—Este sí que es un mar proceloso, rumoroso y peligroso —dice Agustín al contemplar el gran patio cuadrado, en el que apenas puede moverse una masa palpitante formada por miles de hombres.
Es como el remedo de una plaza mayor pueblerina. La forman cuatro altos muros con cuatro órdenes de ventanas enrejadas y un porche o marquesina, con techo de cinc sobre columnas de hierro, a todo lo largo de su perímetro. En medio de uno de esos lados se alza una torreta como único detalle arquitectónico, impar, en la que asoma el gran ojo redondo de un reloj fatídico cuyas agujas cuentan el tiempo sin tiempo de los reclusos; ojo acusatorio e implacable como el que perseguía a Caín.
Olivares y sus compañeros marchan en vanguardia de la formación, con toda su impedimenta a hombros. Los guardianes les abren paso, con sus gritos y órdenes, a través de una compacta y remisa muchedumbre que ha de comprimirse para dejar un estrecho pasillo, ya que no queda ningún espacio libre hacia donde desplazarse. Tropiezan unos con otros y, a veces, los guardianes les empujan bruscamente. La gran mayoría, casi la totalidad, de la población reclusa que ocupa el patio está compuesta por campesinos, por hombres de aspecto rústico, vestidos de pana, pelados a rape, de barba oscura y prieta, achaparrados; de mirar curioso y desconfiado. Las excepciones visten sucias prendas militares y parecen más flacos, más tristes y desvalidos. Sobre las cabezas gravita una atmósfera ardiente y un espeso rumor estático, y les rodea y envuelve una densa vaharada de olores a humanidad sucia y traspirante.
—Son de Madrid —se oye decir a su paso, en un tono a la vez admirativo y burlón.
Los que llegan de Madrid parecen, en medio de la gran multitud rural, señoritos de segunda clase. Para los rústicos son los listillos, los tipos que saben hablar y se las dan de enterados, pero completamente ignorantes en lo que respecta al trabajo que tunde los riñones, a la vida auténtica, a la sombra del sufrimiento siempre junto al cuerpo, al sudor en la frente y a la escarcha en los huesos… En el campo, los alimentos son naturales, verdaderos el amor y el odio, enterizos los hombres, como los árboles y las piedras, y sufridas las mujeres, sin remilgos ni blanduras, como tiene que ser. En cambio, en la ciudad todo es mentira, fraude y fingimiento. Allí los hombres son parlanchines, infatuados y viven a costa de la sangre y del sudor ajenos, como los parásitos; y las mujeres entran y salen, se rizan el pelo, se pintan los labios y se entremeten en los asuntos de la exclusiva competencia varonil. En la ciudad, los hombres son medio mujeres; y las mujeres, medio hombres. Pero las gentes de la ciudad desprecian a las gentes de los pueblos, y, sin embargo, ¿qué sería de la ciudad sin los pueblos? ¿Quién siembra el trigo, y las patatas, y el aceite, y el vino, y la fruta, y la verdura, y cuida de los animales que dan carne y leche? Bien que recorrían los pueblos en busca de comida durante la guerra. ¿Y ahora? Pues lo mismo. Mucho pico, mucha verborrea, mucha fantasía, mucho presumir, pero, a la hora de la verdad, ¿qué? Los pillos se olieron la chamusquina y se fueron de España, pero los más se confiaron y cayeron en la trampa, como pardillos de aldea. (¿Por qué no os habéis quedado allá, tanto como se os llena la boca al hablar de Madrid y os burláis de nosotros, los palurdos?)
Una rivalidad muda e invisible, como una muralla de cristal, se interpone entre unos y otros, vieja rivalidad que en unos se manifiesta por su actitud desconfiada y recelosa y, en los otros, por su talante de superioridad.
—¡Cuánta leña! —se oye exclamar entre los recién llegados.
—No veo más que paletos. ¡Estamos listos!
Agustín increpa a los maldicientes:
—Menos cachondeo, coño. Son compañeros.
No sólo los intelectuales, los burócratas o los empleados, sino hasta los mismos obreros madrileños en general desprecian a los campesinos, aparentemente opacos e impermeables.
—Y somos las dos caras del mismo país y, en este caso, de la misma derrota, ¿no te parece? —pregunta Olivares a Molina, y añade—: Y también las dos caras de una misma moneda indivisible.
—Así es —responde Molina—, y pienso que debemos hacer todo lo posible para llegar a la mayor compenetración entre ellos y nosotros.
Trescientos cincuenta, medio batallón, son destinados a la misma sala, en el piso bajo. Olivares y sus amigos tienen la suerte de que les hacen virar a la izquierda y quedan de ese modo en el extremo opuesto al de las letrinas y el lavabo, tres exiguos compartimientos sin puertas y separados entre sí por un tabique no más alto que un metro. La columna se fracciona, después, en varias filas dobles y paralelas hasta constituir un bloque de cinco hombres en fondo, en el centro mismo de la estancia. Dirigen la operación dos funcionarios bajo las órdenes de otro de más graduación, el del estómago hundido que les recibiera la noche de su llegada al penal.
—¡De frente!
Dan media vuelta y la formación queda de cara al funcionario que manda.
—Formarán así siempre, en filas de cinco en fondo —les advierte, añadiendo a continuación—: Si hay entre ustedes algún militar profesional, que salga de la formación.
Se miran unos a otros y, tras unos momentos de indecisión, se despega de las filas un hombrecillo que se cuadra ante el funcionario y le dice:
—Se presenta Rufino Cáceres Jiménez. ¡A sus órdenes!
El funcionario le mira de arriba abajo, mueve la cabeza, sonríe y, finalmente, le pregunta:
—¿Qué eras tú en el ejército antes del Glorioso Alzamiento Nacional?
—Sargento de zapadores.
—Hombre, entonces, durante la guerra habrás sido lo menos coronel en el ejército rojo, ¿no?
—No, señor. No llegué más que a capitán.
—Bien, bien, se ve que has crecido poco en todo —mira a sus dos colegas, que acogen con sonrisas su ocurrencia y, ya en tono grave y autoritario, dice al exsargento—: Quedas nombrado jefe de la sala, ¿entendido?
El pequeño hombre se yergue sobre las puntas de los pies y hace un enérgico movimiento afirmativo con la cabeza. Luego, el funcionario se dirige a todos:
—Les cambiarán el dinero por vales del economato y podrá suscribirse el que quiera al semanario «Redención», lo que le dará derecho a una carta y a una comunicación extraordinarias al mes. Y ojo con formar comités y con hacer otras tonterías por el estilo, y, sobre todo, mucho cuidado con alborotarme a los otros presos que son gente del campo, tranquila y disciplinada —recorre la formación con la vista hasta detenerla en el jefe de sala recién nombrado, a quien dice—: Que rompan filas.
Entonces se encara Rufino a sus compañeros. Tiene los ojos saltones y en forma de acento circunflejo, y la nariz como el pico de un loro. Vuelve a enderezarse y grita, levantando el brazo derecho:
—¡Rompan filas!
—¡Fran-co! —responden los demás, alzando y abatiendo también el brazo.
