imitan los funcionarios. ¡Gol! ¡Gol! Sí, es un pequeño Nerón paranoico, sensual, rodeado de una pandilla de serviles aduladores. Nosotros maldecimos entre dientes a él y a todo su linaje hasta el primer espermatozoo y el primer óvulo que le dieron principio y vida, y le deseamos la muerte por estallido, por reventón, la del sapo bajo la rueda herrada del carro.

Los combates de boxeo son menos incómodos para nosotros porque el cuadrilátero ocupa poco lugar. La cuadra de púgiles está formada por Lino, Paco, Toledo, Madrid, Vitaminas y Escopeta, y dirigida por «Puños de oro», un antiguo boxeador profesional que llegó a ser el número uno en no sé qué categoría, y que ahora es un hombre desdentado y desnarigado, reducido a una armadura de espantapájaros, todo él huesos y pellejos colgantes. Al igual que los futbolistas, los boxeadores, cebados con forraje, carecen de musculatura a cambio de barrigas prominentes. Y se pegan. Aunque pueda parecer mentira, lo cierto es que se pegan, vaya si se pegan, ferozmente. Tal vez se prometieran entre sí, antes del combate, simular golpes, solamente señalar los golpes, pero se calientan y acaban zurrándose sin piedad, porque Chico Listo les azuza con gritos y denuestos y les estimula prometiendo una buena comida, huevos fritos y paella, al campeón y al subcampeón, y porque muchos espectadores de la masa de presos les animan también con sus voces bárbaras: ¡Acaba con él, Lino! ¡Dale fuerte, al estómago, Vitamina! Y cae Escopeta, fulminado. O se derrumba Toledo. O vomita Paco. O se cubren de sangre los dos púgiles. Y la sangre entonces excita aún más a presos y guardianes. Y el griterío aumenta, porque somos muchos también los que increpamos e insultamos a los perros a voz en grito: ¡Callaros, cabrones, borregos, hijos de puta! ¿No veis que son compañeros? ¡Traidores! Y el vencedor saluda con los brazos en alto. Un vencedor que se ahoga, que se tambalea. Un vencedor que acude sonriente, mareado, a la llamada de Chico Listo, que le estrecha la mano y le obsequia con un cigarro puro. Y, entre combate y combate, toca la banda pasodobles toreros o el orfeón canta: Eres alta y delgada como tu madre, morena salada, como tu madre

—Federico, Federico, este caradura ensaya en nosotros sus desvaríos de mando y de poder… —me dijo Molina la primera vez que desfilamos ante Chico Listo el paso de la oca—. Está loco, Federico, o está loco.

Sí, esto de los desfiles vespertinos u obedece a un premeditado plan disciplinario con objeto de triturar las últimas resistencias físicas de los presos y convertirlos en peleles sin voluntad y sin conciencia, o es el síntoma de alguna peligrosa desviación psíquica de Chico Listo. También pudiera tratarse simplemente de una farsa cruel y sin sentido. En cualquier caso, para nosotros es una forma de tortura colectiva y otra causa de tensión, de sufrimiento y de angustia.

Después de dos días de preparativos y ensayos que estuvieron a punto de acabar con nuestras últimas reservas físicas, llegó la hora de la primera representación en serio. El ejercicio consiste en desfilar de a cuatro en fondo, al paso de la oca, ante Chico Listo y la bandera, con el acompañamiento de marchas militares como el himno de la Legión o «Los voluntarios». Al llegar a la altura de Chico Listo y de la enseña, hemos de inclinar la cabeza y, seguidamente, abrirnos en dos columnas de a dos en fondo, una de las cuales ha de girar a la derecha y, a la izquierda, la otra. Paso de la oca, pero rápido, llevando el compás con el brazo derecho y cogiendo con la mano izquierda la costura del pantalón del compañero situado a ese lado. Dicho así, parece fácil, e, incluso, divertido. Pero hay que verlo.

