Un patio cuadrangular, tres de cuyos lados lo formaba una construcción de mampostería de dos plantas con dos filas, paralelas y simétricas, de tragaluces enrejados. En los ángulos, ventanas protegidas también por rejas, en la planta superior; y, en la inferior, una puerta chapada y con mirilla. Otra puerta semejante en el murallón liso del cuarto lado comunicaba el departamento celular con el resto de la enorme prisión. Alrededor de los cuatro muros corría una acera de cemento agrietada y desportillada en algunos tramos. El espacio de tierra así limitado recordaba que allí hubo, en algún tiempo, un conato de jardín, del que sólo quedaban cuatro raquíticos árboles, uno en cada esquina.
Ahora, en el centro, se veía una mesa cubierta con un paño blanco, sobre la que se alzaban un crucifijo, dos velas y un misal. Un sacerdote ventrudo, de doble papada y calvo, celebraba misa ante tan escueto altar, ayudado por un hombre menudo, de cabeza ratonil, vestido con un traje de pana oscura. Tras ellos, más de medio centenar de hombres en formación, flanqueados por varios guardianes, asistían a la ceremonia con fastidio y desgana bien patentes.
La mañana se cernía en lo alto como una doncellez azul, lejana, imposible, y palpitaba en el aire suave que movía las hojas de los árboles enfermizos y acariciaba voluptuosamente a los hombres de la formación, estremeciéndolos, porque les sugería que, al otro lado de aquellos muros, el campo se desparramaba por la llanura sin límites como una invitación a la huida, a la carrera, a ser viento y remontar los montes y los mares y ser libres, libres, libres.
El sacerdote rezaba rutinariamente las preces latinas que nadie escuchaba, y el acólito farfullaba respuestas ininteligibles, alzaba el borde de la casulla cada vez que el oficiante doblaba la rodilla, o trasladaba el misal de un extremo a otro de la mesa a una indicación de aquél.
—Dominus vobiscum.
Abría y cerraba los brazos, de cara a los presos, al tiempo de entornar beatíficamente los ojos e hinchar la doble papada, en ademán litúrgico de amor fraterno, aunque su voz, átona y rituaria, dejase caer de sus labios las palabras como caen de los árboles las hojas secas en otoño.
—Et cum spiritu tuo —respondió atropelladamente el acólito con trazas de ventero o de albéitar rural.
La calma, el silencio y la indiferencia transformaban la escena real en una especie de pantomima fantástica, nebulosa, evanescente. Nada de lo que se decía o hacía ante sus oídos o sus ojos tenía sentido alguno para los hombres obligados a presenciar, formados en filas, mudos y ajenos testigos, aquel acto impío. Algunos de ellos permanecían con los ojos cerrados, quien miraba al cielo o se entretenía en contar los tragaluces y los barrotes de las rejas, quien se abstraía, con los ojos abiertos, pero sin ver lo que le rodeaba, en sus propias cavilaciones. No faltaban tampoco los que a través del hilo de miradas y guiños disimulados se trasmitían sus acordes sentimientos de repugnancia y desdén por aquella farsa con pretensiones de función religiosa. Tal vez difirieran entre sí en que unos desearan que terminase cuanto antes, mientras que otros, en cambio, prefiriesen que se prolongara lo más posible con tal de respirar más tiempo el aire que trascendía de la campiña, impregnado de un olor indefinible a vides, ortigas, herbazales y sequíos lejanos. Sólo los guardianes, estirados y serios, aceptaban su papel de funcionarios en acto de servicio, aunque les aburriese y fastidiase.
De pronto, el sacerdote se volvió hacia los asistentes. Ya no había beatitud en sus ojos. La misa, como el altar, quedaba tras él. Ahora tenía enfrente a unas docenas de hombres que le miraban sin disimular el odio y el desprecio que sentían por su persona.
—Queridos hermanos —dijo, tras cruzar las grandes y gordas manos sobre la obscena curva de su vientre de hombre bien cebado.
El incongruente saludo espolvoreó sonrisas ácidas en los labios de algunos oyentes mientras provocaba en otros fruncimientos de cejas y gestos de hostilidad. (Hombre, queridos hermanos, ¿eh? Hermanos, ¿de qué, de cuándo, de cómo? ¡Vaya jeta que tiene el tío este! A lo mejor dice que es amigo nuestro… Pero, ca, ya te hemos calao, bacalao. Pues no le ha sentado mal la guerra, no. Mírale, mírale. A que ha sido secretario de alguna colectividad o de alguna cooperativa nuestra… No nos vendrás con la monserga de que, si te arrean una hostia en un carrillo, pongas el otro, ¿eh?, gran cabrón. Ni con el cuento de la amnistía… Venga, acaba pronto y déjanos en paz. ¿A cuántos has tratado de confesar antes de que se los llevasen al picadero y a cuántos has bendecido después de haberlos fusilado?)
