No cesan de llegar expediciones de penados procedentes de diversos puntos, generalmente de Madrid, bien para extinguir condena en este penal o bien con destino ulterior a otros. También recibimos grupos de prisioneros en campos de concentración, de paso a las localidades que los reclaman. Cada uno trae, con su más o menos exiguo equipaje, un repertorio de noticias, bulos, rumores y anécdotas de lo que ocurre, se piensa, se sabe o se lucubra en los numerosos compartimentos penitenciarios del país, sobresaliendo, entre todos, los madrileños por su pretensión de deslumbrar con sus informaciones a los confinados en cárceles de provincias, aunque bien pronto se les viene abajo su engreimiento al comprobar que estamos tan al día de lo que sucede, dentro y fuera de nuestro mundo, como ellos. (Eso ya lo sabemos, y, ¿qué más?)
—Hasta en estas circunstancias, Molina —suele decirme Olivares—, prevalece la presunción de superioridad por parte de los madrileños, que se creen los más listos, aunque muchos de ellos sean tontos e ignorantes, y piensen que la gente de provincias es estúpida, y la verdad es que los pueblerinos les ganan en malicia y no se dejan convencer así como así y les tiran de la lengua para reírse después de ellos. ¡Menudos son los leños! Juegan a hacer el tonto, el pasmado, para burlarse mejor de los que juegan a la suficiencia.
A la vez, salen del penal, para reingresar en él a los pocos días, aquellos a quienes vienen a buscar sus paisanos con el fin de hacerles pasar por la rueda. Esta trashumancia penitenciaria, turismo penitenciario lo llama Agustín, origina constantes trasiegos de reclusos de unas salas a otras, que constituyen una de las más penosas servidumbres que les impone la vida en prisión. Uno ha ido poco a poco mejorando de sitio en la sala hasta alcanzar la pared o el rincón, lejos de la puerta o de las letrinas, quizás hasta debajo de una ventana, que son los más codiciados, y se ha familiarizado con sus vecinos más próximos y constituido con ellos una entidad de intereses comunes, en la que las operaciones de limpieza, la toma y reserva de puestos en las colas para la peluquería y el economato o el grifo del agua, incluso para la utilización de la letrina, se realizan por turno entre los componentes de la minúscula comunidad, cada uno de cuyos miembros se siente así protegido, ayudado y servido por los demás en cualquier circunstancia. Esta actitud comunitaria trasciende, a todos los efectos, del grupo a la sala en el conjunto de la población reclusa, pudiéndose decir que los grupos son las familias y, las salas, los barrios del penal. Por eso, el traslado de sala es impuesto por los funcionarios como castigo. El trasladado es un forastero. Tiene que ocupar el peor lugar y, al principio, se ve solo, y ha de emprender pacientemente la búsqueda de amigos o, siquiera, de afines, y, luego, ejercer una tenaz presión para que le hagan un hueco a su lado. Hasta que lo consigue, y ello resulta siempre difícil, es, en realidad, un desplazado que sufre en el más alto grado los efectos de la reclusión: la soledad y el desamparo.
Nuestra sala, la número trece, por cierto, ha sufrido, como las demás las consecuencias de estas mudanzas, que no sólo se deben al turismo penitenciario, sino al designio del mando de la prisión de mezclarnos unos con otros a fin de romper el bloque o los bloques formados por los reclusos de procedencia capitalina, los más peligrosos, sin duda, por su más alto nivel, en general, en cultura y en formación política. Ya no hay salas exclusivas para «leños» o para «forofos», para penados o para procesados. Ello nos ha traído, entre otras consecuencias, una distribución más igualitaria de la suciedad. Si había abundantes piojos desde un principio, los prisioneros de los campos de concentración nos han anegado en ellos. Estos hombres han vivido hacinados en lugares y condiciones muy inferiores, desde el punto de vista higiénico, a los padecidos por nosotros. Durante todo ese tiempo no se han mudado de ropa interior y difícilmente han podido lavarse la cara algún día. Los uniformes o monos militares con que se cubren son harapos. La mayoría carece de mantas, calzado y colchoneta, y su estado físico limita por todas partes con la extenuación. Con ellos ha llegado, además, la sarna.
Gracias a Totovía, nuestro jefe de sala y amigo, mi grupo permanece indiviso y en las mismas posiciones que ocupó el primer día, y Lopérez ha podido cobijarse junto a nosotros después de pedir cortésmente nuestra conformidad. (Es que no quiero que nadie se sienta molesto por mi compañía). Olivares, Agustín y los demás desvanecieron sus temores y el poeta talaverano agradeció nuestra actitud acogedora con la primera sonrisa que he visto en sus labios. (No me gusta estar entre grullos. Los conozco muy bien y sé que me toman por uno de esos copleros que recorren las ferias pueblerinas explicando, sobre un cartelón, los crímenes célebres, o por un loco). Luego, se sentó en su colchoneta, sacó de uno de sus grandes bolsillos un mazo de hojas de cuaderno y, abstrayéndose de nuestra presencia y del barullo de la sala, empezó a garabatear renglones de palabras sobre uno de los papeles con un lápiz que ensalivaba y mordisqueaba nerviosamente. Pienso que Lopérez trata de encubrir con sus rarezas y sus extravagancias algo más desgarrador aún que la tragedia de que todos nosotros somos víctimas y actores. No lo sé. Es cierto que no prueba el rancho y que nadie viene a verle ni le envía paquetes. Únicamente, Manolo el del economato, quien disfruta de una situación privilegiada, porque su familia le pasa diariamente una cesta con comida casera, le obsequia con pastillas de chocolate y platos de arroz con leche, que son los manjares preferidos del poeta, alimento de los ángeles, según dice. Los demás los obtiene a cambio de escribir cartas y versos de encargo. Como su especialidad es conocida por toda la población reclusa, no le faltan clientes. En el patio ocupa siempre el mismo lugar en el mismo banco de cemento, bajo la marquesina. Allí, se coloca una tabla sobre las rodillas, a modo de mesa, prepara las hojas de papel, afina el lápiz en el rascadero de la caja de cerillas y espera. Es como uno de aquellos amanuenses galdosianos que escribían cartas a criadas y soldados, y que todavía persisten en los zocos marroquíes. Le he oído discutir el precio en especie de su trabajo. Consiste en alimentos blandos, por su falta de dientes: pan tierno, boniatos asados o cocidos, albóndigas, gachas de harina de almortas, plátanos, mostillo, miel… Lo único duro que admite es el chocolate, que roe con sus dos únicos colmillos.