Los funcionarios desaparecen rápidamente. El grupo de Olivares se apresura a ocupar uno de los ángulos y a situar sus petates junto a la pared. Los demás tratan de hacer lo mismo, pero no hay pared para todos y han de formarse dos filas de petates en el centro, realizándose alborotadamente todos esos trasiegos que promueven confusión y altercados.
—Yo he puesto mi petate aquí antes que tú.
—Vamos a dejarlo, ¿quieres?
—¡Jefe de sala!
—¡Quita de ahí!
—¡Que venga el jefe de sala!
Y el jefe de sala corre de un sitio a otro tratando de resolver los conflictos, pero como nadie le hace caso, saca de su pequeño cuerpo un vozarrón que se oye en toda la sala:
—¡Silencio!
Y añade cuando se callan todos:
—Esto es una vergüenza, compañeros. Vamos, discutir y pelear ahora por un hueco junto a la pared… ¿Qué dirán de nosotros los funcionarios, si nos oyen, o los demás presos que están en el patio? Un poco más de tolerancia, amigos, un poco más de tolerancia. Yo mismo me voy a colocar en el centro.
Su actitud es convincente.
—Sí que es enérgico el pequeñajo este —dice Agustín.
Pero entonces alguien hace notar al jefe de sala que el suelo está embarrado y que es preciso fregarlo bien y secarlo con serrín si no se quiere que se empapen las colchonetas, y el exsargento sale disparado a comunicar la novedad al jefe de servicios.
Mientras, Agustín bromea diciendo que el jefe de sala, aunque es la contrafigura de Espartaco, parece un tío con toda la barba, y se acerca al grupo un tipo extraño, vestido de negro, con manchas y brillos de incuria y vejez por todo el traje. La chaqueta, como la de un espantapájaros, se le descuelga por todos los lados, y el pantalón, que se sujeta al vientre con una deshilachada corbata, se le abullona alrededor de la cintura. Tiene el pelo oscuro y aplastado; encorvada la nariz; negros y brillantes los ojos. En su boca sólo asoman los colmillos del lado izquierdo de la mandíbula. Pese a su aspecto desastrado, su figura conserva aún cierta prestancia y de su rostro se desprende un indefinible atractivo. No es, desde luego, un hombre vulgar.
Sin más preámbulos dice:
—Es una totovía. ¿No se han dado cuenta? Es una totovía.
—¿Quién? —pregunta Agustín, desconcertado.
—El jefe de sala, hombre. Cuando se estira y se engalla, con sus ojos oblicuos, de arriba abajo, y su nariz picuda, parece una totovía. Sabrán lo que es una totovía, ¿eh? —y, sin esperar respuesta, hace su presentación—: Bueno, señores yo soy Ernesto López Pérez, aunque me firmo Lopérez. Supongo que les sonará.
Ninguno se atreve a contestarle, pero como él les mira intensamente, se crea una situación incómoda que trata de salvar Federico preguntándole:
—Escritor, ¿verdad?
Lopérez sonríe, muy halagado.
—Sí, poeta, premio nacional de Literatura por mi libro «La imagen iluminada», que prologó Pedro Luis de Gálvez, mi maestro y amigo. Su compadre, Emilio Carrere, también era amigo mío, y digo era, porque, cuando mi mujer fue a pedirle un aval para mí, le contestó que no tenía el honor de conocerme. Lo mismo le contestó Wenceslao Fernández Flórez, y eso que fui yo quien le llevó a Talavera a dar una conferencia, porque yo soy de Talavera, ¿saben? —y, sin dejar intervenir a nadie, continúa—: Esto es el infierno de Dante, del que no saldrá con vida ninguno de nosotros. Es el fin. Por eso me he negado a comer el inmundo rancho que nos dan. No admito ser cerdo ni un solo minuto. Pueden matarme, pero esa es otra cosa. Matar es algo que es capaz de hacer cualquier bestia, ande a dos o a cuatro patas, y hasta un objeto o fuerza inanimados, como una roca, un huracán, un rayo… Pero dignidad no la tiene más que el hombre. Y en ese punto no cedo ni un quilate. Cuando en el interrogatorio me pegaban para que confesase no sé qué atroces majaderías, ni me acuerdo ya, yo recitaba versos míos, o de Rubén, o de fray Luis. Así, hasta perder todos los dientes menos estos dos colmillos —y los muestra: dos grandes y amarillentos colmillos, curvos y afilados— y dejarme en paz por imposible. Y en el consejo de guerra tuve muy buen cuidado de no mirar a mis jueces ni una sola vez, porque para mí no existían.
Sus palabras, por falta de dientes, silban o explotan como globitos entre sus labios. Y no cesa de hablar. Y fascina a todos los que le oyen con su mirada de azor, y sólo es capaz de interrumpirle la voz del exsargento, ya de vuelta:
—¡Oído!
Subido en un montón de petates, el jefe de sala reclama la atención general:
—Ya está ahí. ¿No le ven? —dice Lopérez—. Es el totovía —y repite en voz alta—: ¡Totovía!
El Totovía dice:
—He hablado con el jefe de servicios y me ha dicho que esta sala sufrió los efectos de un bombardeo durante la guerra, que la han arreglado ahora, a toda prisa, para que la ocupemos nosotros, pero como, por el momento, no hay bayetas, ni escobas, ni serrín, y somos muchos, es cosa de que la sequemos con los riñones… —marca una pausa, que se llena de rumores y exclamaciones de descontento, y termina—: Y ahora, a colocar rápidamente los petates porque va a sonar el toque de rancho.
Y salta al suelo sin descomponer su figura de gallito peleón.
Y Lopérez torna a lo suyo, dirigiéndose a Olivares:
—¿No se lo dije? Una totovía, aunque él no lo sepa. ¿Cómo va a saberlo el pobrecillo, sargento de zapadores en miniatura, casi en embrión? —se encoge de hombros y se despide diciendo—: Voy a ver por dónde andan mis cosas… —y se va, murmurando—: To-to-vía, to-to-vía, aconsonanta con alegría, manía mía, tía, María, alferecía…
—Está como una cabra —exclama Agustín.
Los trescientos cincuenta hombres de nuestra sala han ido después, poco a poco, intercambiándose los puestos para formar grandes grupos de afines ideológicamente. Así, quedamos divididos en dos fuertes minorías: la comunista y la no comunista, y una tercera, difusa y heterogénea, de antifascistas de todas las tendencias, no precisamente tibios, sino más bien independientes y también, quizá, más, egoístas. Se han constituido los comités correspondientes a las dos primeras y ambas han emprendido una vasta operación proselitista entre los que llamamos indígenas, es decir, entre los campesinos, primeros moradores del penal. Pero los indígenas se hallan, a su vez, agrupados por pueblos, en círculos cerrados que ofrecen, en principio, fuerte resistencia pasiva mediante el silencio, asombro fingido y preguntas en apariencia incongruentes, pero muy intencionadas en el fondo y, en algunos casos, capciosas.
—¿Y cómo es que os entregasteis sin pegar un tiro?
—¿Por qué dejasteis que se escapasen los dirigentes?
—Vosotros, que estabais al tanto de lo que sucedía, ¿qué esperabais, que los fascistas os dejaran tranquilos como si aquí no hubiese pasado nada?