El oficiante, impertérrito, continuó, después de una pausa:
—Renuncio por hoy a explicaros el Evangelio, porque me supongo que os interesa más saber dónde estáis. No niego, no, que sepáis ya su condición. ¿Quién no ha oído alguna vez el nombre de este penal? Es famoso. Pero el nombre no basta. Ahora lo conoceréis por dentro, de verdad, y es conveniente que preparéis vuestro ánimo y se os diga desde el principio a qué debéis ateneros para que os resulte menos penoso.
Hizo otra pausa y sonrió de nuevo. Los hombres de la formación empezaron a agitarse, a cambiar de postura, a mirarse entre sí, ya sin disimulos, y a mostrar descaradamente su repulsa a las palabras del sacerdote. Este prosiguió, respondiendo intuitivamente a la réplica muda del auditorio:
—Sí, porque ésta no es como esas improvisadas prisiones de Madrid, donde la disciplina deja mucho que desear por la sencilla razón de que sus edificios, construidos para otros menesteres, no reúnen las condiciones precisas. Esta, en cambio, es una prisión modelo, clásica, en la que el orden y la disciplina son muy severos. Tened en cuenta que no habéis llegado aquí por casualidad, sino para extinguir condena, una larga condena. Porque no debéis olvidar una cosa y es que estáis aquí por la benevolencia del Caudillo, pues lo más seguro es que la mayoría de vosotros merecería estar ya en el otro barrio, criando malvas.
Una tos y carraspeos, seguidos inmediatamente de un nutrido coro de toses y carraspeos, fue la respuesta protestataria de los forzados oyentes, y el orador se interrumpió, hasta que uno de los guardianes, alto, rubio, de cabeza erguida y con aspecto de girasol, se adelantó unos pasos y gritó, con voz chillona:
—¡Silencio! ¡Fir-més!
Se acallaron los rumores y los presos juntaron los pies. El cura prosiguió en un tono menos evangélico todavía:
—¡Bien! Si todos fuerais inocentes, ¿queréis decirme quién dio martirio a tantos miles de sacerdotes y religiosos, quién asesinó a tantos buenos patriotas y cristianos?
Sus palabras eran gritos, estocadas. Naturalmente, nadie contestó sus preguntas, y él prosiguió, jadeante:
—No sé quién de vosotros lo haya hecho ni me importa, pero todos sois reos de la misma culpa. ¡Todos! —Marcó otra pausa para respirar hondo, y siguió diciendo—: Nosotros no queremos venganza, sino justicia. Ahora bien: una cosa es la justicia de Dios, Nuestro Señor, infinitamente misericordioso, quien ya os ha perdonado, y otra la justicia de los hombres, que exige el castigo y la expiación de la culpa aquí, en la tierra. Entended esto bien a fin de que no confundáis la una con la otra. Por vosotros y otros muchos, muchísimos, se ha derramado tanta sangre en España y el país entero ha quedado en ruinas, sabe Dios por cuánto tiempo. Siendo así, ¿qué esperáis? ¿Borrón y cuenta nueva? Eso, ¡nunca! Y desengañaros de una vez: no habrá amnistía ni perdones generales. Por demasiada blandura ocurrió lo que ocurrió. Si cuando la revolución de Asturias se hubiese hecho una justicia ejemplar, tengo por seguro que no hubiera sido necesario un 18 de julio. Eso está claro y, como está claro, yo os aseguro que no se volverá a repetir.
Una nueva pausa, otro respiro y, finalmente:
—Pesa sobre vosotros una condena de treinta años de reclusión mayor. Bien. A pesar de todo, yo no creo que la cumpláis enteramente. No. Tantos años, seguramente no. Pero por lo menos veinte, sí. Veinte no hay quien os los quite. Así que haceros a esta idea, aceptadla y tratad de cumplir aquí dentro lo mejor posible y todo os resultará más fácil y llevadero. Y que Dios os bendiga.
Y volvió bruscamente la espalda al rostro pétreo, un solo rostro, de todos aquellos hombres, que acababa de ser abofeteado de una manera tan ignominiosa.
La misa continuó a un ritmo más rápido. Cuando llegó el momento de la consagración, los reclusos, a una voz de mando, hincaron una rodilla en tierra, conteniendo difícilmente el grito blasfemo que les escocía las gargantas. Luego, otra vez a pie firme, los hombres de la formación siguieron, impasibles e indiferentes, el desarrollo de la ceremonia hasta su final. Sólo comulgó el acólito.
—¡En filas de a dos! ¡Marchen!
La doble fila, sin garbo militar ni aire deportivo alguno, se dirigió entonces hacia la puerta chapada y con mirilla, que un guardián había abierto previamente, y penetró en el tétrico corredor con piso de cemento, a cuyos lados se alineaban las celdas, cada una con su número y su mirilla o chivato, dispuestas de modo que ninguna puerta quedase enfrente de otra. Seis de ellas, situadas en el mismo lado, aparecían abiertas.