Han quedado exentos de la prueba los sexagenarios, pero la mayoría de los rurales y de los que, sin serlo, han remontado cierta edad, son incapaces de superarla. Aquéllos porque, en general, son físicamente torpes. Habituados a las rudas labores campesinas, sus cuerpos, aunque fuertes, se han deformado, y sus miembros han perdido elasticidad, y el reuma, el mal calzado y la costumbre de pisar superficies quebradas, han convertido el suyo en un andar de plantígrados o marineros. Se mueven, efectivamente, como osos. En cuanto a los hombres maduros, la debilidad, las artrosis y las callosidades les han privado hasta de los últimos vestigios de marcialidad que les quedaran. A todo esto hay que añadir el nerviosismo, la inseguridad y el miedo, para comprender el resultado. Cuando la corneta nos convoca para la última formación de la tarde que precede al desfile, es como si sonase para nosotros la trompeta del juicio final. Peor aún, como si se nos diera la señal para arrojarnos por un precipicio. En ese estado de ánimo no es posible hacer nada bien, aunque sea fácil, y menos, naturalmente, el movimiento acompasado y rítmico de tantos hombres a la vez.

En los dos primeros días, el desfile duró más de una hora a causa de las arritmias provocadas por las innumerables torpezas y fallos del personal. Sin embargo, no hubo castigos ni se tomaron represalias. Pero al tercer día se nos advirtió que el desfile debería realizarse en treinta minutos y que se enviaría a celdas a todo aquel que cometiese una falta. Y rígidos, tensos, a punto de estallar, nos esforzamos en bailar en la cuerda floja sin rompernos la crisma. Guardianes apostados entre las hileras de la formación nos espolean sin cesar. (¡Rápido, rápido! ¡La cabeza, atrás! ¡El pecho, fuera! ¡Aire, aire!) Sustos, choques, pisotones. Uno que resbala. Otro que cae. Alguien se trabuca y pierde el paso. (¡Más de prisa, más de prisa!) Dientes apretados. Rabia en los ojos. Saltitos para recuperar el paso. (¡Aire! ¡Aire!) Tambaleos. Vértigo. Espasmos de estómago. (¡Ese paso! ¡Esa cabeza!) La música aporrea el cráneo con sus agudos martilletes. ¡La bandera! Chico Listo, que parece un mojón, atisba por entre las ranuras de su párpados para sorprender cualquier descuido. Los hombres sudan a chorros, pero no lo sienten, no sienten nada, sólo tienen ojos. ¡Ahora! Abatir la cabeza, girar… Otros guardianes apartan a los torpes. (¡Tú, sal fuera!) Muchos. Más de ciento cincuenta quedan separados. Desde entonces, el desfile es nuestra pesadilla más negra, la angina de pecho de los reclusos.

Todos sabemos lo que significa la reclusión en celdas como castigo. Lo de menos son los días sin paquete, sin comunicación oral, sin carta, sin paseo, sin tabaco. Lo que lo hace realmente temible es el preámbulo de todo eso a manos de Portaviones, Mula Romera, la Marquesona y otros funcionarios de la misma ralea. Es cierto que, desde que llegaron las monjas, se aguantan las manos en público todo lo que pueden. Aún así, se les escapa alguna bofetada que otra, algún que otro puñetazo. Pero se desquitan en celdas. Allí se desahogan a placer. Allí no tienen jurisdicción las hermanitas. Allí, hasta Pedro el chivato se permite tales abusos cuando aparece alguno de su pueblo, testigo de sus fechorías durante la guerra. Así burla Chico Listo a las monjas. Es uno de sus trucos. Nada de enfrentarse con ellas. Sería, quizá, peligroso para él. Es mejor el rodeo, la infiltración y el ataque por la espalda. Cínicamente. Con un desparpajo que desconcierta. Nosotros creímos que la situación mejoraría cuando los frailes dominicos sustituyeron a don Germanófilo, enviado no sabemos a dónde. Porque los frailes llegaron en manada, lo menos doce. Les llamamos pingüinos. Una bandada de pingüinos. Enormemente gordos, enormemente ignorantes, enormemente pueriles. Sebáceos, bobalicones, gastrópodos. Salvo uno, el padre Vulpes, cuyo apodo debe a su rostro de perfil alargado, vulpino, zorruno. No muy inteligente, pero sí astuto y mal intencionado, el padre Vulpes conserva todavía alguna semejanza con aquellos familiares del Santo Oficio en su período de decadencia. Pero los pingüinos nos defraudaron bien pronto. En vez de situarse junto a las monjas y en contra del director, se desentendieron cómodamente de todo lo que tuviera relación con la disciplina y el régimen carcelario y, creyéndose quizás en tierra de misiones, pusieron todo su empeño en conquistarnos para la fe, a pesar de las advertencias del malicioso Vulpes, (Que no estamos ya en China), oídas por alguno de nuestros informadores. Al principio se mezclaban con nosotros, bien en el patio, bien en los dormitorios, siempre por parejas, con el propósito de adoctrinarnos. Y los diálogos catequísticos se convirtieron en cachondos pitorreos por nuestra parte. Comenzaban por querer explicarnos algún misterio de la fe, por el método Astete, a lo que nosotros replicábamos con una serie de y eso, ¿por qué? que los anonadaba, que los dejaba boquiabiertos, sin saber por donde salir, y entonces entrábamos al ataque y nos divertíamos con el tiro al pim pam pum, en el que los pingüinos constituían el blanco, hacían de monigotes, hasta el momento en que los pingüinos sacudían la papada, señal de que empezaban a mosquearse, e irritarse, y en ese punto cambiábamos de tercio y les hacíamos preguntas sobre China, terreno en el que se creían más seguros, pero en el que tampoco nos descubrían nada.

