Las sesiones de catequesis tenían lugar por las tardes en el local que sirviera en otros tiempos de escuela penitenciaria y que ahora, suprimida la plaza del maestro (¿Para qué quiere la cultura esta canalla: para quemar iglesias, para matar curas, para negar la existencia de Dios, para embaucar a los tontos con sus teorías del reparto y de la igualdad que, en fin de cuentas, no quieren decir otra cosa que quítate tú para ponerme yo?), se utilizaba para los actos religiosos. Capaz apenas para acoger holgadamente a treinta o cuarenta personas, hubo días en que los asistentes a las charlas catequísticas de don Germán sobrepasaban la cifra de doscientos, de pie, pecho contra espalda, cociéndose unánimemente en la salsa del sudor colectivo y asfixiándose, pese a estar abiertas puertas y ventanas, en el ardiente tufo común.
Sin embargo, los principios fueron difíciles. A pesar de la intensa propaganda previa, mediante alocuciones leídas y glosadas por los funcionarios a la hora del recuento nocturno, el primer día sólo asistieron cinco catecúmenos, Lopérez entre ellos (Sí, quiero oír por mí mismo lo que dice este energúmeno). Y lo primero que dijo don Germán fueron estas palabras:
—Os felicito por haber vencido el miedo a los demás y el miedo a los curas. Así veréis que yo no me como a nadie. Ah, y que no me entere yo de que alguno de esos cobardes se mete con vosotros… Porque no son más que unos cobardes. ¿Sabéis por qué no quieren escucharme? Pues porque tienen miedo a enfrentarse con la verdad. Además, ¿qué saben ellos? Se creen cultos por haber mal leído cuatro periodicuchos destinados a analfabetos o escuchado las paparruchas que cuentan todos esos vagos que se dedican a dar mítines. Pico y pala les daría yo para que aprendieran a ganarse el pan con el sudor de su frente. ¿Saben latín? No. ¿Saben teología? No. ¿Conocen el Evangelio? No. Pues entonces, ¿qué es lo que saben?
Siguió largo rato dándole vueltas a las mismas cuestiones, insistiendo sobre todo en sus ataques a los dirigentes de los partidos políticos y de las organizaciones obreras que defendieron la República.
—¿Dónde están ahora, qué hicieron por vosotros? Viendo el nublado que se les venía encima, dieron la espantada y se fueron al extranjero, a vivir como pachás con lo que se llevaron de España. ¿Qué les importa a ellos que vosotros os pudráis en la cárcel? Y vosotros, inocentones y bobos, esperando todavía que vengan a sacaros de aquí… Ya, ya. Sois tontos de capirote. Pero, gracias a Dios, no les va a servir de mucho su pillería. Otra vez les han salido mal las cuentas y puede que a estas horas no encuentren donde ocultarse, porque la policía alemana debe de andar ya pisándoles los talones.
Se solazó después contándoles, todo lo detalladamente que pudo, las victorias de las tropas hitlerianas, dueñas de casi toda Francia, hasta los Pirineos, la formación del gobierno Petain en el trocito que le habían dejado para que empezase desde allí la regeneración de Francia. La masonería, el comunismo, el ateísmo y el libertinaje eran la causa de que un gran país se hubiera corrompido hasta el punto de que sus hijos no tuviesen ya agallas para defender su propia tierra. Claro, tantos placeres, tanta livianidad y tanta desvergüenza, acaban por convertir a los hombre en mujeres y, a las mujeres, en prostitutas. París era la síntesis de Sodoma y Gomorra. Francia necesitaba un buen lavado y fregado. Y de eso se encargaría Alemania, un pueblo disciplinado, limpio, idealista, amante del honor y de la gloria. No cabía la menor duda de que Dios estaba a favor de Alemania. ¿Y qué decir de los ingleses? Pudieron escapar de Dunquerque como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando. Sí. Para eso son maestros en el arte de escurrir el bulto. Pero, ¿qué podían hacer ya solos frente al tremendo poder de Hitler? ¿Eh, qué podían hacer? Más les valdría rendirse antes de que los alemanes dejen las islas como la palma de la mano. ¡Hijos de la Gran Bretaña!
Por último, preguntó
—¿Sabéis lo que le ha pasado a Trostky? —y, como nadie le respondiera, añadió—: Trostky fue el segundo jerifalte de la revolución rusa. El primero fue Lenin, el de la cara de chino. Os lo digo porque seguramente no estaréis muy al tanto de la verdadera historia, ya que los comunistas la cuentan a su gusto. Bien, pues vino Stalin después, el de los bigotes, y se hizo el amo, y Trostky, para salvar el pellejo, en Rusia se las gastan así, tuvo que escapar de su patria y andar rodando de aquí para allá, porque ningún gobierno civilizado lo quería tener de huésped, hasta que fue a parar a Méjico. Allí, los panchovilla y compinches le dieron posada. Claro, ya dice el refrán que quien mal anda mal acaba, y Trostky, que había mandado matar a tanta gente, no podía ser menos. Le ha asesinado uno de los suyos, deshaciéndole la cabeza con una espiocha. Lo ha dicho la radio este mediodía.
El trágico final del revolucionario ruso, creador del ejército rojo, conmovió y turbó profundamente a la población reclusa, aunque por distintas razones.
—Trostky era el revolucionario que con más autoridad podía acusar a Stalin de traidor y cómplice de Hitler ante los trabajadores del mundo. Por eso le ha callado para siempre. El brazo de Stalin llega a todas partes. Ya lo comprobamos en el caso de Nin, el del Poum, asesinado aquí por los estalinistas, en nuestras narices, en plena guerra. Stalin no se para en barras con tal de conseguir lo que quiere. Y lo que ha querido siempre era quedarse él solo. Empezó por eliminar a Radeck, a Bujarin, a Zinoview y a Kamenef, que le ayudaron a derrotar a Trostky, su gran rival, a quien, por fin, ha logrado ahora asesinar desde lejos. Ya está solo. Ya ha logrado lo que quería —dijo Molina.
—Al fin se ha cumplido la justicia revolucionaria. Trostky era un traidor vendido al capitalismo y al fascismo —dijeron los comunistas.
El caso es que fue la noticia del asesinato de Trostky en Méjico la que despertó el interés de los reclusos por las charlas de don Germán. A partir de entonces, tomó la costumbre, al final de sus toscas y breves alocuciones explicativas de algún pasaje del Evangelio, de leer y comentar extensamente los comunicados oficiales de la agencia alemana de noticias DNB. Su auditorio fue aumentando de día en día y hasta el Almirantazgo designó a uno de sus miembros, Agustín, para que asistiese diariamente a las sesiones catequísticas. Entre palabra y palabra, por el tono, los gestos y el talante del orador, hasta los menos avisados de sus catecúmenos sabían descubrir la verdad subyacente en sus declaraciones y juicios. Si sonreía y se mostraba campechano, era señal de que las cosas rodaban bien para los alemanes, Si, por el contrario, imprecaba, amenazaba y agredía a los adversarios de los dictadores —ingleses, australianos, neozelandeses, canadienses, algunas colonias francesas y, en último término, los yankis que robaron Cuba a España— con la retahíla de sus acostumbrados epítetos: masones, protestantes, mercachifles, piratas y judíos, era síntoma evidente de que los resultados se alejaban mucho de sus deseos.
Don Germán se complacía en demostrar sus vastos conocimientos teológicos y, contrariamente, la lamentable ignorancia de sus oyentes en esta materia. Para ello, señalaba con el dedo al que le parecía más estólido entre sus oyentes:
—Vamos a ver, tú —y le preguntaba—: ¿Cómo te explicas que tres personas distintas formen un solo Dios verdadero?
El interpelado, confuso, se callaba. Entonces, el capellán insistía:
—Vamos, no tengas miedo. Si es muy fácil, hombre.
