VI

El doctor Cemento, en compañía de Pablo, empezó a pasar la diaria revista a los enfermos yacentes en sus petates. El doctor Cemento era un médico recluso de fuertes mandíbulas cuadradas, nariz olfateadora, ojos saltones, grandes manos y pies, corpulento y basto, que empleaba frecuentemente expresiones deportivas para formular sus dictámenes profesionales. Empezaron por llamarle Pastor, luego Funerario, más tarde Paquete y, por último, Cemento. Este definitivo sobrenombre se debía a que, cuando consiguió licenciarse en Medicina, tras doce años de dura brega con las asignaturas, en vez de dedicarse al ejercicio de la profesión médica, se puso a trabajar en el negocio de su suegro, almacenista al por mayor de cemento. Tenía fama de ignorante, tragón y sucio. En las discusiones, tan frecuentes entre sus compañeros de enfermería, o en los corros del patio, él se excusaba siempre diciendo: No me gustan las melés ante la portería, porque es cuando algunos se aprovechan para segarte los tobillos. Se relamía luego los labios y se callaba. Si se hablaba de enfermedades y de fármacos, resumía lacónicamente sus saberes con estas palabras: La peor enfermedad es el hambre y, la mejor medicina, el jamón. Y tenía el vicio de hurgarse en las narices, en los oídos y entre los dedos de los pies, para hacer pelotillas que después arrojaba al aire de un papirotazo.

El doctor Cemento se dobló en cuclillas junto al primer enfermo, le abrazó la muñeca con una de sus manazas y esperó unos segundos, cerrados los ojos y fruncida la boca. Al cabo, le preguntó:

—¿Qué, recibes paquete?

—Sí.

—¿Cuándo recibiste el último?

—Ayer.

—Pues está claro: tripada —y, dirigiéndose a Pablo, añadió—: Apúntale: sal de higuera.

Con los siguientes enfermos, o repetía el diagnóstico o formulaba el contrario.

—¿Qué, recibes paquete?

—No.

—¡Dominus vobiscum! Te han pitado penalti, muchacho, y, como no recibas paquete pronto, no hay quien te salve del gol. A ver, practicante, apúntale para la enfermería.

En un solo caso advirtió la fiebre que consumía al paciente.

—Este está en orsai. ¡Aspirina!

Cuando hubo terminado el recorrido, el doctor Cemento llamó aparte a Totovía para darle instrucciones. Inclinado sobre el pequeño jefe de sala, manoteando, aleteante la carnosa nariz, abriendo y cerrando la enorme boca y saledizos los globos oculares, parecía a punto de abalanzarse sobre él y devorarlo.

Mientras, Pablo se acercó a sus amigos:

—Es cierto lo de las duchas —les dijo—. Ya podéis ir preparando estropajo y jabón.

—¿De veras? ¿Y hoy mismo? —le preguntó Olivares, alborozado.

—Sí, hoy mismo, esta mañana. Es lo primero que han hecho las monjas.

—¿Es que las has visto? ¿Qué pinta tienen?

Pablo sonrió a las palabras de Agustín.

—No, hombre. Todavía no han atravesado el rastrillo, pero el médico oficial ha hablado con ellas y, según parece, la superiora tiene mucho genio. Le dijo, para empezar, que las duchas debían ponerse en servicio inmediatamente, antes de que ellas acabaran de instalarse y de hacerse cargo de sus funciones.

—¡Hostias! —exclamó Agustín—. Me gustan, hombre, aunque sean más feas que Picio —y tragó saliva.

—No te salgas de madre, Agustín, por tan poco —le recomendó Robleda—. Ya sabes, en esto como en todo, vista larga, paso corto, cachaza y… a verlas venir.

—Al fin, mujeres —dijo Olivares—. ¿Qué importa todo lo demás? Es increíble.

—Mujeres, no; monjas —precisó Lopérez—. No confundamos.

El doctor Cemento llamó entonces a Pablo y éste hubo de seguirle para continuar la visita médica en otras salas.

La intervención de Lopérez hizo sonreír a Federico, pero Jesús se encaró con el poeta:

—¿Y en qué se diferencian las mujeres de las monjas, vamos a ver?

Lopérez, cortando el aire de arriba abajo con el índice y el pulgar de la mano derecha unidos, respondió, enfáticamente:

Mutatis mutandis, en nada; ordine rerum, en todo, ¿comprendes?

—Eh, ¿qué coña es esa? Queo, que me mareo, Timoteo. Este tío se está cachondeando de ti —intervino Adolfo.

Lopérez le despreció con la mirada y le dijo:

Quod natura non dat, Salmantica non praestat, ¿estamos?

—Ahí va, qué golfo. Pues no se quiere quedar con nosotros…

Y Jesús añadió a las palabras de Adolfo:

—¿Sí? ¿Pues sabe lo que le digo, maestro? Pues que le vayan dando mucho por el…

—Ya —le interrumpió Lopérez—; un exabrupto. Lo esperaba.

Jesús y Adolfo se miraron, se encogieron de hombros y se separaron de Lopérez, este les siguió con la mirada centelleante, entreabiertos los labios por ácida sonrisa y murmurando:

—Naturalmente, naturalmente, naturalmente… —cada vez en tono más bajo, hasta que la palabra se desvaneció junto con la sonrisa, quedando envuelto en su habitual aire sombrío. Luego, se sentó en su petate, sacó el cuadernito y empezó a escribir en él nerviosomente, ajeno a todo lo que le rodeaba.

Los demás seguían con el tema de las monjas.

—De cualquier manera, no perderemos mucho, porque ya no tenemos nada que perder, compañeros —decía Agustín.

—Y tanto que no y el que se hayan interesado por las duchas quiere decir que, al menos, se van a preocupar un poco de la porquería que nos come —opinó Molina.

—Yo creo, aparte de todo —habló Olivares—, que, ahora, el problema consiste en conquistar de alguna manera la simpatía de las monjas. Siempre será más fácil y, sobre todo, mucho más agradable, trabajarlas a ellas que a los funcionarios o al penco de don Germanófilo. Debemos ir por ahí, creo yo. Tendrían que ser de hierro para que, entre tantos hombres, no se sientan también mujeres, aunque sea platónicamente y sin ningún compromiso.

Dominando todas las voces, se oyó la de Totovía:

—¡Oído! El que quiera ir a las duchas, que venga a apuntarse.

—Hala, vamos a apuntarnos —propuso rápidamente Olivares.

Lopérez ni siquiera levantó la mirada de su cuadernillo. Los demás componentes del grupo corrieron hacia el jefe de sala.

—¡Apúntame a mí!

—¡Y a mí!

En total, no fueron más de veinte los voluntarios para la ducha, y mientras Totovía escribía sus nombres en un papel, empezó la evacuación de los enfermos más graves. Eran tres y tan débiles que tenían que transportarlos en mantas. Tres esqueletos; dos inconscientes, y uno, febril, gesticulante y con fuerzas todavía para gritar:

—¡Adiós, compañeros! Ya no volveré más a la sala. Había cundido una gran excitación entre los hombres.

Se hablaba y se gritaba, y se interferían exclamaciones, nombres y voces, y las conversaciones se fragmentaban y se rompían, formando todo el conjunto una barahúnda incoherente.

Los portadores de los enfermos se abrían paso entre los grupos:

—Coño, ¿no veis que llevamos a un enfermo?

—¡Abajo las duchas!

—¡Apartaos, apartaos!

Algunos protestaban:

—No empujes.

Otro decía:

—Esos palman esta noche.

El enfermo febril, jadeante, seguía clamando:

—Me llamo Narciso Higueras, y soy de los Yébenes.

—¡Y a mí, qué leche me importa!

—Y yo soy de Madrid, ¿y qué?

—¿Queréis dejar paso?

—¿Te has apuntado a la ducha?

—¿Apuntarme yo al remojón? A mí no me llevan a la ducha ni amarrado.

—Monjas, monjas… Lo que hacen falta son chicas.

—¡Silencio! ¡Silencio! ¿Quién más quiere apuntarse?

—¡Que se apunte tu abuela!

—Eh, jefe, ¿es que quieren matarnos ahora de pulmonía?

—¡Burr! Con lo fría que debe estar el agua.

—¡Compañeros! Soy Narciso, de los Yébenes. Y me muero por no recibir paquete.

—¡Viva la higiene!

—¡Silencio! ¡Que cierro la lista!