—Y las chinas, ¿qué tal son, padre?

—Muy piadosas, hijo, muy piadosas.

—Bien, pero así… como mujeres, ¿qué?

Sonreían a lo bobo, pero les relucían los ojuelos, y los reclusos les atribuían hazañas muy poco ejemplares en este aspecto. (Estos jeromos se han estado tirando chinitas a barullo). Un día les pregunté yo por fray Tomás de Torquemada y me di cuenta inmediatamente de que no tenían ni idea del personaje. Tal vez pensaron que se trataba de algún fraile amigo mío. Por si acaso, el pingüino se salió por la tangente:

—Un santo varón, hijo, un santo varón.

—¿Un santo varón y quemó vivas a miles de personas? No sé si su compañero, un poco más avispado, comprendió exactamente la pregunta o receló que le tendía una trampa, el caso es que se adelantó a contestar:

—Serían herejes, serían herejes.

—Pero, padre, ¿es que está permitido quemar a los herejes?

—Claro que sí. Si atacan a la fe o siembran la confusión y la cizaña entre los hijos de Dios, claro que sí.

—Pues entonces ustedes pueden quemarnos a nosotros y nosotros podemos quemarles a ustedes.

—¿Cómo dices, hijo, cómo dices?

—Que nosotros somos herejes para ustedes, luego pueden y deben quemarnos; y ustedes son herejes para nosotros, luego podemos y debemos quemarles, ¿no?

Se quedó patidifuso y los dos corpulentos frailes cruzaron entre sí angustiosas miradas pidiéndose socorro mutuamente.

—¿Ve, padre? No se puede ni se debe quemar a nadie por sus ideas religiosas. ¿No somos todos hijos del mismo Dios?

Tan cómica era la estupefacción de los dos pingüinos, que no pude reprimir una carcajada. Rieron también mis amigos y, contagiados por nuestra algazara, rieron ellos también. Acabamos riendo todos.

—Qué cosas se te ocurren, hijo; ay, qué cosas se te ocurren. Parece que te las sopla al oído el mismo Satanás.

Pero son tozudos como mulas manchegas y prosiguieron su trabajo que culminó en los ejercicios espirituales preparatorios del cumplimiento pascual. Fueron tres días de sermones y charlas piadosas bajo la dirección de Vulpes, quien llevaba la voz cantante:

—Ay, queridos hermanos, cómo me acuerdo de vosotros cuando contemplo la vida en familia y el afán pacífico de la gente en su ir y venir por las calles, camino de sus hogares o de sus ocupaciones. ¡Qué humilde y tranquila felicidad! Entonces me inclino ante el Señor y elevo a Él mis plegarias para que extienda también sobre vosotros el manto de su divina misericordia. ¡Misericordia, Señor, misericordia para estos pobres pecadores extraviados por las falsas doctrinas! Concédeles la paz, la resignación, la fe, la esperanza y la caridad, para que un día, purgados de sus graves culpas, puedan volver al seno de la sociedad, que ahora justamente les repudia, mostrando las fragantes rosas de la fe renacida milagrosamente esta primavera…