(Dos onzas, no; tres. Y, si no, te inventas tú los versos, ilota. Por menos de dos plátanos no le doy saliva al lápiz. El tocino para ti, yo prefiero un par de boniatos). Y rezongar. (¿Y cómo se te ocurrió ponerle a tu hija Atanasia de nombre? ¡Atanasia! No, no, si a mí me es igual. Atanasia… eutanasia… Creo que no existe otra consonante).
En cierta ocasión, antes de acogerse a nuestra vecindad, como las discusiones a su alrededor fuesen tan ruidosas que le impedían concentrarse en lo que estaba escribiendo, se puso en pie y, mirándome a mí, que me había detenido a observarle, declamó en alta voz y ademán teatral estos versos:
Cual grita tanto chivato
entre petate y petate,
pero mal rayo me mate
si no les doy un mal rato
cuando esta carta remate.
Y, después, se me acercó para susurrarme al oído:
—Es la primera quintilla de mi obra «Don Juan en la cárcel» que estoy escribiendo —y añadió, mirándome fijamente a los ojos—: Si los piojos no me sorben la sangre o si las chinches no me horadan antes el tímpano.
Los piojos y las chinches son nuestros más crueles y pertinaces verdugos. Los piojos engordan tanto que yo he matado alguno sobre mi pierna, por encima del pantalón.
Los cazo con las uñas, a ciegas, de entre el rapado pelo de mi cabeza o de entre el vello de las axilas o del pubis. Anidan y se reproducen en las costuras de los calzoncillos y de los pantalones. Siento la desazón de sus picaduras en todo el cuerpo, como un sarpullido, pero es en la entrepierna y en los testículos donde son más agudos y dolorosos sus aguijonazos. En las horas del despioje, después del almuerzo, los echamos en una lata de sardinas, vacía, para ganar tiempo y no embadurnarnos las uñas con el asqueroso bodrio de sus entrañas. Cada uno cuenta sus capturas para ver quién ha sido el mejor cazador. Luego, aplicamos a la lata papeles encendidos y así nos damos el placer de oír sus chasquidos al achicharrarse. Hay recipientes de estos con más de tres centímetros de grasa de piojos fritos. Pero son tantos y se reproducen en una progresión tan desmesurada que nos es imposible cogerlos y matarlos uno a uno y terminamos cada día la operación exterminadora volviendo del revés pantalones y calzoncillos, extendiendo sus costuras en el suelo y pasando por ellas, a modo de rulo, un canto liso, el tubo metálico del mechero, el mango del cepillo de dientes o una moneda, para machacarlos. Pero es una batalla perdida de antemano. Al día siguiente nos encontramos con que han cubierto sus bajas con una prodigalidad asombrosa, pero repetimos la operación incansablemente, tozudamente, porque es, más que otra cosa, nuestra única manera de vengarnos de ellos. El que no se despioja nunca es Lopérez.
—Es inútil —dice—. Los piojos se multiplican de tal manera, a un ritmo tan rápido, que, aunque dedicásemos todas las horas del día a su extinción, no conseguiríamos, ni mucho menos, nuestro propósito. Por eso es preferible dejar que lleguen a ser tantos que no haya grasa de preso para todos y tengan que devorarse entre sí para no perecer. Claro que, para entonces, lo más probable es que estemos muertos todos nosotros. Eso es lo malo, pero no tenemos otra alternativa.
En cuanto a las chinches… Tan pronto se apagan las luces de la sala, excepto la central, que alumbra toda la noche, las chinches aparecen en manadas pavorosas. Apenas cierro los ojos para dormir o para evadirme de la realidad por los caminos de la imaginación, caminos que unas veces me retrotraen al punto de partida de mi existencia, al vientre de mi madre, donde desearía esconderme, o que me llevan, otras, a la cumbre desde la que se divisan las deslumbrantes promesas que la vida me ofrece, cuando bajo la espesa capa de los múltiples olores que trasminan trescientos cincuenta sucios cuerpos humanos, percibo el olor característico de las chinches. Si enciendo entonces un fósforo, se desperdigan por mi colchoneta a chorros, como si se hubiese vertido sobre ella un celemín de lentejas, y veo cómo se arraciman otras en las gargantas de mis compañeros o se pasean en apretados rebaños sobre sus rostros. Ha habido quien ha estado a punto de enloquecer por habérsele introducido una chinche en el oído y el único remedio para evitar ese peligro es taponárselo con bolitas de papel. A Dante se le olvidó describir el círculo del infierno en donde los condenados fuesen mordidos y chupados por incesantes oleadas de chinches hambrientas. Algunas noches me hacen sentir el miedo a perder la razón. Pasearía, pero, ¿cómo si el piso de la sala es un entramado de cuerpos humanos? ¿Cómo, si hasta el vigilante de turno, el llamado imaginaria, ha de permanecer alerta inmóvil, sentado sobre su petate?