—Joder con el Totovía. ¡Ciérrala de una vez y déjanos en paz!

—Me muero de hambre. Soy Narciso… De los Yébenes. ¡Salud, compañeros! No me olvidéis. De hambre… —y el enfermo dejó caer la cabeza inánime sobre la manta en que le llevaban cuatro amigos a la enfermería.

Lopérez leía unos versos recién escritos a un hombre que le escuchaba con los ojos húmedos, arrodillado junto a él, humildemente.

Tengo una niña bonita

con dos ojos como estrellas

con la boca de coral

y los dientes como perlas.

Hoy mi niña cumple años.

Si estar junto a ti pudiera,

yo me sentiría el padre

más dichoso de la tierra…

La corneta impuso silencio. Era la hora de formar para salir al patio.

Era la primera vez que el director asistía a la formación de la mañana, y lo hizo acompañado de toda la plana mayor y de cinco figuras fantásticas, inverosímiles, vestidas de negro y con alas blancas en la cabeza, cuya inesperada presencia agitó hasta lo más hondo la sensibilidad de aquellos miles de hombres. Eran cinco mujeres con hábito de la Caridad, pálidas y sonrientes, intimidadas y temblorosas por el tremebundo espectáculo de aquella multitud de seres humanos en filas compactas de cráneos rapados, de rostros intonsos afligidos por el hambre y la ansiedad, de cuerpos vestidos con prendas de todos los orígenes y tan sólo acordes en la suciedad y el desaliño. Al aparecer las mujeres cundió un estremecimiento unánime en las filas de cabezas, como cuando el viento revuelve las espigas en un trigal, e innumerables ojos, asombrados y voraces, fueron a clavarse en ellas, y una ola de hedor carcelario las envolvió físicamente, y una ola de dolor podrido en la desesperanza las conmovió espiritualmente. Ellas, con sus manos ocultas bajo los escapularios, parecían contener los latidos de sus corazones, en los que percutía aquel inmenso sufrimiento humano que clamaba a Dios. La mañana era fresca. El sol de otoño brillaba de refilón en los tejados del penal.

El rumor de que habían sido destinadas a la prisión unas monjas que asumirían la vigilancia de algunos de sus más importantes servicios como la enfermería, la cocina, el economato y el suministro de víveres, revoloteó varias semanas, como una mariposa multicolor, sobre la excitada fantasía de los reclusos. Alguien temió una insolencia más de la beatería religiosa para domesticarlos. (Hijo, por qué no comulgas. Anda, vamos a rezar el rosario para que la Santísima Madre te dé buena suerte).

Algunos preguntaban:

—¿Y qué van a hacer aquí las monjas con tanto tío? Como no sea ponernos cachondos…

Se calificó también por muchos de bulo el rumor, un bulo más, como tantos otros, lanzado por no se sabe quién ni con qué fines. Para algunos, la presencia de las monjas humanizaría el trato de que eran objeto:

—Puede que a Portaviones y a Mula Romera les salga un hueso con las monjitas, porque no les van a dejar que anden a hostias todo el día como hacen ahora.

Olivares opinó

—Siendo mujeres, nos resultará relativamente fácil lograr algunas pequeñas mejoras. Siquiera, podremos hablarles y quejarnos sin temor a una paliza. Oye, y que siempre es agradable oír una voz femenina y ver unos ojos de mujer que te miran.

Agustín fue de la misma opinión, añadiendo:

—Y, a falta de pan, buenas son tortas. Molina dijo:

—Las más favorecidas van a ser, seguramente, las compañeras presas y sus hijos.

Pablo se alegraba:

—Ya es hora de que alguien meta mano en la enfermería, donde no hay más que mierda, y a ver, si por lo menos, el rancho de los enfermos lo sirven limpio de tierra y broza, y traen vendas y alcohol, y vacunas y pomada de azufre para la sarna, y otras muchas cosas de primera necesidad.

Por su parte, los más desgraciados esperaban que mejorase un poco la alimentación, y era mayoritario el supuesto de que se daría una batida a la mugre y a la miseria. A todos estos pareceres subyacía la misma indefinible sensación bullidora y cosquilleante. ¡Mujeres! Eran la representación del mundo perdido. ¡Mujeres! Palabra que reverdecía y floreaba los recuerdos agostados, remotos en la memoria. Palabra que encendía tantas luces apagadas en el corazón y en el espíritu de unos hombres sometidos a la incierta suerte de vivir un día más. ¡Mujeres! Nuncio de lluvia en la tierra calcinada, de sol sobre la nieve, de luz en la noche, de descanso en la pelea. ¡Mujeres! Era la evocación de la ternura, de la suavidad cálida, del arrullo acogedor. ¡Mujeres! Era el retorno a los pechos y al vientre protectores, a la raíz, al principio, a la inocencia, a la confianza, a la comunión con la vida. ¡Mujeres! La imaginación de los presos se desbordaba por los innúmeros cauces de la ensoñación y el deseo. Era el símbolo y el nombre de todo en el vacío de la nada. Los ancianos famélicos levantaron los ojos de la tierra impaciente; los legionarios sonrieron, y hasta las celdas lúgubres de los condenados a muerte llegó un relámpago de alegría.

El anuncio de las monjas perturbó la rutina de relojería en el ánimo de los presos. Fue un tema que vino a remozar el monótono cuestionario de todos los días, abriendo un paréntesis de expectación susceptible de toda suerte de pronósticos y especulaciones. Tema, además, que les concernía, que incidía en su vida de presente y de futuro inmediato. Pero pasaron semanas y semanas sin que se convirtiera en realidad, fue palideciendo poco a poco hasta que, finalmente, quedó relegado en el archivo de las ilusiones frustradas, entre el polvo y el desorden de los desengaños. Por otra parte, el ataque masivo de la aviación alemana a Inglaterra decrecía ostensiblemente y, aunque los comunicados de guerra pretendían mantener la ilusión de la victoria, se evidenciaba sin lugar a dudas su fracaso. Se recordaba una frase de Lopérez: Inglaterra chillará y arañará antes de dejarse violar. Y los descalabros de Mussolini en la descabellada aventura griega. Y la puesta en marcha de la industria bélica de los yanquis para ayudar a sus parientes europeos. Y la voz cada vez más firme de Churchill y la postura claramente intervencionista de Roosevelt. Estas eran las noticias que absorbían la atención de los presos. Ya don Germanófilo había suspendido sus sesiones catequísticas, pues, al suprimir en ellas la lectura y comentarios de los partes de la agencia hitleriana DNB menos jactanciosos y más contradictorios cada día, fue perdiendo catecúmenos hasta que llegó la tarde en que nadie acudió a oírle. Desde esa fecha, el capellán se eclipsó totalmente. Sólo hacía acto de presencia los domingos, en la misa, o para aplicar los óleos a los moribundos en el depósito de cadáveres instalado en el departamento de celdas. Pero una tarde, después de difundirse las últimas noticias de la prensa, Matías, el submarino del Bósforo, sorprendió a todos con la suya:

—¡Ya están aquí!

—¿Quiénes están aquí? —le preguntó Molina.

—Las monjas.

—¿Qué dices? ¿Las monjas? ¿Dónde? —le acosaron.

—Coño, en el penal. Han habilitado para ellas un departamento en el pabellón principal, en cuya entrada hay ahora un letrero que dice: clausura.

No sabía más. No las había visto ni oído. Pero los funcionarios no hablaban de otra cosa, y no muy respetuosamente por cierto, especialmente el administrador, quien había dejado escapar frases como estas: Es una humillación para el cuerpo. Ya veremos lo que duran, ya veremos. La noticia, confirmada por los demás presos que trabajaban como auxiliares en las oficinas, volvió a suscitar el interés general. ¿Serían viejas o jóvenes, guapas o feas? Pudiera ser que algunas hubiesen pasado la guerra en zona republicana, en cuyo caso serían más generosas y comprensivas con los reclusos, o lo contrario. A saber. ¿De dónde vendrían?

Pocos días después, la información del leño Matías hizo chisporrotear la explosiva imaginación de sus colegas del Almirantazgo.

—Son andaluzas y, seguramente, jóvenes.

—¿Por qué?

—Porque ahora mismo se las oía cantar y palmotear al son de una guitarra.

—¿Qué dices?

—Tú deliras, muchacho. ¿Es que no recibes paquete?

—Os juro que es cierto. No me lo han contado. Lo he oído yo y estoy sereno, leche.

Parecía un cuento, una historia increíble.

