Y llegó la primavera de la altiplanicie. Los presos se apelotonaban en la mitad del patio calentado por el sol mientras permanecía casi desierta la otra mitad, en umbría permanente y con residuos de hielo aún sobre el cemento. Algunos, no obstante, optaban por la zona fría para pasear y desentumecerse. Don Mario, amigo de Lerroux y en un tiempo alcalde de su ciudad andaluza, con sus ochenta años a cuestas y una perniciosa enfermedad progresiva que agarrotaba sus miembros, era el más destacado andarín, pues se había impuesto la obligación de recorrer el perímetro del patio varias veces cada jornada.
—Tengo que andar todos los días cinco quilómetros como mínimo, porque es la única manera de contener la parálisis que avanza desde los pies y las manos hacia el vientre y el corazón. En cuanto me descuide y deje de andar, la muerte se me colará dentro.
Era un anciano de ojos saltones, rostro abotargado, y sin más materialidad que la piel colgando de sus huesos ateridos. Andaba penosamente, arrastrando los pies calzados con pantuflas de franela, apoyándose de cuando en cuando en las paredes, sostenido e impulsado únicamente por una irrefrenable ansia de vivir.
En las tardes de invierno se le veía caminar trabajosamente, húmeda la nariz, lacrimosos los ojos, jadeante, como un moribundo que así tratara de hurtarse a la persecución de la muerte. (¡Dios mío, dame sol! ¡Dame aire, Dios mío! Ay, si estuviera en mi pueblo).
—Quiero ver cómo termina esto.
A veces, su rostro aparecía amoratado, como si toda la sangre se le subiese a él; otras, blanco como una hostia, como si su corazón ya no fuese capaz de bombearla y se fuese muriendo de fuera a dentro. Contaba las vueltas. (Ya sólo me faltan dos quilómetros). Y sonreía como un héroe.
—Quemaron las iglesias siendo yo alcalde. No pude hacer nada para evitarlo, ¿comprendes, hijo? Ahora quieren hacerme purgar aquello. Y yo me pregunto: ¿dónde se habían metido entonces los que ahora me inculpan? ¿Por qué no se echaron a la calle para impedirlo? Ya ves, hijo me han condenado a treinta años de prisión. Y yo me pregunto: ¿es que no se dan cuenta de que no podré cumplir su condena?
Una de aquellas mañanas, cuando los gorriones piaban con más fuerza, persiguiéndose en el aire para copular, don Mario se sentó en el banco de cemento, rendido. Molina fue el primero en advertirlo:
—¿Qué le pasa a don Mario?
Y Molina y sus amigos acudieron a su lado. Tenía cerrados los ojos y mojadas por un llanto frío las mejillas. Se le había descolgado la mandíbula y ya no alentaba.
—Se ha entregado —dijo Agustín—. Era un valiente.
Entre todos le llevaron a la enfermería, una sala con catres desnudos, donde otros hombres esqueléticos esperaban también la muerte. Y en la tarde del mismo día, sus innumerables compañeros, formados en el patio, despidieron sus restos encerrados en una caja de pino sin pintar, con los cantos del Requeté y la Falange, con el himno nacional de Pemán y los gritos de España una, grande y libre, y el corazón en la garganta. Fue el primero y el último ceremonial fúnebre en la prisión, porque, a partir de entonces, los cadáveres desaparecieron sin ruido casi clandestinamente, con rumbo al cementerio.
—Mira que morirse ahora, cuando la Comisión de Examen de Penas le habría rebajado tanto la condena que quizá se hubiera podido ir a su casa… —dijo alguien.
—Ya era tarde para él. Le mataron al encerrarle en la cárcel, porque tenía ya ochenta años y estaba enfermo —dijo Pablo y añadió—: Y le seguirán muchos. Tenemos en la enfermería varios casos sin remedio. Se mueren de hambre, aunque nosotros decimos, para disimular, que de carencia… Algunos quizá se curarían comiendo, pero, con el rancho que nos dan, no hay esperanza.
Primero, Polonia. Luego, Finlandia. Y ahora, ¿qué? ¿Cuándo va a empezar la guerra de veras? Yo creo que se tienen tanto miedo las democracias y las dictaduras que ningún bando se atreve a apretar el gatillo, y que cada uno de los dos espera a que sea el otro el que se decida. Es desesperante esta calma. ¿Se estará tramando una nueva traición? Ay, nosotros estamos tan acostumbrados a que nos traicionen… Pero, ¿puede quedarse así, en tablas, la partida? ¿Qué pueden esperar las democracias si ceden nuevamente al chantaje de Hitler? Luego, pedirá la luna. Y más tarde… Y yo, ¿qué puedo decir a mis amigos para que no se desmoralicen ni se entreguen a la desesperación? Rosario no me trae ninguna noticia que se pueda creer y aquí no circulan más que trolas que inventamos nosotros mismos. Pero si hasta la prensa oficial no sabe qué decir y, aunque jalea a los dictadores (Hombre, ya no se ataca tanto a Rusia y parece que han sido aplazadas las ejecuciones de algunos destacados dirigentes comunistas), lo cierto es que no consigue justificar esta sospechosa quietud en los frentes. Los franceses y los ingleses pasan el tiempo despiojándose al sol junto a los fortines de la línea Maginot. Y los alemanes, ¿qué hacen, qué proyectan? Olivares opina que los alemanes no pueden permanecer mucho tiempo inactivos, porque el tiempo es el gran aliado de las democracias.
—Y tú, Molina, ¿qué piensas? —me acuciaron Pablo, Agustín, Robleda, Higinio y los demás.
No me queda más salida, pues, que apoyar la teoría de Olivares, aunque entre mi amigo y yo existe una diferencia fundamental, y es la de que él cree en ella y yo no.
—Alemania es una verdadera máquina de guerra a punto, mientras que los aliados se encuentran en la fase de ensamblar las piezas de distintas maquinarias para formar un todo medianamente homogéneo. La inactividad puede oxidar aquella y, por el contrario, ayudar a la coordinación de los elementos aliados, que son muchos y poderosos, pero desajustados —es, en síntesis, lo que suele decir Olivares.
El médico oficial, según Pablo, cree que Inglaterra se avendrá a un acuerdo con Hitler para el reparto del mundo. Hitler respetaría el imperio británico a cambio de tener las manos libres en el Este de Europa y de crearse un nuevo imperio colonial a costa de Francia, de Holanda, de Bélgica, y hasta de Portugal. Pablo no admite esa posibilidad ni yo tampoco. Los ingleses podrán ser todo lo que queráis, menos tontos y suicidas. Son palabras de Federico que hago mías. No, por ahí no tiene nada que esperar Hitler. Entonces, ¿qué espera?
Nosotros esperamos todo y no sabemos qué. Estamos solos, olvidados, pero vivimos, que es lo importante. Ahora nos dan habas para comer. Los leños las reciben, verdes y jugosas, en sus paquetes familiares, y se las comen al sol, saboreándolas deleitosamente, primero las vainas y, finalmente, los granos. También nos venden habas dulces y tiernas en el economato. Agustín las engulle como si fueran rosquillas. Todos las comemos con fruición. Y engordamos.
—Hagámonos a la idea de que somos bueyes —dice Robleda.
—Sí, bueyes condenados al matadero —apostilla Adolfo.
—Pablo llegó corriendo al grupo que formaban Molina y sus amigos.
—¡Por fin ha empezado el tomate! —explotó.
—¿Qué tomate? —quiso saber Olivares.
—El follón. La guerra de verdad.
—¿Sí? ¿Cómo? ¿Dónde? —le apremió Agustín. Entonces Pablo miró, sonriendo, a sus amigos, que estallaban de impaciencia, y habló
—Alemania ha invadido Dinamarca y Noruega. Nos lo ha dicho el médico oficial.
—¡Ya era hora! —exclamó, alborozado, Olivares, y añadió—: Se acabaron las dudas, compañeros.
La noticia cundió por entre la población reclusa como un calambre. Empezó a discutirse acaloradamente en los corros y el tono de las conversaciones se elevó tan de súbito, formando un clamor tan estruendoso, que los guardianes, alarmados, fueron a tomar posiciones en los laterales a fin de vigilar mejor los movimientos de los presos.
—Ya veis, apenas hemos levantado un poco la voz y ya tienen miedo, como si media docena de hombres con pistola pudieran dominarnos si nos decidiésemos a atacarles. En dos minutos no quedaría de ellos ni rastro —dijo Agustín.