—¡Alto! —gritó un guardián al llegar la cabeza de la columna a las celdas abiertas, y añadió después—: ¡Cada uno a su celda! ¡Rápido!
Una vez dentro, diez en cada celda construida para un solo inquilino, sus ocupantes se colocaron de nuevo en dos filas, frente a frente, y permanecieron en actitud rígida hasta la aparición del guardián. Entonces levantaron el brazo al estilo fascista y gritaron:
—¡Arriba España!
El grito se repitió seis veces y fue seguido de los correspondientes portazos y cerrojazos que ejecutaba el acólito corriendo tras el guardián.
Cuando al fin terminó todo y pudieron hablar, dijo Molina:
—¿Qué os parece el ejemplar de cura que nos ha tocado?
—Una mala bestia.
—Valiente marrajo.
—Pues si el cura es así, ¿cómo serán los carceleros?
Llegamos la noche anterior, en tren, con escolta de guardias civiles, muy animados por la noticia de la invasión de Polonia, que preludiaba, a nuestro juicio, una nueva conflagración mundial en la que se jugaría otra vez nuestro destino, y todavía con las huellas de los abrazos y los besos de los seres queridos en la despedida de la estación. Para algunos casi era un viaje inútil pues pensaban que retornaríamos en breve, libres y victoriosos, a consecuencia de la rápida e inevitable derrota de las potencias fascistas. Pero, desde la estación de ferrocarril donde nos apeamos hasta el penal, había un largo, polvoriento y empinado camino que debíamos recorrer a pie, cargados con los petates, maletas y fardeles, bajo el hálito sofocante de los campos abrasados, y rápidamente perdimos el buen humor y empezamos a sentir los efectos del ahogo y de la fatiga. Menos mal que los guardias civiles de la escolta nos permitieron detenernos de cuando en cuando para respirar y cambiar de hombro y mano los pesados equipajes. Cinco o seis meses de inmovilidad en la cárcel y de una alimentación apenas suficiente para subsistir nos habían debilitado físicamente hasta el extremo de que aquella marcha que en la guerra, cargados con el fusil y demás pertrechos militares, nos hubiera parecido un simple paseo, exigiese de nosotros un esfuerzo superior a nuestras fuerzas. Así que, al alcanzar las primeras casas del pueblo, todos estábamos físicamente agotados. Tras una nueva parada para reagruparnos, puesto que algunos, al no poder seguir el ritmo de marcha impuesto por la cabeza de la formación, habían quedado muy retrasados, reemprendimos la caminata.
Íbamos en filas, bordeando las aceras en las que los vecinos del lugar, huyendo del calor almacenado en sus casas, esperaban el sueño y la leve brisa que intermitentemente venía de la oscuridad, sentados en taburetes o en el suelo y con el botijo cerca. Se oyeron de pronto unos gemidos dolientes y corrió por los expedicionarios un estremecimiento de compasión. Era una vieja vestida de luto, sarmentosa, con pañalón negro sobre la cabeza, quien gemía, y Agustín quiso consolarla diciéndole en tono jovial, aunque le salió ronca la voz por el polvo y el reseco de la garganta:
—No llore, abuela. Ya verá qué pronto estaremos otra vez libres.
La columna se había detenido. La vieja, al oír las palabras de Agustín, levantó hacia él la mirada y, agitando las manos retorcidas, le gritó, con palabras entrecortadas y silbantes:
—Eso es lo que yo siento, canallas. ¡Deberíais estar todos colgados!
Agustín y los que, junto a él, recibieron en el rostro el soplo de odio de aquel ser caduco y engarabitado, se quedaron fríos. Ya no se habló más ni nos detuvimos hasta encontrarnos frente a la gran puerta de la prisión, flanqueada por las garitas de los centinelas.
Formamos en el cuerpo de guardia para el recuento y cambio de papeles y firmas entre el jefe de la escolta y el funcionario de prisiones que se hizo cargo de nosotros.
—¡De frente! ¡Marchen!
Cargar otra vez con la impedimenta que nos pesaba más a cada momento. Chirridos de cerrojos y rastrillos que nos engullían. Todo ejecutado con rapidez, atropelladamente, a la luz velada de unas sucias bombillas eléctricas.
Recorrimos un foso amurallado, sumido en densa oscuridad, y finalmente, traspusimos una puerta, abierta en uno de los muros, para desembocar en un estrecho corredor, con puertas a ambos lados, sobre el que resonaban lúgubremente nuestras pisadas, e iluminado también por pobres y distantes puntos de luz.
—¡Alto!