Así, al ver aquella mañana el pequeño grupo de tocas blancas en medio del borrón caqui de los funcionarios, corrió un calambre de curiosidad y de emoción por las filas de los reclusos. Todos querían verlas y se estiraban, se alzaban de puntillas, movían la cabeza. Como eran tantos, promovieron un vasto murmullo, como el del viento cuando arrastra hojas secas o sacude suavemente la enramada en los parques, que ahogó el estallido de los himnos. Los hombres los cantaron con más vigor que nunca, sin proponérselo, sin saber por qué, obedeciendo a ciegas al instinto milenario que enardece a los machos en presencia de las hembras.

Después de romper filas y de disolverse la formación, no crujió el aire, como de costumbre, con el alarido de una multitud que rompe a hablar al unísono, sino que se levantó un ondulante rumor comprimido, porque los hombres seguían pendientes de los movimientos de las monjas que, en comitiva con las autoridades de la prisión, se lanzaron a cruzar el patio. Iban en cabeza Portaviones y Mula Romera abriendo paso entre la masa renuente.

—Vamos, vamos, dejen pasar.

—Apártense, por favor, apártense.

(Qué suaves están hoy estos mamones. ¿Por qué no repartís leña hoy como tenéis por costumbre? ¡Cabrones! ¡Cabrones! ¡Cabrones! ¿Dónde se ha quedado el seboso de don Germanófilo?)

Inmediatamente detrás marchaban el director —gorra galoneada, uniforme nuevo, bastón de mando—, un tipo de estatura media y rostro grisáceo, con gafas de gruesos cristales sobre una nariz roma (Ya era hora de que dieras la jeta, mamón) y el administrador —gorra sobada, uniforme descolorido—, flaco, de grandes orejas y boca en punta (¿Dónde echará este cabestro la comida que nos roba?), llevando en medio a una monja alta, esbelta, joven, que parecía no poner atención alguna a lo que, acompañándose con gestos más serviles que corteses, le decían a dúo sus acompañantes. Ella dirigía al frente su fría mirada azul, a los hombres desharrapados y borrosos que la contemplaban con impertinente curiosidad, mientras, de cuando en cuando, se mordía el labio inferior.

(Esa debe ser la jefa, la superiora, que está superiora, hombre. Sí que tiene buena planta la tía. Coño, va más tiesa que un cirio y sus ojos parecen espejos. Dicen que es ella la que toca la guitarra. A ver si mete en cintura a todos estos marrajos).

Luego seguía el grupo formado por las cuatro monjas restantes y algunos funcionarios. Estas monjas eran más jóvenes aún que la superiora y sonreían tímidamente, llevándose una mano a la boca y bajando la cabeza. Goering sonreía también, exultante, como si contara chistes atrevidos a las hermanas, y Malastripas mostraba su peor jeta de enfermo del estómago.

La comitiva avanzaba a paso lento por entre la masa que se abría perezosamente para volver a cerrarse, después, tras ella, y así llegó hasta la enfermería. Allí salió a recibirla el médico oficial, un guapo mocetón atlético y jocundo, a quien hizo tartamudear la mirada impávida y escrutadora de aquella altiva mujer, cuyo nombre, sor Gabriela, sonó entonces por vez primera. Sor Gabriela, que había acusado con un gesto muy expresivo la desagradable impresión que le produjo aquel aire cargado de agrias emanaciones y la inmundicia allí acumulada, se dirigió directamente a la fila de los sanitarios reclusos: médicos y practicantes. El médico oficial hacía las presentaciones, ellos se estiraban y sonreían levemente y ella les miraba a los ojos, uno a uno, y se mordía el labio inferior. (¡Cómo mira! Te atraviesa. Y no está mal como mujer. ¿Que no está mal? ¡Está como un camión! Y se muerde los labios cuando te mira. Chico, a mí me ha entrado una cosa… ¿Será tan fría como parece? A lo mejor es que no sabe sonreír). Después, sor Gabriela llamó junto a si a una de las monjitas:

—Venga, sor Rosa de Lima. Usted se quedará aquí.

Su voz era grave y profunda para mujer, como la de un adolescente. Sor Rosa, ligeramente ruborizada, se unió a ella y, juntas las dos, seguidas del médico oficial, comenzaron la inspección de los bultos que yacían sobre los petates. Sor Gabriela descubrió sus manos finas, blancas, hasta entonces ocultas bajo el escapulario. Pinzaba con la punta de los dedos la manta que cubría el cuerpo vestido del enfermo y después posaba la palma de una mano sobre su frente. El enfermo, con el rostro desfigurado por la hinchazón, o permanecía con los ojos herméticos o entreabría los párpados edematosos como si le hiriera la vista un rayo de sol. Así, uno tras otro, en silencio, mientras se oían las palabras entrecortadas del médico oficial:

—Edema por carencia… Avitaminosis… Es el diagnóstico general.

Sor Gabriela no habló hasta terminar la revista. Entonces, en voz alta, para que la oyeran bien todos los presentes, y dirigiéndose a sor Rosa, dijo:

—Ya está viendo, hermana, que esto no es una enfermería, que es una pocilga.

—Sí, madre.

—Hay que empezar por abrir las ventanas, aljofifar bien el suelo y traer ropa de cama para que los enfermos se desnuden.

—Sí, madre.

—Y todo lo que se pueda.

—Sí madre.

—Carecemos de recursos —murmuraba el director.

—No tenemos asignación suficiente… —decía el administrador.

Camino de la cocina, sor Gabriela oía las excusas de sus acompañantes, guardaba silencio y miraba al frente. Examinó peroles, cazos y marmitas, y revistó a los rancheros. Fue tajante:

—Ya está viendo, hermana Inés, que esto no es una cocina, que es un muladar.

—Sí, madre.

—A fregar, a fregar… Jabón y estropajo, lo primero. Y que estos hombres se afeiten y se laven. Habrá que darles un mono limpio todas las semanas.

Sonrió por primera vez cuando se halló entre los niños y las mujeres enclaustradas en el departamento celular.

—No sé lo que podremos hacer por vosotras y, sobre todo, por los niños, pobres criaturas. No será mucho, por desgracia, pero sí todo lo que podamos. Intentaremos hasta lo imposible, si es necesario.

El ordenanza de celdas, el bueno, Juan, no Pedro, el chivato, que fue abriendo ante la monja las celdas de los condenados a muerte, contó más tarde a sus amigos que sor Gabriela hizo en todas la misma pregunta a los hombres que las ocupaban:

—¿Qué puedo hacer por ustedes?

Y que todos callaban y que solamente uno se atrevió a hablar:

—Quisiéramos una comunicación especial siquiera una vez al mes. Puede ser siempre la última y tenemos que decir tantas cosas a nuestros familiares…

Y que el director dijo:

—Ya gozan de la comunicación especial que se concede mensualmente a los suscriptores de «Redención».

Y que el condenado a muerte no se calló

—Sí, pero no todos podemos pagar la suscripción y, claro…

Y que la monja interrumpió al preso para interpelar al director:

—Señor director, ¿y si yo lo pidiera por ellos?

Y que el director, turbado, sonrió torpemente y dio su conformidad, diciendo:

—En ese caso, no puedo negarme, sor Gabriela.

Y que ella le dio las gracias y que al final de la ronda tenía húmedos los ojos y se mordía los labios, y que oyó decir a la Marquesona que el padre de sor Gabriela, un médico rojo, estuvo también condenado a muerte después de que los nacionales tomaran Málaga, y que se salvó y que por eso ella se había metido a monja.