(¡Qué gárrulo, qué caradura, qué cínico! ¡Qué marrano! Y luego dicen que hemos matado muchos frailes…) Los reclusos se desquitan para sus adentros y para sus afueras mascullando los más atroces insultos contra Vulpes y toda su genealogía. Sin embargo, preferimos los ejercicios espirituales a los partidos de fútbol. Ojalá durasen, no días, sino semanas. Al menos, no nos torturan físicamente, ni nos acosan ni nos persiguen. Si bien nos obligan a soportar esos chaparrones oratorios, podemos refugiarnos tranquilamente en nuestros propios pensamientos. La disciplina se relaja un tanto, cede la tensión y, de alguna manera, la sombra de Cristo en la cruz nos protege. Por otra parte, el sol empieza a calentar nuestra carne y nuestros huesos y el aire embalsamado llena nuestros pulmones de gozo vegetal. Presentimos los verdes trigales, las verdes arboledas, los verdes huertos, las verdes colinas, los verdes jardines, las verdes praderas, los verdes retamares, y las muchachas en flor como manzanas verdes, y el estallido de la vida como una traca de yemas verdes y, en fin, toda la centelleante sinfonía en verde del campo. También han hecho su aparición las primeras, tímidas, habas verdes en el rancho, señal de que nos acercamos a la otra orilla.

Los ejercicios espirituales nos deparan este remanso en la turbulenta corriente de aguas cenagosas que nos lleva. Son, pues, tres días de vacación, al cabo de los cuales comienza a funcionar de nuevo la trituradora maquinaria de la cárcel. Se nos encierra en las salas y se nos informa que hay treinta sacerdotes dispuestos a oírnos en confesión para que al día siguiente podamos cumplir el mandamiento de la Iglesia de comulgar por Pascua florida. Y se nos invita, por último, a demostrar nuestra libérrima voluntad de acudir al confesonario:

—Un paso al frente.

Pero nadie da el paso al frente. El guardián, portavoz de la superioridad, se marcha solo, pero no han transcurrido diez minutos cuando aparece ante nosotros Goering. Formados y en posición de firmes, Goering nos dirige la palabra:

—Se castigará severamente a todo aquel que trate de coaccionar a sus compañeros para que no cumplan su obligación de confesarse. ¡Se pudrirán en celdas después de llevar un buen repaso! ¿Lo oís bien? —Hace una pausa y se acerca más a las filas. Y sigue diciendo—: El primer deber de todo buen español es ser católico como Dios manda, y el primer deber de todo católico como Dios manda es cumplir con la Iglesia. ¡Es un deber! ¿Me oís? A ver, el que quiera confesar, que de un paso al frente —pero nadie se mueve. Entonces, Goering nos grita—: ¡Cobardes!

¡No sois más que un hatajo de cobardes! —Se dirige después a uno y le pregunta—: ¿Por qué no confiesas tú? —El interpelado, inconmovible, no le contesta, y Goering le acucia—: Vamos, dime quién es el que te ha amenazado para que no confieses —y, como el preso sigue mudo e impasible, Goering le abofetea y le insulta—: ¡Cobarde! ¡Gallina! —Y, por último, Goering, que tiembla de cólera, nos desafía a todos con la mirada, se ajusta la gorra que ha estado a punto de caérsele, y se vuelve desde la puerta para amenazarnos—: Os conozco a todos y os aseguro que si cae en mis manos alguno de vosotros se va a acordar de mí mientras viva, si es que vive.

Se marcha dando un portazo que suena a hierros. Ha sido un golpe de furor, de rabia y de impotencia.

—Se va más cabreado que una mona, el hijoputa.

—Coño, si reventase el cabrón.

—Él sí que es un cobarde.

Ha abofeteado a un joven comandante de batallón que ha hecho toda la guerra en el frente y que, aunque muy debilitado físicamente, sería capaz todavía de patear a Goering.