Allí nos esperaban otros tres funcionarios. El de más edad, delgado, con el estómago hundido, de cara rugosa y boca mal dentada, nos habló así:
—Acaban ustedes de entrar en este centro penitenciario y todos esperamos que se porten bien, que obedezcan y callen. Ahora ocuparán las celdas que se les han asignado. Diez en cada una. Apréndanse bien su número para que lo canten cada vez que tengan que llamar por algo. En los recuentos y en cualquier ocasión en que aparezca ante ustedes un funcionario, se pondrán en actitud de firmes, saludarán con el brazo en alto y gritarán ¡Arriba España! ¿Entendido? Lo demás lo irán aprendiendo sobre la marcha, pero sepan desde ahora que aquí se castiga con el máximo rigor cualquier falta a la disciplina. Y nada más por ahora. ¡Fir-més!
Y, en posición de firmes, cantamos el «Cara al Sol», cuyas briosas notas, salidas de gargantas resecas, y entubadas por los angostos y resonantes corredores, repercutieron, no como las de una alegre canción de juventud y de guerra, sino como aullidos de perro apaleado. Y, los tres gritos finales, como tres estacazos.
Entramos después en las celdas, en las que habríamos de convivir diez personas durante las veinticuatro horas del día. Una taza evacuatorio, una bombilla junto al alto techo, una mesa consistente en una tabla clavada sobre dos maderos incrustados en el muro, un grifo, un cubo, un botijo y el tragaluz sin cristales, cruzado por dos barrotes de hierro en cruz, constituían el mobiliario y la decoración del habitáculo.
Inmediatamente se cerraron las puertas y sonaron seis rotundos portazos que encogieron nuestros corazones. Y se apagó la bombilla.
Nuestro primer movimiento fue el de abalanzarnos sobre el grifo y el botijo, pero aquél estaba seco y, éste, vacío. Entonces, alguien propuso dar unos golpes sobre la puerta. Y así lo hizo. Otros le imitaron en las celdas contiguas y el túnel retumbó con los ecos múltiples y profundos del tableteo, hasta que se oyó, sobre el estrépito, una voz imperiosa:
—¡Silencio!
Cuando cesó el aporreo de las puertas, la misma voz preguntó:
—¿Qué número?
Y, a través de las mirillas, se dispararon las respuestas:
—¡La veintiuna!
—¡La diecisiete!
—¡La diecinueve!
Otra vez cortó la algarabía la misma voz de mando:
—¡Silencio! —añadiendo—: ¿Qué quieren?
—¡Agua!
—¡Agua!
—¡Agua!
—¡Silencio! Y, tras el silencio, el aviso:
—Sólo se da agua durante dos horas, por las mañanas, después del desayuno, para el aseo personal y de la celda. Tendrán que llenar entonces el botijo si quieren tener agua que beber durante el resto del día. Y ahora, ¡a callarse!
No nos fue posible extender los diez petates sobre el suelo, porque no cabían más que seis. Luego, nos desnudamos a ciegas y nos dejamos caer sobre el duro lecho común, apretujados, rozándonos unos con otros, sudorosos, jadeantes, silenciosos, y martirizados por la obsesión de la sed, sin más deseo que el de quedarnos rápidamente dormidos para huir de aquella realidad hostil y denigrante. Ni siquiera Agustín tuvo ánimo para lanzar una de sus características humoradas. Al poco rato, sólo se oía el chasquido de las lenguas pastosas de quienes entreveían, tal vez, a la luz de la imaginación, hontanares que manaban, a borbotones, agua cristalina y fresca. Y pronto comenzó el concierto de los roncadores.
Entre tanto, la noche, con su oscuro e impenetrable rostro acuchillado por los barrotes, nos miraba desde su inmensa lejanía, muda e inmisericorde.
El agudo toque de corneta nos despertó súbitamente, sacudiéndonos y zarandeándonos, y, sin apenas darnos cuenta, nos vimos de pie, mirándonos los unos a los otros como si ninguno supiera dónde se encontraba, atónitos, desconcertados, temerosos. Pero la común perplejidad sólo duró unos instantes, porque Agustín se dirigió en seguida al grifo y el gorgoteo del agua luchando con el aire en la tubería nos despabiló completamente.
—¡Agua! —fue la exclamación unánime.
De pronto, la exigencia de la sed se nos hizo irresistible. Algunos trataron de apoderarse del grifo, pero les contuvo Agustín
—No. Primero, el botijo. Después, el cubo. Yo me encargo de llenarlos mientras vosotros recogéis los petates.
Los ansiosos e impacientes se dominaron y todos a una nos pusimos a recoger y enrollar las colchonetas mientras oíamos caer el agua en la panza sonora de la vasija, tentadoramente. Levantamos las camas y nos vestimos de prisa, como autómatas, y sin cruzar palabra aunque a veces nos tropezásemos y nos estorbásemos. Y cuando quedó lleno el botijo, Agustín, todavía en calzoncillos, colocó el cubo bajo el manadero y alzó aquél sobre su cabeza.