Por fin hemos podido ducharnos. Entramos en tropel, treinta en cada tanda, unos trescientos en total entre toda la población reclusa. Los leños tienen verdadero horror a la ducha, que ellos llaman lucha. Al grito de ¡a la lucha, a la lucha! se escabullen despavoridos, como si se tratase de escapar de un incendio. No se han bañado en su vida. Para ellos, el sudor condensado sobre la piel forma una película que les protege contra la pulmonía y el reuma. Así ocurre en la siega, bajo la solina, o en las cavadas invernales, cuando acuchilla el cierzo. Y, a lo mejor, es verdad. ¿Por qué no? Pero, ¿y el gozo del agua y del frescor de la limpieza? Los leños no lo conocen ni sienten ningún interés por conocerlo. Ellos se lo pierden, sí, pero si no se lavan persistirán los malos olores, la sarna y la miseria. Tendrían que obligarles, pero… En ese caso, ¿podrían resistir duchas de agua tan fría, porque la que cae a presión por los agujeros de los tubos parece de deshielo, los legionarios y los viejos? Además, hay corrientes de aire. No, yo creo que los matarían. ¡Molina, Molina, frótate bien si no quieres quedarte tieso como un témpano!, gritaba, jadeante, Federico, mientras se enjabonaba y se restregaba el cuerpo vigorosamente con el estropajo hasta hacer saltar la sangre en algunos puntos. Yo hice lo mismo. También Agustín le imitó y acabamos fregándonos la espalda los unos a los otros hasta gritar, a veces, de dolor. (¡Animal, que me desuellas!) Era un extraño y doloroso placer. Entonces, al vernos desnudos, pudimos comprobar los estragos que hacía en nosotros la desnutrición. A todos se nos señalan descaradamente los huesos y tenemos los culos escurridos, aunque con diferencias en grado. Hay a quien se pueden contar las costillas y hay a quien se le transparenta todo el esqueleto. Sobresalía entre todos un antiguo camarero de Acuarium. Según él, en tiempo normal pesaba más de ciento veinte quilos. Durante la guerra perdió más de treinta y ahora no alcanza los sesenta. Los glúteos de este hombre son dos pingajos y, por la parte anterior, el pellejo de la barriga le cae como un mandil que le cubre hasta medio muslo. Además, le faltan todos los dientes, aunque no llega a los cincuenta años, porque los perdió en los interrogatorios. Por eso, parece que está siempre riendo y, al pronto también, causa risa, aunque después uno sienta miedo. Al principio, le embromamos, pero le dejamos pronto en paz, seguramente porque cada uno pensó en sí y se vio en él, como lo hice yo. Así estoy más ligero y no me maldecirán los que me lleven a la fosa, dice, a veces, mostrando esa mueca que parece una sonrisa en su boca desdentada. Agustín le ha puesto el sobrenombre de Parca, y ya todos le llaman así, y, él lo sabe, pero no se molesta por ello. Nos recuerda a Narciso, el de los Yébenes. Parece que nos señala el camino. Es macabro. ¡Molina, Agustín, somos inmortales!, gritó Federico, saltando bajo los chorros de agua helada. ¡Molina, Federico, somos inmortales!, clamó después Agustín. ¡Olivares, Agustín, somos inmortales!, grité yo finalmente. Y es verdad. Si no morimos fulminados por el hambre o por la pulmonía será debido a que somos inmoribles. Después de secarnos y de vestirnos de limpio, hubo un momento en que pareció que la vida cambiaba para nosotros. Olivares dijo que ya sólo nos faltaba una mujer para llegar al completo. Ay, una mujer. Y yo me acuerdo de la mía, Rosario, de la que me separan ya tantas noches solitarias. ¡Rosario, Rosario! Su padre, aquel buen hombre, obrero del ferrocarril, que ya tomó parte en la huelga revolucionaria del año 17, fue mi maestro. Yo le respetaba tanto que estuve a punto de salir corriendo al llegar aquella noche ante la puerta de su casita, allá en Vallecas. Sí, estuve a punto de salir corriendo, pero la puerta se abrió muy suavemente, desde dentro, y ya no pude huir, y me encontré en plena oscuridad, cogida mi mano por la mano caliente de ella, que iba delante de mí sin hacer ruido, como un fantasma blanco, y que olía a agua de rosas. Así penetramos en su alcoba, situada entre la de sus hermanos y la de sus padres, completamente a oscuras. Ella me soltó entonces y me dejó solo. Y yo no sabía por dónde empezar, hasta que oí su leve siseo que me guió a su cama. El olor a agua de rosas era allí más fuerte. Aquí hay que desnudarse, pensé, y eso hice rápidamente, sin saber cómo ni de qué manera, y oí que ella me decía, en un hilo de voz, que tuviera mucho cuidado para que no se despertase su hermana pequeña que dormía en la camita de al lado (Qué apuro, Manolo). Y me acosté como si la cama estuviese hecha con palillos de dientes, yo creo que sin respirar siquiera. Y en seguida me tropecé con su cuerpo desnudo, cálido, blando, suave, oloroso, y recibí su aliento en mi cara, y otra vez oí el hilo de su voz (¡Despacio, Manolo, por lo que más quieras!), y creí que se me iba la cabeza al besar sus pechos y sentir que ella temblaba y respiraba como si se ahogase, y más al agarrar su mata de vello rizoso y áspero. Di un salto sobre ella, me lo dijo después, y por eso tuvo que agarrarse a mí y sofocarme con un beso en la boca, y colocarse y guiarme, y hacerlo casi todo, hasta que me derretí cuando ella todavía temblaba y gemía. Luego, me soltó y volví de nuevo a escuchar su aliento fuerte, cada vez menos fuerte, cada vez más sosegado, hasta terminar en suspiros. Cada noche veo cómo será mi próxima noche con ella, porque la quiero y la deseo más que nunca. Me la imagino en todos sus detalles, como si la estuviera viendo. Sé lo que tengo que decir, lo que tengo que hacer, cada movimiento, cada caricia, dónde, cómo, de qué manera. Ahora, a conquistar una monja, muchachos, nos dijo Olivares. Pero habíamos consumido demasiadas calorías y después de la euforia nos entró tal flojera que no hubiéramos sido capaces de nada. En vista de lo cual hemos decidido no ducharnos más de una vez a la semana, y sólo durante unos minutos, para ahorrar combustible. Y en cuanto a conquistar una monja, ya, ya… Como no sea Pablo, que ha simpatizado con sor Rosa, pero sin ir más allá de un pequeño favor: una carta, una comunicación, un quite si algún funcionario arremete contra él caprichosamente… Y nada más. Es mejor que no pase de ahí, porque si cayeran en alguna debilidad, las autoridades de la prisión, que no las pueden ver, se cebarían en ellas. ¡Pobres! Porque hay que reconocer que están empeñadas en una tarea muy difícil e ingrata. Por un lado, tropiezan con un muro de intereses y complicidades, de escasez y deficiencias primarias, y, por otro, se ven asediadas por necesidades angustiosas, elementales, por bajo ya del nivel humano. Buscan, arañan aquí y allá, tapan algún agujero, y eso es todo. Vigilan, por ejemplo, el peso de las provisiones, sí, pero, ¿qué consiguen con ello? Pues aumentar nuestra ración con dos trocitos más de nabo. Eso sí, ya el caldo no deja posos de tierra y la comida de los enfermos, un caldillo de patatas, que si no alimenta lo suficiente, al menos no provoca náuseas ni diarreas. Pero siguen las muertes por hambre. Ayer, siete; anteayer, cuatro, y, anteriormente, cinco, ocho, seis, tres. Todos los días hay bajas, a un promedio, calculo yo, de cinco. Han aseado la cocina, han adecentado la enfermería y han conseguido vendas, alcohol, pomada de azufre y algún potingue más, y nos obligan a hacer zafarrancho todas las semanas, pero no han encontrado aún el medio de acabar con los piojos y las chinches y no se sabe si conseguirán su propósito de construir en la huerta hornos para la desinsectación de los petates y de la ropa. Cuando sor Gabriela aparece en el patio, le salen al paso numerosos pedigüeños. (No tengo ropa para cambiarme, madre. Madre, voy descalzo. ¿No podría usted apañarme una manta? Yo no recibo paquete. ¿Por qué no me da un mono, aunque sea viejo, o unas alpargatas? No tengo quien me lave la ropa). Hay quien la aborda por el gusto de verla de cerca y comentar después sus impresiones. (Te digo yo que tiene unos ojos de cuidado. Chico, cuando te mira y se muerde el labio, pues ya me dirás lo que te entra. Habría que verla tocando la guitarra. Yo creo que es rubia. Pues a mí me parece más bien castaña. Y casi no habla. Sólo mira y escucha. Le hubiera dicho algo, pero cualquiera se atreve). Efectivamente, sor Gabriela escucha pacientemente, en silencio, apunta en una libreta el nombre del peticionario y lo que éste desea y responde con breves palabras. (Lo tendré en cuenta. Veremos lo que se puede hacer). También es verdad que desde el mismo día en que oficialmente aparecieron las monjas en la prisión, los guardianes aficionados a pegar a los presos frenan sus impulsos, aunque no los contienen del todo. Ahora, por ejemplo, cuando Portaviones abofetea a alguien, termina amenazando a su víctima. (Vas y se lo cuentas a las monjas, que aquí te espero para pisotearte las tripas). Los reclusos allegados a ellas, como Pablo, son los que les informan sobre esos y otros abusos. (¡Brutos! Son unos brutos. Se lo diré a la madre). Y hemos sabido que la madre suele armar de cuando en cuando la marimorena en los consejos de disciplina. Sin embargo, los resultados son pobres. Se dice que se quieren cargar a don Germanófilo, y puede que lo consigan, porque en ese terreno tienen más poder. Si el capellán que sustituya a don Germanófilo se pone al lado de las monjas, es muy posible que nuestra situación mejore. En este régimen político la Iglesia tiene la sartén por el mango, así que… Bueno, también se rumorea que van a cambiarnos de director y que es probable que nos manden a Chico Listo. Este es el apodo de un oficial de prisiones protegido durante la guerra civil en premio a haberse portado bien con los presos políticos y sociales en anteriores circunstancias. Obviamente, ha debido hacer muchos favores también a los presos fascistas en la zona republicana valiéndose de sus buenas relaciones con los altos cargos del Ministerio de justicia cuando lo regentaba el anarquista García Oliver, porque, de lo contrario, los vencedores le habrían expulsado del cuerpo y ahora estaría muerto o extinguiendo condena como cualesquiera de nosotros. A mí me suena su nombre y aun es posible que haya coincidido con él en alguna de mis estancias en la cárcel antes del 18 de julio. Pero no me acuerdo, la verdad, de su físico. Si viene aquí, como se dice, puede que, al verle, le reconozca. Por de pronto, hay compañeros aquí que se hacen muchas ilusiones. Piensan que van a tener fácil acceso a Chico Listo y les será dado influir en él para poner coto a los desmanes de algunos funcionarios y mejorar la situación de los presos, que coparán los destinos principales y podrán ser, hasta cierto punto, los intermediarios entre la primera autoridad de la prisión y la masa de reclusos. Los comunistas, en cambio, temen que un director que se incline a favor de cenetistas, socialistas y republicanos, los tome a ellos como chivo expiatorio, pese a que los compañeros de aquel sector les hayan prometido la más amplia y desinteresada solidaridad, porque el asunto de la Junta de Casado sigue dividiendo a unos y a otros en dos facciones irreconciliables. De ahí que las cábalas en torno al nombramiento del nuevo director y de su hipotética conducta ocupe ahora el primer plano en la atención de sus dirigentes. Nosotros, desde el Almirantazgo, que, por cierto, funciona estupendamente, vemos la cosa con más calma. Ya hablaremos del tema cuando Chico Listo tome el mando del penal, si es que se cumplen las predicciones. Entre tanto, hay otros problemas de que preocuparse. La guerra ha entrado en una fase de exasperante lentitud. La campaña submarina, las carreras por los arenales africanos y el tropezón de Mussolini en Grecia, aunque importantes, no son acciones decisorias, sino meros episodios de un proceso cuyo final aparece cada día más lejano. La guerra va a ser larga y por ahí nada podemos esperar de momento. Sin embargo, hemos de sostener la moral de la gente amplificando la importancia de las pequeñas noticias favorables que se filtran a través de las hábiles crónicas de Augusto Assía en el periódico «Ya». Con el mismo fin hemos adoptado un himno que no pueda despertar sospechas ni acarrearnos represalias en el supuesto de que llegara a oídos de los guardianes. Se trata del «Tipperary», canción de los soldados británicos en la primera guerra mundial, que cantamos a coro, aunque con sordina, por si acaso, al final de nuestras reuniones, cuando hay alguna victoria que celebrar. Y entre tanto, ¿qué? Aquí es donde la situación se agrava por días, donde el cerco de la muerte se estrecha más y más. La muerte por hambre. El rancho que nos dan consiste en unos trozos de nabo o de hojas de berza flotando en agua. Algunos días se añaden desperdicios de corvina, ese bacalao de las clases humildes según la propaganda oficial, que sólo sirve para que apeste a pescado podrido. Los hombres están tan débiles que se sientan en el primer hueco que encuentran en el patio, aunque tiriten de frío. Hace sólo unos días sucedió algo que explica mejor que las palabras el estado de desesperación a que nos está llevando el hambre.