—Cara a cara quisiera encontrármelo yo en un lugar solitario. Iba a saber lo que es bueno ese mamarracho. De la primera hostia…

Nos sentimos aliviados y contentos, porque la actitud cerrada y unánime que hemos mantenido todos es absolutamente espontánea. No ha habido necesidad de recurrir a la coacción moral para obtener ese resultado. Por otra parte, es la primera oportunidad que hemos tenido para derrotar a Chico Listo fácilmente, sin peligro, tan sólo con permanecer inasequibles a las insinuaciones y amenazas de sus esbirros.

Poco después, aparece Malastripas, sombrío, malhumorado. Nos contempla unos segundos en silencio, con la barbilla descolgada sobre el pecho, moviendo lentamente la cabeza. Al cabo, nos dice:

—No seáis cabezotas —vuelve a barrernos con la mirada y pregunta—: ¿No se atreve nadie? —Espera en vano unos instantes y, luego, agrega—: Peor para vosotros —y se dirige a la puerta lentamente, la espalda encorvada, caídos los brazos.

También nos visita el chulo Grijalba. Se acerca a las filas, golpea a tres con la punta de la fusta en el pecho y les ordena:

—Tú, tú y tú, un paso al frente.

Los así designados obedecen, y Grijalba les pregunta:

—¿Estáis bautizados? —los tres contestan afirmativamente con un movimiento de cabeza, y Grijalba razona—: Pues si estáis bautizados, sois católicos; y, si sois católicos, estáis obligados a cumplir los mandamientos de Dios y de la Iglesia, ¿no? —Los aludidos permanecen inmóviles y callados y Grijalba, esgrimiendo la fusta, les increpa—: Conque os negáis ¿eh? —Grijalba repite la pregunta a cada uno de ellos inútilmente y se detiene ante el último. Grijalba ha palidecido de ira y sus ojos de gato chispean. Levanta la fusta y entonces la expectación y el silencio se atirantan. Estamos al borde del precipicio. La sangre nos nubla el entendimiento. Es sólo un instante, pero un instante paroxístico. Menos mal que Grijalba baja la fusta, da media vuelta y sale del dormitorio precipitadamente.

Remite la tirantez y respiramos, y, cuando se deshace la formación, corremos a felicitar y a abrazar al protagonista, que aún tarda en recobrarse. Parece muy cansado y apenas corresponde a nuestra efusividad.

—Yo creí que se armaba la gorda —me dice Capote.

—Y yo, también. Pero ha habido suerte.

—Sí, ha habido suerte.

El incidente es motivo de comentarios sin fin. El peligro nos ha rozado con un ala, creemos todos. Pero no pasó de ahí, por fortuna. De lo contrario, podríamos estar lamentando una desgracia irreparable, tal vez nuestra perdición definitiva. A pesar de ello, nos satisface mucho que haya sucedido.

—Así sabrán que todavía nos quedan agallas.

Pero no nos dejan tranquilos. A última hora de la tarde irrumpe bruscamente en nuestra sala el director, tan bruscamente que ha de detenerse para dar lugar a que formemos. Le acompaña toda su plana mayor. Empuña el bastón de mando. No fuma. Nos mira severamente como un general que pasase revista a sus tropas antes de comenzar la batalla. Nosotros, por nuestra parte, nos preparamos para recibir su embestida. Embestida violenta y extremada, tememos. Mas Chico Listo cambia repentinamente de expresión, como quien cambia de careta. Sonríe, mueve la cabeza, adopta un gesto bonachón y nos habla en tono paternal. ¿No nos acordamos ya de nuestra madre? Ella fue la que nos enseñó a rezar, la que trazaba la señal de la cruz en nuestra frente cada noche, antes de que nos durmiéramos, la misma que ahora, desde el cielo o, para los que tengan la suerte de que aún les viva, desde el santuario, sí, santuario, del hogar, espera que correspondamos a sus enseñanzas, a su cariño y a sus desvelos. (No hay nada como una madre. Si ella estuviera aquí, lo primero que os aconsejaría, que os pediría con lágrimas en los ojos, es que acudierais a la confesión para tranquilidad de vuestras conciencias y de la suya). Su tono melifluo y sus gestos melodramáticos llegan casi al punto de conseguir que estalle una carcajada general. A mí, la risa me cosquillea en la garganta y tengo que realizar un esfuerzo verdaderamente angustioso para contenerla.