No disponemos de agua más que dos horas al día, por las mañanas. Las duchas, por lo tanto, no funcionan. Así, el sudor y el fino polvo que el viento arremolina en el patio y esparce hasta los últimos rincones van cubriendo de una capa pastosa y mugrienta nuestros cuerpos. El hedor a pies y a sobaquina se condensa en los dormitorios hasta un grado insoportable. Como la meseta se ha enfriado y el invierno nos ha invadido ya con sus vanguardias de cierzo y escarchas, el helor de las amanecidas despierta y acomete a los que ocupan las filas centrales. De ahí que cada noche, al acostarnos, estallen violentas porfías entre los partidarios de abrir las ventanas y los que se oponen a ello.
—¡Que se abran las ventanas!
—¡Que se cierren las ventanas!
—¡Viva la higiene!
—¡Muera la higiene!
—¡Que nos vamos a asfixiar!
—Peor que la mierda es la pulmonía. ¿Por qué no os venís vosotros a dormir al centro y nos dejáis la pared a nosotros?
Los que duermen en el centro son los últimos que llegaron y muchos de ellos carecen de mantas y colchonetas. Tienen, pues, razón. Se hielan. Pero si no abrimos las ventanas, quedamos encerrados todos en una pocilga y expuestos, tan débiles estamos, a contraer cualquier grave enfermedad contagiosa. Y no hay fórmula útil para conciliar tan opuestos intereses y criterios. La única solución intermedia, aceptada por la mayoría después de mucho discutir y como mal menor, es dejar abierta una sola ventana, distinta cada noche. Sin embargo, alguien la cierra subrepticiamente en cuanto nos dormimos, y, aunque otro la vuelva a abrir, no falta nunca quien la atranque definitivamente y nos obligue a pasar la larga noche sumidos en una atmósfera pestífera, de cloaca o pudridero, difícilmente respirable. Yo me despierto a menudo en el momento de la pesadilla en que me hundo en un lodazal, porque sueño con ciénagas y letrinas desbordadas, y tengo que encender un cigarrillo para quitarme el mal gusto de boca y contrarrestar momentáneamente las emanaciones de la humanidad que me rodea, y entonces me acuerdo de mi cama con olor a ropa limpia, de la tibieza y suave fragancia que trascienden del cuerpo de mi mujer dormida, del silencio apacible y arrullador de la alcoba, y me siento el hombre más desgraciado del mundo. Ella se levanta antes que yo, silenciosamente, y me despierta después de calentar agua y de preparar el desayuno.
—Vamos, dormilón, que van a dar las ocho.
Y me besa los párpados adormilados.
La mañana es luminosa e intensamente fría. Medio patio aparece cubierto por una delgada lámina de hielo en tanto que la otra mitad sigue seco. Sentado en el sitio de costumbre, y con la nariz goteante, Lopérez escucha la petición de un cliente. Los guardianes vigilan desde la puerta de la Jefatura de Servicios, de donde salen y a donde entran, tras unos minutos de permanencia al aire libre, para calentarse en la estufa que arde en la oficina. También ellos, con sus viejas guerreras, sus pelados capotes y sus rostros demacrados, revelan la penuria en que viven. Prestan sus servicios rutinariamente y sus relaciones con los presos se limitan a imponer el orden y la disciplina a gritos, a bofetadas o a puntapiés, incluso a fustazos, especialmente por parte de ciertos guardianes como Mula Romera, Portaviones, Grijalba y Goering, los más brutos y violentos entre los destinados al patio general, o como la Marquesona y el Chuti del departamento de celdas. Los presos saben que están mal pagados, que pasan hambre y que algunos reclusos, como Manolo del economato, obtienen de ellos, para sí o para otros, pequeños favores a cambio de comida o cigarrillos. Unos, como Villares, el jefe de servicios con el estómago hundido, pertenecían a la plantilla del cuerpo de prisiones antes de la guerra, y otros, como la Marquesona, Grijalba y Goering, deben su destino y empleo a méritos políticos o a ser excombatientes en la guerra civil. Aquellos, los «profesionales», llaman a estos últimos, despectivamente, «paracaidistas». Unos y otros saben, a su vez, que todo intento de aproximación a los presos con el fin de investigar, sonsacar o informarse, sería vano, y que si ellos son treinta para vigilar a casi cinco mil hombres, son casi cinco mil hombres los que vigilan a esos treinta. Al director sólo se le ve los domingos, fugazmente, en el breve trayecto entre la Jefatura de Servicios y el pequeño local, la antigua escuela, donde se celebra la misa y, como siempre viene y va rodeado por los miembros de su plana mayor, los presos conservan de él una imagen borrosa, apenas identificable, y no odian su persona, sino su cargo. Al que sí odian en ambos aspectos es al administrador, porque les consta, por el testimonio de algunos funcionarios y de los compañeros que trabajan en su oficina, que de la exigua dotación del Estado para el sustento de la población penal, él extrae apreciables beneficios, de acuerdo con los proveedores, los cuales, a su vez, también se quedan con una buena tajada entre las uñas. Así, en las carretadas de nabos y berzas, base de la alimentación de los reclusos, una tercera parte de la carga es tierra, perpetrándose importantes sustracciones también en el suministro del sebo, huesos, leña, cebada, sacarina y sal.