Por las mañanas, a eso de las diez, la brigadilla del suministro, compuesta de diez o doce hombres, presos naturalmente, suele atravesar un par de veces el patio, desde el rastrillo de entrada a la cocina, transportando a hombros los sacos con las provisiones. Ese día, la brigadilla realizó el primer viaje como siempre, sin consecuencias, pero en el segundo, al llegar al centro del patio, fue asaltada de improvisto por una banda de hambrientos. Fue, según se supo luego, como si el mar se abriera para tragarse un barco. Al principio, ni siquiera nosotros comprendimos lo que sucedía, porque a menudo se forman marejadas por pequeñas incidencias como bromas, juegos o peleas de menor cuantía, hasta que sonaron los silbatos de los guardianes y vimos a Portaviones y al chulo Grijalva bregar en el maremágnum a su estilo. Algo grave e insólito ocurría esta vez. Efectivamente, según el rumor que volaba sobre el patio, los de la brigadilla del suministro habían sido asaltados y desvalijados, tan rápidamente que, cuando los guardianes llegaron al lugar de los hechos ya habían desaparecido los asaltantes y sólo encontraron allí a los portadores quejándose de los golpes recibidos, y algunas hojas de berza diseminadas por el suelo. De la mercancía, ni rastro. Fue inútil que Portaviones y Grijalba preguntasen a las víctimas, entre zarandeos y amenazas, quiénes eran los culpables. No lo sabían. Como marchaban con la cabeza inclinada por el peso de los sacos, no pudieron distinguir ningún rostro en particular ni reconocer a ninguna voz, porque se encontraron, de pronto, aplastados por la piara de tíos que se nos vino encima sin decir ni mus. Portaviones mugía, fuera de sí, y Grijalba hacía crujir el aire con la fusta que siempre llevaba consigo.

—¿Dónde está el suministro? ¿Quién se lo ha llevado? —gritó aquél mirando en derredor.

Los presos, unánimes, en bloque, le miraban, impávidos y mudos. Entonces, Grijalba se dirigió a uno de ellos:

—Dilo, cabrón. Tú lo sabes. Si no me lo dices ahora mismo, te cruzo la cara con la fusta.

Pero el interpelado no se inmutó.

—Verá —dijo—, yo estaba allí —y señaló el punto más lejano— cuando se formó el follón, y acudí para ver lo que pasaba, pero, cuando llegué aquí, ya se había acabado todo. Por eso no pude ver nada.

Grijalba, ciego de ira, levantó la fusta en el aire, pero le contuvo Portaviones sujetándole el brazo.

—Quieto, no jodas tú ahora —y, luego, dirigiéndose a todos, añadió—: Ya sé que estáis muy envalentonados, pero esta vez no os va a servir de nada. Os juro que encontraremos el suministro aunque tengamos que registraros hasta la bragueta.

Llegó en ese momento Malastripas, desabrido, mirando de través.

—¿Se puede saber qué es lo que ocurre aquí?

Grijalba y Portaviones le saludaron militarmente y después le informaron con pocas palabras.

Los presos nos habíamos concentrado en masa en torno al escenario y a los actores del suceso y nos manteníamos silenciosos y expectantes. Malastripas, alzándose sobre las puntas de los pies, giró la vista en derredor lentamente. Luego, dijo a los guardianes:

—Está bien. Parte por escrito, parte por escrito, ¿estamos? Que sea la dirección quien ordene lo que debe hacerse.