A ellos, tanto al principio como al final de la guerra les habían pillado desprevenidos, ignorantes, ¿qué sabe uno de lo que pasa en Madrid? Muchos se encontraban segando al sonar los primeros tiros y supieron que había acabado el follón por la radio, y comprendieron la magnitud de la catástrofe por lo que decían los soldados huidos del frente.
—Si no podía ser… No se sostiene una guerra sin comida, y el campo estaba abandonado.
—Si no teníamos nada. Todo era para Madrid y en Madrid la gente se caía de hambre. Y los fachas tenían de todo: pan en abundancia y todos los aviones que querían. Hacían la guerra a todo lujo, mientras que nosotros, sólo con miserias.
No era fácil hacerles entender con pocas palabras algo que nos turbaba tan profundamente a nosotros mismos, un mal cuyas raíces escapaban a nuestro análisis, un resultado que todavía discutíamos y seguíamos sin comprender.
—No pasarán, no pasarán, ¿eh? Anda, que si llegan a pasar…
No obstante, algo he podido entresacar acerca de la represión de los vencedores en los pueblos. En eso son más explícitos aunque tardan en romper a hablar. Una vez iniciado el tema, y pese a sus reticencias y sobreentendidos, el cuadro se completa con las pinceladas de unos y otros. De esta forma he sabido que, nada más producirse la desbandada el 28 de marzo, surgieron en cada lugar grupos armados con escopetas que se apoderaron del mando y detuvieron y encerraron en cuevas, en garajes o en los cuarteles de la guardia civil a las autoridades republicanas, a los elementos más destacados de los partidos y organizaciones del Frente Popular e, incluso, a otras gentes sin significación política, pero marcadas por odios y resentimientos estrictamente personales. Súbitamente aparecieron algunos dados por muertos durante la guerra, y tipos forasteros, con uniforme o sin él, que se encargaron de dirigir y encauzar la purga. Se generalizó el sistema de las denuncias y delaciones y se puso en práctica, en toda su crudeza, el método inquisitivo, los interrogatorios, con acompañamiento de atroces palizas. Las más virulentas e irreprimibles en la vindicta era las viudas. Y aparecieron también los curas, tan misteriosamente como desaparecieran un día, y monjas y frailes, todos animados de un ardor apostólico infatigable. Y se organizaron toda clase de espectáculos religiosos de desagravio: misas de campaña, rosarios de la aurora, procesiones, viacrucis… De día, de madrugada, de noche. En muchos lugares se obligó a los presos a asistir a esos alardes y desfiles, a cantar preces con los brazos en cruz y a recorrer los viacrucis de rodillas y a afrontar en público las burlas e improperios de los familiares y amigos de las víctimas de la llamada horda roja. Ni siquiera las mujeres fueron eximidas de tales oprobios colectivos. Se las exhibió por las calles con la cabeza rapada o con moñitos sujetos por cintas y papeles con los colores nacionales. En un pueblo muy famoso de la Mancha llevaron en formación a los chiquillos para que apedreasen los cadáveres de varios socialistas ahorcados en la plaza pública, y en otro, también muy importante, se había repetido el hecho de sacar de la cárcel una cuerda de presos, al amanecer, y conducirla entre dos hileras de gente armada hasta el borde de los pozos barreros, muy profundos, de los que se extrae la arcilla para fabricar las grandes tinajas en que se almacena el vino, y allí, una especie de matarife les golpeaba la cabeza con un hacha y luego los arrojaba al pozo, y, después, la comitiva regresaba al pueblo cantando el rosario de la aurora. Y hubo un cura, sí, un cura, que, enterado de lo que sucedía tuvo el valor de denunciar el hecho públicamente.
—Y en buena hora escapó del pueblo, porque, si no, a estas horas estaría también pudriéndose en un pozo barrero.
Es un corro formado por ocho o diez indígenas, en el que estoy incluido. Se me ocurre preguntar:
—Pues, ¿qué hicisteis durante la guerra para que luego hayan cometido los fascistas tantas barbaridades con vosotros?
Mi pregunta les enmudece y, tras hacerse los desentendidos, empiezan a escabullirse. Pero la reitero y entonces uno de ellos, a quien he elegido con la mirada, intenta traspasar la respuesta a otro, diciéndole:
—Anda, cuéntaselo tú.
—Coño, ¿y por qué tengo que ser yo —replica el aludido— si tú sabes de esas cosas tanto o más que cualquiera?
Se miran entre sí, pero ninguno se atreve a hablar y la deserción cunde hasta el extremo de que es casi una espantada y me quedo acompañado únicamente por el hombre que más ha atraído mi atención, que me mira con sus ojos grises y fríos y me confiesa:
—La gente es desconfiada y con razón después de lo que ha sufrido, y porque el chivato salta donde menos se piensa.
Le sostengo la mirada sin inmutarme, sonrío y acabo encogiéndome de hombros.
—Es natural —digo—. Vosotros no sabéis quién soy yo y…
—Sí. Yo sólo sé que te llamas Federico Olivares.
Es musculoso y pasa de los cuarenta años. Mira con fijeza a los ojos y habla pausadamente. Hay un momento en que parece disponerse a dejarme solo, pero le retengo con una pregunta:
—¿Has estado en el frente?
—Bueno —y sonríe—, tanto como en el frente, no. Me movilizaron con la última quinta, la del saco, y me destinaron a un batallón de retaguardia. Y terminé la guerra sin haber pegado un tiro.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
Me mira entrecerrando los párpados y yo siento más dentro de mí la acerada punta de su mirada, que trato de sostener sin parpadear, y, tras una pausa, comienza su relato, con frases breves, certeras, intercalando algunos silencios que he de interpretar yo intuitivamente.
Fue pastor ya a los doce años, junto a su padre. Y se hizo hombre apacentando ovejas por montes, valles y quebradas, durmiendo en chozos solitarios o en los apriscos, y bajando al pueblo cada quince días para recoger el hato y también el pan.
—Es un buen oficio para los muchachos —dice—. Uno es libre y el trabajo no mata. Lo malo es cuando llega el momento de echarse novia o de casarse, porque no puedes pelar la pava o acostarte con la mujer más que cuando bajas al pueblo. Y cuando llega el ordeño, como no suba ella al monte…
El jornal era de cincuenta o setenta y cinco céntimos al día, o de una peseta, según los tiempos, pero contaba también el producto del pequeño rebaño propio que iba formando con las crías que el amo tenía que darle.
—Muy poco, al remate, como puedes comprender, pero preferible al jornal de los peones que se pasaban la mayor parte del año sin poder trabajar.
Cuando llegó la República (Cuántas quimeras trajo la República, ¿eh?), reunió a unos pastores y, después de muchos tanteos y de mucho hablar, logró convencerles de que debían pedir al amo el aumento del jornal, siquiera hasta dos pesetas, y el derecho de pasar en el pueblo una noche a la semana y de hacer relevos de forma que pudiesen tomar parte en las fiestas y gozar un poco de la vida (Porque los hijos crecían ajenos, sin el cuidado ni la voz del padre), pero le exigieron que fuese él quien se enfrentase con el amo. Y así lo hizo. (No creo que sea mucho pedir, ¿eh?) Pero el patrón no estaba por esas. (A ti, Cosme, es que se te han subido los pájaros a la cabeza y andas por ahí revolviendo a los demás. Así que lo mejor es que cojas lo tuyo y te quites de mi vista. No quiero desagradecidos en mi casa. Tanto tu padre como tú habéis vivido siempre de lo mío y ahora quieres echarme la soga al cuello).