Y Olivares observó
—Que es justamente lo que quisieran nuestros enemigos para ametrallarnos después a mansalva y no dejar vivo ni a uno solo de nosotros.
—Ahora, menos que nunca —Molina levantó el índice y siguió diciendo—: Nuestro puesto está aquí. Es claro que podríamos escapar si nos lo propusiéramos. Excavar un túnel desde la sala a la huerta por debajo del recinto no es nada imposible. Pero, ¿y qué? ¿Qué haríamos luego sin armas ni dinero? Nos denunciaría la gente, cualquiera, por miedo, mucho antes de que pudiésemos llegar a Francia. No, nada de cacería a costa nuestra. Aquí, y a esperar. La solución nos tiene que venir de fuera. Ahora sí que resistir es vencer.
Inesperadamente sonó la corneta. Era el toque de formación. El jefe de Servicios gritó desde la puerta de su oficina:
—¡A formar! ¡Rápido!
Aquel día le tocaba a Goering, el tripudo y estirado carcelero de galones relucientes y gorra muy levantada por delante. Se decía de él que estaba al servicio de la Gestapo y que había participado en los fusilamientos de Badajoz, cuando las tropas de África tomaron aquella ciudad, al principio de la guerra. Yo me cago en la puta madre que parió a todos los rojos. Lo que es por mí, ya no quedaría ni uno solo para muestra, y nos evitaríamos tener que darles de comer por no hacer nada, solía decir cuando se enfurecía, que era muy frecuente.
El guardián preferido de Goering era Portaviones, un gañán cuadrado vestido de uniforme, cuya especialidad era abofetear a los reclusos que pillaba en falta, hasta dejarles sin sentido. Un guantazo de Portaviones equivalía a la coz de un mulo. Él mismo se jactaba de su brutalidad y, de la eficacia de sus golpes, y añadía: Lo peor de todo son los mocos y la sangre que se me pegan a las manos. Estos rojillos no tienen más que porquería por dentro.
—¿A formar ahora? ¿Qué pasará?
—Miedo. Que nos tienen miedo.
—¡Rápido, rápido! —azuzaban los guardianes.
El patio se vació rápidamente y se cerraron las puertas de los dormitorios. De pronto, el penal quedó en silencio, como si estuviera deshabitado, pero no tardó mucho en rebrotar paulatinamente el vocerío en las salas y verterse sobre el gran cuadrilátero desierto. Totovía, acosado a preguntas, se excusaba así
—No sé nada. Lo único que he podido averiguar es que esperan a alguien.
—Aquí hay gato encerrado. Gato, garabato y aparato —y Agustín siguió diciendo—: No me gusta un pelo. Ya sabéis lo que ha ocurrido en otras prisiones, ¿no? Se inventan un complot de los presos contra el Régimen, se acusa de ello a unos cuantos, se les juzga y se les fusila, y así se libran de los que creen más peligrosos. A ver si están esperando a los oficiales de un consejo de guerra especial, muchachos, que vengan a liquidar a unos cuantos supuestos sediciosos…
—Pues yo no diría ni que sí ni que no, porque son capaces de eso y de mucho más. A lo mejor tiene esto algo que ver con lo que pasó la semana pasada, cuando las viuditas de guerra vinieron a pedirle al director que les entregaran a los presos que tenían apuntados en una lista para hacer con ellos un escarmiento… —y Joaquín terminó con un insulto—: Las tías zorras esas…
—¿Y si se han sublevado los falangistas o los requetés? —apuntó Jesús.
—O han dado un golpe los militares, mira tú; que hay que estar en todo —sugirió Adolfo.
Lopérez, que permanecía callado, como traspuesto, se recobró repentinamente.
—No sean ustedes criaturas —dijo—. Aquí ya no pasa nada, porque ya pasó todo lo que tenía que pasar —y se calló, hundiéndose de nuevo en sus propias cavilaciones.
—Pues algo está ocurriendo —insistió Higinio—. Y si no, ¿por qué nos han encerrado en las salas?
Siguieron analizando las posibles causas de la alteración del orden carcelario dándole vueltas y más vueltas al asunto, empecinados, obsesos, perdidos en un círculo vicioso del que no eran capaces de escapar. Al fin, Olivares, cansado de divagaciones sobre supuestos gratuitos y fantasías inverosímiles, sugirió una nueva idea:
—Sea lo que fuere, el caso es que nosotros no podemos adivinarlo, pero hay una cosa cierta y es que no debemos continuar así, sin disponer de un buen sistema de información. Tenemos que organizarlo y pronto, porque, a partir de ahora, en que la guerra ha comenzado en serio, pueden suceder en España muchas cosas decisivas para nosotros. Está claro que nuestra suerte depende de la marcha de esa guerra, ¿no es verdad? Pues si es así, resulta imprescindible estar informados al día, si no queremos que nos pille el toro, ¿estamos?
La propuesta de Olivares fue muy bien acogida e, inmediatamente, cada cual la tomó como propia, enredándose en decir lo mismo, en dar vueltas de noria en su torno, pero sin alumbrar soluciones.
—Es la única manera de no ser sorprendido como hoy por los acontecimientos —dijo Molina—. No hay más remedio que estar en comunicación directa con la calle, y no sólo para saber lo que ocurre en el mundo, sino para que los de fuera conozcan lo que pasa aquí dentro.
—Hay que formar comités de sala y un comité general de la prisión, como los teníamos en Madrid. Entonces sí que estábamos bien enlazados con los compañeros de la calle y…
Agustín, impaciente, le interrumpió
—Está bien, Higinio, todo eso está muy bien. Pero, ¿cómo, de qué manera? Porque no estamos en Madrid, sino en un pueblo perdido en el campo, cuyos habitantes nos odian, porque estuvieron en zona roja y ahora quieren demostrar que son más franquistas que Franco. Nos harían picadillo, si pudiesen. Ya sabéis lo que pedían las viudas y lo mal que se portan con nuestras familias cuando vienen a visitarnos. Así que mucho ojo, no sea que demos un traspiés y nos veamos metidos en uno de esos complots que te organizan nuestros enemigos por menos de nada.
—Naturalmente que es peligroso, pero o seguimos así o corremos ese riesgo y otros. No hay más alternativa —le replicó Olivares.
—Ya lo sé —continuó diciendo Agustín—. Pero creo que hablamos demasiado y que en este caso huelgan ya las palabras. Hacen falta ideas, hechos, y a la chita callando, ¿comprendes, Federico? Nos jugamos el paredón, compañeros. Y ahora, ¿nos fumamos un pito? —e hizo una seña para llamar la atención de sus contertulios sobre los curiosos que se habían detenido a escuchar.
—Sí, tienes razón; vamos a liar un pitillo —accedió Molina, comprendiendo su intención.
Y, mientras liaban los cigarrillos, Agustín exclamó en voz alta:
—¡Todo esto es muy profuso, confuso y difuso, compañeros!
Y guardaron silencio, un silencio demasiado expresivo para que no supieran interpretarlo los curiosos, quienes lentamente empezaron a dispersarse. Al poco rato, se oyó una voz:
—¡Ya llegan! ¡Ya llegan!
Gritaba un hombre que, encaramado sobre una pila de petates, miraba al patio desde una ventana.
—¡Eh, muchachos; ya vienen! —repitió, vuelto de cara a sus compañeros.
El aviso desató los nervios de la gente. Todos quisieron entonces ver lo que ocurría en el patio, y se produjo un desordenado acarreo de petates, protestas y broncas por ocupar un sitio en las ventanas. Federico fue uno de los primeros en abrirse paso y ocupar un buen puesto de observación, desde donde se volvió a los que habían quedado abajo para recomendarles, por señas, que guardaran silencio.
—¡Silencio! —ordenó en voz alta y enérgicamente Totovía.
Cesaron las voces y el tumulto, fenómeno que debió repetirse en todas las salas, porque la prisión entera quedó de pronto enmudecida. Y los afortunados, ocultos en el contraluz para no ser vistos desde fuera, pudieron contemplar, estremecidos, la escena que tenía lugar ante sus ojos y que después contarían a sus camaradas.