Sorprendentemente, ni se llevó a cabo ningún registro ni se castigó a nadie. La única reacción, que sepamos, por parte de las autoridades del penal consiste en que el transporte del suministro se efectúe ya antes de que salgamos al patio. Se dice que asaltantes y asaltados estaban de acuerdo y es lo más probable. Aquellos devoraron el botín en un santiamén. Fue visto y no visto. Excepto los tronchos. Yo he presenciado cómo algunos se los comían al día siguiente. Los guardaban ocultos en el pecho y, de cuando en cuando, con mucho disimulo, agachaban la cabeza y les daban un mordisco, bocado que saboreaban largamente, ronchando y rumiando como cabras. Fue una victoria del compañerismo, sí, pero, a la vez, una prueba estremecedora del estado de suprema necesidad en que vivimos. Hoy es un día negro. A las once en punto de la mañana por el gran reloj del patio suele sonar cada día la corneta llamando a los jefes para recoger el pan. Se reparte una libreta de unos cuatrocientos cincuenta gramos para cada grupo de ocho, de manera que la ración consiste en pocos más de cincuenta gramos de pan por barba. En cada grupo hay un encargado, en el nuestro es Jesús, de dividir el panecillo en ocho partes exactas. Utiliza para ello la navaja del jefe, el único autorizado a tenerla, la regla y el lápiz, y, a cambio de este trabajo, tiene derecho a las migas que se desprenden en el transcurso de la operación divisoria, tan rigurosa y meticulosamente realizada que nunca da lugar a reclamaciones. Pues esta mañana sonaron las retumbantes campanadas de las once, pero la corneta permaneció muda. Los del Almirantazgo hablábamos, como de costumbre, de la marcha de la guerra; concretamente, comentábamos un discurso de Churchill que Olivares se había aprendido de memoria, y no advertimos anormalidad hasta que nos llegó el aviso de alerta desde los corros inmediatos y que recogió Robleda:

—¿Sabéis lo que dicen? Pues que hoy no habrá pan.

Instintivamente, miramos al reloj. Son las once y diez minutos. Observamos igualmente que los ruidos del patio se apagan y que el silencio crece y se expande como la niebla.

Como el voceador canta los nombres de los que deben salir a comunicar, vuelvo la vista en aquella dirección y veo que, en ese momento, sale el corneta de la oficina y se encoge de hombros y da a entender por señas a los reclusos que inmediatamente le cercan que no sabe nada de nada, actitud que viene a confirmar los malos pronósticos. Sin embargo, digo a mis compañeros, tratando de suavizar la noticia:

—A lo mejor se ha retrasado la cochura por falta de leña.

—O por falta de harina, que es lo más seguro —me replica Agustín, que añade, dando también, a su estilo, un sesgo humorístico a la cuestión—: Y, si no hay harina y todo es mohína, cuidado con la minina, compañero.

Pero nadie tiene ganas de reír. Por su parte, Federico recuerda a Gaspar, el de los mofletes, que estuvo con nosotros en la cárcel de San Antón de Madrid:

—Aquí quisiera yo verle ahora. ¿Os acordáis? Decía que existe un artículo en el reglamento de prisiones por el que se ordena a los directores de establecimientos penitenciarios poner en libertad a los reclusos en el caso de que no pueda alimentarlos. ¿Y si es verdad?

—Claro que lo es —dice Higinio—. Como que cada día salen unos cuantos en libertad definitiva por no comer lo suficiente, pero camino del cementerio.

Entre tanto, la larga aguja del reloj tarda siglos en bajar el peldaño de cada minuto. Las once y cuarto. Las once y veinte. Las once y media. A partir de ese instante empieza la cuesta arriba y los pasos de la aguja minutera nos parecen más lentos aún. Todos los ojos están pendientes de sus movimientos en una expectación hipnótica. Es una parálisis colectiva hasta, que cerca de donde estamos nosotros, alguien cae al suelo, desvanecido. Y otro más allá. Y otro. Y otro más. Suman cuatro. Cuatro remolinos entre la gente, cuatro rumores que prenden el miedo en las vísceras y levantan un ahogado clamor multitudinario. Cuatro hombres, en fin, candidatos a la libertad última, camino de la enfermería en brazos de sus camaradas. Ya nadie mira el reloj. Y el rumor se encrespa y se disparan los comentarios. (Cuatro más para el cementerio. Y los que todavía faltan, los que faltamos. Poco a poco nos van a ir dando así la boleta al resto. ¿Por qué no nos envenenan a todos de una vez, cabrones? Apaga y vámonos, compañero). Y, al fin, suena la corneta, pero es para la distribución del rancho en las salas. Rompemos filas. (¡Franco!) Definitivamente, no hay pan. Humean los grandes peroles y el aire se corrompe con el olor de la corvina putrefacta. (¿Por qué echarán esta porquería en las calderas?) No puedo resistirlo y me tapo la nariz. Hoy me han suprimido el postre, esa rebanadita de pan con la que me quitaba los malos sabores. Para Jesús, el postre eran las miguitas que recogía después de partir el pan. Hoy está Jesús más desolado que nunca. Y todos.

—¡Qué putada! —exclama Agustín al hacer rebotar la cuchara en el plato de aluminio y soltar el aliento, después de haber apurado hasta la última gota de rancho—. ¡Qué hijoputada, qué recochinada, qué vomitada!

Lopérez ha cedido, como siempre, su ración de rancho a Jesús y deslíe en la boca un minúsculo trozo de chocolate que ha encontrado entre las puntas de cigarrillos y los papeles que guarda en el bolso de la chaqueta. Su cara parece de pergamino. Le punzan en ella los pómulos. Se le han ahondado las cuencas de los ojos y se le han hundido las sienes. Lleva el único traje que le conocemos, negro un día, pero, ahora, del color indefinible de sus innumerables manchas, pero por primera vez viste una camisa verdaderamente limpia. Suele lavarse él mismo su ropa interior, cuando consigue un trozo de jabón a cambio de sus versos onomásticos, bueno, la moja, la enjabona y la estruja en el patio de la cocina aprovechando la poca agua que le proporciona uno de los rancheros paisano suyo. Consigue así poco más que distribuir equitativamente la suciedad por toda la prenda y convertirla en jirones. Algunos compañeros, especialmente Manolo el del economato, se han ofrecido para que se la laven en sus casas, pero él se ha negado siempre obstinadamente a aceptarlo. Mi mierda es sólo para mí, dice invariablemente y se encierra en un silencio impermeable. Y es porque ayer tuvo su primera visita. Sí, por la tarde, al mismo tiempo que Pablo. Una comunicación especial. Lopérez nunca habla de la situación actual de su familia. Y sólo sabemos de él que es de Talavera, donde vivió siempre (Yo soy un señorito de pueblo), que es amigo de Emilio Carrere y, sobre todo, de Pedro Luis de Gálvez, el poeta siniestro de los arrabales literarios de Madrid, que actuó vesánicamente durante la guerra y fue fusilado al término de la misma. Un día en que le hicimos beber un poco de vino, nos contó el suceso de su boda. Era hijo único y vivía con su madre viuda. Al morir ella repentinamente sufrió tal depresión que estuvo al borde de la locura y hubo de ser internado en un manicomio. Entonces la familia opinó que el mejor remedio sería casarle con una de sus primas, una colegiala de dieciséis años a la que doblaba en edad, huérfana también de padre y madre. La muchacha poseía algunas rentas y vivía interna en un colegio de religiosas. Así que un buen día le quitaron a él la camisa de fuerza y a ella, que lloraba porque no quería casarse con un loco, la vistieron de novia y juntaron a los dos en la capilla del colegio ante su capellán, que ya estaba también metido en la conjura. Actuó de padrino Pedro Luis de Gálvez, quien, en el momento de leer la epístola de San Pablo a los contrayentes, arrebató el libro al sacerdote (Trae, bárbaro, no profanes la lengua de Virgilío) y recitó el texto latino con voz campanuda y en tono enfático, ante la consternación y aturrullamiento de los asistentes. Durante el viaje de novios, que duró un mes, por Córdoba, Sevilla y Granada, Lopérez no pudo tocar a su esposa. (Y no pude hacerlo hasta mucho tiempo después, cuando huyó de mí el espíritu de mi madre, que me poseía). Ni un dato más. Ni por qué le habían juzgado, ni qué había sido de su mujer y de sus hijos. A todas las más o menos discretas preguntas que se le hacían sobre este particular, callaba herméticamente, limitándose a mirar con hipnótica fijeza a los ojos del curioso preguntón, o contestaba con una incongruencia, siempre la misma. (Y dígame usted, ¿soñamos mientras vivimos o vivimos mientras soñamos? ¿Qué es más cierto: lo que uno imagina sin saber que lo imagina o lo que uno cree que imagina?) Pero ayer tarde nos sorprendió a Olivares y a mí con otra historia. Al volver del locutorio nos cogió a cada uno por un brazo e hizo que lo acompañásemos en un breve y dificultoso paseo por entre los grupos.

—¿A que no adivinan ustedes quién es la persona que ha venido a verme? —nos preguntó de sopetón tras atraer, alternativamente, nuestras miradas y herirlas con la punzada de la suya—. Vamos, adivinen.

—Su mujer, supongo —dijo Olivares.