—¿Queréis decirme qué perderíais por ello? —sigue diciendo después de una pausa—. ¿Eh, qué perderíais por ello? Nada y, en cambio, podríais ganar mucho. Que no os quepa duda de que la buena nota que este establecimiento puede ganar mañana si cumplís con vuestro deber de españoles y católicos, redundaría en vuestro beneficio, porque demostraría que sois unos españoles recuperables para Dios y para la patria. Y eso vale mucho. Yo me sentiría muy satisfecho, y eso también vale mucho. En fin, que sería un gran bien para todos. Pensadlo bien. Aún estáis a tiempo. Treinta virtuosos sacerdotes aguardan vuestra decisión…

Espera. Nosotros permanecemos impasibles, desafiándole con una provocativa actitud, en bloque, de indiferencia. En vista de nuestra obstinación, Chico Listo frunce el ceño, cambia la máscara de afabilidad por la de la adustez, y enciende un cigarro puro lentamente y, después de dos o tres nerviosas chupadas que envuelven su cabeza en humo, llama al jefe de sala para decirle:

—Cuando rompan filas, me haces una relación de todos aquellos que no quieran confesar, sólo de los que no quieran confesar, ¿entendido?

Nos apuntamos todos. Era nuestro desquite. Al día siguiente comulgaron únicamente los rancheros y algunos ordenanzas. ¡Derrota inapelable de Chico Listo! Por una vez al menos, habíamos conseguido desbaratarle una de sus operaciones más meticulosa y desvergonzadamente preparada. ¡Qué fracaso el suyo! Pero no tardó mucho en tomarse la revancha con recrecida furia: partidos de fútbol, combates de boxeo, conciertos, desfiles. El movimiento continuo, la agitación permanente. Y todos los días, numerosas remesas de castigados a celdas. Y Portaviones, Mula Romera, Goering y Grijalba, en plenitud de funciones. Los pingüinos, en retirada, se reducen a dos: Vulpes, para el departamento de mujeres, y el padre Gregorio, simplón, campanudo y estólido como un sochantre, para la grey masculina. Las monjas, reconcomidas e impotentes, silbando sutiles amenazas contra el director y sus secuaces, se limitan a desempeñar rutinariamente sus funciones secundarias. (Lo sentimos mucho, pero no podemos hacer nadar. Estamos solas. Los padres no nos ayudan). Chico Listo es el amo, el omnipotente dentro del penal. Quienes tantas rosadas ilusiones concibieron cuando se supo que Chico Listo sería nombrado director del penal, confusos al principio por sus aparatosas acciones (¿Qué es lo que pretende? ¿A dónde quiere ir a parar? ¿Será todo una falsa maniobra para despistar? Este tío es mucho más fino de lo que creíamos) han abandonado ya definitivamente su confianza en este hombre. (Lo que busca este cabrón es hacer méritos a costa nuestra. Es un títere. Es un caradura sin escrúpulos. Este Chico Listo es capaz de cargarse a su padre con tal de conseguir una medalla o un ascenso. Claro, tiene mucha mierda que tapar. Estos tipos así, que juegan a dos paños, son los más peligrosos). Y le odian, le odian, le odian, como le odiamos todos, patológicamente.