Y si el catecúmeno confesaba su impotencia, aprovechaba ese fallo para arremeter contra la falta de instrucción de los anticlericales y comecuras, y terminaba repitiendo la misma explicación:
—Escucha, hombre, y métetelo bien en la cabeza. Si nos fijamos bien en un objeto cualquiera, observamos que es, a la vez, alto, ancho y grueso. Son tres cualidades distintas, ¿no?, pero no son tres objetos, sino uno solo. Pues igual pasa con Dios —y añadía, después de saborear su presunta victoria dialéctica—: Claro que con esta comparación sólo se trata de conformar a nuestra pobre y limitada inteligencia, porque es un misterio que nunca podremos comprender.
También gustaba de que le hicieran preguntas sobre la marcha de la guerra, que él contestaba siempre de una manera tajante e irrebatible, supiera la respuesta o la inventase. En todas esas ocasiones miraba, resplandeciente de vanidad y de sudor, a su auditorio, interpretando como un homenaje a su magisterio las sonrisas socarronas y las toses con que los presos acogían sus palabras.
De pedazo de atún le calificaba siempre Lopérez, y Agustín decía:
—Si no fuera por el calor… A pesar de todo, se pasa bien. Tiene muy mala leche, desde luego, pero es tan burro que no se da cuenta de que nos reímos de él y que de cuando en cuando le sacamos alguna verdad que nos conviene.
Una de aquellas tardes de finales de verano, muy calurosa, don Germán, chorreando sudor que se enjugaba frecuentemente con su enorme pañuelo de yerbas, después de explicar que el quinto mandamiento debía interpretarse como No matarás sin causa justa, es decir, si no están en peligro la religión, la patria, el orden, la honra, la vida o la hacienda del cristiano, porque de los no cristianos mejor es no hablar, hizo una pausa durante la cual cambió de fisonomía, abandonando el aire magistral y prepotente y adoptando el del hombre humilde y afligido.
—No sé, no sé cómo van a acabar esos orgullosos ingleses —dijo, tras encogerse de hombros—. Se empeñan en no aceptar las generosas condiciones de paz que les ofrece el Führer de Alemania, y claro, éste no va a tener más remedio que invadir Inglaterra, lo que no lograron ni Felipe II ni Napoleón, porque entonces no existían los tanques, los aviones y los navíos a motor. Hitler ya ha reunido miles de embarcaciones en los puertos del Canal y ha situado sus mejores tropas en los puntos precisos para saltar sobre Inglaterra en cualquier momento, bajo la protección de la más poderosa flota aérea del mundo, que ya está reduciendo a escombros sus principales ciudades. ¿Y qué tienen los ingleses para responder? Sólo la escuadra, pero los submarinos y los aviones alemanes no la dejan moverse. Ya estáis viendo cómo ni siquiera puede proteger sus barcos de aprovisionamiento. Inglaterra está cercada y, muy pronto, sus habitantes no tendrán nada que llevarse a la boca. Y todo por culpa de los masones, allí hasta el rey es masón, y de los enemigos del papa y de la Iglesia Católica, allí los obispos son rojos y el rey usurpa los poderes del Soberano Pontífice. Yo pido a Dios todos los días que devuelva el buen sentido a esos pobres sentenciados. Me dan mucha lástima. Si no estuvieran tan ciegos, verían que lo que más les conviene es hacer las paces con Alemania. Así se acabaría de una vez esta maldita guerra y Hitler podría sentarle la mano a Stalin. Pero Dios ciega a los que quiere perder —se limpió el sudor de los párpados y luego se condolió, con voz compungida—: ¡Pobrecitos ingleses!
Y siguió un silencio que rompió la aguda voz de Lopérez:
—Don Germán, ¿me permite una pregunta? El cura le miró compasivamente.
—Sí, hijo; todas las que quieras.
Lopérez, irguiendo la cabeza, más que nunca de gavilán pendenciero, y silbándole las palabras, dijo:
—¿No son protestantes también los alemanes?
El rostro de don Germán se ensombreció un instante, pero inmediatamente apareció en sus labios una sonrisa que se lo iluminó.
—En Alemania —contestó en tono condescendiente— hay de todo: católicos y protestantes, pero en la antigua Austria todos son católicos. El Führer es austríaco, luego es católico. Ya ves, hasta me ha salido un silogismo perfecto. ¿Qué más quieres saber?
Lopérez movió enérgicamente la cabeza en sentido negativo.
—Creo que la conclusión es falsa, don Germán —le replicó—, porque Hitler ha atacado muchas veces a la Iglesia Católica.
Don Germán resopló, súbitamente enfurecido.
—¡Calumnias! —explotó—. Hitler es un obediente hijo de la Iglesia. Precisamente, el Pontífice reinante, el gran Pío XII, siendo Nuncio de Su Santidad en Berlín, firmó con el Führer un concordato muy favorable a la Iglesia de Roma, lo que todavía no hemos hecho aquí, ya ves. Pero aunque así no fuera —y desafió a Lopérez y a todos los demás con la mirada—, Dios sabe escribir derecho con renglones torcidos. Y en este caso, de lo que no hay duda es de que Hitler es el martillo de Dios.
Y don Germán puso fin a la catequesis por aquel día, cerrando así la boca a Lopérez, que ya se disponía a replicarle y que sólo pudo murmurar en voz baja:
—Pues vais a estar listos como Hitler gane la guerra, don Germanófilo.
Por mucho que vivamos, si es que tenemos la suerte, o lo que sea, de sobrevivir a esta locura homicida en que primeramente caímos los españoles y, ahora, Europa entera, no podremos olvidar este interminable verano. Nunca, nunca, nunca hemos estado tan cerca de la desesperación, ni siquiera el día en que entraron los fascistas en Madrid o aquel otro en que el tribunal nos condenó a muerte. En esas ocasiones estábamos aún tan exaltados y tan caliente nuestra sangre que el morir entonces, en plena ebriedad trágica, nos hubiera resultado un desenlace fácil y hermoso. Yo veía a Olivares entero, dispuesto a todo, desasido de las mezquindades que nos amarran a la vida, sublimado por la conciencia de representar un gran papel en la historia de nuestro pueblo. E igualmente Agustín y otros muchos compañeros, conscientes de lo mismo. Nos sentíamos protagonistas, y eso nos daba valor y serenidad. Pagaremos por todos, decíamos mirando a la posteridad, asumiendo todo el honor y el sacrificio por la gran causa. Con este espíritu, hasta el débil y frágil José Manuel pudo ir a la muerte como un romano. Cuántas veces, después de una saca de condenados a muerte, al desvanecerse el fugaz sentimiento de alegría malsana por haber sido suplantados ante el pelotón de ejecución, nos aleccionábamos mutuamente acerca de cómo deberíamos afrontar el trance cuando sonaran nuestros nombres en una de aquellas fatídicas convocatorias.
—Es una lástima, Molina, que maten de madrugada, sin que nadie más que los ejecutores contemplen a las víctimas, y no como en los tiempos de la revolución francesa, en un alto patíbulo, a la vista de una gran multitud, como murieron los girondinos y Dantón —solía repetir Federico, obsesionado siempre por los ejemplos históricos y su destino de mártir de la libertad.
Yo no sé qué hubiéramos hecho en el caso de haber sido seleccionados por la muerte, pero lo cierto es que nuestro compromiso, concertado en momentos tan dramáticos y solemnes, de dar un ejemplo de valor a nuestros compañeros y de frialdad y desdén a nuestros enemigos, era absolutamente sincero. Libertad o muerte, ¿no es eso? Sólo este pensamiento puede darnos fuerza para no temblar ante los fusiles, insistía Olivares, y Agustín, echando un poco de sal gruesa en la salsa, decía:
—Para un revolucionario, y eso somos nosotros, amigos, mal que nos pese, morir, no es que sea agradable, ni deseable ni envidiable, pero sí es aceptable, soportable y honorable. Coño algún día hay que morir, y yo creo preferible caer ante un piquete que ante una pulmonía, ¿no?