Pero Lopérez denegó con la cabeza.

—Algún otro familiar —contesté yo al tuntún. Y Lopérez volvió a denegar con la cabeza.

—Algún amigo —sugirió Olivares.

Entonces él nos preguntó si nos dábamos por vencidos y tanto Olivares como yo asentimos con un movimiento de cabeza. Lopérez nos miró atentamente en silencio y, tras una pausa, nos reveló el secreto:

—¡La Venus de Bronce!

—¿La Venus de Bronce? —le preguntó Olivares, estupefacto.

—La misma en persona.

Yo sé que la Venus de Bronce es una artista del género flamenco, bailadora o cantaora o ambas cosas a la vez, célebre por su belleza en ese mundo aparte de las «varietés» y de los tablaos. Pero, ¿qué relación podía existir entre una mujer como la Venus de Bronce y un poetastro anónimo como Lopérez?

—Verán ustedes —y Lopérez comenzó a hablar desenfrenadamente—. Nos conocimos en la primavera del 35. Yo le había enviado antes unos versos, tú eres como una campana que con sus fuertes latidos me roba ya los sentidos al despertar la mañana, eres bronce bronce y eres plata, eres luz y resplandor, y yo un poeta a quien mata a fuego lento tu amor… Tanto le gustaron que me dio una cita y, desde el instante en que nos vimos, ya no nos fue posible separarnos. Fuimos amantes. ¡Y qué amantes! —parecía contemplar una rutilante visión colgada en el aire ante sus ojos—. Emprendimos un largo peregrinaje por Andalucía. Yo daba conferencias sobre el arte flamenco, que ella ilustraba con sus danzas y sus coplas. Y fuimos de éxito en éxito, del arte al amor y del amor al arte. ¡Qué carne de mujer, qué ardores, qué aniquilamientos! Pero nuestra verdadera apoteosis la gozamos en las ruinas de Itálica, una noche de verano con la luna de Lorca en el cielo. Aquella vez bailó sólo para mí. Parece que la estoy viendo. Brillaban sus dientes, fosforecían sus ojos, se recortaba a contraluz su silueta sobre un fondo de azules plateados. Yo hubiera querido morir después, cuando la tuve en mis brazos y veía perderse las estrellas fugitivas en el agua profunda y negra de sus ojos. Pero, señores, no era solamente el sexo, un sexo en flor, lo que me fascinaba. Era el mundo mágico que trascendía de su cuerpo perfecto, de la euritmia de sus formas, de la armonía de sus movimientos, de aquel tejer y destejer ritmos antiguos en el aire, al son de los crótalos enronquecidos. Era la belleza absoluta, el milagro, la quimera, lo imposible. Venus rediviva. Venus surgiendo, no del mar como la griega, razón y finitud, sino del seno misterioso de la noche, Venus de Tartesos, emoción e infinitud. Nuestra Venus hispánica, morena, nocturna, generatriz y campesina. ¿Comprenden ahora, señores, por qué las vírgenes adoradas por nuestras gentes aparecieron en peñascales o entre las breñas llevando a un niño en brazos? La Venus de Bronce era para mí todo eso, el gran enigma, el espíritu de la danza transformado en llama ritual de la sabiduría, principio del orden creador, porque el mundo salió de la oscuridad y del caos —se interrumpió bruscamente, hizo una pausa y nos preguntó—: ¿Les he molestado?

Al desembarcarnos tan súbitamente y dejarnos en tierra, apenas si pudimos balbucir no, no, siga, siga. Pero Lopérez se había quedado vacío.

—No hay más. Bueno, sí, un pequeño detalle. Que me ha traído una tortilla de gambas, mi manjar favorito, y me ha rogado que recuerde y vuelva a escribir la ópera flamenca que yo estaba componiendo para que la estrenase ella cuando se sublevaron los militares. Y eso haré sin pérdida de tiempo, porque me queda muy poco. Gracias, señores.

Nos soltó y siguió andando solo, insensible a los tropezones y a las protestas. Olivares y yo nos mirábamos, todavía atónitos. ¿Qué piensa Olivares de un hombre como Lopérez y de su historia? A mi me pareció algo fantástica, desde luego, pero posible. Hablaba tan convincentemente… En cambio, para Federico, Lopérez es un confabulador que trata de encubrir la realidad con delirios y lucubraciones de su imaginación sobreexcitada por el acoso de la idea de la muerte. Huye de la verdad y se refugia en la mentira que urde él mismo y acaba creyéndose por autosugestión, como todos los embusteros patológicos. Nos sacó de dudas Pablo:

—Nada de Venus de Bronce ni Cristo que lo fundó —nos dijo—. Quien ha venido a verle es la vieja ama de cría de su mujer. Ella le ha contado a mi tía, pues han venido juntas desde Madrid, la verdadera historia. Esta señora vivía en Talavera con el matrimonio Lopérez y sus cinco hijos. Ante el avance de los fascistas, se fueron a vivir todos a Madrid, refugiándose en el piso de un faccioso desaparecido. Lopérez se enchufó en el Ministerio de Trabajo y, al terminar la guerra fueron detenidos y encarcelados él y su mujer. Apareció entonces el dueño del piso y puso al resto de la familia en la calle. Ama e hijos comían las sobras que les daban en los cuarteles y dormían al raso, hasta que la anciana se puso a morir y fue internada en un hospital. Los chicos, tres hembras y dos varones, quedaron abandonados y no se ha vuelto a saber nada de ellos desde entonces.

Siendo así, no me extraña que Lopérez esté loco o que, como dice Olivares, huya de la realidad y se acoja desesperadamente a las ficciones de su fantasía, como quien se entrega al alcohol o a la morfina. Es un hombre roto por dentro, que, sin embargo, se obstina en no admitir su derrota y en no abdicar de su dignidad.

A la hora de la cena hemos tenido que aceptar cada miembro del grupo un trozo de la pequeña tortilla de gambas, igual al que ha reservado para sí, por temor a que se ofendiese si lo rechazábamos. Estoy seguro de que ha sido uno de los raros momentos que Lopérez ha compartido en camaradería, sin reservas, plenamente identificado con nosotros.

—La tortilla de gambas es un obsequio de Manolo el del economato. Lo sé porque me lo ha dicho el mismo Manolo. Lopérez que, como sabes, no habla jamás de la comida, había exaltado alguna vez a Manolo ese plato, resumen de todas las excelencias culinarias habidas y por haber, en vista de lo cual Manolo tenía la intención de invitarle a comer tortilla de gambas la noche de Navidad. Pero esta mañana, al saber que Lopérez tenía visita, creyó que era la mejor ocasión para satisfacer su capricho. Así, su dicha sería completa. Manolo llamó a su mujer y le expuso la idea. Por suerte, tenía gambas en casa. Hizo la tortilla y la entregó en el penal a nombre de Lopérez, a fin de que creyera que se la enviaba su visitante junto con la bolsa de la ropa limpia. El ama fue informada de ello para que pudiese anunciárselo a Lopérez en el locutorio y justificar su procedencia, al igual que la de la ropa, con las gratificaciones que en alguna ocasión recibe por planchar y repasar la de los ancianos asilados. Manolo quiere que Lopérez ignore la verdad de lo sucedido y siga creyendo que ha sido iniciativa de la vieja ama, ¿comprendes?