—Anoche —dijo— soñé que estaba en Aranjuez y que me bebía el Tajo —y luego se apagó su voz, ahogada por el chorro de agua que ingurgitaba estruendosamente.
El botijo fue pasando de uno a otro. Bebíamos con tal ansia y vehemencia que algunos se atragantaban y vertían el agua lastimosamente. Al fin saciamos la sed que nos atormentaba. Entonces orinamos en fila y en fila nos refregamos someramente el rostro sobre la taza evacuatorio, con el agua que extraíamos del cubo con los platos de aluminio, que así nos servían también de jofaina.
El desayuno consistió en un cazo de agua negra y humeante, edulcorada ligeramente con sacarina, que nos repartió un ranchero bajo la vigilancia de un guardián, al que saludamos previamente al estilo fascista y con el grito de ¡Arriba España!
Cuando se cerró de nuevo la celda, desatamos los fardeles, pero antes de que cada cual comenzase a comer de lo suyo, habló Molina:
—Como no sabemos el tiempo que vamos a estar aquí juntos ni cuándo podremos recibir otra vez alimentos de casa, yo propongo que formemos una sola república con todo lo que tenemos y que alguien se encargue de administrar y repartir equitativamente entre todos lo que hay, porque no vamos a consentir que unos coman mientras otros miran, ¿no? Y creo que debemos hacer lo mismo con el tabaco.
Sólo se opuso Jesús:
—Lo siento mucho, pero yo no puedo participar en esa república porque no he traído nada de comer, y porque, además, no fumo.
Jesús, pequeño, de cabeza grande, sonreía y nos miraba humildemente.
—Pues por eso mismo, nadie mejor que tú para administrar nuestra república. Voto por ti.
A mi voto siguieron los demás y, aunque en un principio Jesús se resistió, pudimos finalmente convencerle y se hizo cargo de la intendencia, previo inventario a la vista de todos, y para empezar el día nos repartió una onza de chocolate, un trocito de pan y tres cuartos de cigarrillo por barba.
Mientras comíamos en silencio, pasé revista a mis compañeros de celda. Allí estaban Manuel Molina, siempre ecuánime y, en cierto modo, hermano mayor de todos; Robleda, de ojos azules casi siempre asombrados, paciente y buen amigo; Agustín, razonador, con tendencia al humor grueso, un tanto infantil y muy glotón; Pablo, de inteligencia clara, vehemente e ingenuo; Jesús, simple y confiado; Adolfo, hombre del Rastro madrileño, con ínfulas de pícaro, pero, en el fondo, inofensivo; Joaquín, muy ordenado y casi siempre de mal humor; Higinio, lector de Reclus y Anselmo Lorenzo, que solía hablar como si se dirigiese a una asamblea de su sindicato, y Rodrigo, parco en palabras y contradictor por sistema. Y yo, Federico Olivares, maestro de escuela, sin ningún vicio ni ninguna virtud especiales, uno de tantos jóvenes al aire de su tiempo. En suma, diez hombres grises, más bien vulgares, ni buenos ni malos, sobre quienes, sin comerlo ni beberlo, recaía nada menos que la responsabilidad histórica de una gran tragedia nacional. Diez hombres sencillos, cuyas vidas hubieran transcurrido seguramente exentas de notoriedad, transfigurados en héroes y mártires contra su deseo, por un designio caprichoso y absurdo. ¿Por qué teníamos que pagar nosotros los errores acumulados por las generaciones precedentes?
Agustín fue el primero en devorar su ración y en encender su pitillo. Se levantó y empezó a pasear, recorriendo el breve y estrecho pasillo formado por las piernas de sus compañeros sentados en dos filas, frente a frente.
—En resumen, amigos —y el humo del tabaco salía por sus narices, desde el fondo de sus pulmones, en chorros blanquecinos—, hemos caído en una verdadera ratonera. Si tenemos que estar encerrados aquí mucho tiempo, acabaremos subiéndonos por las paredes, a no ser que inventemos el modo de combatir el aburrimiento. ¿Es así o no? —y, como nadie replicara, añadió—: Coño, parecéis agilipollados. Bien, he pensado por vosotros y, por lo tanto, propongo que organicemos partidas de ajedrez y de damas y alguna otra cosa más que se os ocurra, si es que se os ocurre algo, que lo dudo.
—Mira, Agustín —dije yo—, lo primero que tienes que hacer es sentarte y estarte quieto, porque si sigues yendo de un lado a otro, nos vas a marear y tú vas a perder inútilmente una buena dosis de calorías.
—En efecto —y Agustín me hizo una cómica reverencia—, así es. Ya estoy sentado, Federico. Sé que aquí hay que tener conciencia, paciencia y, sobre todo, resistencia. Bien. Y ahora, ¿qué?