En el patio se estrellaba el sol de mediodía, rompiéndose en el cemento del suelo, en la chapa de las marquesinas, en el ocre terroso de los muros, y reverberando en las cristalerías de las ventanas. Era una gran llama que se abatía sobre el penal, oscilante y cegadora, y hacía bambolearse al enorme edificio, igual que si éste se reflejara en una lámina de oro líquido movida por un viento perezoso. Así, las figuras semovientes que surgieron en tan vivo resplandor parecían deformadas e irreales. Avanzaban en columna desigual, despacio y en silencio. Eran hombres de aspecto campesino. Eran hombres flacos, de semblantes terrosos. Eran hombres exhaustos físicamente. Eran hombres vestidos con harapos. Eran hombres aunque parecieran fantoches, fantasmas, cadáveres ambulantes, almas en pena, salidos de las sombras y el horror. Algunos se apoyaban en su compañero de fila para poder andar, tales iban cogidos a brazos de cirineo, cuales eran transportados en camillas improvisadas con palos y mantas cuarteleras. Los que marchaban por su pie lo hacían doblados por el peso de los mínimos equipajes, mantas y fardeles, propios y de los enfermos. Formaban la expedición un centenar aproximadamente de pordioseros, apestados o moribundos. Se detenían, deslumbrados por el crudo fulgor de la solina, y se tambaleaban como si las fuerzas que les habían sostenido hasta entonces se hubieran agotado definitivamente. Ni Portaviones ni Mula Romera, que los escoltaban, se atrevían a gritarles ni a urgirles, intimidados también por el espectáculo de aquellos despojos humanos y, seguramente, por miedo a que se derrumbasen en el camino a la menor violencia de palabra o de obra.
La procesión de espectros tardó más de media hora en atravesar el patio, media hora durante la cual los habitantes de la prisión permanecieron callados, sin toser siquiera, bajo el influjo de una paralizadora sugestión colectiva. Hasta que no hubo desaparecido el último de aquellos réprobos y los vigías saltaron al suelo, la gente no volvió en sí. Una vez que se hubo recobrado, empezó a preguntar y a aventurar suposiciones sobre la identidad y procedencia de los recién llegados.
—Esos son de Agudo.
—Ca, vienen de Villarrobledo.
—Pues a mí me parece que los traen de Orgaz.
Pero no pudo establecerse ninguna certeza, porque en todos los pueblos importantes, cabezas de partido o de comarca, se habían constituido prisiones, tribunales de urgencia y pelotones de ejecución, y en todos ellos también empuñaban la venganza los que habían sufrido persecución y sido víctimas del furor revolucionario y, con mayor ferocidad aún, quienes, por haber participado, más o menos activamente, en la situación republicana durante la guerra, o por haber mantenido relaciones y concomitancias con sus representantes, pretendían subirse al tren de la victoria acumulando méritos en las sucias faenas de la represión. Unos y otros, azuzados por la prensa, el púlpito, las arengas políticas y el fanatismo contrarrevolucionario, sometieron cada aldea y cada pueblo a la ley tribal de la caza del hombre y del exterminio de los rivales.
Hasta después del almuerzo no se restableció la comunicación entre las salas. Fue entonces cuando Pablo pudo abandonar la enfermería e informar a sus compañeros:
—Han llegado ocho o diez casi en estado agónico y otros quince o veinte tan agotados que dudo mucho que escapen con vida. Todos tienen sarna y tiña y están comidos de piojos y garrapatas y presentan ulceraciones en los párpados, porque los han tenido presos desde que acabó la guerra en cuevas y parideras de ganado, casi a oscuras, durmiendo sobre excrementos de oveja o sobre paja sucia, sometidos, además; a un régimen de hambre y de sed. Su único alimento era el rancho, poco más o menos como el de aquí, un aguachirle de berzas o nabos, y sólo les permitían un botijo de agua, de tamaño regular, para cada diez hombres y para todos los usos. Hacían sus necesidades en cubetas. No podían comunicar con sus familias ni recibir paquetes con alimentos y ropa limpia. Los sacaban únicamente por la noche para ir a declarar o el día que los juzgaban, aunque, a veces, los exhibían, atados y en reata, por las calles del pueblo, para que la gente pudiera verlos e insultarles y así quedar satisfecha. Me lo ha contado uno de ellos, que fue recadero de las monjas en Talavera y que está ya en las últimas.
—¿Cómo? ¿Un tipo gordito que tiene una nube en un ojo? —preguntó Lopérez, vivamente interesado.
—La nube en un ojo sí que la tiene, pero de gordito no le queda nada, porque parece un fideo seco.
—¿Sabe si se llama o le llaman Sudores?
—Pues sí, pero no sé a santo de qué. El pobre no tiene ni una gota de grasa en todo el cuerpo.
—No importa. Es el mismo, Sudores —aseveró finalmente Lopérez—. Antes estaba siempre sudando. Era una bolita de grasa. Cuando estalló la guerra y el Frente Popular se apoderó del convento, Sudores repartió las monjas entre las familias más acomodadas de la ciudad. Naturalmente, Sudores era beato y de derechas. ¿Cómo, si no, podía ser recadero de las monjas? Mientras Talavera estuvo en poder de la República no hizo otra cosa que cuidar de las monjas y seguir sirviéndolas y no quiso huir cuando entraron las tropas franquistas, porque confiaba en que no se meterían con él. Pero cuando vio que los nuevos amos encerraban a muchos de derechas, porque habían huido los de izquierdas, y que incomunicaban a las monjas para que no intercediesen por nadie, Sudores se asustó y escapó y, después de muchas peripecias, pudo trasponer las líneas republicanas. Yo me lo encontré en Madrid, acobardado y sin saber qué hacer por falta de documentación. Me contó el hombre sus calamidades y me dio tanta lástima, porque en el fondo es un infeliz, que le arreglé los papeles. Y desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas.
—Pues le cogió el final de la guerra —siguió diciendo Pablo— en Quintanar, donde trabajaba en una cooperativa y de donde huyó, en compañía de dos amigos, tan pronto empezaron a moverse allí los de la Falange clandestina, y se echaron al campo. Pero cuando se les acabaron los víveres, el hambre les obligó a entrar en un pueblo, y los atraparon en seguida por falta de documentación. Luego, ya se sabe… Informes, unas cuantas zurras, el consejo de guerra y los treinta años de cárcel. Todo seguido. Y menos mal que a Sudores le encargaron de la enfermería, bueno, de una paridera como las demás, destinada a los enfermos y a los heridos por las palizas, porque siempre sobraba alguna ración de rancho de los que ya no podían comérselo por estar muriéndose o hechos polvo. La enfermería debía de ser mucho peor aún que la nuestra, que ya es decir. Como que no tenían más medicamentos que sal y vinagre para las fiebres, y cañas y cuerda para las fracturas…
—¡Coño! —exclamó Agustín—. Entonces sí que pasaría sudores de muerte el Sudores ese.
—Pero, ¿no les atendía ningún médico aunque sólo fuese para cubrir las apariencias? —preguntó Olivares.
—Eso mismo le he preguntado yo a Sudores y sí, había médicos en el pueblo, pero sólo los requerían para que firmasen los certificados de defunción. No sé cómo ha quedado con vida uno siquiera. Seguramente habrían muerto todos si no hubieran tomado la determinación de traerlos a este penal, aunque, como aquí no disponemos de medicinas y de alimentos adecuados, lo más probable es que se mueran más de la mitad. ¿Sabéis lo que han hecho hoy con ellos? Pues darles todo el rancho que quisieran. Algunos no pudieron más que beber el caldo de las habas, pero otros se atracaron y ahora andan retorciéndose de dolores de estómago, tomando bicarbonato a puñados, devolviendo encima de ellos mismos, sin tiempo ni fuerza para hacerlo en los retretes. El olor a agrio tiraba de espaldas, y, si no salgo pitando de allí, a estas horas hubiera yo echado hasta la primera papilla.