—Mi padre había muerto cinco años atrás, pero vivía mi madre, y repartí el ganado con ella y con mis hermanos. A mí me quedaron ocho ovejas con sus crías. No se puede vivir con tan pocos animales y, como mi hijo era ya un zagal de trece años, que me ayudaba, se encargó del pastoreo y yo, como no quería pedirle trabajo a nadie, me dediqué a la pleita, a hacer sogas y aparejos de esparto. Por eso me llaman Cosme, el espartero.
En su pueblo había empezado a cundir la rebeldía entre los pastores y los gañanes y, sobre todo, entre los peones condenados al hambre por los jornales míseros y la falta de trabajo. Los gañanes, más afortunados que los peones en ese aspecto, porque se ajustaban para todo el año el día de San Miguel, padecían la servidumbre de tener que dormir en las cuadras, junto a las mulas, para darles el pienso de la media noche y evitar que pudieran ahogarse con los ronzales. Cosme, que ya se había destacado frente a su patrón, se convirtió, sin pretenderlo, en el cabecilla de los descontentos y, por consiguiente, en el enemigo número uno de los propietarios.
—Yo sé leer y escribir, malamente, pero sé. A mis manos llegaban algunos números atrasados de «El Socialista» que recibía el jefe de Correos, con el que yo solía tener algunas conversaciones. Y un día me invitó a su casa y allí me presentó a un señor que acababa de llegar de la capital y que pertenecía a la UGT. Le informé, porque me lo preguntó, de lo que sucedía en el pueblo y, después, entre él y don Eulalio, que así se llamaba el jefe de Correos, me convencieron para que formara un sindicato. Y yo sabía lo que me jugaba, pero acepté, porque si no se decide alguien, no se hace nada, ¿no te parece?
A los pocos días llegaron desde la ciudad los papeles en regla para que pudiese empezar a funcionar el sindicato, con domicilio en la corraliza de Cosme, su presidente. Lo formaron en un principio veinte hombres, pero, al mes, ya pasaban de ciento sus afiliados. Entonces, los patronos, que se habían burlado de la naciente sociedad, viendo que la cosa iba en serio, tomaron la determinación de acabar con ella. Por de pronto, apuntaron en una lista negra a todos aquellos de quienes se sabía o sospechaba que pertenecían al sindicato, para negarles trabajo. Así, cuando por las mañanas iban a la plaza los patronos para contratar a los peones entre los jornaleros allí reunidos como en un mercado de esclavos, se oía decir: ¿No eres tú del sindicato, eh? Pues que te dé el jornal Cosme.
—Fue un invierno terrible. Mis hermanos se quedaron sin trabajo y a mí nadie me compraba un aparejo. Tuvimos que malvender el ganado, pero, aún así, el hambre nos roía los talones. En la panadería y en las tiendas se negaron a conceder más crédito a los compañeros y la gente tuvo que tirarse al campo a la rebusca de lo que fuese, con tal de llevar algo de comer a sus casas. Y hubo detenciones y palos en el Ayuntamiento y en el cuartel de la guardia civil por robos de patatas y de nabos. Qué sé yo… —y Cosme cierra los ojos—. Tanta calamidad era demasiado para gente tan pobre como nosotros y yo decidí vender mi mercancía de esparto en otros pueblos, pero pasaba lo mismo en todas partes y apenas si sacaba para el pienso del burro y un cacho de pan con aceite para mí. Por eso y porque me remordía la conciencia como si fuese un desertor, me volví para casa. Si el invierno fue duro, la primavera no fue mejor.
Pero llegó el verano y, con él, la sazón de la mieses. Los campos se llenaron de oro y la cosecha fue declarada de interés nacional. Nunca engordaron tanto las espigas ni fueron contempladas con tanta reverencia.
—A nosotros nos cogió en los puros huesos, desesperados. Pero ya estaba a la vista la salvación. Los patronos no estaban dispuestos a ceder y quisieron traer segadores de otras regiones, portugueses y gallegos, para hacernos doblar la rodilla, pero Largo Caballero sacó entonces una ley que impidió a los patronos salirse con la suya y nosotros hicimos la siega.
La cosecha fue abundante y como el espigueo resultó también muy provechoso, se calmó la ira de los campesinos, y éstos pudieron comer aquel verano y enfrentarse al otoño con algunas reservas.
—Pero, de todas maneras, los patronos se vengaron —sigue diciendo Cosme—, porque, cuando llegó el tempero, sembraron lo mínimo y dejaron llecos la mayor parte de los labrantíos. Por eso, antes de finalizar el año nos vimos amenazados otra vez por el hambre. Poco dura la alegría en casa del pobre… —mueve la cabeza y prosigue—: Aquella segunda primavera de la República fue todavía peor que la primera. Los patronos ya habían perdido el miedo y el Gobierno no cumplía sus promesas. Ni reforma agraria, ni subida de salarios, ni protección a los braceros… Nada. En Madrid no hacían más que hablar mientras que en los pueblos los ricos se ensañaban con los pobres. Tuvimos que ser cazadores furtivos, ladrones… Había que vivir. (Que os dé de comer la República). Aguantamos como pudimos hasta el verano. Y vuelta a empezar. Los compañeros se fueron borrando del sindicato y, al triunfar las derechas en las elecciones, ya sólo éramos seis, y no sé, no sé, pero pienso que se quedaron conmigo los que se quedaron porque estaban perdidos de todas maneras. Verás lo que me ocurrió. Pues que me encontré con mi antiguo amo en un camino. Era al anochecer y estábamos solos. Recuerdo que nos quedamos parados los dos, frente a frente. Por el aquel de las cosas, resultaba que él y yo éramos los cabecillas de los dos bandos enemigos. Entonces él estaba arriba, y yo, abajo. Él venía de un huerto que tenía cerca de allí, y yo iba a robar a su huerto. Pero él sospechaba otras intenciones en mí, por lo que me dijo: ¿Por qué no dejas esas tontunas del sindicato y de las reuniones? Ya has demostrado que eres un hombre cabal. Tú y yo somos dos hombres cabales. Bien, pues si te apartas del sindicato, no tengo inconveniente en olvidar lo pasado y en hacerte mi rabadán. ¿Qué me dices? Era un tío bragado, sí, señor. No se arrugaba, no, tan fácilmente. Tengo que reconocerlo. Pero el poder y el orgullo le cegaban. Y yo le contesté. Pues si estás convencido de que soy un hombre de verdad, ¿cómo se te ocurre proponerme una cobardía? Mejor es que no te entrometas en nuestras cosas ni obligues a los hombres a bajar la cabeza y a vender su honra por un jornal. Nunca te lo perdonarán y siempre no va a ser lo mismo. Él meneó la cabeza y echó a andar mientras decía: Yo te he propuesto un trato para que luego no digas que no te he dado tus cartas. El que avisa no es traidor. Y ahí quedó la cosa. Y pasamos meses y años quitándonos el hambre a bofetadas.