¿Balandronadas? ¡Quién sabe! Por lo que a mí se refiere, sé que no soy un valiente, ni mucho menos, yo diría que más bien cobarde, porque el temor de ser fusilado me hizo temblar y llorar muchas veces, pero creo ahora que, al lado de hombres como Olivares y Agustín, hubiera sabido y podido comportarme dignamente. Pero eso ya pasó. Ya no somos nadie ni protagonistas de nada. El hambre, la suciedad, los piojos y las chinches, la sarna y la tiña, la cabeza rapada y el ambiente sórdido que nos rodea, han hecho de nosotros unos héroes frustrados. Somos como actores en un teatro vacío y así no es posible representar, altiva y apasionadamente, el papel de hijos de los dioses. No. Los dioses nos han abandonado, quien sabe si definitivamente, en medio de la oscuridad, sin el brillo de una estrella en el cielo. Si, en algún momento, hemos creído ver un destello esperanzador en la lejanía, ha sido tan breve como un relámpago que, al apagarse, nos ha sumido en más espesas negruras, como cuando supimos que España había ocupado Tánger en la misma fecha de la conquista de París por Hitler.
—Es un acto indiscutible de agresión que significa, de hecho, la entrada de España en la guerra —dijo Olivares.
En el caso de que nuestro país se jugase a cara o cruz su destino en esta guerra, nosotros podríamos recobrar nuestra personalidad. Tanto amigos como enemigos tendrían que contar con nosotros, porque somos muchos y estamos en situación de aceptar cualquier riesgo. No tenemos nada que perder y no nos asusta morir, y lo que más ardientemente deseamos es pelear. Acción, acción, acción. La que sea. Pero fuera de estos muros. Yo repudié siempre la violencia en las luchas sindicales, y, en la guerra, no fui capaz de manejar más arma que la pluma, y siempre en apoyo de tesis en lo posible conciliadoras y, sobre todo, respetuosas con la vida humana, y sistemáticamente en contra, por supuesto, de la mística bélica que encubre muchas veces el disfraz revolucionario. Pero ahora… En el momento en que escribo estas líneas sería capaz de salir tirando bombas de mano contra todo lo que se me pusiera por delante, aunque, quizá, me arrepintiese después. No lo sé. (Pero, ¿qué te pasa, Molina? ¿Te has vuelto loco? ¿Tú, el pacifista, proclamando ahora la guerra santa? ¿Te das cuenta de lo que dices?) Lo único que sé es que prefiero cualquier situación a la de permanecer aquí, inmóvil, impotente, hostigado por «Redención», don Germanófilo y los periódicos de la calle.
Pero no pasó nada. Tánger fue ocupado por las tropas de Franco y aquí paz y después gloria. Indecente, deprimente y repelente, dijo Agustín, y eso fue todo. Los comunistas se rieron y nuestros vencedores desempolvaron una vez más el vacuo repertorio retórico carlosquintero y felipesegundero, paviano y lepantino, imperial y funerario, y nosotros hubimos de aspirar la fétida vaharada de los cementerios patrióticos, porque, hombre, ahora que todas las noticias nos son desfavorables nuestro sistema de información funciona matemáticamente. No sé cómo Olivares puede digerir tanta información adversa, porque si una noticia es mala, la siguiente es peor. ¿Cuál será la próxima? ¿Tal vez la de la invasión de las islas británicas, última caída del telón, fin del espectáculo y momento musical del suicidio? Entre tanto, se dictan algunas libertades. Sí. Y es un juego divertido. Salen y, en la puerta de la prisión les esperan las comisiones de los pueblos, esas benditas, patrióticas y cristianísimas comisiones, y se los llevan para hacerles pasar por la rueda. Es repetir el juego del gato y el ratón. Lopérez no se equivoca, no, ni está tan loco como parece. En un diálogo de versos ripiosos, entre dos personajes de su bufo «Don Juan», dice:
—¿Buenos bulos?
—Regulares
para rellenar la arquilla.
Uno de Villasequilla
dice que los militares
saldrán pronto de «Unamuno».
—Tu esperanza es cosa vana,
de aquí no sale ninguno.
—Uno salió esta mañana.
—Pues ten el oído atento
y ojo avizor está,
porque ese, antes del recuento,
aquí otra vez estará.
Así es. Y no asombra a nadie. Y, aunque parezca mentira, cuando a algunos les llega el soplo desde la oficina de que van a ser libertados, se echan a temblar, como si les anunciasen la peor desgracia. Aquí, salvando las tarascadas de Portaviones, Mula Romera y compañía, y adaptándose en lo posible y en lo imposible a la mugre y a los parásitos, puede uno morirse de hambre tranquilamente. Eso es todo. Pero fuera se está expuesto a todas esas calamidades más a los astiles de azadón, a los vergajos y a las orquitis traumáticas. Por eso se suicidó Cosme. Estaba persuadido de que un día cualquiera vendrían por él sus caritativos paisanos para someterle a largos interrogatorios nocturnos, ebrios de odio y de vinazo. Sabía muy bien lo que le esperaba y su resignación no iba tan lejos. Seguramente, se había fijado como último plazo para actuar el momento en que el voceador cantase su nombre en el patio, seguido de la temible cantinela: ¡A jueces! Quería apurar el tiempo hasta el último minuto, a ver si mientras tanto se producía algún hecho que cambiase la situación. Como para todos nosotros, la guerra en Europa era también para Cosme el factor máximo que decidiría nuestra suerte. El inesperado y súbito derrumbamiento de Francia le decidió a anticiparse al plazo que se impusiera. La desesperación cayó sobre él como un ave de presa, lo encumbró hasta el paroxismo y desde allí lo precipitó a la muerte. Valeroso Cosme. El único entre todos que ha sabido interpretar dignamente su papel hasta el fin. Los cobardes decimos que fue un cobarde. Pero aquella noche, ya acostados, Olivares me preguntó:
—¿No crees tú que debiéramos seguirle todos, por uno u otro procedimiento?
No podía ver los ojos de mi amigo, porque ambos yacíamos boca arriba, pero el tono de su voz delataba la tensa lucha que mantenía en su interior.
—¿Te refieres a la conveniencia de plantear un suicidio colectivo? —le pregunté, a mi vez, llamando por su verdadero nombre a la acción que sugería.
—Sí, eso es —repuso Olivares sordamente, y añadió—: Es la única opción honrosa que nos queda. Siguiendo como estamos, moriremos lentamente, degradándonos un poco más cada día, no sé hasta dónde ni hasta cuándo. De la otra manera, moriríamos rápidamente y, muriendo todos a la vez, qué ejemplo de valor y de hombría daríamos al mundo entero. Vamos, dime, ¿se te ocurre algo mejor para testimoniar nuestra protesta contra la infamia de que se nos ha hecho objeto?
Sentí miedo por él, por mi entrañable amigo, y su miedo, porque Olivares tenía miedo, un miedo que se trasformaba en decisión heroica por autosugestión, vino a aumentar mi propio miedo, que no podía ser más grande. Olivares peroraba, y eso era lo malo, porque las palabras comprometen y, a veces, forman cadenas con las que nos ahogamos, o trampas en las que inconscientemente caemos. Yo intuía que Olivares esperaba, temblando por dentro, mi decisión, y ahí estaba la argucia peligrosa. Él deseaba, quizá, que yo desaprobase su propuesta, para quedar tranquilo y, una de dos, o se inmolaba inmediatamente para demostrarme su sinceridad y dar un ejemplo de valor a todos, o, por el contrario, desistía de ello apoyándose en mí. Si aprobaba su proyecto, debería ser yo quien iniciase la serie de muertes voluntarias. Pero yo no deseaba suicidarme ni me sentía capaz para ello. Ante tal disyuntiva, opté por eludir una respuesta comprometedora.
—¿Y cómo? —lancé como en un juego de adivinanzas.
—¿Que cómo? Muy fácil. Hay muchas maneras de hacerlo. Cosme ha utilizado una. Otra podría ser la de abrirnos las venas. Es menos aparatosa y, por lo tanto, la mejor a mi juicio.
—Sí, pero, ¿con qué?
—Hay cuchillas de afeitar dentro de la prisión, y están las navajas de la barbería y también las que se han fabricado algunos con las latas de conservas. En último término, queda el recurso de cortarse las venas a mordiscos.