Transcribo las últimas palabras de Olivares cuando todos duermen, o parece que duermen, a mi alrededor, formando un amasijo de cuerpos humanos acoplados entre sí como las piezas de un «puzzle». Hay que vigilar, esa es la consigna, ¿qué, si la muerte entra y sale aquí tan sigilosamente que ni siquiera se enteran sus víctimas? Y no poseemos nada, porque nos han despojado hasta del mínimo imaginable de intimidad. Es curioso. Ya no siente el menor pudor. Creo que sería capaz de pasearme completamente desnudo por la calle y hasta de hacer mis necesidades en público con absoluta indiferencia. Yo, que me sentía profundamente avergonzado al desnudarme por primera vez delante de una mujer. Nunca se me olvidarán los apuros que pasé por eso en mis tiempos de soldado. Y, en cambio, ahora, ya ves… Ya ves hasta donde nos han hundido, Molina. Hasta ponernos al ras con los animales, me confesaba, no ha mucho, Federico. Y es cierto. Somos un rebaño. ¿No comprenden los que nos obligan a ello que, por su condición humana, se rebajan al mismo nivel que nosotros, que todo atentado contra nuestra dignidad repercute en la suya? Pues no, no lo comprenden. Por lo visto, ellos piensan que proceden de una estirpe superior, en gracia a los mismos razonamientos políticos, antropológicos y religiosos en que se apoyaba antaño la esclavitud. Sin duda, piensan que pertenecemos a una raza inferior, no bestias del todo, porque somos responsables, pero sin llegar a ser, como ellos, portadores de valores eternos, según proclaman continuamente. Eso es subhombres, no exhombres, subhombres. Así se explica esta situación subliminal en que nos han colocado. ¡Qué aberración! Sí, pero tranquiliza su conciencia y los hace sentirse seguros, premiados, bendecidos, satisfechos. Además, están tan lejos de nosotros o nosotros estamos tan lejos de ellos… Por eso no nos ven, no nos oyen, no nos sienten. No existimos para ellos, en suma. (¿Los rojos? No me hable de los rojos. Fue una pesadilla. Desaparecieron. No son. No están. Nada). Y yo escribo y escribo, y pienso. Luego soy, estoy. Desgraciadamente, soy y estoy, porque fuera mejor no estar ni haber sido. Algún día, quizá, comprendan su equivocación y, entonces, vuelta a empezar… Bien. Dejémoslo aquí. Pronto sonarán las dos de la madrugada en el reloj del patio y llamaré a Agustín para que me releve. Entre tanto, me fumaré un pitillo. Creo que me sentará bien. Y, luego, a dormir, a pesar de todo.

Mañana fría y transparente como el hielo. El aire es puro y está inmóvil. El sol sesga el cielo incoloro y pasa oblicuamente, a ras de los tejados, dejando caer un pálido reflejo de acero. Los reclusos hacen flexiones sobre las puntas de los pies y golpean con ellos el asfalto, se frotan las manos o las resguardan bajo las axilas, para desentumecer y calentar las extremidades ateridas. De sus bocas y narices se elevan efímeras estalagmitas de vapor que se funden rápidamente en el cristal del aire.

El invierno se ha echado encima de repente, como un lobo, y sus dentelladas son muy dolorosas para unos hombres con el estómago vacío y el corazón débil, extenuados, siempre al filo del colapso final.

No obstante, se advierte un desusado rebullicio en los corros de los comunistas más destacados. Hablan animadamente, se dan palmadas en los hombros, ríen, bromean.

—¿Qué mosca les habrá picado hoy para estar tan eufóricos? —pregunta Robleda en la reunión del Almirantazgo.

—A lo mejor han recibido carta de Stalin —bromea Agustín restregándose las manos—. Coño, qué frío.

—Convendría enterarnos, ¿no?

—Tienes razón, Molina. Anda, Agustín, vamos a ver si Rodrigo quiere damos una pista.

Olivares coge a Agustín de un brazo y ambos salen del grupo y echan a andar por entre los corros en busca de Rodrigo, a quien descubren en seguida. Agustín le llama y, a poco, se reúnen los tres.

—Oye, Rodrigo: ¿es qué habéis sabido alguna noticia importante o es que ocurre algo especial hoy? —le pregunta Olivares.

Rodrigo se estremece de frío dentro de su tabardo militar.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Hombre, porque parece que estáis muy contentos.

—Ya, pero no se trata de nada que pueda interesaros.

—De todas maneras, si no es un secreto…

—No, nada de eso —y, tras una leve pausa, Rodrigo añade—: Es que ha salido de celdas, después de cumplir el período de aislamiento, un camarada nuestro, que se llama Miguel Ángel Miró, alicantino, creo. Dicen que es un gran poeta. A lo mejor le conocéis vosotros mejor que yo.

—¿Miguel Ángel Miró? Pues sí, parece que me suena algo… —dice Agustín.

—Sí, hombre, sí. Yo he leído algunos de sus poemas. Es muy bueno. Para mí, el mejor poeta de la guerra —afirma Olivares.

—¿Qué fue en la guerra? ¿Pegó tiros? quiso saber Agustín.

—Me parece que fue miliciano de la cultura, de los del «Altavoz del frente». Ya sabes… —contesta Rodrigo soplándose las puntas de los dedos.

—Ya. De los que arengaban a las tropas y hablaban de noche al enemigo por altavoces. ¿Y qué cuenta? ¿De dónde viene? Anda, desembucha —y Agustín golpea amistosamente a Rodrigo en un hombro.

—¿Qué quieres que cuente? ¿Qué noticias puede darnos después de veinte días de aislamiento?

Los tres amigos golpean el suelo con los pies. Tienen roja la punta de la nariz y les lagrimean los ojos. El frío mana del cemento, se adhiere a las piernas de los hombres, se cuela por la ropa y trepa carne arriba hasta el cuello, y, a la vez, cae de lo alto en breves y secas alentadas que muerden el rostro y las orejas. Pinchazos de agujas y alfileres. Quemazón de hielo. Frío, frío, frío.

—Vamos a dar una vuelta. Quiero conocer a Miguel Ángel —dice Federico.

Lo hallan en un corro, junto a Tábano y otros conspicuos camaradas, el médico Velázquez, el ingeniero Torralba, escritores y periodistas.

—Ya ves —dice Olivares a Agustín—, no le había visto hasta ahora.

Olivares lo ve como un hombre joven, de estatura más que mediana, esbelto, de piel morena, frente amplia y arqueada, ojos muy expresivos, nariz como un pegote de barro, boca grande y basta. Un rostro tosco, sin pulir, como inacabado. Vestido con cazadora de paño militar y pantalones caqui, de campaña, trabados a los tobillos. Calzado con peales y esparteñas. A primera vista, un tipo rústico, feo, vulgar.

—Pero, qué gran espíritu el suyo. Yo diría que es como una llama encerrada en una de esas ánforas de barro antiguo que los pescadores del Mediterráneo encuentran alguna vez en el fondo de sus redes, con adherencias de fósiles, nácares y algas. Es la impresión que me da —comenta Olivares.

—¿Tan importante es? —le pregunta Agustín.

—Ya te he dicho que me parece el mejor poeta de la guerra. Un verdadero poeta del pueblo.

Rodrigo se despide de ellos, pero antes de separarse dice:

—Pues yo, ni idea.

Olivares y Agustín vuelven también al Almirantazgo. Habla Pablo y los demás le escuchan en silencio, muy impresionados al parecer, especialmente Molina, que masca como siempre que alguna fuerte emoción le conmueve.

—Un enfermo le vio levantarse de la cama y dirigirse, tiritando y tambaleándose, a la de un compañero, hurgar en su bolsa, que colgaba de la cabecera, y sacar de ella una pastilla de chocolate. Partió un trozo, volvió a dejar el resto en la bolsa y, cuando intentaba morder el chocolate, cayó al suelo. El enfermo empezó a chillar y acudimos a ver qué pasaba. Lo encontramos encogido, todavía caliente y con el trozo de chocolate en la mano. Pero estaba muerto.

Olivares mira interrogativamente a Molina y éste dice:

—Lopérez.

—¡Dios! —exclama Olivares, aterrado, cerrando los ojos.

—Cuando pudimos llevarle a la enfermería, ya no tenía remedio, pero, ¿quién iba a pensar que durara tan pocas horas? —explica Pablo.

—Y él no quería. Decía que no, que a él no le llevaban al matadero como a un buey —recuerda Agustín.

—Entre sus papeles —sigue diciendo Pablo—, hemos encontrado un poema inconcluso, que dice así —saca un papel y lee en voz alta y temblorosa, rodeado del dolor y del silencio de sus amigos:

Estoy bajo el oprobio de la gran prostituta

que se goza en el turbio placer de la sevicia,

la que hiciera que Sócrates tomase la cicuta,

la que a Cristo enclavara, la que llaman justicia.

Pero ya hacia mí viene la vieja zorra astuta,

la muerte, que me llama, se acerca y me acaricia,

la que a los enemigos nuestra suerte disputa

y, llevándonos, nuestra liberación propicia.

Ya oigo en el silencio de la noche tus pasos.

Llega pronto, no tardes, adusta amiga nuestra,

y déjame que apoye…

Los amigos de Lopérez guardan silencio por él, por ellos; un silencio estremecido, lacerante. Es un réquiem atroz, sin oraciones ni conjuros. Mientras tanto, suenan campanadas en el reloj del patio: una, dos, tres… ¡once!, y alguien grita muy cerca, como enloquecido:

—¡Va a tocar el corneta! ¡Hoy hay pan!