Al fin hemos organizado un sistema de información. Todavía no funciona muy bien, pero esperamos que pronto cumpla su cometido aceptablemente. No ha habido más remedio, aunque resulte peligroso, porque no es posible vivir a expensas de las noticias, siempre deformadas, que nos llegan a través del locutorio o del médico oficial. Y, menos aún, de «Redención», escrito por presos para presos, donde se leen cosas tan indignantes como que los paracaídas nazis semejaban una lluvia de margaritas sobre Rotterdan, o que los Stukas, cóndores y águilas, se abaten sobre las formaciones aliadas en fuga desenfrenada y las destrozan entre sus garras de acero. Los autores de esos artículos, no sólo nos comunican, alborozados, los desastres de las fuerzas aliadas, sino que además aderezan las noticias con toda la cursi galanura literaria de que son capaces. No sólo nos apuñalan, sino que remueven el cuchillo dentro de la herida. Así nos hemos enterado de la ruptura del frente francés, de la capitulación de los belgas, de la marcha veloz de los tanques de Hitler hacia los puertos del Canal de la Mancha; carrera triunfal de los guerreros germánicos, alegres, sonrientes, sonrosados, según los cronistas de «Redención», que cuentan sus hazañas como pudieran hacerlo sus poetas o sus novias. ¡Qué asco!, pero, ¿qué hacemos, Federico? Y yo le contesto: Hay que tender la red, amigo Molina. A propuesta de Pablo bautizamos nuestra organización con el nombre de Almirantazgo y encubrimos su estructura bajo nombres y designaciones marítimas y navales. Al principio fue como un juego. Dividimos la prisión en mares. Al gran patio general le dimos, por ejemplo, el nombre de océano Atlántico, Bósforo a la zona de oficinas y, a nuestro dormitorio, sede del mando, Canal de la Mancha. En cada uno de los mares, el responsable de la información tiene la categoría de acorazado, crucero, destructor o submarino, según la importancia del sector o las dificultades que ofrece el desempeño de su encargo. Un submarino opera en la recepción de paquetes, y su quehacer consiste en dar entrada, tras un simulacro de registro, al paquete que previamente le hemos recomendado. En dicho paquete viene el periódico que debe entregarme su dueño, sin siquiera leerlo ni ojearlo, inmediatamente de recibirlo. El único autorizado para leerlo soy yo, en la sala, clandestinamente, de acuerdo con Totovía. Leo y me aprendo de memoria las noticias más importantes y después, ya en el patio, las repito ante toda la flota del Almirantazgo reunida. Seguidamente, cada barco zarpa hacia su zona y transmite el mensaje a las flotillas de lanchas rápidas, las que, a su vez, los distribuyen por todo el mar. Molina es el Gran Lord del Almirantazgo y yo, su Secretario General. Quienes traen los periódicos son los familiares de algunos compañeros comprometidos, entre los que se cuentan la mujer de Molina y mi hermana. Aún no hemos conseguido la continuidad. Frecuentemente se registran fallos, bien por olvido o bien por miedo, pues nuestras familias saben muy bien que, si por cualquier indiscreción o ligereza, se descubriese el contrabando, las consecuencias serían muy graves tanto para nosotros como para ellas. Pero confiamos en que, si no surge prematuramente alguna seria contrariedad, la sensación de peligro vaya atenuándose hasta desaparecer y la comunicación de fuera adentro, y viceversa, acabe estableciéndose sin interrupciones, como una rutina más. Yo ya he empezado, valiéndome del sistema, a enviar fuera papeles con apuntes y notas que tal vez algún día me sirvan para reconstruir la crónica de nuestra vida en este penal, y lo mismo hacen Molina, Agustín y quizás otros compañeros. Por su parte, nuestras familias nos hacen llegar largas cartas en que nos dan minuciosa cuenta de lo que sucede, se dice y se murmura en la calle, y del comportamiento, decepcionante, en general, de amigos y parientes. Así, estamos enterados del hambre progresiva que asuela al país y que el miedo sigue gravitando como una condena indeterminada, pero segura e inmisericorde, sobre los vencidos. El suministro oficial de alimentos es pura ficción burocrática y la única fuente real de aprovisionamiento es el mercado negro, perseguido aparentemente, pero, en la práctica, tolerado y estimulado. El estraperlo es un pingüe negocio, sobre todo si se practica en gran escala. La harina de trigo o de lo que sea, el aceite, las patatas, los boniatos, las almortas y el tocino son artículos tan codiciados que cualquiera es capaz de afrontar los mayores riesgos por conseguirlos. Las patatas fritas constituyen un plato suculento; la tortilla sin huevo, el cocido sin carne y el puré de San Antonio son los sucedáneos con que el ingenio popular se burla de su hambre. Una comida en regla, según los cánones, es privilegio de traficantes y de altos dignatarios de la nación. Se rebusca entre los desperdicios, las cáscaras de naranja se cazan al vuelo y se cotizan a alto precio las peladuras de patata y el arroz con cascarilla. Muchas personas se desvanecen de inanición en público, en plena calle, y la gran masa ayuna en Madrid tanto o más que durante los días de asedio. La primordial tarea del español, de la mañana a la noche, es la búsqueda de alimentos. Trapichea todo el mundo y en cualquier parte, y las vituallas tienen un doble valor: el alimenticio y el de cambio. El toma y daca y el trueque son la base del sistema, y el yo tengo y tú qué tienes, el resumen y final obligado de cualquier conversación. Telas por tabaco, tabaco por aceite, aceite por pan, pan por patatas, patatas por huevos, huevos por arroz, arroz por café, café por azúcar, azúcar por leche condensada, y leche condensada por aceite, aceite por huevos, huevos por pan… Se espera el estío cuando todo madura en la tierra, para aliviar el hambre extrema de las gentes, pero la sequía ha devastado los campos y, por si fuera poco, Alemania e Italia esperan también la recogida de las cosechas para cobrar en especie sus créditos de guerra. Se dice que del matadero de Mérida salen todos los días «Junkers» cargados de cerdos en canal y que por la estación de Atocha pasan trenes abarrotados de víveres con rumbo ultrapirenaico. No obstante, existen restaurantes de lujo que no se recatan, en los que se come opíparamente, como en los tiempos de las vacas gordas, donde los grandes estraperlistas y los opulentos negociadores de licencias de importación se regodean y ultiman negocios traficando con las necesidades elementales del pueblo, que les permiten acumular fortunas ingentes. Estos caimanes eructan champán y ostras, solomillo y mero, vinos de marca y cigarros habanos, y aunque hay falangistas y excombatientes que se roen los codos y protestan entre dientes, nadie perturba sus banquetes, sus ganancias o la procaz ostentación de su opulencia. Y, a pesar de que continuamente se apela al recuerdo de los caídos en la lucha, a los héroes y a los mártires, para imponer la austeridad y el sacrificio a una sociedad desangrada y paupérrima, la desvergüenza, el impudor y la codicia siguen ondeando al viento de la victoria, porque son ellos, los altos jefes de la mafia que monopoliza las subsistencias y los suministros a la industria y al comercio, los verdaderos triunfadores de la guerra civil. Depredadores de cadáveres, piratas de la miseria, mercaderes de las lágrimas y el miedo. Los muertos han callado para siempre y los supervivientes esperan o desesperan, lloran, gimen, temen. Media España solloza. La otra media desfila, canta, reza o grita. Las iglesias rebosan de fieles y se han puesto de moda las camisas y los hábitos de promesa, de color morado, con cordones de oro y escapularios. Se quiere que los españoles sean guerreros y monjes, guerreros como monjes y monjes como guerreros, nuevos templarios, en fin, en la noche reencontrada del siglo XIII. Ha llegado el desquite para los defensores de la ortodoxia inverecunda. Son los tiempos de la retórica campanuda y del verso adulador o esotérico. Es la hora de la servidumbre y de la castración del pensamiento. Los intelectuales erigen como símbolo de su espíritu creador a El Escorial, hervidero de gusanos, archivo de derrotas, mausoleo de todas las Españas. Wenceslao Fernández-Flórez nos alancea desde «Una isla en el mar rojo». Benavente abjura, perjura y mendiga olvidos e indulgencias por los escenarios. La prensa sigue acusándonos de criminales y ladrones con todas las circunstancias agravantes, y, a nuestras mujeres, de tiorras y mozas de partido. Oh, los artículos purulentos y hediondos, escritos con plumas gallináceas mojadas en caldo de letrinas. Pero estos cobardes ballesteros ni siquiera logran irritarnos con sus flechas envenenadas. Por el contrario, nos complace mucho comprobar la pobreza y pedestrismo de su retórica y de su dialéctica y que descubran tan impúdicamente su bajo nivel mental y la podredumbre de su conciencia. Ha sido necesaria una guerra, nada menos que una guerra, para que ciertos tipos ocupen las páginas de honor de un periódico. A tal honor, tal señor, digamos, invirtiendo los términos del adagio. Naturalmente, si