Evidentemente, Federico se dejaba llevar por la imaginación. No proponía un plan realizable, sino la hipótesis idealizadora de sus impulsos románticos. Era necesario, pues, hacerle descender a la realidad.
—Está bien, pero, ¿tú crees posible convencer a tantos hombres para que se quiten la vida en el plazo de una noche, por ejemplo? Si no coincidimos en cosas tan simples como el final de nuestra guerra o el pacto germanosoviético, ¿cómo vamos a coincidir en una decisión numantina como la que se te ha ocurrido a ti? Anda, vete a decirle a un comunista que se suicide porque Hitler ha derrotado a las democracias. Se reiría en tus propias narices. Creen que Rusia vela por ellos y que Stalin es el único que sabe lo que debe hacerse. Si recibieran la consigna de suicidarse, serían ellos quienes nos lo propondrían a nosotros, pero, dándose al revés, me parece inútil cualquier gestión, y, claro, sin los comunistas, nuestro plan no tendría sentido.
—Quizá les arrastrásemos con nuestro ejemplo, Molina.
Era la última posición que defendía mi amigo antes de rendirse y comprendí que ya todo era hablar por hablar.
—Yo no lo creo y, naturalmente, no vamos a apostar nuestras vidas, que no son sólo la tuya y la mía, sino la de tantos compañeros, a un número de lotería que no puede salir.
—Sin embargo, sería algo hermoso, hasta diría que sublime, como una tragedia griega. Antes de morir enviaríamos fuera de la prisión un documento en que haríamos constar el porqué de nuestro sacrificio. Imagínate por un momento la impresión que causaría en el mundo. Imagínate también la sorpresa de los guardianes, a la mañana siguiente, cuando abrieran las puertas de las salas para el recuento y nadie se levantara porque todos, estuviéramos muertos. ¡Qué bomba, Molina!
—Sí —concedí—, muy espectacular si todo se desarrollase así, como tú lo imaginas, pero, desgraciadamente, no podríamos llegar a tanto. Desengáñate, no pasaríamos de media docena los protagonistas. La gente no quiere morir a pesar de todo, Federico. Cosme es punto y aparte. No faltarían entre los nuestros quienes dijeran, para justificar su cobardía, que habíamos sido unos chalados, y, por supuesto, los comunistas nos acusarían de infantilismo revolucionario. Y, en definitiva, ¿qué significan hoy seis muertos más entre los innumerables muertos que cada día cosechan los piquetes de ejecución, el hambre y la guerra? Nada. Nos ha tocado vivir un tiempo en que la vida de un hombre tiene para los demás menos valor que un panecillo. Es así y no vale darle vueltas, y todo lo demás es sólo fantasía.
Es cierto que yo tenía razón y que Olivares deliraba, pero he de confesarme a mí mismo que con mis razonamientos, pretendía, sobre todo, encubrir mi impotencia para tomar una determinación como la sugerida por mi amigo. No he nacido para héroe, la verdad, aunque nunca he rehuido las consecuencias de mis actos. Pero una cosa es afrontar la muerte impuesta por los demás y otra muy distinta buscar voluntariamente esa muerte como única solución.
Olivares guardó silencio, un grave y penoso silencio que yo respeté, y al cabo de unos minutos me volvió bruscamente la espalda al tiempo que decía:
—Está visto que no podemos salir de esta cloaca, aunque la mierda nos llegue ya a la boca.
A poco, se durmió como de costumbre, fulminantemente. Yo aún continué en vela unos minutos más. La mierda tenía un sentido figurado en la expresión de Federico, pero cobraba toda su realidad física en el hedor nauseabundo que nos envolvía. Así, Federico tenía razón en todos los sentidos. Mierda, mierda, mierda… A pesar del asco, acabé durmiéndome yo también. Sin darme cuenta. Como bajo los efectos del cloroformo. ¡Qué pobre animal es uno a veces! Con todo, no quiero decir que Olivares haya perdido su entereza, ni que Agustín, Pablo y los demás compañeros flaqueen, ni que mi moral se desmorone, no. En absoluto. Otro es el fenómeno y consiste en que ya ha pasado para nosotros la oportunidad de ser protagonistas activos. Ya sólo somos elementos pasivos, restos de un naufragio que flotan en la resaca. No podemos decidir nuestro destino y no nos queda ni el consuelo de que nuestros nombres sean recordados cuando se escriba la historia de esta época. Nos han robado hasta la gloria, dice Federico, y eso es lo que más nos duele.
Sofocante verano. El sol se clava en la vertical del patio y desde allí nos somete, durante horas, al implacable flagelo de sus rayos. Sobre nosotros, el aire llamea contenido por los altos muros, y, bajo nuestros pies, echa humo el asfalto. Cabe la marquesina, tanto tiempo recalentada, el aire enrarecido es irrespirable, y en las salas, donde a veces podemos refugiarnos, la atmósfera se condensa y se caldea hasta tal grado, por efecto de la transpiración y de las emanaciones corporales, que no se puede permanecer en ellas mucho rato. Es preferible aguantar el peso del sol al descubierto, protegida la cabeza con gorras, pañuelos anudados y cucuruchos de papel. La piel se irrita, pican los párpados y escuecen los pies, y el agua escasea y no funcionan las duchas. Hay quien no lo puede soportar y cae al suelo sin sentido y el único remedio en estos casos, tan frecuentes, es llevar al desvanecido al límite de la zona abierta y abanicarle con blusas y camisas hasta que vuelve en sí. Cuando, el otro día, Lopérez abrió los ojos después de uno de estos desmayos, nos dijo que hubiera sido más humano no despertarle, porque ya no sentía nada y hubiera llegado al final del viaje con la conciencia dormida. De noche, el suplicio es aún más intenso. Yacemos sin más ropa que el calzoncillo, rozándonos unos con otros, recibiendo el aliento del vecino en la nuca, mezclando los sudores, respirando siempre el mismo aire viciado, espeso y maloliente. Hay quien gime de angustia, quien maldice en alta voz a su denunciante, quien jura venganza a gritos y quienes agotan, como si lanzaran cohetes, el repertorio de las blasfemias. Se ulceran las esquimosis que producen las mordeduras de piojos y chinches y nos arde la piel como si estuviéramos sumergidos en un baño de ortigas y mostaza. Cada noche tiene momentos en que nos asalta la locura y nosotros venteamos el peligro, en que la desesperación nos ronda y nosotros percibimos sus tentáculos, en que la muerte nos llama y nosotros sentimos el tirón de su querencia. La muerte, qué liberación. La muerte, qué tranquilidad, qué dulzura, qué silencio. Pero la muerte nos esquiva, la desesperación se retrae, y la locura pasa, al fin, de largo, y nos quedamos con nuestra conciencia herida, con nuestra dignidad violada y con nuestro dolor inconsolable. Sólo al filo del día nos estremece un suave y fresco soplo purificador que a veces nos despierta, como ayer, cuando sonaban a lo lejos las descargas de las ejecuciones. Entonces, alguien saludó al nuevo día repitiendo las palabras que Pepe el Largo lee cada domingo: Qué bueno es Dios y cuántos beneficios nos hace. Qué bueno es Jesucristo y cuánto nos ama.
—¿No ves qué gordos se están poniendo los legionarios? —y Robleda señalaba a un numeroso grupo de presos sentados bajo la marquesina.
Ciertamente, la llamativa obesidad de aquellos hombres resultaba incomprensible, porque habían pasado, en muy poco tiempo, de esqueletos vivientes, sólo piel y huesos, rostros chupados y grises, ojos desmesurados y voraces, a ser unos tipos hinchados de grasa, con la piel túrgida, con los ojos, apenas dos rayitas oscuras, sumidos entre los párpados abultados, con los dedos de las manos igual que morcillas, con los tobillos enterrados en manteca y con unos pies que no les cabían en albarcas y alpargates.
—No lo comprendo —dijo Jesús— porque con el rancho, que no tiene más que hollejos de garbanzo, poca grasa se puede criar.
—Pues parecen fatis —insistió Robleda.
—Y digo yo —siguió diciendo Jesús—, ¿a dónde irán a parar los meollos de los garbanzos? A lo mejor los vende el administrador fuera aparte, o a lo mejor, no compra más que hollejos.