Molina, sonriente, dijo:
—Me gustaría saber lo que está ocurriendo ahora mismo en Polonia, porque es allí dónde se está jugando nuestro destino —Agustín asintió con un movimiento de cabeza y Molina preguntó—: ¿Se habrán rajado Inglaterra y Francia?
—Yo pienso que sí —se apresuró a contestar Rodrigo—. Tienen demasiado miedo a Hitler.
—Pues yo pienso que no —terció Pablo—. Esta vez Inglaterra no podrá echarse atrás. Y si ella se lanza, ¿qué otra posibilidad le queda a Francia que seguirla? La guerra mundial es, pues, inevitable. Una guerra que, con el armamento actual, no puede durar mucho. Así que…
—Vamos, que esto va a ser una pequeña vacación para nosotros, ¿no? —bromeó Agustín, añadiendo—: ¿Y tú, qué piensas, Federico?
—Creo que Pablo tiene razón. Después de engullirse Polonia, los alemanes exigirán sus antiguas colonias y, después, un nuevo reparto de África y de Asia, y eso lo sabe Inglaterra. Por eso no tiene más remedio que pararle los pies a Hitler de una vez, no por Danzig, naturalmente, sino por su imperio. En lo que ya no estoy tan seguro es que la guerra termine tan pronto como opina Pablo —Pablo hizo intención de interrumpirme, pero le contuve con un gesto—. Ya sé, ya sé, que las armas modernas son irresistibles pero no hay que olvidar que las emplearán todos los beligerantes y que, por lo tanto, se neutralizarán. Pero no es eso lo que más me preocupa ahora, sino nuestra situación.
—Nosotros, quietecitos —dijo Pablo.
—¿Y si España entra en la guerra? ¿Crees que nos dejarían aquí comiendo la sopa boba mientras los demás se jugasen el pellejo en los frentes? ¡Ni hablar de eso! Formarían con nosotros batallones disciplinarios y nos mandarían a la matanza. Quiero decir que iríamos por delante y que seríamos carne de cañón. Y yo pregunto, ¿contra quiénes y para defender qué?
—¿Y si España permanece neutral?
La pregunta de Higinio nos sorprendió, porque era inimaginable para nosotros que España, amiga, aliada y deudora de Alemania y de Italia, pudiese quedarse detrás del burladero.
—¿La dejarán en paz los alemanes? —preguntó, a su vez, Rodrigo, contestándose él mismo—: Me parece que no. Pero Higinio no se dio por vencido:
—Nuestro país es un montón de ruinas y, por lo menos, la mitad de su población es antifascista. Ponernos otra vez el fusil en la mano podría resultar muy peligroso para nuestros enemigos.
—¿Fusiles? O pico y pala —insistió Rodrigo.
Siguió un silencio, porque el diálogo se mordía la cola, durante el cual mi imaginación voló a los campos de Polonia. Vi sus ciudades en llamas y a sus gentes, agonizando entre los escombros, y oleadas de tanques arrasando sus labrantíos y sus aldeas, y bandadas de aviones oscureciendo el cielo y esparciendo la semilla de la muerte, y niños y mujeres innumerables huyendo sin rumbo de los demonios exterminadores, y la cruz gamada flotando, victoriosa, al viento abrasador de los incendios… Yo temía a los hitlerianos, porque representaban la fuerza bruta, el terror y el exterminio como sistema, fuesen o no amigos de la España fascista. Si, en cualquier caso, los hitlerianos penetrasen en España, nosotros, los presos, y nuestros familiares, seríamos sus primeras víctimas. Nos fusilarían, nos decapitarían o nos gasearían.
Unas palmadas que resonaron en el túnel me volvieron a la realidad. Luego, oímos:
—¡A formar para el recuento!
Nos levantamos y nos pusimos en posición de firmes. Y guardamos silencio. Y, a poco, comenzó el estrépito de las cerraduras y los cerrojos. Un ordenanza abrió nuestra celda tan velozmente que apenas pudimos verle. Tras una pausa, apareció el guardián. Hicimos el saludo y gritamos ¡Arriba España! El funcionario, alto, macizo, rústico, nos contó con la vista. ¡Arriba España! ¡Arriba España! ¡Arriba España!… Al apagarse la traca de gritos, se extendió nuevamente el silencio por los corredores.
Desde nuestra celda sólo veíamos un trozo del muro de enfrente y oíamos algunos cuchicheos, leves como susurros. Siguieron unos momentos de expectativa, al cabo de los cuales apareció el ordenanza, un campesino recio, de tez morena y rostro enjuto, alto y musculoso, diciendo:
—Salgan y formen de a dos para la misa.
Nueva sorpresa para nosotros.
—Pero si hoy no es día festivo… murmuró Molina.
—Y qué más da —bisbiseó Agustín.
Y Robleda dijo:
—Como no cuesta nada… De la Pepa puedes escapar, pero de la misa, ¡ni hablar!