cambiara el signo de los acontecimientos no dudarían en dirigir sus armas arrojadizas contra los mismos señores a cuyos pies se postran hoy. Han nacido para eso. Bastante desgracia tienen. Dejadlos, que con su pan se lo coman. Pemán brilla como la primera estrella literaria del Régimen. «El ángel y la bestia» —ángeles, ellos; bestias, nosotros— puede ser su summa poetica. Serrano Suñer, más elegante que Ciano, polariza la constelación de los nazis ibéricos. El Director General de Prisiones, que se llama, y no es apodo, Máximo Cuervo, se ha sacado de su altísimo caletre unas máximas lapidarias para definir las cárceles nacionalsindicalistas: «En las prisiones deben reinar la caridad de un convento, la disciplina de un cuartel y la seriedad de un banco». ¡Qué portentosa imaginación, qué insondable espíritu cristiano, qué derroche de sabiduría! Pues, ¿y el jesuita Pérez del Pulgar? El eureka de este sabio ha sido: «la redención de penas por el trabajo», sistema mediante el cual se abastece el mercado del trabajo con la mano de obra que se extrae de las cárceles. Así, pues, el padre Pérez del Pulgar es el gran patrón de un campo de esclavos. Pues no hay cárceles, madre mía… Sólo en Madrid, que yo recuerde, Ventas, Cisne, Porlier, Torrijos, Yeserías, San Antón, Atocha, Santa Rita, Comendadores, Santa Engracia, Duque de Sesto, Conde de Toreno, Unamuno. El invento del padre Pérez del Pulgar no ha sido otro que resucitar la trata. Pero ahora no es preciso ir a Guinea para comprar esclavos y luego revenderlos. Para eso estamos nosotros. Ahora, eso sí, con una gran diferencia. Antaño, los traficantes de carne humana eran ateos o protestantes. Hogaño, fervorosos católicos y patriotas sin miedo y sin tacha, todos caballeros. Y no se crea que su incentivo es únicamente el lucro, no. Es, por encima de todo, misionero y apostólico. No es nada salvar del marxismo, del socialismo, del anarquismo, del liberalismo y de las aberraciones democráticas a tanto español descarriado. ¿Qué puede importar, por consiguiente, que se mueran de extenuación en tajos y barracones? Lo que vale es su alma, y ésta, purificada por la penitencia y el dolor, tiene asegurada la vida eterna por el padre Pérez del Pulgar. Hijos míos, la justicia no es de este mundo, nos suele decir don Germán con las manos cruzadas sobre su abdomen obsceno. ¡Qué Máximo Cuervo, qué Pérez del Pulgar, qué don Germán! Dejadlos, que con su pan se lo coman. Don Germán, por lo pronto, empieza a perder tantos. Se le reprocha, según han captado nuestros submarinos en sus incursiones por las oficinas y por los aledaños de la dirección, no habernos preparado convenientemente para el cumplimiento pascual, con ayuda de los frailes dominicos. No comulgaron más que Pedro el chivato de celdas, algunos cocineros y ordenanzas, unos treinta en total.
—Esos frailes se creen que están todavía en China y no tienen ni idea de lo duros que son de pelar estos rojos empedernidos —gruñe nuestro grasiento capellán y añade—: Estos rojos no tienen de chinos ni un pelo. Son hijos de Satanás y saben más que Lepe, como que hay ingenieros y todo entre ellos. Si hubieran empezado por fusilar a los que tienen carrera, que son los que embaucan a toda esa manada de ignorantes, ya sería otra cosa.
Y el director ha confesado al administrador:
—Este don Germán no tiene labia. El pobre es un cura de misa y olla.
Y el administrador ha augurado:
—No sé lo que pasará cuando nos manden las monjas. Ya sabe usted cómo son las monjas… Ellas prefieren los curas sabihondos y bien parecidos. Así que cuando se encuentren con uno tan borrico y tan gordo como el que tenemos…
Es verdad. Se rumorea que van a venir monjas para regentar la enfermería, la cocina y el economato. Al menos veremos mujeres, aunque sean monjas. Además, por poco que hagan, algo se notará, porque la enfermería es una pocilga, los cocineros parecen basureros y en el economato no venden más que sellos de correos, papel de cartas y de fumar, tabaco cuando hay saca, y fruta y legumbres algún que otro día.
Las habas verdes se acabaron y ahora nos dan habas secas, con bicho dentro y tan pocas que no exceden de diez o doce granos por cabeza. Lo demás es agua sucia, con posos de barro. El hambre, por lo tanto, arrecia. Han muerto varios de los pertenecientes a la expedición del Sudores y el Sudores también, como pronosticó Pablo. Eran esqueletos sin más envoltura que la piel, llagada en ingles y sobacos. Se han ido extinguiendo silenciosamente, diríase que clandestinamente, y desaparecido en un mutis por el foro, nada teatral. Hay otros quinientos o seiscientos que caminan por el mismo rumbo. Vagan por el patio y las salas como canes hambrientos, husmeando en las barreduras, pidiendo déjame que lo apure y lamen los platos antes de que los freguemos. Merodean en torno a grupos y corrillos, pero no para oír o hablar, sino a la espera de que alguien arroje la cáscara de algo masticable o la punta de un cigarrillo, aunque son más los fumadores que las guardan para los días atabáquicos, como dice Agustín, que los que las tiran. En muchas ocasiones se pelean entre sí por estos despojos miserables. Entonces se miran con odio indescriptible, porque es más o menos que humano, o se gruñen como debieron hacerlo los prehomínidos en la selva. Les llaman la legión de los condenados, legionarios de la muerte o legionarios a secas. Su único punto de apoyo es el tabaco. Guardan sus raciones y almacenan colillas para la especulación, cuando los fumadores han consumido sus reservas, entre reparto y reparto. Canjeo tabaco por comida, murmuran alrededor de los corros. Como el ansia de fumar es mucha, pero la comida es poca, los tratos y regateos son muy reñidos.
—¿Qué tienes?
—Peras.
—Te doy un pito canario por una pera.
—Ni hablar. Por media, si quieres.
—O dos pitos de colillas.
—Uno y medio frescos, ¿vale?
—No. Uno fresco o dos de colillas.
Se miran. Sigue un momento de silencio y, de repente, se cierra el trato, sucumbiendo casi siempre el fumador ante el hambriento. Acto seguido, uno de los dos se lleva un trozo de pera a la boca, donde la deslíe como si fuese un caramelo para que le dure más, y el otro se retira a un rincón y se fuma el pitillo lentamente, gozosamente, apurando hasta su última brizna. Campesinos hay que reciben de sus casas hermosos panes, admiración de muchos que lagrimean con sólo verlos, cuyo consumo administran con rigor espartano. (Hay que estirarlos para engañar el hambre). Pero tanto lo estiran algunos que, al cabo de los días, se les enmohecen o petrifican. No por eso se desprenden del pan o aumentan su ración, ca. Lo retienen para cambiarlo por cigarrillos, y son los legionarios quienes, al fin, se lo comen, porque, ¿qué puede importarles la miga reverdecida por los hongos ni que el corrusco esté tan seco y duro que haya que golpearlo para partirlo? Lo mojan en el caldillo del rancho y lo engullen en forma de sopa o de pasta y su organismo siente el mismo gozo mineral que la tierra de secano cuando la empapa la lluvia. (Vitaminas, vitaminas, vitaminas, compañero. Calorías, calorías, calorías, paisano). Eso es lo que hace falta. (¿Y para qué —pregunta Lopérez—, si ninguno de nosotros va a escapar con vida de esta desventura?) Porque, aparte del hambre asesina, las ejecuciones prosiguen y las celdas de los condenados a muerte se vacían y se llenan a un mismo ritmo imperturbable. En algunos amaneceres me despierto, como avisado por una voz misteriosa, y oigo las descargas, y me parece que sueño, y pasan varios minutos hasta que recobro la conciencia de la realidad y entonces tiemblo, y siento frío y deseos de gritar, pero me contengo y sigo inmóvil y callado, y me reprocho mi cobardía, la cobardía de todos, la cobardía del mundo, y hasta me dan envidia los muertos porque han escapado de la ansiedad y de la incertidumbre, del hambre y de la porquería, sí, envidio a los muertos, pero después vuelve la tranquilidad a mí, poco a poco, hasta alegrarme, qué vergüenza, de no haber sido yo el elegido, de seguir con vida, aun en medio de tanta basura, y empieza el cosquilleo y la imaginación se echa a volar, y unas veces es Matilde y, otras, Aurora o Marilú, y me masturbo, y siempre acabo igual de cansado y triste y diciéndome a mí mismo: Federico Olivares, qué miserable eres. Tiene razón Lopérez. ¿Para qué tanto afán por vivir esta vida que no es vida, sino una agonía prolongada? Lopérez sigue sin probar el rancho, alimentándose de lo que lucra con sus poesías, cada día menos, y de lo que le da Manolo el del economato o algún otro amigo. Ya no puede enflaquecer más. En sus ojos negros hay siempre un relumbre de fiebre. Cuando ríe o declama se le curva aún más la nariz y enseña impúdicamente sus dos descarnados y solitarios colmillos. Lopérez continúa escribiendo su parodia del Tenorio:
Pero me paro, le miro,
me quedo triste y ascético,
doy un paso atrás, suspiro,
le doy un pase magnético
y a un solo impulso feroz
de mi carácter hepático
dejo a mi guardián sin voz,
vencido por el narcótico
de este fenómeno hipnótico
que no mejora Onofrof.