—A saber, mira tú. Ahora se estraperlea hasta con la basura. Pocos cuartos que le sacará el administrador a nuestra mierda… —bromeó Joaquín.
—A que nos están convirtiendo en una fábrica de abonos… Estaría bueno, ¿eh? —intervino Agustín.
—Pues no lo tomes a cachondeo, no —dijo Joaquín—. Los leños dicen que el estiércol se vende a peso de oro, porque no hay abonos minerales y el campo, después de la guerra y de la sequía, se ha quedado como la teta de una vieja.
—Pues que nos den bien de comer y que nos saquen a cagar al campo.
—Déjate de colas, Jesús —y Robleda volvió a referirse a los legionarios, cuya repentina gordura le intrigaba.
—A mí me parece —opinó Molina— que lo que tienen es alguna de esas enfermedades de ahora, qué sé yo.
—Puede ser la del piojo verde —sugirió Olivares. Entonces intervino Pablo:
—No lo creo. El tifus exantemático presenta otras características, según los libros. Parece más bien que se trata de un estado patológico provocado por la carencia, ya sabéis, la falta de proteínas y de vitaminas. Los enfermos se hinchan, se hinchan y luego, de repente, paf, se deshinchan y mueren. Los dos que murieron ayer habían estado tan gordos como esos, y hay tres o cuatro en la enfermería que van por el mismo camino. Ya están en las últimas y yo creo que no pasarán de esta noche —y añadió, después de una pausa—: El médico oficial ha pedido harina de trigo, aceite, naranjas y chocolate, para darles una alimentación compensatoria, que es la medicación que necesitan más urgentemente.
—¿Y qué? —preguntó Olivares.
—Verás. El médico oficial no quería buscarse complicaciones, pero Velázquez y los demás médicos reclusos le hicieron ver que no se trataba de un caso aislado, sino que hay cientos de hombres que están al borde de lo mismo y que, si no se ataja el mal, puede sobrevenir una catástrofe y armarse la de Dios, porque no se va a poder mantener oculto lo que ocurre, y, en cuanto se descubra, alguien tendrá que pagar el pato, y ese alguien no puede ser otro que él por no haber denunciado a tiempo la situación. Estas consideraciones le hicieron reflexionar y planteó oficialmente el problema en una reunión del consejo de disciplina. Don Germanófilo se excusó diciendo que a él le competían únicamente las cuestiones de índole religiosa. Para Goering no existía tal problema. ¿Que se morían los rojos ellos solos? Pues era lo mejor que podía ocurrir. Ya estaban viviendo demasiado. Villares opinó que se debería recurrir a todos los medios para obtener esa mejora de rancho que necesitaban los enfermos. Dijo que él es un funcionario de prisiones y no juez, que su obligación consistía en imponer la disciplina a los reclusos, por eso me llaman Malastripas, pero también procurar que no les faltase lo mínimo a que tiene derecho un hombre. Entonces, Goering pegó un puñetazo en la mesa y dijo a Villares que lo que le pasaba era que todavía guardaba resabios de otros tiempos, que ahora es diferente y que los rojos son unos renegados que no se merecen ni el aire que respiran. Malastripas echó en cara a Goering que vestía el uniforme de prisiones por equivocación y que él, Villares, llevaba treinta años de servicio en el cuerpo, que toda la guerra estuvo en el penal de Burgos como funcionario y que, hasta la fecha, ninguno de sus superiores había tenido que llamarle la atención por nada ni tampoco le habían ordenado nunca que se convirtiese en verdugo de los presos. Y Goering acusó a Villares de defender a rojos y masones, y Villares llamó a Goering paracaidista, y hubo de intervenir el director para que la cosa no pasara a mayores. Luego, el director endosó la papeleta al administrador y éste puso el grito en el cielo. (¿Cómo quieren ustedes que yo saque dinero para extras de la asignación de los presos? Yo no soy Dios y no puedo repetir el milagro del pan y los peces). Total, que lo que se acordó fue remitir un informe a la superioridad para que sea ella quien decida, y todos contentos.
—Nada de nada —resumió Molina.
Se miraron en silencio. Caía la soleada tarde otoñal. Los gorriones estridían furiosamente, como locos, en el aire gris, antes de acogerse a sus nidos, hasta que puntease en el cielo la nueva aurora. En cambio, el tono del gran rumor del patio decrecía sensiblemente. La reacción de los pájaros ante el crepúsculo contrastaba con la de los hombres en su forma de expresión, diametralmente opuesta. Aquéllos gritaban, exasperados; y éstos, enmudecían, abatidos. Para los pájaros significaba una brusca interrupción en la plenitud de su gozo vital; para los hombres, un recrudecimiento de sus angustias existenciales. Los pájaros eran detenidos por las sombras, y por eso protestaban, pero, en cambio, las sombras empujaban a los hombres a la disolución y al vacío, y por eso callaban, intimidados.
—¿Y por dónde empiezan a hincharse? —preguntó Agustín a Pablo.
—Pues, generalmente, por los párpados, aunque no lo sé con certeza.
Entonces, Agustín se pasó las yemas de los dedos por los suyos y, después, cerrando los ojos, se acercó a su amigo.
—¿Qué te parecen los míos? —volvió a preguntarle. Jesús y Robleda, imitando a Agustín, preguntaron también:
—¿Y los míos?
—¿Y los míos?
Olivares, Molina y los demás callaban, sombríos y expectantes. Y Pablo sonrió al responderles:
—Bien, hombre, bien. No se ve ningún síntoma. Y, coño, no seáis tan aprensivos.
Y en ese momento sonó la corneta llamando para la última formación de la tarde.
Olivares y Molina se han empeñado en que yo también escriba mis impresiones y experiencias carcelarias y las haga llegar a mi madre a través de nuestra organización, para que ella las guarde hasta el día en que yo recobre la libertad, si es que ese día está en el calendario. No me ha valido decirles que lo que a mí se me da bien es hablar y que, en cambio, escribir me resulta muy engorroso, porque, así como las palabras me vienen a la boca sin ningún esfuerzo, cuando cojo la pluma se me escapan, se me olvidan, y nunca me parecen apropiadas las que logro atrapar. (Mira, Agustín, escribe como te salga y no te preocupes. El día de mañana valdrá más lo que digas que como lo digas, ¿comprendes?) Y Olivares acabó, como no, convenciéndome. Al fin y al cabo, pienso yo, puede servirme de entretenimiento y quizá también de desahogo. Aquí lo que sobra es tiempo y nos aburrimos como ostras, y hablamos siempre de lo mismo, dale que te pego, y hay cosas que no te escucharía nadie, o que se te quedan atragantadas o que no se pueden confiar más que al papel. Por eso, voy a intentarlo. Pues bien, para empezar tengo que decir que padezco un hambre crónica tal que si pudiese ahora satisfacer mis deseos por orden de importancia, pediría, en primer lugar, una paella de langostinos y almejas; después, un pollo asado y, por último, filetes con patatas y pimientos fritos y, para remate, croquetas de bacalao. Todo esto acompañado de pan, de mucho pan, y de cerveza fría, mucha cerveza fría. De postre, queso y fruta, natillas y helado y, naturalmente, como fin de fiesta, café, un par de copas de coñac y un cigarro faria. ¡La rehostia! Y lo que es el escribir. ¿Pues no me estoy relamiendo de gusto…? Ay, pero me suenan las tripas vacías. Siempre están vacías. Siempre están gruñendo. Como anoche, cuando aquel gracioso, en el momento en que yo trataba de olvidar el hambre que no me dejaba dormir recordando un mitin que dimos en Santa Cruz de Mudela, gritó desde su petate: ¿Qué tal nos vendrían ahora, compañeros, unas chuletitas de cordero a la plancha, eh? Le hubiera estrangulado. ¡Cállate, cabrón! También le dijeron: ¡Una mierda para ti, desgraciado! Y hubo quien protestó: ¡No hay derecho a torturar así a la gente! Seguro que todo dios se puso a tragar saliva. Yo tuve que salir pitando para la letrina, como si tuviera diarrea, qué retortijones, madre, para echar los vientos, porque no tenía más que aire en las tripas. Y ya no pude dormir en un buen rato. Son bromas de casquero. Si se habla de mujeres es otra cosa, porque si se pone uno a cien por hora, siempre queda el consuelo de emplear los cinco contra uno, que nos deja tranquilos. Pablo, cada vez que los empleaba, solía terminar diciendo: Y, ahora, un pitillito… Pero con el estómago no se puede jugar, y cuando achucha demasiado no hay más forma de torearlo que recordar alguna cosa que te ponga los pelos de punta o que te saque de quicio, como las hostias de