Se sientan en los petates, visiblemente deprimidos por las palabras del sacerdote, cuya impresión no han logrado desvanecer ni las bromas ni las burlas, ni siquiera el pitillo que, a propuesta de Agustín, fuman para quitarse el mal sabor de boca y levantar un poco los ánimos. El único que no echa humo es el pequeño y cabezudo Jesús, zapatero remendón, quien, tras la toma del cuartel de la Montaña, sintió la tentación de ver con sus propios ojos lo que se decía, que ya no volvió al trabajo y se alistó en un batallón de voluntarios, para terminar la guerra con los galones y el empleo de cabo furriel. ¿Cómo podía tener conciencia Jesús de lo ocurrido y de lo que le esperaba? ¿Le había explicado alguien alguna vez, en forma comprensible y convincente, las razones que justificasen el hecho de carecer de padres conocidos? ¿Por qué le abandonaron en la puerta del hospicio y cuál era su culpa?
—Yo no pedí ni quise nacer, pero nací —dice—. Y aquí estoy. Uno no es nadie ni sabe nada. Por lo tanto, lo mejor es no preocuparse por lo que pueda suceder. Cada uno nace con su sino a cuestas y no hay manera de quitárselo de encima.
—¿Eres soltero? —le pregunta Olivares.
Jesús deniega con la cabeza y añade:
—Me casé con una chica de la inclusa cuando salí de la mili. Se llama Caridad y es muy buena. La última vez que vino a verme a la cárcel, hará cosa de un mes, estaba muy contenta porque había entrado a servir en una casa de postín. En cuanto le dijo a la señora que era hospiciana, quedó admitida sin más requisitos. Le pagan poco, pero tiene la comida y la cama aseguradas. Claro que si supieran que tiene un marido condenado por rojo, la echarían a la calle a patadas, caso de no meterla en chirona, que sería lo más probable, ¿no? Por eso no ha vuelto a visitarme ni pudo salir a la estación para despedirme. Pero es muy lista y, en cuanto pase algún tiempo, ya se las arreglará ella para mandarme comida con la mujer de algún compañero y también para venir a verme algún día. Como no tenemos hijos…
Alguien opina que, en las circunstancias por las que atraviesan, el no tener hijos es una ventaja, a lo que replica Jesús:
—Bueno, pero no creáis que es porque no valgamos para ello, no. Nosotros no tenemos hijos porque no queremos. Ya antes de la boda nos juramentamos para no echar hijos al mundo. Y nuestro sacrificio nos cuesta. Ni desahogarse a lo natural puede uno, pero es preferible a que salga una criatura que tenga que apellidarse Expósito y Expósito y que, además, tenga que ser pobre toda su vida.
—Anda, y parecía lipendi el julay éste…
—No confundas la gimnasia con la magnesia, Adolfo —le interrumpió Agustín, añadiendo—: Ahí donde le ves, Jesús es un filósofo.
—¿Filósofo? ¡Anda, mi madre! Pues si Jesús es filósofo, yo soy el Nuncio de Su Santidad, no te jode…
Agustín muestra su sonrisa de tiburón, adelantando la quijada, y suelta contra Adolfo una de las suyas:
—Mira, chico: ni resumas, ni consumas, ni presumas, ¿estamos?
Adolfo gallea la cabeza y, mirando a Agustín entre provocativo y burlón, deja caer sus palabras con mucho retintín:
—Vamos, que te quieres quedar conmigo, ¿no?
La cuestión se enturbia evidentemente y Robleda corta por lo sano:
—¿Queréis dejaros de chinchorrerías, coño? ¿Es que no tenemos bastante con estar aquí?
Agustín y Adolfo se miran un instante a los ojos, como si quisieran atravesarse con la mirada, y, súbitamente, rompen ambos a reír estrepitosamente. Y, después de desahogarse, dice Adolfo:
—Un poco de cachondeo nunca viene mal, ¿no?
—¡Silencio! —grita entonces Higinio, y agrega, al quedar todos suspensos—: ¿No oís?
Hecho el silencio, se oye efectivamente el rumor sordo y acompasado de numerosos pies sobre el piso del patio y un débil jadeo de muchedumbre. (¿Otra tanda de presos para asistir a misa?) Instintivamente se agrupan bajo el tragaluz para oír mejor. Suenan toses y carraspeos de agudo timbre. (¡Dios! ¿Tendrán encerrados aquí también a chiquillos?) Se repiten las toses y los carraspeos insistentemente, con la intención, sin duda, de que lleguen a oídos de alguien. Los hombres se miran unos a otros, sorprendidos y expectantes, pero ninguno se atreve a formular en voz alta las preguntas e interjecciones que les llenan la boca. Una voz masculina ordena rudamente ¡Alto! y, automáticamente, cesan los rumores, las toses y los carraspeos. Y, de pronto, sucede algo que les deja sin aliento. Y es que un nutrido coro de voces chillonas, desiguales, pero indudablemente femeninas, empieza a cantar el himno del Requeté. El asombro de los hombres llega casi al pasmo. ¡Mujeres! ¡Y ahí mismo, al alcance de la mano, como quien dice! Claro que existe un grueso muro por medio, pero… La imaginación de los hombres echa a volar. Habrá entre ellas mujeres hermosísimas. La frescura de las voces delata la juventud de las cantoras. Por el tragaluz penetra un torbellino de aire cálido que les excita, les turba y les zarandea. Y que les enternece también.