Por suerte, las habas nos han repuesto. Siguen cayendo los que han llegado moribundos a la otra orilla, pero el «batallón de los fatis» disminuye, siquiera momentáneamente, y todos hemos engordado a ojos vista algunos quilos. Y buena falta nos hacía, porque, de no ser así, entre el vendaval Chico Listo, por un lado, y las noticias de la guerra, por otro, nuestra moral se hubiera venido al suelo, con el consiguiente peligro para todos. Porque hay que ver qué noticias… Los alemanes han arrollado a Yugoslavia, han arrasado Grecia y se han hecho dueños de los Balkanes en unas semanas. Y, lo que aún parece increíble, fantástico, han conquistado Creta con paracaidistas frente a las mejores unidades del ejército inglés de Libia. Verdaderamente, la toma de Creta es una hazaña bélica de la que se hablará siempre como un prodigio de audacia, valor y técnica militar. Lástima que la hayan realizado los alemanes o lástima que los alemanes sean fascistas. Toda la prensa nacional la ha celebrado más que si se tratase de una nueva Otumba o de otro Lepanto, que ya es decir, y los plumíferos de «Redención» han agotado los adjetivos laudatorios de nuestro idioma y se han vaciado en espasmos descriptivos hasta el agotamiento. Nos queda, sin embargo, el consuelo de que lo que pudo suceder en las islas británicas haya ocurrido en una isla griega. En el primer caso, hubiera sido el fin. En el segundo, sólo es una derrota más, todo lo espectacular y aparatosa que se quiera, pero sin consecuencias decisivas. Y los ingleses la han encajado sin pestañear. Ha rebotado en ellos como en un colchón. Es un consuelo, sí, pero nada más. Es como el que se cae y se rompe una pierna y da gracias a Dios por no haberse roto las dos. Ese es nuestro estado de ánimo. Por eso, aunque la guerra siga constituyendo nuestra obsesión y nuestra esperanza, nos sentimos cada día más lejos de ella. La guerra se ha situado ya en un nivel intemporal para nosotros, más allá del tiempo, de nuestro tiempo. Todos los pronósticos coinciden en que será muy larga, en que durará años y años. Sí, al fin triunfará la libertad. Bien, pero cuando llegue ese día, ¿qué habrá sido de nosotros? ¿Quién de nosotros habrá logrado sobrevivir? Sí, la guerra se nos va, nos abandona. Y, no obstante, le ponemos plazo. Uno y otro y otro y otro plazo. De la primavera al otoño. Del verano a Navidad y de Navidad al verano… (De aquí a un año, hablaremos). El optimismo de Molina me conmueve:

—Hemos pasado lo peor. De ahora en adelante, nuestra situación irá mejorando poco a poco, ya lo verás.

Agustín cierra los ojos y se salta a la torera las adversidades y los inconvenientes, y repite el adagio hindú

—Si tu mal no tiene remedio, ¿por qué te quejas?, y si tu mal tiene remedio, ¿por qué te quejas?