Portaviones, los bombardeos alemanes o una buena pasada con alguna gachí. Es como si, para acallar un dolor de muelas, te pegases un martillazo en un dedo. Y ya que me ha salido la palabra bombardeo, qué espantosos deben ser los que están sufriendo los londinenses. Si aquella tarde, cuando las treinta y tres famosas «pavas» descargaron sus tripas sobre Madrid nos pareció que se iba a hundir el mundo, qué sentirán y pensarán los ingleses al ver sobre ellos, no treinta y tres, sino cientos de aviones mucho más poderosos que las «pavas» de nuestra guerra, sembrando bombas a voleo. ¡Coño! Y de día y de noche, sin parar. Y, sin embargo, aguantan. Vaya que si aguantan. Son unos jabatos. Hay que reconocerlo, como hay que reconocer asimismo que los alemanes son los fulanos más testarudos que ha parido madre. Cuantos más aviones pierden, más ponen. Hasta que, si siguen así, se descrismen del todo. Menudo hueso les ha salido con Churchill. A ese no hay quien le haga doblar la rodilla. ¡Ni hablar! Ha dicho y repetido, y con un coraje que mete miedo, que Inglaterra ni se rinde ni se rendirá jamás a Hitler. Y no se rendirá, no, si antes no consigue Hitler arrasar las islas británicas. ¿Lo lograrán? Don Germanófilo, qué bien le cae el mote, coño, dice que sí. (¡Pobrecitos ingleses! ¿Por qué no cogen a Churchill, a ese masón, y lo tiran al mar? Infelices, es la única escapatoria que les queda. Pero no. Se empeñan en resistir y, claro, aunque Hitler no quiera, se ve obligado a aniquilar Londres y todo lo que se le ponga por delante. Pues que no se quejen luego por lo que les ocurra. Si Dios no lo remedia, dentro de pocos días Inglaterra habrá dejado de existir). Pero pasan los días y las semanas y que si quieres arroz, Catalina. Inglaterra sigue en pie. Por suerte para ella y para nosotros también, naturalmente. No es que me sean muy simpáticos los ingleses, pero… Los enemigos de mis enemigos, amigos míos son, ¿no es eso? Yo creo que Hitler se va a romper los cuernos contra Inglaterra. Por de pronto, todavía no ha conseguido poner los pies en las islas y, para vencer a Inglaterra, hay que ir allí, meterse en la boca del lobo, apoderarse de su tierra. Y eso de atacar el Peñón de Gibraltar pasando por España me parece que a Franco no le ha gustado mucho o que Franco le ha puesto un precio muy alto y que de la entrevista de Hendaya no ha salido nada en concreto. Todos esperábamos que, inmediatamente después, Franco exigiría a los ingleses la entrega del Peñón, amenazándoles con la guerra en caso de que no accediesen a ello. Pero las cosas han quedado como estaban, desgraciadamente, y digo desgraciadamente porque a nosotros nos interesa que España tome partido, aunque nos cueste la vida, porque todo es preferible a esperar la muerte aquí, cruzados de brazos, que es nuestra situación. Entonces, si Hitler no acaba rápidamente con Inglaterra ¿qué va a pasar? Porque los Estados Unidos no se van a quedar al pairo, y si Hitler les da tiempo a que se preparen… Y parece que tampoco todos los franceses se dan por definitivamente vencidos. ¿Quién será ese De Gaulle, de quien nunca habíamos oído hablar? ¿Es un fantasma, como dicen los periódicos, que Churchill se ha sacado del sombrero, como un prestidigitador, o es un tipo con vergüenza capaz de revolver a sus compatriotas contra el alemán? Ya lo veremos. A propósito de ese De Gaulle, tuvo mucha gracia la que organizamos ayer. Nos pusimos en cola ante la ventanilla del economato lo menos trescientos tíos. El primero va y pide papel de fumar.
—¿De qué marca? —le pregunta Manolo.
—¿Hay de Gol?
—Sí.
—Pues dame de Gol.
Y los siguientes también de Gol, de Gol, hasta que se terminó lo que había.
—Ya sólo quedan Bambú e Indio Rosa.
Y los tíos no, yo quiero de Gol y, si no, nada. Y otra vez de Gol, de Gol, de Gol, hasta que Estuka, el oficial del economato, cerró la ventanilla de golpe y apareció Portaviones, seguramente avisado por Estuka, repartiendo hostias y patadas. Fue una escaramuza que nos dio tema de conversación para toda la tarde.
El hecho cierto es que la guerra se complica y que su final ya no se ve tan cerca, ni siquiera se ve, aunque los de aquí digan otra cosa en sus periódicos. ¿Qué coño saben estos periodistas que se bajaron los pantalones delante de Ciano y de Himler? ¡Valiente manada de chupaculos que no tienen valor más que para meterse con nosotros porque saben que no podemos defendernos! Pues mira los de «Redención»… ¡Desgraciados! ¿Y cómo paga Hitler vuestros servicios cabrones? Pues cogiendo a Companys, a Zugazagoitia, a Cruz Salido, a Muñoz Martínez y a otros destacados refugiados políticos en Francia y regalándoselos, atados de pies y manos, a sus más encarnizados enemigos y perseguidores, y amos vuestros. Peces gordos esta vez y no boqueroncillos como hasta ahora. Qué alegría, ¿no? Y peces gordos que se habían escapado de la red. Casi nada. ¡Qué vergüenza! Y ellos, qué imbéciles. Todavía no se habían enterado de cómo las gastan aquí. Pensarían, digo yo que pensarían, que lo que nos ha ocurrido a nosotros, los pobres diablos de siempre, era una consecuencia natural e inevitable de la guerra y quizá muy merecido por no haberla ganado y habernos quedado aquí, con Franco, como si todo hubiera dependido de nuestra voluntad, o por aquello de ¿quién se preocupa por las circunstancias personales de los simples soldados caídos en la batalla? Lo que importa es que se salven los jefes por encima de todo. Por eso no quisieron escucharnos cuando les pedimos ayuda. (Otros perdieron la vida. Entonces, ¿por qué se quejan si todavía viven? Además son tantos que no podrán fusilarlos a todos). Entendido, entendido. Los jefes no se improvisan, mientras que la gente de tropa sale a patadas, se da como los hongos. Y se quedaron, tan tranquilos, a vivir en París. Algunos, más precavidos, se largaron a las repúblicas hispanoamericanas, por si las moscas. Ellos, no. ¿Cómo podían pensar que los detuviesen en un país extranjero que los había acogido con todas las de la ley, para entregarlos después a sus peores enemigos? ¡Qué disparate! Ellos eran refugiados políticos de primerísima categoría y no morralla indocumentada e indeseable como la que se pudría en los campos de concentración franceses. Que los alemanes avanzaban… (Bien, ¿y qué? Señores, existen unas normas internacionales que nos amparan. No somos franceses ni beligerantes. Somos huéspedes de un país cuyo honor nos protege). Paparruchas y nada más que paparruchas democráticas, hombre. Qué palabrería, señor. Como si los fascistas, que se han saltado siempre a la torera todas las leyes y tratados que les estorbaban, se fueran a detener ante vosotros por un escrúpulo de conciencia. ¿Después de violar a Checoslovaquia, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Noruega? Vamos, hombre. ¿Es que no os acordabais ya de que negaron el derecho de asilo, el sagrado derecho de asilo, a las embajadas en Madrid al término de nuestra guerra, a pesar de que por ese derecho ejercido ampliamente bajo nuestra dominación salvaron sus vidas innumerables facciosos, Serrano Suñer y Fernández Cuesta entre ellos? No es que tomemos vuestra desgracia como una compensación de la nuestra. Vuestra captura no nos consuela ni nos alivia en absoluto. Antes al contrario, nos agobia y nos entristece y nos hace sentirnos más desvalidos. Lamentamos, eso sí, que os hayáis dejado coger como conejos, sin ninguna reacción valerosa por vuestra parte. Lo contrario, podéis estar seguros de ello, nos hubiera enorgullecido, y mucho. Porque de nada nos va a servir vuestra inmolación, como tampoco nos favoreció que, según se dice, los comunistas hicieran volver desde Nueva York a Diéguez, secretario del comité provincial del partido comunista en Madrid, que lo detuviese en Lisboa la policía de Salazar y lo entregase a la española para ser fusilado. De nada. Todas estas historias nos deprimen y vienen a aumentar la sensación de derrota que nos abruma. Son una carga más sobre la que cada uno de nosotros lleva consigo. Y, si no podemos con la nuestra, si se nos doblan las rodillas, si ya no nos queda casi aliento, ¿cómo vamos a sobrellevar, por añadidura, ese peso ajeno? Y, sin embargo, así tiene que ser, querámoslo o no. Somos el yunque de todos los martillos. De todos. Sí, porque tenemos que soportar hasta que los comunistas se alegren de las derrotas de las democracias.