Miles de hombres, cubiertos por las prendas de abrigo más diversas: gabanes, capotes de soldado, tabardos y mantas, los más afortunados; o con jerseys, guerreras o monos, los más menesterosos, ocupan, de pie, el patio entero, esperando el toque de formación para la misa, porque es domingo. Como en las salas, también en el patio se divide la población reclusa en tres bloques: el de los comunistas, por un lado; el de los anarcosindicalistas, socialistas y republicanos, por otro; y un tercero, incoherente y menos numeroso, cuyos miembros oscilan entre uno u otro de aquellos, según las circunstancias, pero sin ser admitidos nunca, por supuesto, en las interioridades de ninguno de los dos. El desenlace de la guerra civil, el pacto germanosoviético y la participación de la URSS en la ocupación y reparto de Polonia, son, más que las divergencias ideológicas, las razones que mantienen divididos a los presos en posiciones antagónicas irreductibles.
Como no pueden pasear, por falta de espacio, forman corros, uno de los cuales es el formado por Molina, Olivares, Agustín, Robleda y otros amigos. De bocas y narices brotan, al hablar y respirar, débiles vaharadas blanquecinas que se esfuman en el aire diáfano, o espirales de humo de tabaco que se elevan lentamente hasta formar en lo alto una neblina blanquiazul y evanescente.
—¿Será verdad que Rusia ha atacado a Finlandia? —pregunta Agustín, pálido, con los cañones de la barba erizados por el frío, y añade—: Fijaos en el corro de los mandamases comunistas. Parecen muy contentos, ¿,no? Coño, pues yo no creo que la cosa esté como para tomársela a cachondeo.
Efectivamente, el Tábano, uno de los activistas más destacados del partido comunista, y sus compañeros de equipo muestran, si no alegría, sí una insólita sobreexcitación.
—Sí, es extraño —comenta Molina—, pero vaya usted a saber si es por la de Finlandia…
La noticia, filtrada a través del locutorio, circulaba por el penal desde el día anterior, pero de una manera confusa y en términos poco explícitos y poco convincentes. Unido su incierto origen a la inverosimilitud del dato, ni los comunistas ni los no comunistas la aceptaron como cierta, y sí sólo a título de rumor o de bulo. Atacar Rusia a Finlandia, ¿por qué, para qué? Por otra parte, ¿lo permitiría Alemania? Y si Alemania se callaba, habría que admitir que Hitler y Stalin lo habían concertado así previamente, lo cual daba pie a todas las suposiciones, por absurdas que parecieran. Por lo tanto, lo más prudente era permanecer a la expectativa.
Llega Pablo, hinchado bajo la bata blanca que encubre el grueso jersey de lana con que se abriga. Se advierte en su expresión que tiene algo grave que comunicar a sus amigos, quienes le acogen apresurada y amistosamente en su círculo y guardan silencio en espera de que hable.
—He leído el «Redención» que nos repartirán esta tarde.
—Bien, ¿y qué? —le pregunta el impaciente Agustín.
—Pues que es cierto que los rusos desencadenaron una fuerte ofensiva contra Finlandia hace justamente tres días.
—¿Estás seguro?
Molina no acepta nunca las noticias a su primer anuncio, aunque las crea. En el fondo, es cándido y crédulo, pero, quizá por eso, tiene la debilidad de ofrecer la cara contraria, de que es cauto y desconfiado.
—Y tan seguro —le contesta Pablo—. Aparte de que he leído «Redención», nos ha confirmado la noticia, con más detalles aún, el médico oficial —y, como Molina aún parece dudar, añade—: Coño, ¿es que quieres que te traiga un notario?
—No, hombre, no. Si te creo. Lo que me pasa es que no acabo de comprenderlo. Para mí no tiene sentido.
—No tendrá sentido, pero es la pura verdad, y no puedes imaginarte con qué lujo de hombres y material ha emprendido Rusia la invasión de Finlandia. Quiere repetir, sin duda, la hazaña de Alemania en Polonia, pero parece que los finlandeses no están dispuestos a ceder así como así y que están ofreciendo una resistencia feroz a los rusos.
—¿Y qué ha hecho Alemania? —quiere saber también Molina.
—Nada.
—¿Y las democracias?
—Nada de nada.
—Pues estamos listos —comenta Agustín.
Y Olivares apunta:
—Eso es, seguramente, lo que trae alborotados a los comunistas.
—Seguro —conviene Pablo—. Ellos ya lo saben, porque Velázquez, ese médico que es camarada suyo, ha salido corriendo de la enfermería antes que yo para ir a contárselo.
—A que nos vienen ahora con que los finlandeses son fascistas… —dice Robleda.
—Hombre, claro; es su costumbre —puntualiza Higinio.