En esas circunstancias llegó el triunfo del Frente Popular. Todas las esperanzas frustradas, todos los rencores reprimidos, todos los miedos sudados, y todas las hambres y las humillaciones y las injusticias padecidas reventaron como pústulas entonces. Los desertores del sindicato volvieron a él dando voces y exigiendo el reparto de las tierras, y muchos de los que nunca quisieron ni oír hablar de tal cosa por no comprometerse pasaron a engrosar sus filas, con pretensiones más revolucionarias que las de los veteranos. Cosme fue presidente del Comité del Frente Popular que ocupó el Ayuntamiento. Mientras esto sucedía llegaron forasteros anunciando la revolución social, y papeles y periódicos en los que se decía que en España iba a hacerse, por fin, justicia a los reprimidos, a los represaliados, a los pobres. Nacía otra España. Justa. Limpia. Libre. Alegre. Sin caciques. Sin siervos. Con trabajo y cultura para todos sus hijos por igual.
—Pero las leyes nos ataban las manos. Muchas palabras, mucho ruido, muchas promesas, pero pasaban los días y el Gobierno no resolvía nada. Nosotros esperábamos sus órdenes y sus instrucciones para saber por dónde teníamos que empezar, pero sólo nos aconsejaban que tuviésemos paciencia, paciencia, paciencia, como si no lleváramos años teniendo paciencia. Eso se dice muy bien en Madrid, pero, ¿quién se atreve a enfrentarse con un personal que ha sufrido tanto para decirle: Calma, compañeros, calma. Volved a vuestras casas y esperad allí quietecitos hasta que el Gobierno disponga lo que tenemos qué hacer?. Y no había trabajo ni pan. También es muy fácil proponer a la masa el asalto de los almacenes de harina, de las tiendas, de los corrales y de los huertos. Muy fácil. Pero tienes enfrente a la guardia civil. ¿Qué has de hacer, pues? Los del comité estábamos cogidos entre dos fuegos. Algo se hizo, de todas maneras, pero insuficientemente.
Cosme hace otra pausa que yo aprovecho para ofrecerle un cigarrillo, que rehúsa. (Gracias, no fumo). Yo enciendo el mío y él prosigue:
—Uno de aquellos días, tan removidos, volví a encontrarme cara a cara con mi antiguo patrón, en su huerto. Yo sabía que estaba allí, armado de una escopeta, porque se había corrido el rumor de que un grupo de parados quería pelarle el habar. Le di una voz y me salió al encuentro, empuñando el arma. Yo estaba entonces arriba y él, abajo y cegado por la ira. Era como un jabalí herido. Y le dije: ¿Para qué quieres la escopeta? Si matas, morirás tú también o irás a la cárcel. Y, si no matas, ¿de qué te sirve? Y él me contestó: Si vienen, tiraré primero al aire, para asustarles y si no hacen caso… Yo me agaché a coger una vaina. La abrí y saqué los granos, unos granos gordos y tiernos, pura manteca. Me eché uno a la boca y, mientras lo masticaba, le dije: ¿No comprendes que tienen hambre y que el hambre ciega y da valor a los cobardes si son muchos? Porque uno a uno no vendrían, que eso lo sé yo muy bien, pero juntos sí que vendrán. Y juntos son capaces de todo. Anda, dame la escopeta y vete, que yo me las entenderé con ellos para que cojan sólo lo justo y respeten lo demás. El hombre se quedó sin saber qué hacer ni qué decir. Lo que sí sabía era que yo no le engañaba, que le decía la verdad. ¿Quieres un consejo, si es que no te parece mal que te lo dé yo? Pues coge a tu mujer y a tus hijos y llévatelos lejos de aquí por una temporada, hasta que se calmen los ánimos. El que avisa no es traidor. Ni siquiera abrió la boca, pero me entregó la escopeta y se fue. Y al día siguiente sacó del pueblo a su mujer y a sus hijos, hasta el que ya había cumplido el servicio militar. No sé a dónde los llevaría. El caso es que no se les vio más por allí. A él, sí. Porque él volvió.
Fue el verano del oro y la púrpura, el verano en que estalló la guerra civil como estalla una bomba en las manos de un niño: jugando, sin prever sus consecuencias. España saltó en añicos y el duelo y el luto por tanta muerte inútil durará tres generaciones, cien años, o quien sabe hasta qué primavera de arrepentimiento y perdón. ¡Qué alegría demencial! ¡Qué gritos! ¡Qué cantares de guerra y qué llanto! ¡Cuántos himnos, cuántas banderas! Las águilas de la gloria y del botín revolotearon sobre ciudades y aldeas, y las palabras héroe, honor, victoria, inmortalidad, sacrificio, patria, valor, corona de laurel, muerte gloriosa, libertad, justicia, revolución, Dios lo quiere, y otras más, igualmente altisonantes y vacías, palabras, palabras, palabras, nada más que palabras, detonaron en el aire tórrido de aquellas terribles jornadas. Y vibraron los hombres, enloquecidos, y hasta las mujeres sintieron el aguijón de la furia guerrera en sus entrañas. Y se cantó y se mató por la felicidad humana. Y se brindaron a Dios preces y fusilamientos. Y los militares ciñeron la espada, y los obispos alzaron la cruz y el hisopo, y los revolucionarios empuñaron la tea incendiaria, y los obreros y campesinos, los de siempre, corrieron a matarse, y el sol alumbró los combates y la noche encubrió los crímenes.
—La guardia civil —dice Cosme— fue a concentrarse en la capital, y nos quedamos solos. No sé cómo empezó a matarse la gente. Los periódicos y las radios nos contaban los crímenes que cometían los fascistas con los simpatizantes del Frente Popular, y de los pueblos del contorno nos llegaban noticias de las represalias que tomaban los nuestros contra los terratenientes y los caciques. Y aparecieron en el pueblo grupos armados, procedentes de la ciudad, que arengaban a los jóvenes para que se alistasen en las milicias republicanas antifascistas y que nos exigieron después la entrega de los partidarios de los rebeldes, que teníamos vigilados. Nosotros habíamos organizado una guardia de escopeteros contra los fascistas de dentro y de fuera para evitar los desmanes de los desaprensivos, pero incapaz de oponerse a los milicianos forasteros. Así que… —hace otra pausa, se alisa el mechón de pelo entrecano y duro que le apunta sobre la frente y, mirando al suelo, dice—: Una noche detuvieron en sus casas a cinco de los principales de derechas y los mataron a la salida misma del pueblo. A mi antiguo patrón no lo encontraron, pero, como nunca falta un chivato, se supo que se había refugiado en su majada. Y fueron allí por él. Y lo mataron allí mismo —levanta la cabeza y, dando a sus palabras un acento de rotundidez y convicción, continúa—: Era inevitable. Le hubieran cazado más pronto o más tarde. Cuando se ajustan las cuentas y se es deudor, hay que pagar, y esos hombres eran causantes de muchas desgracias y habían cometido muchos abusos sin ninguna necesidad, tan sólo para que nadie dudase de que eran los amos… Y lo peor es que no escarmientan. Ahora se están llevando por delante cinco de los nuestros por cada uno de los suyos. En mi pueblo han detenido a más de ochenta personas entre hombres y mujeres y ya han mandado a veinte al otro mundo. Y aún matarán más…
Las últimas palabras de Cosme me estremecen.