—¿Es verdad —le pregunté no hace mucho a Rodrigo, amigo personal nuestro y afiliado al partido comunista— que tus camaradas celebran como victorias los bombardeos de Londres y el hundimiento de barcos ingleses?
Estábamos los dos solos en un dúo aparte. De hecho, Rodrigo y yo somos el punto de unión, la soldadura diríamos, entre los dos grandes sectores en que se divide la población penal. Los comunistas se creen infalibles. (El partido no se equivoca nunca). De ese modo, hasta los mayores errores tácticos del partido son maniobras geniales, según ellos, de la dirección, y la base debe admitirlo y defenderlo así. Y si no saben cómo argumentar ni cómo escurrirse, se encogen de hombros y repiten una y otra vez: Cuando el partido ha señalado esa línea, por algo será. En el caso del pacto germanosoviético, que les pilló desprevenidos y les dejó turulatos, los dirigentes, como no sabían qué explicaciones dar a la base y viendo que ésta se iba a pique, desmoralizada, dijeron: Camaradas, el camarada Stalin sabe muy bien lo que hace. Él nunca se ha equivocado y ha mantenido siempre la línea justa. Nosotros no podemos ver lo que el camarada Stalin ve, sin duda, desde el puente de mando de la nave socialista. Y, si ha señalado ese rumbo, sus razones tendrá. No lo dudéis, el gran jefe de la revolución, el genial conductor del proletariado, el sabio camarada Stalin, nos conducirá al triunfo definitivo. Palabras nada más, claro.
—Para tu padre —replicaban los menos dialécticos de los nuestros, y añadían—: No, si lo mejor que nos podía ocurrir es lo que el sabio camarada Stalin tenía previsto, que cayéramos en manos de Franco. No te jode… Si te condenan a muerte, no te preocupes, porque te indultaran; y, si no te indultan, no te preocupes, porque no te llevarán al picadero; y, si te llevan al picadero, no te preocupes, porque tirarán con balas de fogueo. Coño, qué broma. ¿Y si tiran con balas de verdad, qué? Mira, ¿sabes lo que te digo? Pues que no soy ningún gilipollas y que todo eso que farfullas me suena a disco rayado y ni tú mismo te lo crees, porque no me vas a decir que tu gran camarada Stalin te ha soplado a la oreja lo que se trae entre manos. Que si Stalin piensa, que si Stalin prepara, que si las intenciones de Stalin… ¿Y cómo sabes tú todo eso? Y si lo sabes tú, que estás encerrado aquí y eres un cero a la izquierda, mejor lo sabrán los fachas, digo yo, ¿no? Y si lo saben los fachas, no se van a estar chupándose el dedo, vamos, me parece a mí.
Ahora se justifican diciendo que sin el permiso de Stalin, Hitler no se hubiera atrevido a atacar a las democracias capitalistas, que es el primer paso para el triunfo del comunismo. Una vez vencido el gran capitalismo, el comunismo será cosa de coser y cantar. Así de fácil y de claro.
Rodrigo me miraba serio, cecijunto. Para mí que estaba hecho un lío.
—Dicen —me respondió al fin— que Inglaterra es el mayor enemigo de la revolución.
—¿Más que Hitler?
Sí, porque es más fuerte.
—Pero en Inglaterra están las Trade Unions y el partido laborista y que…
Rodrigo me disparó rápidamente:
—Son instrumentos al servicio del capitalismo, y Bevan y Adtlee, dos traidores al proletariado.
—Eso dice el partido, ¿no?
—Sí, eso dice el partido.
—Y tú, ¿qué dices?
—¿Y qué quieres que diga?
Hubiera sido inútil seguir por ese camino. Tiene siempre en reserva una consigna elaborada desde un punto de vista inalterable. Así no hay manera de discutir. Problema, consigna; problema, consigna. Y ya está. No importa que uno alegue que, una vez derrotada Inglaterra, Hitler se volverá contra Rusia. (¿Y el ejército rojo, camarada? Es el proletariado en pie de guerra, y el proletariado en pie de guerra con un jefe como Stalin, es invencible, camarada). Inútil. ¿Y los trabajadores que están muriendo en Inglaterra por oponerse a Hitler? ¿Y los compañeros que mueren aquí, en esta prisión, de hambre cada día? ¿Y los que caen ante los piquetes de ejecución? No importa nada. (Lo que verdaderamente importa, camarada, es el triunfo de la dictadura del proletariado. Ese día se instaurarán en el mundo la paz y la justicia y comenzará la nueva era histórica de la humanidad feliz). Igual que los curas cuando dicen que ni los sufrimientos ni los placeres en esta vida valen algo y que lo verdaderamente bueno comienza más allá de la muerte y que es en el otro mundo donde gozaremos la dicha suprema, junto a Dios. Y tú, Agustín, cállate. Lo malo es lo que me grita dentro. Ah, si uno pudiera tragarse todo eso y digerirlo. Muchas veces hablamos de estas cosas Olivares, Molina y yo y los tres coincidimos en que es imposible entenderse con los comunistas, tan imposible como llegar a un acuerdo con los católicos, apostólicos y romanos, quizá más difícil todavía, porque, al fin de cuentas, los católicos, bueno, los que se dicen católicos, que habría que ver qué son en el fondo, parten de posiciones antirrevolucionarias y, además, están gastados y tienen las tragaderas más anchas, y ya no utilizan la inquisición y las hogueras de la fe, y son, en general, más bien pancistas, y sólo pretenden que las cosas no se muevan y seguir haciendo tranquilamente la gran digestión, mientras que los hijos de Lenin hablan de transformar el mundo y de conquistas proletarias, y están en la fase de la intransigencia y de la exclusión y de que el fin justifica los medios, y se valen de la violencia moral y del miedo, y pretenden poner lo de arriba abajo o lo de abajo arriba y dominar la tierra. En definitiva, lo mismo que los católicos, pero, actualmente, con la diferencia de que el catolicismo se muere de vejez y de que el comunismo apenas si ha alcanzado la mayoría de edad.
—Es el relevo en la dominación del hombre —suele decir Olivares, que se explica así—: Nosotros, en cambio, queremos la liberación del hombre. Quizá nos equivoquemos muchas veces en el método, en el procedimiento, que equivocarse es cosa de hombres, los animales no se equivocan jamás, y por eso aceptamos el error, pero el objetivo no cambia. Sin embargo, hay que reconocer lo ventajoso que resulta tener siempre una respuesta a punto en cada circunstancia, porque lo que el hombre desea es que se le dé una respuesta, para quedarse tranquilo y no verse obligado a pensar. Ahí reside la fuerza de todos los dogmáticos, y, en razón inversa, nuestra debilidad, ya que nosotros sólo admitimos lo que entendemos y, aunque estemos muy seguros de algo, no nos encastillamos en nuestra verdad y estamos dispuestos a discutirla y no a imponerla violentamente, porque, a nuestro entender, la fuerza no ha conseguido nunca hacer verdad de una mentira.