Matilde me ha olvidado también o hace como que me ha olvidado o, simplemente, trata de olvidarme. Es igual. Yo lo comprendo. Ya no es posible volver a amarnos como en aquellos días. No. (Federico, pase lo que pase, para mí ya no habrá más hombre que tú). Entonces era cierto. Entonces. Estabas en mis brazos, desnuda y trémula. Pero eso es ya una historia irrepetible. No se pueden vivir dos veces los mismos momentos. Nos desdoblamos en fantasmas innumerables que brillan fugazmente y se desvanecen en la oscuridad que nos rodea, como las luciérnagas en un jardín nocturno o los destellos de un faro en la insondable noche del mar. Por eso, apenas somos nada. El instante en que somos se convierte rápidamente en pasado y el pasado ya no es ni puede ser nunca más presente. Ahora, tú eres otra Matilde y yo soy otro Federico. Si acaso volviéramos a encontrarnos a solas algún día, nos miraríamos como dos extraños que coincidieron alguna vez en una fiesta ajena, ebrios, y sería inútil que pretendiéramos revivir lo que ocurrió después. No hallaríamos las palabras precisas y sentiríamos, quizá, vergüenza. ¿Es este Federico aquel?, te preguntarías tú. ¿Es esta Matilde aquella?, me preguntaría yo. Y en tus ojos y en mis ojos, tantas veces espejos mágicos donde contemplamos la suprema belleza del mundo, ya no aparecería más que la imagen borrosa y sin rostro del desencanto. No lo dudes, Matilde. Yo sé muy bien qué es lo que nos trae y se lleva el tiempo, porque he envejecido muchos, muchísimos años, en estos meses, y me asombro de lo que he aprendido y me duelo por ello, porque saber es perder, perder es sufrir y sufrir es desangrarse. Es irremediable. Por eso me entristece tanto también que mis parientes, mi madre y mi hermana no son mis parientes, me ignoren. Pienso que piensan que me tengo muy merecido lo que me ocurre. ¿Quién me mandó luchar por la República? Claro que, en la hipótesis contraria, yo sería el héroe de la familia. Seguro. He aprendido tanto, Matilde, que envidio la ignorancia.
En la calurosa tarde de junio, el patio del penal era una olla gigantesca rebosante de hervores. Miles de personas en pie, ardorosas y agitadas, discutían apasionadamente. El sí y el no chocaban, se repelían y volvían a enfrentarse. Sí, no, sí, no…
—Yo te digo que no, que no puede ser.
—Pensarás y dirás lo que quieras, pero los guardianes y los oficiales están muy eufóricos.
—Bah, llevan muchos días así. Eso no quiere decir nada. —¿Sabes lo que le ha dicho Portaviones a los ordenanzas? Pues, ¿y ahora, qué, rojillos?
—Pues a pesar de todo, yo no me lo creo, vaya.
Del asfalto se elevaba una oleada de clamores que se abatía, por encima de muros y tejados, sobre el caserío del pueblo. Desde por la mañana corría el rumor de que París se había rendido a los alemanes, rumor que nadie podía desmentir ni confirmar rotundamente. Como era domingo, el médico oficial, residente en Madrid, no había comparecido en la prisión. Por otra parte, sólo comunicaban los leños, por que el tren de Madrid, a causa de una avería, no había llegado aún y, por consiguiente, tampoco la persona que debía traer el periódico.
—¡Qué fallo! —se lamentó Higinio.
—No es un fallo, es la fatalidad, porque no pretenderás que controlemos también los ferrocarriles, ¿eh? —le replicó Agustín.
—La verdad es que no sé cómo pueden andar los trenes estando en la cárcel los ferroviarios —dijo Robleda.
—Y menos —añadió Adolfo— habiendo tantas pandillas de golfos que se dedican a robar los tornillos que sujetan los rieles a las traviesas para venderlos por chatarra.
Molina, como hablando consigo mismo, preguntó en voz alta:
—¿Cómo es posible que una ciudad como París se rinda sin lucha? Nosotros mantuvimos Madrid, casi cercado del todo y con enemigos dentro, más de dos años.
—Pues a mí no me extraña. Está claro que los franceses no quieren luchar. Ya hemos visto cómo se dejaron tomar la línea Maginot. Si no han hecho otra cosa que correr desde que les atacaron los alemanes… —y Olivares siguió diciendo—: La burguesía francesa prefiere Hitler a la revolución, y, por su parte, los comunistas prefieren el fascismo a la democracia burguesa, porque creen que el fascismo no tiene otra salida que la revolución.
—Eso es cierto —terció Pablo—. Fascistas y comunistas son primos hermanos. Así, los comunistas arrepentidos se hacen fascistas, y viceversa. Y a ninguno de ellos se les ocurre pasarse al socialismo o al anarquismo o a la izquierda burguesa. Hablo de militantes, claro, porque los demás no cuentan.
—De todas maneras, de todas maneras… —y Molina movió la cabeza dubitativamente—. Es mucho lo que los franceses, piensen como piensen, se juegan en esta partida.
—¿Y si esperan que Hitler les trate bien? Esos franceses se creen el ombligo del mundo y piensan que todos los demás países tienen que postrarse ante Francia. Oh, la France —e Higinio levantó los brazos en ademán oratorio.
—Cuando estuve en Marsella, en el año treinta y siete, hablé con algunos socialistas de allí. Les dije que después de nosotros serían ellos las víctimas de Hitler, que se preparasen, y que si no querían verse como los españoles, lo mejor que podían hacer era ayudarnos, pero no con botes de leche condensada sino con armas y municiones. Me escucharon muy cortésmente, eso sí, pero no se dejaron convencer por mis argumentos. Hubo uno sólo que me habló aparte. Aquel hombre, ya mayor, me confesó que no había nada que hacer, porque sus camaradas tenían tanto miedo, aunque aparentasen lo contrario, que no se atrevían siquiera a imaginar una guerra contra Hitler y que si Hitler les prometiese respetar su situación, aceptarían todo lo demás sin ningún reparo. Camarada español, la France ya no es la France, y se le saltaban las lágrimas y golpeaba la mesa con los puños —dijo Olivares.
Y, tras una pausa, insistió Molina:
—Pero París, entregar París…
A Molina seguía pareciéndole imposible. Más que imposible, increíble, y más que increíble, inadmisible. A todo el que oía propalar el rumor le increpaba: ¿En qué periódico viene esa noticia y quién la ha leído? Vamos a ver: quién la ha leído y en qué periódico.
—También es mala pata la nuestra —continuó diciendo—. Mira que averiarse el tren hoy, precisamente hoy, y dejarnos sin prensa… —Luego señaló con el índice a uno de los que le escuchaban—. ¿Y por qué el submarino del Bósforo no hace una incursión por la zona a ver si capta algo?
—Imposible —replicó el aludido, Matías, un leño joven y despabilado—. Como hoy no se trabaja en las oficinas, no me dejarían pasar ni el primer rastrillo.