—¿Más todavía? —le pregunto.
Sonríe débilmente y me contesta:
—Sí. Que yo sepa, faltamos cinco o seis en su lista y hay por lo menos dos que esperan en celdas su última madrugada.
Esos cinco o seis comprometidos y todavía no identificados se encontraban en el ejército republicano cuando acabó la guerra y ahora deben andar errantes por ahí, o camuflados en alguna otra cárcel o quién sabe si fuera de España.
—Vete a saber —dice Cosme—. Yo, por ejemplo —y me mira fijamente a los ojos—, estoy aquí por casualidad. Me atraparon las tropas franquistas vestido de paisano, en la estación, esperando un tren para alguna parte, y me agregaron a un grupo de civiles y militares que estaban formando para traerlo aquí. Dí mi verdadero nombre, pero cambié los apellidos. Ni mi mujer ni mis hijos saben donde estoy y quizá me den por muerto o refugiado en el extranjero. Así he podido hasta ahora librarme de mis enemigos. Pero sé que me buscan como lebreles y que, al remate, sabrán donde estoy, porque aquí hay muchos que me conocen y es fácil que alguno de ellos se vaya de la lengua. Ya verás como cualquier día vocean mi nombre en el patio para ir a diligencias, y serán ellos que vienen por mí con la orden de llevarme al pueblo. Ahora bien, te aseguro que a mí no me hacen pasar por la rueda, que es lo que ellos quieren, antes de despacharme para el otro barrio.
He oído hablar mucho de la famosa rueda. Consiste en correr al reo dentro de un círculo de hombres armados con garrotes, sogas mojadas, cadenas y otros instrumentos tendentes. Cada uno de ellos golpea dónde y cómo puede a la víctima mientras éste corre y trata de esquivar sus golpes y se protege con manos y brazos aquellas partes de su cuerpo más sensibles y vulnerables, sabiendo que, si se detiene, caerá inmediatamente abatida a porrazos, con peligro de que le quiebren algún hueso, le dejen sin vista o le destrocen los órganos genitales. Las sesiones son breves, a fin de poder repetirlas. A veces reaniman al supliciado con cubos de agua y, a veces también, el supliciado sucumbe en la prueba.
—Yo no les daré ese gusto, no —repite Cosme.
Entre tanto, han aparecido débiles nubes que se desmigan en el cielo y cubren con un tenue velo gris el gran patio donde miles de hombres esperan que suene el toque de recogida de pan.
Tengo enfrente a Alfonsina, separada de mí por las dos alambradas y el pasillo. Junto a ella está Rosario, la mujer de Molina y, éste, a mi lado. El matrimonio utiliza para comunicarse la mímica de los sordomudos, pero mi hermana y yo nos limitamos a sonreír y a gritar algunas palabras, porque es imposible entenderse en la cámara de resonancias que es el locutorio. En la parte de acá, treinta reclusos, la mayoría campesinos, ametrallan con preguntas a voz en grito a las otras setenta, o más, personas, mujeres y chiquillos casi todas, que, al otro lado, se desgañitan, a su vez. Las notas graves de los vozarrones masculinos y las agudas y chillonas de la pandilla femenil forman un estrépito que ensordece y exaspera. Cómo los chicos avales el guiso te traigo peculio te apañas avales el Fermín nadie tu hermano la guardia civil avales los pantalones el cura hemos vendido la burra alfalfa consejo de guerra el médico falangistas qué pasa con la burra Antonia que sales piojos mucha hambre aquí afeitan por nada que escribas estoy avales, bien la siembra que te hables cuides no hables avales avales avales hambre… Hago entender por señas a Alfonsina la conveniencia de que hierva mi ropa infestada de piojos y liendres. Me esfuerzo en traslucir jovialidad y despreocupación y percibo que ella trata de aparentar lo mismo. Pero ninguno de los dos nos lo creemos y sabemos que fingimos, aunque seguimos fingiendo como si no fingiéramos que fingimos, a pesar de que el fingimiento se nos asoma a los ojos contra nuestra voluntad. Y yo sonrío y ella sonríe, y su sonrisa y la mía, aunque forzadas, expresan, no obstante, la alegría de vernos, el asombro gozoso de que vivimos, y, si bien pretendemos engañarnos mutuamente, y estamos persuadidos de que así es, responden a un deseo de dicha tan profundo que transfiguran la realidad y nos confortan. Encuentro a mi hermana Alfonsina más delgada y ella, por la expresión que advierto en sus ojos, debe sentirse muy penosamente impresionada por mi aspecto presidiario. ¿Y nuestra madre? Adivino más que oigo su respuesta: Bien, no del todo bien, triste, acongojada, pero… ¿Cómo quieres que esté? No deseo que mi madre venga a verme, porque el viaje de ida y vuelta en el mismo día, la espera en colas para entregar la ropa limpia y recibir la sucia y obtener el pase para la comunicación, exigen un esfuerzo excesivo a una persona tímida y débil como ella. ¿Vale la pena tanto trabajo para verme a través de las alambradas tan poco tiempo, apenas diez minutos, poco más que un relámpago? Conque me haga una visita cada cuatro o cinco meses me conformo. ¿Y la guerra? Alfonsina se encoge de hombros. Está tan lejos y es todo tan confuso… Alemanes, polacos, franceses, ingleses… ¡Bah! Sé que ahora viven solas las dos en una buhardilla de la calle de la Paz, que Fernando, el novio de Alfonsina, les ayudaba con raciones alimenticias extra del economato militar, que su licenciamiento del ejército es inminente y que se casarán tan pronto consiga él un empleo civil estable y que entonces ya no vivirán tan solas ni tan desamparadas. Me entero también de que el resto de la familia: abuelos, tíos y primos, nos han borrado de la lista, que Aurora, mi novia primera, se ha casado, y que, incluso los compañeros del partido que han logrado escapar de las redes represivas nos eluden. Nadie pregunta ni se interesa por mí, salvo Matilde, quien, de cuando en cuando, le da paquetes de cigarrillos y latas de sardinas… (Toma, para Federico, y dile que haría más por él si pudiese, pero que mi situación es peor cada día).
Nos repetimos así, con los ojos, lo que ya nos hemos comunicado por escrito, en frases telegráficas y con letra menuda, pero clara a fin de evitar la suspicacia de los censores. Los censores son los guardianes, cuánto se ríen leyendo nuestras cartas, y algunos presos que, por oscuras razones, han merecido la confianza del director del penal. Presos son también los escribientes de las oficinas penitenciarias; preso el encargado del economato, Manolo el del economato, como le llamamos, buen compañero, cuya familia tiene una fonda cerca de la prisión; presos los que registran los paquetes de ropas y alimentos bajo la vigilancia de un guardián canijo, de nariz torcida, a quien las mujeres han estigmatizado con el sobrenombre de Mediopelo, hijo de un funcionario de prisiones que murió no se sabe en qué motín carcelario, ni dónde, ni cómo, ni cuándo, y que es un hombrecillo siempre dispuesto a abofetear a un recluso con cualquier pretexto, y más si la víctima es un hombre alto y robusto, aunque haya de empinarse para ello sobre las puntas de sus pies, pero que tiene una buena condición, inapreciable en nuestra circunstancia, y es la honradez. Jamás falta nada en los paquetes, y a más de uno de sus subordinados ha impuesto Mediopelo rigurosos castigos por no haber vencido la tentación de probar una tortilla o de quedarse con un corrusco de pan ajenos.