—Por eso —piensa Molina—, no me explico aún cómo caímos en la trampa de ir juntos con los comunistas en una guerra y en una revolución. Estábamos perdidos desde el primer momento. Al final, luchábamos por ellos y en contra nuestra. Cuando se dieron cuenta del juego los que habían sido engañados, rompieron la baraja, pero demasiado tarde, cuando la partida estaba definitivamente jugada y perdida.
De este primer gran error, Olivares deduce el segundo error capital que nos llevó consecuentemente a la derrota:
—Si teníamos que hacer una guerra, ¿por qué hacer la guerra de los militares, la única que ellos saben hacer, aprendida en las academias, y no la nuestra? Nada de grandes unidades, de frentes continuos, de logística clásica. Eso era lo suyo. Y no es que fuera difícil, no, y la prueba de ello es que fuimos capaces de asimilar sus sistemas rápidamente. El problema consistía en que nuestra mentalidad y nuestra formación son diametralmente opuestas a las de los militares, por cuya razón, lo que es bueno para ellos resulta malo para nosotros. Además, nosotros estamos sometidos a razones de otro rango e índole que las estrictamente militares. De ahí que, al aceptar el terreno de juego y las reglas de la guerra académica, cayésemos en una trampa mortal. Otro gallo nos cantara, en cambio, si hubiésemos empleado el método popular y revolucionario de la guerra de guerrillas que tan buenos resultados dio cuando la invasión napoleónica, y al que tan bien se prestan nuestra idiosincrasia y nuestra geografía; atacar de improviso, huir, concentrarse y dispersarse súbitamente, estar en todas partes a la vez y en ninguna en concreto, ser una amenaza de día y de noche, aparecer y desaparecer en los riscos, en las gargantas, en los bosques, y levantar los pueblos e insurreccionar las aldeas a espaldas del enemigo…
Esta es, en síntesis, la teoría última de Federico, a quien, cuando agarra el tema, no hay forma de pararle, hasta que él mismo comprende que abusa de nuestra paciencia. Entonces, me mira y se sonríe. (¿Qué, masoquismo; verdad, Agustín?) Porque yo le he dicho varias veces que esa manía de volver tan insistentemente sobre algo que ya no tiene remedio, es, ni más ni menos, que una aberración masoquista, Y es verdad. Y, sin embargo, comprendo y comparto su inclinación. Es natural que pretendamos hallar la razón de nuestra desgracia, que no es una desgracia cualquiera, sino el colmo de todas las desgracias, y más ahora, cuando hasta la desgracia ajena se vuelve contra nosotros. ¿Qué hemos hecho para merecerla? ¿Por qué estamos aquí? Con estas preguntas nos dormimos y con las mismas preguntas nos despertamos cada día. Y mil años que viviésemos, mil años que estaríamos dándoles vueltas y más vueltas, sin quedar nunca conformes. Porque hay que ver cómo nos aprieta y nos ahoga la mala suerte. Ahora mismo, nos bombardean las malas noticias por todas partes. De la guerra no sabemos más que desastres, porque el chaqueteo de los italianos en Libia, por mucho que lo hinchemos, no es más que el fracaso de una bufonada de Mussolini, qué mierda de tío, sin trascendencia en el conjunto del conflicto. Y de casa… No sé como se las arreglará mi madre para subsistir y traerme algo de comer de cuando en cuando. Ella me mira, me mira, pero no contesta a mis preguntas. Parece pasmada, la pobre. ¿Le quedará algo todavía por vender? ¿Trabaja? Pero, ¿qué trabajo puede hacer a su edad: fregar escaleras? ¿Pide limosna? Es terrible no saberlo, pero quizá fuese más terrible saberlo. La verdad es que no quiero ni pensarlo, aunque, ni aun negándome a pensarlo, me libro de que las sospechas sean carcomas que me roan por dentro. Y tengo la suerte de no estar casado. Las madres aguantan y aceptan su destino resignadamente, y ya no están en edad para otra cosa. Pero los casados… Ay, los casados. Muchos deben la vida a sus mujeres jóvenes y apetecibles. Si bien se mira, desde mi posición de soltero, claro, puede ser el suyo un hermoso sacrificio. Ahora bien, ¿pensarán lo mismo los interesados? Yo creo que en su gran mayoría no tienen ahora otra preocupación más acuciante que la de vivir, vivir, vivir. Si algún día recobran la libertad y vuelven a sus casas, puede que al enfrentarse con los hechos consumados se sientan ofendidos y obren como tales. No lo sé. Ahora reaccionan como animales acorralados. Aquí, si no te acoplas, palmas, ya lo sabemos, pero fuera ya de aquí, ¿qué? Pues que te llamarán cornudo y que hasta las piedras se reirán de ti, amigo, sin acordarse de que fuiste obligado a vivir con un pie del enemigo en tu garganta. ¿Qué hubieran hecho en tu lugar los que te llaman cabrón? Eso no se sabe. Todo el mundo es valiente detrás de la barrera. Lo único que sé es que yo no me atrevo a juzgar en ningún caso. Sin ir más lejos, hace pocos días presencié casualmente una de las escenas más tristes y desgarradoras que se puede uno imaginar. Comunicaba yo con mi madre, es decir, mi madre y yo nos mirábamos en silencio y pude, por lo tanto, advertir lo que ocurría a mi lado. Enfrente, junto a mi madre, una mujer joven, con evidentes signos de hallarse encinta, gritaba al compañero que tenía a mi lado:
—Te he metido unos filetes empanados, harina de almortas, arenques, un bote de leche condensada, pan…
El hombre la miraba intensamente, contraídas las mandíbulas, pálido y desencajado el rostro. Y ella le preguntó:
—¿Qué te pasa, hombre? ¿Es que te has quedado mudo de repente?
El locutorio resonaba como un tambor y era preciso gritar rabiosamente para hacerse oír. Aquel hombre rugió:
—¿Y eso? —y señalaba con el dedo hacia el voluminoso vientre de aquella mujer.
—¿Qué? —gritó ella, a su vez, palideciendo.
—¿Qué va a ser? ¡La tripa, tu tripa!
La mujer se mordió los labios y, sacudiendo después la cabeza airadamente, contestó:
—Ya lo estás viendo. ¡Preñada de siete meses!
La rabia y la ira se le salían por los ojos, negros, grandes. Era morena y, si no guapa, guapa, lo que se dice guapa, sí, una de esas mujeres que gustan sin saber por qué, que atraen y que, si te miran fijamente, te atolondran, y ellas lo saben.
El marido se estremeció, y yo creo que creció, que se agigantó.
—¡Puta!
Un cañonazo, pero un cañonazo que no consiguió derribarla. Por el contrario, se engalló aún más.
—¿Y de dónde querías que sacase un paquete de comida para ti todas las semanas, marido? ¿Qué es lo que me dejaste tú? Mi cuerpo, ¿no? Pues de mi cuerpo saqué los paquetes. Y si ahora soy puta, soy puta por ti.
El hombre tembló aún más, cerró los ojos y se aferró a la alambrada, como si quisiera destrozarla con sus manos, mientras ella seguía ensañándose con él.
—Tú me pedías: no dejes de traerme paquete, por favor, Paloma, porque aquí nos matan de hambre, por favor, por favor… Y yo… Pero, ¿es que no te has dado cuenta hasta hoy?
El desgraciado gemía sordamente. Cuando, al fin, abrió los ojos, vi que estaba llorando. Este gesto del hombre debió calmar a la mujer y enternecerla, porque, de pronto, contrajo el rostro y rompió también a llorar. Y ya no hicieron otra cosa que mirarse en silencio a través de las lágrimas. Y yo, cuando más tarde referí la escena en un corro de amigos, comprendí que esas cosas no deben contarse en sitios como este, que había metido la pata.