—Qué pregunta, Robleda —y Molina sonríe—. Pero, hombre… A ver si lo entiendes. Hitler es amigo y aliado de Stalin, pero la propaganda nazi acusa a sus enemigos de comunistas y judíos, y la rusa, de capitalistas y fascistas a los suyos. ¿Está claro?
—Sí, tan claro como el carbón —sentencia Agustín y añade—: Esto sí que es diabólico, hiperbólico y simbólico.
Este nuevo episodio entenebrece aún más la oscura y peligrosa perspectiva que el destino presenta a los presos. La política que, para muchos de ellos, habría supuesto siempre, a pesar de los errores, miserias y limitaciones de los hombres que la protagonizan, una franca pugna de ideas en servicio de la humanidad, empieza a revelárseles crudamente como una maraña de sucias maniobras, sin moral ni belleza, que no tiene otro fin que el espasmo del poder y la dominación. Con mentiras, engaños, torturas, crímenes y ruinas. Pura animalidad triunfante. Corrupción y muerte, muerte y corrupción, corrupción, muerte…
Olivares, pensativo, mira a su alrededor. Sus compañeros tratan en vano de descifrar la incógnita que la conducta de Stalin encierra. Los demás hablarían de lo mismo o ¿de qué, si no? En el fondo, unánimes en la aspiración suprema y última de sobrevivir, sobrevivir, sobrevivir. Tras sus miles de ojos, millones de células, ordenadas en escuadrones, al resguardo de la piel, trabajan intensamente en la viscosa oscuridad de tejidos y órganos por mantenerse vivas, imponiendo, a ese fin, sus exigencias a la actitud humana frente a su contorno físico y moral. ¿Son ellas entonces, las células, las que mandan en los hombres? En ese caso, ¿son la matriz y los ovarios los que miran al varón por los ojos de la hembra, y son las glándulas seminales masculinas las que contemplan a la hembra desde los ojos del varón? Y en otras ocasiones, ¿son el estómago, el hígado o el vientre, los que se asoman a las pupilas humanas? ¿No contiene el hombre más que legiones de células ávidas? ¿Nada más? Si es así, ¿de dónde le llega el sentimiento de la armonía y de la belleza que florece en sinfonías de palabras, de música, de colores y formas, dónde se generan sus sublimes impulsos de amor y sacrificio, de dónde le nace la capacidad para desmaterializarse en los raptos de su imaginación creadora? ¿Qué es el hombre, en definitiva: un animal o un dios frustrado?
Es Agustín quien pone punto final a la discusión:
—Pues con el aperitivo de Finlandia y media hora tiesos oyendo misa, más nos valdría que no hubiera salido hoy el sol.
Suelen asistir a misa, que se celebra en la escuela, formados en el patio y siguiendo las órdenes de la corneta: ¡firmes!, ¡en su lugar, descanso!, ¡rodilla en tierra! Media hora larga, larguísima, interminable. Como postre, los tres himnos. La ceremonia constituye siempre para ellos una humillación y una tortura. Esta mañana, el frío aumentará su sufrimiento, un sufrimiento inútil, que sólo puede agradar a los que les obligan a soportarlo sin importarles el sacrilegio colectivo que conlleva, porque los presos, aun los que conservan algún poso de la fe católica que les fue impuesta en su niñez, pasan el tiempo de la misa murmurando y maldiciendo para sus adentros y hasta para sus afueras.
De pronto, suena la corneta que les llama a formación.
—¡La misa, maldita sea! —exclama Agustín:
Los hombres se mueven con lentitud, confundiéndose de sitio, a pesar de que cada uno tiene señalado un lugar en el patio para las formaciones, y tropezándose adrede unos con otros, única manera de demostrar sordamente la aversión y la repugnancia íntimas que sienten al verse obligados a participar en un acto religioso contra su deseo.
Los guardianes recorren las filas apremiando y empujando a los remisos y sin dejar de gritar:
—¡Venga, rápido! ¡A formar! ¡A formar!
Al fin quedan encuadrados en bloques compactos.
—¡Fir-més!
Los guardianes se colocan a la cabeza de las columnas y, cuando se da la orden de marcha, los presos ven, asombrados, que se les conduce a sus respectivas salas.
—¿Qué pasa?
—¿Por qué no hay misa hoy?
—¿Se habrá muerto don Germán?
—¿Habrá revolera por ahí?
Cualquier cambio en la rutina carcelaria, por mínima que sea, excita la imaginación de los reclusos, siempre en estado de alerta, que trata de buscar una justificación acorde con sus deseos, aun a trueque de su inverosimilitud. Si, por ejemplo, se retrasa en unos minutos el toque de diana, alguien dice:
—Se ve que la situación política en la calle, anda algo revuelta. Me dijo ayer mi hermana en la comunicación, que falangistas y requetés están a la greña, porque éstos pretenden que no corra más sangre y que vuelva el rey, mientras que los otros piensan en todo lo contrario. Se va a liar la gorda entre ellos. A lo mejor ya está liada…
El día en que esto ocurrió por primera vez, se supo más tarde que la demora se debía a que aquella mañana fueron tantos los condenados a muerte ejecutados junto a las paredes del cementerio, que hubo necesidad de invertir en los preparativos más tiempo del previsto. Pues a pesar de ese chasco y de otros muchos, con ocasión de cualquier anormalidad, siempre se atribuye a la alteración una causa que de algún modo presagie un cambio también en la vida de los presos según los augurios de los más optimistas, aunque sea disparatada y sin ningún apoyo informativo racional.