El silbato del vigilante estrangula las voces, pero aún quedan flotando en el aire los flecos de las conversaciones interrumpidas:
—¡Avales, que, si no, le apiolan a uno!
—¡Aaava…les!
—… me apaño.
—¡Adiós!
—… y no me pidas nada.
—… el paquete.
—… díselo.
Alfonsina, después de enviarme varios besos por el aire, me muestra los dedos de ambas manos y repite la seña con dos dedos más para darme a entender que ha impuesto doce pesetas en mi cuenta de peculio. Doce pesetas para mis necesidades personales, tales como papel de fumar, sellos de correos, dos afeitados por semana y un corte de pelo al mes, significan una cantidad considerable dentro del presupuesto familiar, y yo le hago un gesto denegatorio con la cabeza, muy enérgico, y Alfonsina me responde con otro firmemente afirmativo. A mí me ha brotado espontáneamente, impetuosamente, como el grito de un dolor irresistible, pero la actitud de mi hermana, tan generosa y decidida, me calma, primero, me enternece, después, y, por último, me infunde seguridad, sentimiento éste que crece en mi interior y se convierte en un flujo de orgullo cuando, de vuelta al patio general, veo a los que merodean en torno a los grupos al acecho de una punta de cigarrillo o de una monda de boniato, a los desharrapados, a los pobres del penal, los pobres más pobres entre los pobres. Unos, porque la guerra los dejó sin familia; otros, porque sus familias los segregaron de su propio cuerpo, y, los más, porque, procedentes de las regiones del sur, la distancia y la miseria de los suyos los han dejado a la intemperie. Ellos son los que forman las brigadas de limpieza por un cazo más de rancho al día, los que husmean entre los desperdicios, los que lamen los platos de otros a cambio de fregárselos… Con la tortilla de patatas, dos latas de sardinas, un bote de leche condensada, una pastilla de chocolate, media docena de boniatos asados y doce pesetas en la cuenta de peculio, me considero un privilegiado, aunque estos alimentos hayan de durarme dos semanas, y un mes el dinero. Junto a lo que aporten Molina y Agustín, aquél más y éste menos que yo, garantiza un mínimo indispensable para subsistir. Además, algún que otro día se nos une Pablo, a quien sus tíos abastecen con relativa abundancia. Todo ello, sin embargo, no nos libra de tener que estar haciendo constantemente difíciles equilibrios sobre la cuerda floja del hambre, porque el rancho, siempre repulsivo y pobre en sustancias alimenticias, ha empeorado mucho y se reduce ya a un caldo gris con ojos de sebo, en el que sobrenadan algunos trozos de hojas de berza. Pero, hasta ahora, el hambre que nos hostiga no nos obsede del todo y podemos olvidarnos de ella en muchos momentos de la jornada. Somos los menos en estas condiciones, porque los más sufren hasta en sueños el torturante hormigueo de millones de células insatisfechas, que oscurece la mente y supedita al hombre al instinto primario de las raíces en la tierra. Yo me avergüenzo, a veces, de la situación que disfruto. También se avergüenzan por lo mismo Molina, Agustín, Pablo y otros compañeros, y lo comentamos, y lo lamentamos, y lo condenamos, pero, como el remedio no depende de nuestra voluntad, hemos de admitir resignadamente sus consecuencias. Otras veces, en cambio, oigo dentro de mí una voz que justifica mi suerte excepcional diciéndome que debo sobrevivir a la prueba porque estoy predestinado a desempeñar altas funciones en el mundo. Y es que la circunstancia me enajena. Por eso, en los trances de lucidez, cuando recobro la conciencia, comprendo que tales insinuaciones brotan del fondo más deleznable de mi persona. Entonces me siento íntimamente despreciable. Claro que son más las veces en que no puedo discernir qué es en realidad lo que me sucede, ni si lo que me preocupa es una pesadilla más dentro de la gran pesadilla en que vivimos sumergidos. En el tumulto del patio o en la promiscuidad maloliente de la sala, hay momentos en que me parece que he perdido la razón o que estoy soñando una extraña aventura inverosímil. En esas ocasiones, no oigo lo que me dicen cuando me hablan los que me rodean, y hasta su misma realidad física se me aparece borrosa, como si se hallasen al otro lado de una inmensa distancia transparente o emergieran a una superficie cristalina desde las profundidades de algún oscuro misterio, seres mudos, incorpóreos, fantasmales. Puede que la transfiguración sólo dure unos segundos, lo ignoro, pero sus efectos de desasimiento de la realidad perduran en mí mucho más tiempo. Y es entonces cuando siento la angustia de la náusea, como el despertar de una borrachera.
A nuestra vuelta del locutorio se nos acercan los amigos, ansiosos de novedades y noticias. Vencida Polonia y repartida entre Alemania y Rusia, sus implacables enemigos históricos, hecho divulgado ya por radio petate y confirmado por diversos conductos, la cuestión ahora es saber si Inglaterra y Francia van a aceptar la paz que les ofrece Hitler victorioso.
Yo no puedo aportar ningún dato nuevo y es Molina quien habla:
—Según la BBC de Londres, que ha oído mi mujer, ni Francia ni Inglaterra aceptan la ocupación y reparto de Polonia. O se vuelve a la situación anterior al uno de septiembre o continúa la guerra. Esto es lo que hay, compañeros. Naturalmente, Hitler ya no puede echarse atrás y, por lo tanto, no hay por qué temer un nuevo Munich. Ahora va en serio. Y quizás haya sido necesario el sacrificio de Polonia para que las democracias se jueguen el todo por el todo con Hitler. Además, les ha dado tiempo para movilizar sus reservas, si no en su totalidad, al menos en gran parte. Por de pronto, los franceses están ya en la línea Maginot y los británicos han podido desembarcar tranquilamente en Francia y poner a punto su flota de guerra. Claro, el enemigo más fuerte de Hitler es Inglaterra y por eso trata de convencer a los ingleses de que él no va contra su imperio.
El planteamiento del problema me parece irreprochable y tan manifiestas las intenciones de Hitler que me sorprenden por ingenuas. Hitler jugó al farol en el póker de Munich y ahora quiere repetir la jugada que le diera tan buen resultado, pero sin advertir que las circunstancias no son las mismas y que esta vez los franceses y los ingleses, que ya conocen su juego, le han aceptado el envite, habiendo llegado, por lo tanto, el momento de poner las cartas boca arriba sobre la mesa. En resumen, que ya no valen las palabras, sino los hechos. Y añado:
—Ahora hace falta saber quién atacará primero. Y pienso que será Hitler, y pronto, porque el tiempo es el gran aliado de las democracias.
—En el verano del año que viene ya no habrá fascismo en el mundo.