—A lo mejor es un bulo inventado por los fachas para elevar su moral. No es la primera vez que lo hacen —aventuró Robleda, añadiendo—: Hasta que los alemanes invadieron a los neutrales venían mascando que Francia e Inglaterra estaban en tratos con Hitler para otro Munich, ¿no?
—Lo que más me mosquea a mí —dijo Adolfo— es la entrada en la guerra de Mussolini, ese bocazas. ¿Cómo se hubiera atrevido a lanzar sus macarronis de no saber que es pan comido?
—¡Valiente hijoputa, eh! —exclamó Joaquín—. Sí, se conoce que Hitler dio la voz de maricón el último.
Agustín, que había desaparecido, volvió diciendo:
—Acabo de hablar con Rodrigo y, por lo que me ha dicho, se ve que los comunistas tampoco saben nada de cierto, aunque, eso sí, dicen que no tendría nada de particular la caída de París, ya que el pueblo francés no está dispuesto a luchar en una guerra como la que está planteada. Al obrero francés, según ellos, le da lo mismo Reynaud que Hitler, y que lo que le interesa es la guerra revolucionaria, y que la guerra revolucionaria sólo puede hacerla la URSS. Bueno, lo de siempre, ya lo sabéis.
—Sí, hasta que digan lo contrario.
—Por supuesto, Molina —y Agustín volvió a tomar la palabra—. Pero así es muy fácil explicar lo que está ocurriendo. ¿Que cae París? Estaba previsto. Y tranquilizan a su gente, aunque me parece a mí que están por dentro tan jodidos como nosotros.
Súbitamente, el voceador lanzó al aire unos cuantos nombres que nadie pudo entender a causa del zumbido atronador de la inmensa colmena.
—¡Silencio! ¡Silencio! —se oyó gritar aquí y allá, entre la masa de reclusos e, inmediatamente, comenzó a ceder el estruendo a tirones, hasta que ya pudieron oírse y entenderse los nombres, seguidos de la coletilla:
—¡A comunicar!
—¡Ha llegado el tren! Por fin vamos a saber la verdad. Por amarga que sea, peor es la incertidumbre —dijo Molina.
Los llamados a comunicar se abrían paso dificultosamente entre el confuso ir y venir de quienes ya no podían estarse quietos, presas de un repentino hormiguillo. Aquel mar de cabezas rapadas, estático hasta pocos momentos antes, se había fragmentado ya en innumerables remolinos. Incluso los legionarios, ajenos siempre a lo que no se relacionase con su pitanza, se movían también, contagiados de la inquietud general, aunque sin quitar ojo de los que apuraban nerviosamente sus cigarrillos, presintiendo que algo importante estaba a punto de ocurrir, sin saber qué, y no, por supuesto, un reparto de rancho, ni una lluvia de panes, ni una visita familiar, ni cartas, pero sí una cosa, una cosa, una cosa… La barruntaban, la venteaban. Ellos también vivían y tampoco lo sabían, pero vivían. Por eso, sólo por eso, eran sacudidos por la misma corriente que percutía en los demás.
Olivares abandonó el grupo y se dirigió a la sala sorteando pacientemente a los que se interponían en su camino, porque el destinatario del paquete donde debía llegar el periódico había sido convocado para la primera tanda del locutorio. Ya estaría registrado y, muy pronto, en manos de su dueño.
Decía, entre tanto, Lopérez:
—Desengáñense. Francia es hoy como una de esas mozas que se entregan sin rechistar en cuanto un hombre les pone la mano encima. En cambio, Inglaterra es la vieja solterona a quien no hay dios que la monte, aunque ella lo esté deseando, porque chilla. Sí, Inglaterra, al menos, chillará y arañará. Y, si no, al tiempo.
Allá arriba estaba Inglaterra, circunvalada por mares y barcos, primera potencia naval del mundo, que había ganado todas las guerras. Inglaterra, vencedora de Felipe II y de Napoleón. Ah, el foso del canal. Y ahora mandaba allí Churchill, un tipo duro de pelar, y no Chamberlain, aquella gallina mojada. La atacaba Agustín y la defendía Pablo.
—Gracias a Inglaterra perdimos la guerra nosotros —alegaba aquél—. No me fío un pelo de los ingleses.
—Está bien, pero en Inglaterra nació y se mantiene la primera democracia del mundo —contraatacaba éste.
—Sí, democracia para ellos, pero palo y tente tieso para los demás.
—Es que ahora les toca a ellos. No lo olvides, Agustín.
—Ya, pero mientras les dejen abierta la tienda, son capaces de todo, Pablo.
Hasta en el corro del Almirantazgo se sintió la fuerza de la oleada.
—Pero, ¿qué pasa ahora, coño? —protestó Agustín.
—Pues que han vuelto del locutorio los de la primera tanda y la gente corre a ver qué noticias traen —dijo Adolfo.
Entonces, Molina pidió que se desplazase un crucero con el mismo fin, y se ofreció Higinio para cumplir el encargo, introduciéndose en la corriente y navegando en ella a puro remo.
Arreciaron los gritos y las llamadas y se formó una galerna en torno al rastrillo por donde acababan de aparecer los que volvían del locutorio, y Portaviones y Mula Romera se asomaron a la puerta de la jefatura de Servicios. Por su parte, los asediados pretendían escabullirse, cada uno con su paquete en la mano, por lo general una cesta o una bolsa, desentendiéndose de los apremiantes requerimientos de curiosos e impacientes.
—Venga, hombre, ¿es verdad o es mentira lo de París?
—No sé nada, déjame.
—Luego, luego…
Uno protestó, airado:
—Que me vais a espachurrar el paquete, coño.
Hasta que intervino Portaviones repartiendo bofetadas a derecha e izquierda mientras decía:
—Vamos, cabrones, ¡quiero ver despejado ahora mismo este rodal!
A unos pasos de él, su colega Mula Romera, cruzado de brazos, cubría su retaguardia. Sonaban los trallazos de las manazas de Portaviones y la gente retrocedía empujándose, y pronto quedó libre un ancho espacio alrededor de los guardianes, circunstancia que aprovecharon los de los paquetes para desaparecer.
Portaviones miró a su alrededor como un general que contempla el campo de batalla recién conquistado, jadeante, enrojecido y reluciente el rostro, y después sacó un gran pañuelo sucio con el que se enjugó el sudor y se limpió las manos.
—No tenéis más que mugre, rojillos de mierda —vociferó. Por su parte, Mula Romera, sonriente, movía la cabeza diciendo:
—¿Veis cómo no andáis derechos más que a hostias? Higinio ya estaba de vuelta en el Almirantazgo, empujado hasta allí por el reflujo de la ola.
—Menos mal que no pude llegar hasta ellos —dijo—, porque si llego, cobro, y vaya guantazos los que repartía el cabrón ese.
El incidente levantó entre los presos un alboroto y un encrespamiento excepcionales. Ello hizo que Goering y dos guardianes más se unieran a Portaviones y Mula Romera. Los cinco hombres uniformados y armados, Goering con la gorra echada hacia atrás y los pulgares enganchados en el cinturón del correaje, se subieron al banco de cemento para, desde su altura, dominar con la mirada a la multitud y ser vistos por ella.
—Están más provocativos que en otras ocasiones, ¿no es verdad? —preguntó Robleda.
—Pues nosotros, como si tal cosa —dijo Molina, y siguieron hablando sobre Inglaterra, el Comité de No Intervención y las ideas reaccionarias del gobierno de Londres durante la guerra de España.
—Ahora van a pagar los ingleses las consecuencias de la política de Chamberlain, Eden, lord Halifax y compañía —hablaba Agustín—. No, no hay que disgustar a Hitler. Peores son los comunistas y toda la relea de socialistas, anarquistas y liberales, ¿eh?
—También nosotros tuvimos mucha culpa de lo que sucedió. ¿A quién se le ocurre enviar a Ginebra como ministro de Estado a un tipo como Álvarez del Vayo, el come sopas a sueldo de Stalin, más traidor que judas y…?
La presencia de Federico interrumpió el debate. Todos volvieron a él la mirada, una mirada múltiple y única a la vez que delataba la unánime lacerante inquietud. Al mismo tiempo la expresión del mensajero no podía ser más sombría. Hubo una brevísima, pero honda, pausa.
—¿Qué? —le preguntó, al fin, Molina, en cuyo tono se advertían sus temores.