Formados en la sala, el guardián elige con la vista al que sobresale entre todos por su estatura, un verdadero espantapájaros, delgadísimo, de cabeza diminuta y largo cuello.
—¡Tú! ¡Ven aquí! —le grita.
Pepe el Largo sale de las filas y se dirige a donde está esperándole el funcionario. Dos pasos antes de llegar a su altura se detiene, junta los pies y levanta el brazo. Viste un gabán que le cuelga muy por debajo de las rodillas y tan amplio que casi da dos vueltas a su cuerpo y que se ajusta con un ceñidor de cuero. El funcionario le hace una seña para que baje el brazo y le entrega un pequeño libro.
—Tú leerás desde aquí, en voz alta, las preces de la misa siguiendo los toques de corneta, ¿entendido?
—Sí, señor.
Y el funcionario dice después a Totovía:
—Y usted será responsable del orden y el silencio en la sala mientras dure la función, hasta que suene el toque de romper filas, ¿estamos?
—Sí, señor.
El funcionario desaparece entonces y quedan juntos Pepe el Largo y Totovía, formando así pareja el más alto y el más bajo de entre los hombres de la sala, pareja que inmediatamente sugiere a todos la de Don Quijote y Sancho.
Y en seguida cundió el cuchicheo de los comentarios:
—¿Qué sucederá para que no quieran que pasemos frío en la misa?
—No será cosa de don Germán, no.
—Lo que es por ese… ¡Valiente marrano!
—Seguramente, han querido evitar el zapateo del último domingo —apunta Molina.
—O el espectáculo de los que se caen al suelo mareados —dice Olivares.
El tí, tí, tí, de la corneta anuncia la entrada del director en el patio. Totovía se cuadra instintivamente y cesan los rumores. Y, al siguiente toque de corneta, el pequeño jefe de sala se vuelve hacia la formación, rígido, empinado sobre las puntas de sus pies, para repetir la orden con una arrogancia y una energía militares que no le caben en el cuerpo:
—¡Fir-més!
Pepe el Largo tiene voz de sochantre, un poco temblorosa y engolada, que se le escurre por entre los huesos de su dentadura incompleta. Su empeño en darle un tono solemne y sus continuos tropezones con las palabras truecan el acto en una grotesca parodia que provoca la chufla entre sus oyentes. Cuando, en cierto momento, Pepe el Largo dice: ¡Qué bueno es Dios y cuántos beneficios nos hace! ¡Qué bueno es Jesucristo y cuánto nos ama!, los abucheos y las risas se sobreponen a su voz.
—¡Silencio! —grita entonces Totovía, en actitud de gallo de pelea con las plumas erizadas—: ¡Que viene hacia aquí Mula Romera!
Y cesan las risas. Y vuelven a oírse los trémolos de Pepe el Largo.
—Te he puesto en el paquete una pastilla de turrón y media botella de anís. Es un regalo de Matilde. El chocolate y la leche condensada los hemos conseguido en el economato militar por medio de Fernando.
Hoy es víspera de Navidad, y esta noche, Nochebuena. Gracias a la comunicación extraordinaria que se nos concede a los suscriptores del semanario «Redención», sólo somos siete los que comunicamos a la vez, por espacio de diez minutos, y puedo oír y entender lo que mi hermana Alfonsina me dice. La oigo y la entiendo, sí, la oigo y la entiendo, pero su palabra y su voz son como una música olvidada que, al sonar de nuevo en mis oídos, evoca en mí recuerdos lejanos de otras navidades, en el tiempo de nuestra infancia, cuando, ayudados por nuestro padre, montábamos el Belén y deliberábamos seriamente sobre si el tren debería quedar más lejos del portal, el humo puede molestar al niño, o sobre cómo distribuir las ovejas en el monte, ¿y si se pierden y las atacan los lobos?, o sobre dónde colocar el molino de viento, ¿para qué sirven los molinos de viento, Federico?, o cuando tras una interminable noche de insomnio, a pesar de las advertencias de los mayores, si los Reyes Magos os encuentras despiertos, sólo dejarán carbón en vuestros zapatos, corríamos al balcón, ¡niños, que vais a pillar una pulmonía!, para recoger los juguetes… Otras navidades, ya de mayores, al tiempo que las murgas recorrían las calles cantando villancicos con el son de tanguillos de Cádiz, nosotros íbamos a cenar con la familia de don Evaristo y éste nos hacía levantar y volver a sentarnos de golpe, después de cada plato, al grito de ¡ad recalcandum!, y otras noches de Reyes en que cambiaba besos y sencillos regalos con Aurora en su ventana, y todo era paz en torno, y el aire olía a mar, y los ojos de la muchacha se llenaban de mí, y, más lejos, el círculo se cerraba con las músicas errantes de las pandillas de alegres rondadores.
—Ni los abuelos, ni los tíos, ni los primos, se han acordado de ti en estas fechas, como si hubieses muerto, pero no te preocupes, porque mamá y yo te tenemos presente cada minuto del día, y esta noche, más que nunca, nuestro pensamiento lo ocuparás tú.
Alfonsina sonríe, pero no puede evitar que las lágrimas reprimidas humedezcan sus ojos. Las dos mujeres cenarán solas esta noche, y lo de siempre, porque lo extraordinario lo han reservado para mí.
—Cenará con nosotras Fernando. Así no estaremos solas.
—Me alegro que así sea —y sigo diciendo—: la próxima Navidad la pasaremos juntos todos.