La sentencia de Robleda, tan rotunda y terminante, nos estremece de gozo, aun cuando no se apoye en ninguna razón sólida. Es, simplemente, el deseo traducido en palabras. Todos creemos firmemente que nuestro destino se decidirá en esta guerra y que nuestra suerte va ligada a la de las naciones democráticas, que, si triunfara Hitler, nos veríamos irremisiblemente condenados a muerte o a cautiverio perpetuo, y que si resultara derrotado, seríamos restituidos inmediatamente a la vida de los hombres libres.
—Aunque algunos no lleguemos a verlo, no importa. Lo que importa es el triunfo de la libertad —dice Agustín.
—Y de la revolución —añade Higinio.
De pronto, nos sentimos optimistas y nos miramos unos a otros como si nos halláramos en la víspera de la gran fiesta, con una copa de más en el cuerpo y esperando el toque a rebato de las campanas. Es un instante. Luego, Higinio pregunta:
—Y de la calle, ¿qué?
Molina se encoge de hombros y dice:
—Qué estos tíos no se paran en barras. Primeramente declararon nulos y sin ningún valor los billetes de Banco que puso en circulación el gobierno de la República durante la guerra. ¡Menuda jugada, que nos dejó a la mayoría sin un céntimo de la noche a la mañana! Después, anularon los matrimonios civiles, por lo que muchos españoles, yo entre ellos, no estamos casados, ni solteros, ni viudos. Tampoco han admitido los resultados de los exámenes en los institutos y en las universidades de la zona republicana, castigando así, injustamente, a unos muchachos que no tienen ninguna culpa en que estallase la guerra. Y ahora, ¿qué os parece qué han hecho ahora? Pues nada menos que derogar la ley de divorcio de la República con carácter retroactivo. ¡Vaya broma, compañeros! Resulta que gentes que se divorciaron con arreglo a esa ley y volvieron a casarse otra vez por separado, tienen que decirle adiós al segundo cónyuge y juntarse con el primero, como si no hubiese pasado nada. Vamos, que la cosa tiene narices.
—¡Dios, qué lío, tío lléveme usted al río! —exclama jocosamente Agustín y, luego, añade—: Nada, que para ellos no somos personas.
—Desde luego —dice Molina—, no puede imaginar uno que se pueda llegar a tales extremos de refinamiento para humillar y destruir a un adversario. Ni siquiera respetan los sentimientos más íntimos e inviolables de la persona. Su odio es insaciable. Sólo les falta ya desenterrar a nuestros antepasados y quemar sus restos en autos de fe.
Yo saco en conclusión que las víctimas, en el caso de la derogación de la ley del divorcio, van a ser los más inocentes, los hijos. Si los hubo en el primer matrimonio y en el subsiguiente al divorcio y si la pareja divorciada vuelve a tenerlos al juntarse nuevamente, se van a reunir nuestros hijos más tus hijos más mis hijos más los nuevos hijos nuestros bajo el mismo techo.
—Sólo falta —observo— que, después de juntarse y tener hijos otra vez la primera pareja, se muera uno de los cónyuges y el superviviente vuelva a casarse y a tener descendencia…
—Es un invento de los curas —explota Higinio—. Cosas así no se les ocurren más que a ellos.
—Hombre, claro, porque a la gente gorda, que es la que se aprovechó de la ley del divorcio, no le hace maldita la gracia el batiburrillo que se va a formar —y Agustín añade a continuación—: Coño, ¿a qué no adivináis lo que me ha contado hace poco uno de los que acaba de llegar de Madrid? —y como todos le miramos expectantes, prosigue—: ¡La caraba! Pues hay allí un curita que se las trae. Primeramente intentó casar por la Iglesia a los que lo están sólo por el juzgado o en unión libre, pero, viendo que no conseguía nada práctico, dejó correr la voz de que permitiría a la pareja pasar media hora a solas después del casamiento y sólo por tres duros. Al principio, la gente, que está tan mosqueada, lo tomó a choteo y no hizo caso, hasta que, al fin, picó uno, y, cuando éste contó lo que había hecho, se formó cola. Todo dios quería casarse. Veréis. Para empezar, te cobra los tres duros, y, después de la ceremonia, hace salir a los padrinos y a los testigos con el pretexto de echar una plática a los recién casados, pero entonces descubre, detrás de un biombo, un catre y un lavabo portátil con una toalla. Y hala, mientras él vigila por si alguien pretende entrar en la habitación, los casados, al trique-triqui, ¿comprendéis? Allí mismo, en la cárcel. ¡Es la rehostia!
—¡La madre que parió al cura ese! ¡Qué cabrón!
A mí me parece una trola descomunal y digo:
—¡Ese sí que es un buen bulo!
Pero Agustín me replica:
—¡Qué bulo ni qué hostias! Eso creí yo también, pero me lo confirmaron otros dos compañeros procedentes de la misma cárcel, uno de los cuales es de los que se ha casado así. Por cierto, me dijo que su mujer, cuando llegó el momento crítico, estaba más tiesa que un palo. Pero si está ahí el cura… ¿Cómo quieres que…? Olvídalo, mujer. Es que así no puedo, Paco. Déjame a mí, ya verás… Ella que no y yo que sí. Por fin pude convencerla. Había que hacerlo con la soga al cuello, como quien dice, pero así y todo… ¡Ojalá pudiera casarme todas las semanas para estar un rato con la parienta! ¿Qué tal, eh?
—¡Increíble! —exclama Molina.
—¡Qué suerte! —exclama Jesús.
En ese momento se nos acerca Lopérez. Por los bolsillos de su amplia chaqueta asoman trozos de pan, boniatos, zanahorias y papeles.
—¿Haciendo planes, eh? —nos pregunta con voz y gesto misterioso. Luego, toma un actitud admonitoria y nos dice—: Pues pierden ustedes el tiempo lastimosamente. Hemos caído en el infierno y no se tienen noticias de que alguien haya podido escapar de él. ¡Finis! ¿Comprenden? ¡Finis historiae! ¡Que aquí se acabó la historia, vamos! —y, sin transición, se dirige a Molina—: Vea, vea lo que trepa por sus zapatillas.
Las zapatillas de nuestro amigo son de paño oscuro y observamos en ellas algunas motas de polvo. Lopérez insiste:
—¿Sabe lo que es eso? ¡Piojos! ¡Piojos! El suelo del patio está alfombrado de piojos.
Nos agachamos y, efectivamente, no sólo en las zapatillas de Molina, sino que también en el variado calzado de los demás, advertimos que los supuestos grumos de polvo se mueven y chascan cuando los aplastamos contra el cemento del piso. ¡Son piojos!
Lopérez sigue diciendo mientras tanto:
—Los piojos irán creciendo y multiplicándose, al igual que las chinches, a costa de nuestra grasa y de nuestra sangre, hasta que acaben con nosotros. Señores, nos devorarán los piojos y las chinches, miserablemente. Ni siquiera vamos a tener el honor de morir entre tigres y leones como los mártires del cristianismo. ¡No! ¡Devorados por los piojos, señores míos, devorados por los piojos!
Y, sin tomarse un respiro, recita:
—¿Hombre un rojo? Es un decir.
—Pues, ¿qué hacer con tantos rojos?
—Que se los coman los piojos
y a otra cosa,
mariposa,
que nadie lo va a sentir.
Piojos, rojos…
Rojos, piojos…
¿Qué más da?
Entre rojera o piojera
mejor es que el rojo muera
y ya está.