Olivares movió lentamente la cabeza en sentido afirmativo y empezó a hablar:
—Sí, es verdad. París se ha entregado sin lucha; sin un tiro, vamos, y la operación ha consistido en un verdadero paseo militar para los alemanes —y añadió, tras una pausa—: Una vergüenza. Pero lo peor de todo es que los franceses han tirado las armas y sus diputados se han reunido para entregar el poder al mariscal Petain, para que sea éste quien pida un armisticio a Hitler —hizo otra pausa y siguió diciendo—: Sí, parece un mal sueño. Lo acabo de leer en la crónica del corresponsal de «ABC» y me parece mentira. Pero es cierto, porque cosas así no se las inventa un corresponsal.
Aunque presintieron lo peor, su evidencia les abrumó. Descartados Francia y su prestigioso ejército, el de Foch y Weigand, la victoria de Hitler, su victoria total, se imponía irremediablemente. Quedaron anonadados. ¿Qué iba a ser de ellos? ¿Qué podían esperar ya? Vencidos por segunda vez, sometidos a la ira de un enemigo implacable, aislados del mundo, asediados por todas las plagas de la miseria, sin fe ni en Dios ni en los hombres, víctimas de la traición, la sevicia y el miedo, ¿a dónde mirar, por qué y para qué seguir viviendo?
—Y ahora, ¿qué?
La pregunta de Agustín quedó temblando en el aire, incontestada. Tras un penoso y meditativo silencio habló Molina:
—Aunque haya caído París por la traición y la incompetencia de sus dirigentes, la guerra continuará. Aún está en pie Inglaterra e Inglaterra, con su imperio, es medio mundo, y detrás de ella aguardan los Estados Unidos. Y también queda Rusia que no tendrá más remedio que jugar su carta, porque Hitler la tiene en su lista, para ajustar cuentas un día u otro, aunque ahora parezca que se llevan a partir un piñón… —Hizo una pausa y siguió diciendo—: Así tenemos que dar la noticia, en blanco y negro, entre sol y sombra, para que no se hunda del todo la moral de la gente. Que no se le olvide a nadie que en las celdas de condenados a muerte hay unos compañeros que no tienen más esperanzas de vida que la derrota del fascismo.
Cuando dejó de hablar Molina, pequeño Molina, pálido Molina, pero siempre inabatible Molina, las unidades del Almirantazgo partieron para difundir la noticia por todos los mares. Cada uno abordaba un grupo y repetía en él su mensaje, y de cada grupo partían, a su vez, correos que lo trasmitían a otros círculos. De boca en boca, el mensaje quedó reducido a París ha caído, los franceses piden la paz. Inglaterra no se rinde, quedan los Estados Unidos y Rusia, pero sólo las dos primeras frases eran escuchadas, sólo esas dos frases tatuaban a fuego a sus oyentes. ¡Ha caído, París! ¡Los franceses piden la paz! Y se repetían los mismos comentarios. ¡Esto es el fin! ¡Estamos perdidos! Las terribles palabras corrían con la rapidez del fuego en un rastrojo batido por el viento, y, a medida que avanzaban, se extinguían las voces. Y, a los pocos minutos, la multitud, hasta entonces rugiente y movediza, se quedó inmóvil y atónita, y sobre el patio se posó un lúgubre y espeso silencio, y los gorriones enmudecieron, y hasta se nubló la sonrisa en los labios de Goering y de los guardianes, sobrecogidos tambien, hombres al fin, por tan vasto y profundo estupor, y las gentes del pueblo, según se supo, se alarmaron por temor a que aquel síncope fuera el anuncio de algún suceso pavoroso en el penal. Así pudieron oírse como clarinazos el grito de ¡Viva la República! y los que siguieron a continuación pidiendo socorro. ¡Dios, qué gritos! Rompieron el aire e hicieron explotar una ensordecedora algarabía. Mil voces preguntaban a la vez: ¿Qué pasa, qué pasa? Y los hombres corrieron hacia allí, empujaron, forcejearon y se detuvieron. La masa formó un bloque compacto, impenetrable. Sólo pudo atravesarlo Pablo, por su bata blanca y el aviso: ¡Sanitario, sanitario!, y sólo lo hicieron Goering y sus hombres a puntapiés, a culatazos, a bofetadas, dejando tras ellos una estela de ayes y descalabraduras.
—¡Que me cargo a mi padre! —rugía Goering, pistola en mano, lívido de ira y de miedo. A su vera, protegiéndole, los guardianes, igualmente asustados y enfurecidos, abrían brecha como leñadores.
El hombre estaba ya recogido en una manta, cuyas cuatro puntas empuñaban otros tantos compañeros. Era un campesino, un leño de unos cuarenta años, con el rostro cerúleo, cuya palidez acentuaba, por contraste, la oscura barba crecida. No presentaba más rastros de sangre que el hilillo rojo que manaba de sus labios y le corría por el cuello. A las preguntas de Goering se oyó decir a uno de los que sostenían la manta:
—Se conoce que se tiró por el hueco de la escalera. Yo le vi ya en el suelo y corrí a coger una manta. Para mí que está reventado por dentro.
Pablo, que le tomaba el pulso, advirtió:
—Todavía vive.
—Pues venga, a la enfermería con él y rápido —ordenó Goering, diciendo después—: Es el único de toda esta chusma que ha demostrado tener lo que tienen los hombres. ¡Que avisen a don Germán!
Otra vez se abatió sobre el patio un pesado silencio. La gente, sobrecogida, dejaba paso a la comitiva que encabezaba Pablo y a la que se unieron los médicos reclusos, Goering y los guardianes. Detrás, se formó el mudo acompañamiento de paisanos, amigos y camaradas y, mientras, el voceador cantó los nombres de otra tanda para el locutorio, bajando la voz en cada uno de ellos hasta apenas oírse el último.
Olivares volvió donde estaba Molina.
—Lo he visto —explicó—. Es Cosme, aquel campesino de que te hablé. Todo un hombre. Ya me dijo que a él no le pasarían por la rueda. Sin duda, la caída de París se llevó su última esperanza. ¡Dios, todavía me resuena en la cabeza su viva a la República!
Le echaron sobre uno de los catres de la enfermería y le cubrieron el cuerpo con una manta, a excepción del rostro, pálido y sereno y con la barba empapada en sangre. Los enfermos, incorporados en sus camastros, miraban hacia allí aterrorizados, algunos de ellos con el aviso de la muerte en los ojos, y los demás testigos callaban, y los médicos hacían a Goering gestos de impotencia con las manos vacías, no tenemos nada, no podemos hacer nada por él, y el funcionario, comprendiendo, asintiendo, se descubrió la cabeza, y los guardianes le imitaron, y nadie sabía qué decir ni qué hacer, y apareció don Germán revestido de estola, portando un crucifijo y la cajita de los óleos sagrados.
Y don Germán se acercó al moribundo.
—¿Vive todavía? —preguntó y, al ver la unánime señal afirmativa de los médicos, se inclinó sobre Cosme y le preguntó en voz alta—: ¿Me oyes?
Entonces, Cosme abrió los ojos y el cura acercó el crucifijo a sus labios, pero aquél movió levemente la cabeza de un lado a otro, negándose con las únicas fuerzas que le quedaban. El cura miró a Goering.
—¡Será testarudo y empecinado! —Luego, habló a Cosme—: ¿Y qué pierdes, vamos a ver, con besar el crucifijo? Otros ateos claudicaron antes que tú. No seas tonto y bésalo. Así, a lo mejor te salvas, porque Dios perdona a los arrepentidos.
Y le aplastó el crucifijo en los labios y Cosme se quedó quieto y con los ojos de par en par. Los enfermos se dejaron caer, despavoridos, sobre sus yacijas, y todos los presentes sintieron un escalofrío, todos menos don Germán, que descubrió los pies de Cosme, los desnudó y los ungió con los santos óleos mientras mascullaba latines. Luego, volvió a cubrirlos y, tras pretender en vano cerrar los ojos al muerto, le tapó el rostro con la manta. Entonces, Goering, brazo en alto, gritó estentóreamente:
—¡España!
—¡Una! —respondieron los guardianes y don Germán. Goering retó a los presos con la mirada y amenazó
—Al que no conteste lo meto en celdas hasta el día del juicio final —y gritó nuevamente, con mayor energía aún:
¡España!
—¡Grande! —respondieron solamente los guardianes y don Germán.
—¡España!
—¡Libre! —respondieron todos.