Y ella me cuenta entonces que Fernando ha oído decir que van a revisar nuestras condenas, porque han comprendido, al fin, que nos han juzgado demasiado atropelladamente, a ciegas.
—Pero siguen matando —le digo.
—Sí, pero tú ya estás fuera de peligro. No pienses en eso.
—¿Cómo no voy a pensar en eso si aquí hay ejecuciones dos días por semana? Es nuestra pesadilla. Mayor que el hambre, la suciedad, los piojos…
Apenas sabe noticias de la guerra.
—Lo de Finlandia nada más. Parece que Rusia no puede con ella.
—No importa. En la primavera atacarán las democracias y desaparecerá el fascismo, y entonces…
—Pues Fernando cree que le van a licenciar antes de la primavera, y como tú tienes que ser nuestro padrino de boda, ojalá suceda eso que dices para que podamos casarnos pronto.
¿Quién y qué clase de persona será Fernando? La verdad es que ya no me importa que haya luchado durante la guerra en las filas de Franco, ni que haya sido o siga siendo falangista, si, como me supongo, no ha tomado parte en la represión, porque es la represión la zanja que separará a unos de otros quién sabe cuánto tiempo, sobre todo en los pueblos y en las pequeñas ciudades, donde la forzosa convivencia de víctimas y verdugos mantiene al odio más en carne viva. (No lo olvides, hijo; ese fue quien denunció a tu padre, quien apaleó a tu padre, quien mató a tu padre, o a tu madre, o a tu hermano, o a tu hermana o a tu hijo… Ese fue el que nos robó la hacienda. Míralo bien. Ahí lo tienes, tan campante, como si no hubiera hecho nada malo. Si algún día puedes, dale su merecido y hazle pagar ojo por ojo y diente por diente, sin compasión, porque él tampoco tuvo compasión por nadie).
—Tengo ganas de conocer a Fernando. ¿Por qué no te acompaña un día?
—Yo también quiero que os conozcáis, pero a él le da un poco de reparo, ¿sabes? Teme que, en la situación en que te encuentras, no seas capaz de…, aunque yo le digo que sí, que tú comprendes…
¿Cómo negarle a Alfonsina el derecho a disponer de su vida? ¿En nombre de qué, por qué, para qué? ¿Qué culpa tiene ella de lo ocurrido en España y, sobre todo, de que yo perteneciese al bando vencido? Bastante ha penado ya por mi causa. A ella le toca decidir con entera y absoluta libertad aunque me duela su decisión quizá por egoísmo más que por razones ideológicas, porque, en adelante, iré perdiendo posiciones en su corazón. Uno tiene que admitir que su hermana es también una mujer, que algún día se irá con otro hombre para formar familia aparte. Así debe ser, pero no puedo evitar la tristeza que me produce reconocerlo.
Alfonsina sigue hablándome de las míseras condiciones en que vive la población que nosotros llamamos libre.
—No hay nada de nada en las tiendas. Los artículos de comer como el pan, el aceite, la harina de almortas, los nabos, las patatas y las legumbres, se quedan en los pueblos, pero como está prohibido salir de la ciudad en busca de esos alimentos, has de acudir a los acaparadores y estraperlistas y has de aceptar lo que te den por lo que te pidan, si es que te ofrecen algo y tienes el dinero suficiente para adquirirlo. La carne y el pescado andan por las nubes y apenas se ven. El café es un lujo sólo al alcance de los privilegiados. Por eso, la gente no tiene más preocupación que la de matar el hambre con lo que sea y como sea. Con decirte que la pobre mamá pasa horas y horas en la calle, de aquí para allá, de cola en cola, para conseguir algo de comer o que quemar, porque hasta las astillas y el carbón escasean… El azúcar es un sueño y empleamos sacarina. Nosotras, gracias al economato de Fernando, aunque pasamos necesidad, no somos de las personas que escapan peor.
Yo puedo imaginarme muy bien lo que sucede, que no es otra cosa que la agudización del hambre que ya se padecía en los últimos meses de la guerra, agravada, por supuesto, para los vencidos por el miedo y las represalias. El hambre y el terror obseden y destruyen en el ser humano todo lo que está por encima del mero instinto primario de supervivencia. Hambre negra, dicen, y es verdad.
Suena el silbato del vigilante y Alfonsina y yo nos inmovilizamos mirándonos a los ojos y sonriendo dolorosamente. ¿Era tan sólo Alfonsina quien se alejaba de mí? Sí, era Alfonsina, mi hermana, pero con ella se iba, además, todo lo que para los presos significa el otro mundo, el que se extiende más allá de las murallas que nos rodean, mundo ese en el que aún se podía amar, aunque uno tiritase de frío y desfalleciese de hambre, en el que, aún con el terror a cuestas, se podía llorar, afanarse por algo, disponer de tiempo y de intimidad.
En el patio, me preguntan mis compañeros:
—¿Qué?
—Hambre, miedo y guerra en Finlandia.
—Eso mismo me han dicho a mí.
—Y a mí.
Pero todos tratamos de disimular nuestra íntima pesadumbre.
—Hambre, cochambre y pelambre —dice Agustín.