Pablo es el menos vulnerable. Para Pablo no existen problemas familiares ni económicos. Sus tíos, que están en buena posición y no tienen hijos, le adoran y le ayudan hasta el límite de sus posibilidades. Recibe abundantes provisiones que comparte muchas veces con Agustín, con Molina y conmigo. Su bata blanca le permite ocupar una cama en la enfermería y moverse dentro de la prisión con relativa facilidad, por lo que sigue llevando al coronel los boletines de noticias que yo le facilito. Ahora hace versos, buenos versos, románticos versos, y espera ser trasladado pronto a una prisión de Madrid. Además, su fe en Inglaterra es inconmovible. En estas condiciones, es natural que Pablo mire al futuro más confiadamente que la mayor parte de nosotros. Y es natural que piense en acabar su carrera, en casarse y en ser convencionalmente feliz. Por mi parte, creo, sigo creyendo, en la victoria de las democracias, pero dudo mucho que nosotros lleguemos a participar de ella. La evolución de los acontecimientos, es decir, su complejidad creciente, y los antecedentes históricos me hacen temer que a la hora del triunfo nadie se acuerde de nosotros, que nadie cuente con nosotros, que para entonces hayamos sido completamente olvidados. ¿De qué sirvió a los españoles haber sido los primeros en levantarse contra Napoleón? A la hora del reparto y de las reparaciones, es el egoísmo y no la justicia quien adjudica los trofeos. Por eso, cuando Hitler sea derrotado y todo parezca poco a sus vencedores, presentes a la hora del reparto, ¿quién abogará por nosotros, quién se acordará de los ausentes? Pienso que seremos traicionados una vez más. Aparte de que son muchos años de cárcel por medio, ¿dos?, ¿cuatro?, ¿más?, en condiciones misérrimas, al alcance cada día de la muerte por consunción o de la locura por desesperanza, lo que ya significa por sí una merma casi absoluta de nuestras posibilidades, creo que son las divisiones internas el factor determinante de nuestra definitiva derrota. Quizá, lo que más contribuya a mi pesimismo sea el espectáculo mezquino de nuestra separación en dos bloques irreconciliables, aquí, en la cárcel, aunque los dos sean víctimas de la misma injusta condena y sufran y mueran a la par. Es lo más deprimente en nuestra vida de prisioneros. El tormento más refinado de cuantos nos afligen. ¡Y nos lo hemos impuesto nosotros mismos! ¿Imbéciles? ¿Masoquistas? ¿Depravados? Nada de eso. He analizado el fenómeno prolijamente, desde todos los puntos de vista, y he llegado a la conclusión de que es la consecuencia del mismo vicio que imputamos a nuestros opresores y que, sin embargo, nos corresponde a todos por igual al ser un elemento predominante en la idiosincrasia de los españoles: la intolerancia, heredada de nuestros terribles abuelos. ¡Sostenella y no enmendalla! ¡Santiago y cierra España! Esos y otros sinónimos son los gritos de nuestra sangre. El grupo, la taifa, la facción. Nuestra honra, lo primero, aunque confundamos honra con orgullo. ¡Yo soy la verdad! ¡Yo soy España! ¡Yo soy yo! ¡Tremendo Torquemada! ¡Tremendo Felipe! ¡Tremendo Unamuno! Fanáticos, ególatras, autócratas. Yo, yo, yo. ¿Y los demás? También yo, yo, yo. ¿Hasta cuándo? Todos los días veo en el patio a Miguel Ángel, el poeta, y todos los días tengo que vencer en mí la tentación de acercarme a él y hablarle. Decirle que le admiro y, sobre todo, oírle. Los poetas son espíritus iluminados, ángeles en forma humana, zahoríes y profetas, y Miguel Ángel es todo eso en grado superlativo. Quizás ignore que, cuando él llegó aquí, otro poeta, humilde él, insignificante él, el pobre Lopérez, el poetastro Lopérez, se desintegraba en la atmósfera letal de la enfermería, dejando por testamento un poema inconcluso; que Lopérez era un lucero apagado y perdido en la noche, un peregrino sin rumbo, muerto ya muchas veces antes de la última. Le diría eso y otras cosas, qué importa cuáles, y hablaríamos del hombre, de su dolor, de sus esperanzas, del amor y la muerte, de nuestra tragedia colectiva, de nuestro destino, qué sé yo, y yo recibiría algunas salpicaduras de su gracia y sentiría latiendo cerca de mí ese misterio inefable de la poesía que tanto me fascina y me atrae. Pero no puede ser. Miguel Ángel, el poeta de todos nosotros, es propiedad exclusiva de los comunistas. Le rodean, le acorazan, le aíslan, le absorben. El camino para llegar a él está cortado por un foso insalvable, el de los rencores y los odios políticos. Y yo he de detenerme ante ese foso. Y me detengo, aunque me duela y me desmoralice más que si Grijalba me apalease con su fusta, porque Grijalba nada puede darme ni quitarme, mientras que Miguel Ángel podría darme y enriquecerme más allá de cualquier limite. Por eso, al negárseme esa posibilidad me siento expoliado hasta en el alma y pienso que estamos malditos.

También las noticias familiares me hacen sentir más intensamente la soledad. Alfonsina, al fin, se ha casado. Ha venido a verme con su marido, Fernando, del que apenas me acuerdo. Sólo sé que he perdido a mi hermana, porque en su amor y en su vida yo he pasado a ser un desahuciado. Es natural. Es lógico. Es irremediable. Lo sé. Lo comprendo. Lo admito. Pero me duele. Ni novia, ni amante, ni hermana… ¿Y mi madre? Sí, me queda mi madre. Supe, al fin, por qué no viene a verme aunque yo se lo pido en todas mis cartas. ¡Aunque sólo sea una vez cada seis meses! Ya sé que el viaje es incómodo, que el frío y el calor en esta planicie desolada son peligrosos, que el acceso al penal es un martirio. Pero, ¿ni una sola visita al año? Acosada a preguntas, a desesperadas preguntas, Alfonsina no ha podido ocultarme más tiempo la verdad. Sí, me queda mi madre, pero clavada en la cruz del mal de Parkinson.