La marquesina tiene un fleco de carámbanos y está anocheciendo rápidamente. En los rincones resguardados del viento se arraciman, para darse calor, los reclusos que no tienen más ropa de abrigo que el mono o sucias y rotas guerreras militares. Son los que vinieron aquí desde campos de concentración, mugrientos y exhaustos, los más pobres y desamparados de entre toda la población reclusa. Algunos ya no son más que piel sobre huesos, y ojos, suplicantes unas veces y siempre ávidos, y, a menudo, opacos y fugitivos. Como se sabe que el rancho de esta noche va a consistir en garbanzos abundantes, aderezados con sustancia de oveja o carnero, la vida para estos hombres pende ahora exclusivamente, obsesivamente, del toque de corneta. Y suena la corneta y todos corremos a formar. Ya es de noche. Está helando sobre hielo y el frío, un hálito húmedo que penetra la ropa, entumece nuestros brazos extendidos mientras nuestras voces, tristes voces entrecortadas, vacilantes, ateridas, entonan, gimen los himnos triunfales de guerra, de victoria, de la grandeza patria y del imperio hacia Dios.
Ya en la atmósfera más suave de los dormitorios, nos recuentan rápidamente y, después, se sacan a colación en los grupos o repúblicas las viandas que cada uno ha recibido. En el mío, comemos y bebemos hasta saciarnos, cosa que no habíamos logrado desde que comenzó la guerra. Aún sumergidos en este ambiente desolador, infrahumano, nosotros podemos considerarnos favoritos de la suerte, porque son más los que, por carecer de familia o ignorar ésta su paradero o haberle repudiado o padecer la más absoluta miseria, no han recibido este día ninguna muestra de solidaridad exterior. Y nosotros tratamos de paliar este abandono repartiendo entre ellos algunas golosinas, cigarrillos, parte de las raciones de vino que se nos ha autorizado a adquirir en el economato, y cediéndoles, por supuesto, nuestro rancho. Así han podido aplacar el hambre que les corroía, hasta la hartura, y alegrar un poco sus espíritus. Así han recobrado su nivel de seres humanos, y han reído, y han cantado y han llorado finalmente, por dentro o por fuera, igual que nosotros, porque ni la saciedad ni el alcohol nos enajenan hasta el punto de ignorar la cobardía y el egoísmo que se ocultan en el fondo de nuestra conducta. Porque nos acordamos de los nuestros y queda sin respuesta la misma interrogante que a todos nos remuerde:
—¿Qué habrá cenado esta noche mi madre y en qué ambiente de aflicción?
—Y en mi casa, ¿qué habrán cenado mi mujer y mis hijos?
—¿Cómo ha logrado mi mujer traerme estas cosas?
Y si no nos hubiesen traído nada, ¿qué pensaríamos? De cualquier forma nos toca sufrir, y el remordimiento amarga el final de la fiesta y, cuando suena el toque de silencio, nos dejamos caer sobre los petates, doblemente tristes, mientras oímos algún que otro sollozo ahogado.
No podemos dormir y pronto empiezan las carreras hacia las letrinas. El atracón de garbanzos y sebo ha descompuesto los vientres. Algunos vomitan. Otros no pueden contenerse y descargan sus intestinos sobre los que yacen acostados, entre protestas, gritos y maldiciones. Y llega el momento en que la letrina se desborda y los excrementos invaden la zona de los petates. Entonces, la confusión y el escándalo llegan al paroxismo. Se produce la desbandada de los afectados por la inundación, que corren, de un lado a otro, con el petate a cuestas, en busca de un intersticio donde incrustarse. Pero no quedan sitios donde puedan extender sus colchonetas y han de conformarse con envolverse en sus mantas y echarse así a los pies de los demás, que, a su vez, oponen resistencia, remoloneando o a gritos. El espectáculo no puede ser más deprimente y vergonzoso. Menos mal que al fin se impone el pequeño y enérgico Totovía echando en cara a todos la falta de compañerismo y de compasión. ¿Cómo queréis que nos respeten los guardianes si no nos respetamos nosotros mismos? U os calláis sin más o presento mañana la renuncia a mi cargo.
El efecto de sus palabras es fulminante. Se acallan las voces de protesta y el murmullo se convierte poco a poco en silencio. Totovía es amigo de todos y, más de una vez, con su tiesura militar y su voz tonante, que a nosotros nos ha hecho reír, pero que resulta muy eficaz para el mando, nos ha sustraído a las tarascadas de los funcionarios, ha encubierto nuestras faltas o, al menos, ha suavizado sus consecuencias. Por eso le queremos y le estamos agradecidos, a pesar de su ridícula figura. Y no sólo le obedecemos ahora en el acto, sino que consigue, además que se abran las ventanas, todas, porque la pestilencia nos ensucia la boca y nos revuelve el estómago.
—Y pensar —dice junto a mí Molina, más inspirado que nunca— que en iglesias y catedrales, en el Vaticano y en los palacios de los obispos y de los poderosos se celebra esta noche el nacimiento de Jesús, el pobre, y que esta es la noche buena, la del amor y la fraternidad… y del perdón. ¿Dónde está el perdón de los cristianos? ¿Dónde está Cristo?
—Aquí —contesta Higinio.
—Tal vez tengas razón —dice Agustín.
—Pues yo creo que no está en ninguna parte —dice Robleda.
Y yo digo:
—Esté o no esté aquí o en ninguna parte, por lo menos podrán dormir tranquilos los condenados a muerte, porque mañana no habrá ejecuciones.
Y Lopérez, que apenas ha hablado en toda la noche, murmura:
—Ya es bastante.