Entonces, Federico percibe que se mueve la mesa. Se acerca a ella y ve que los maderos incrustados en el muro son sacudidos desde la celda contigua, lo que le hace suponer que, al otro lado, sirven también de soporte a otra mesa igual. ¡Quién sabe durante cuántos años han sido movidos y golpeados con el fin de establecer un mínimo y rudimentario sistema de comunicación entre los ocupantes de ambas celdas! A causa de esas manipulaciones existe una cierta holgura entre el madero y la piedra, a través de la cual es posible pasar un delgado hilo de voz. Federico se agacha y junta el oído al punto donde el palo se hunde en la pared y oye, desde una distancia incalculable:
—¡Compañero, compañero!
—¿Qué quieres? —responde Federico.
—¡Mujeres! ¡Mujeres!
—Sí, mujeres, mujeres…
—¿Qué pasa?
—No lo sabemos.
—¿Tenéis alguna noticia?
—¿De qué?
—¿De qué va a ser? De la guerra, hombre.
—No.
—Nosotros, tampoco. Hala, hasta luego.
(¿Noticias? ¿Por dónde y cómo podrían llegarnos? Vivimos tan aislados como ellos y, no obstante… Acabaremos por inventarlas. Seguro, porque está visto que no podemos vivir sin noticias, aunque sean falsas, aunque se trate de bulos que luego no se cree nadie…)
Las mujeres han terminado de cantar el «Cara al sol» y Federico y sus compañeros deciden aupar a Jesús, el más ligero de todos, para que se asome al tragaluz y les describa lo que ve, y se le encomienda a Higinio que se coloque junto a la puerta para tapar el chivato y avisar a tiempo si oye que alguien se acerca por el túnel.
—Ten cuidado de que no te vean a ti los guardias —recomienda Molina a Jesús.
El vigía se sitúa en uno de los ángulos del ventanuco, a contraluz, y permanece quieto y mudo.
—¿Qué ves? —le pregunta, impaciente, Pablo.
—¿Son de verdad gachís, muchas gachís? —le apremia Adolfo.
El coro femenino canta ya el himno nacional. Jesús se vuelve a los que le sostienen y les hace señas para que le bajen, y se despide del espectáculo, del que es el único gozador, enviando un beso a través de los barrotes, hacia la luz.
Ya en el suelo, le rodean, le estrujan, le bombardean a preguntas:
—¿Son muchas?
—¿Hay jóvenes?
—¿Qué pinta tienen?
—Las hay guapas, ¿verdad?
En aquel momento, Jesús se siente muy importante y así se lo hace comprender a los demás:
—Si no os calláis y me dejáis respirar, no os diré ni una sola palabra. ¡Sois la rehostia, compañeros!
Adolfo va a soltar un taco, pero Agustín le tapa la boca con la mano.
—¡Eh! No te sulfures, ni te moltures, ni te apures —le dice.
Los demás, puestos tácitamente de acuerdo, se retiran a sus respectivos petates y quedan en silencio, mirando a Jesús que es el único que permanece en pie.
—Está bien, hombre, ya puedes empezar —dice Higinio.
—Desembucha ya, coño —le insta Adolfo, sin poderse contener por más tiempo.
Jesús aún se solaza prolongando un momento más la tensa expectativa de sus compañeros, y, por fin, dice:
—Muchachos, qué mujerío. Son cientos. Viejas, jóvenes, de todo, aunque yo creo que abundan más las jóvenes. ¡Y están como Dios, a pesar de que muchas tienen el pelo cortado a rape!
—Presas, ¿verdad?, es decir, compañeras, ¿no? —le pregunta Molina.
—Pues claro que presas. Forman en filas como nosotros y cantan con el brazo en alto, vigiladas por guardianes.
—¿Guardianes? ¿Hombres? ¿Qué dices?
—Lo que oyes.
—Entonces —y Molina hace un aspaviento— ni siquiera les conceden el derecho de ser custodiadas por mujeres.
—¡Qué cabrones! —exclama Agustín.
Interviene Olivares:
—Pero, ¿no te das cuenta de que no son mujeres, sino rojas? ¿Qué respeto puedes pedir para quienes, según los periódicos madrileños, sólo son tiorras, prostitutas, hienas y víboras?
Molina, que no acaba de comprender la situación en toda su deshumanizada realidad, sigue diciendo:
—Pero si hasta las criminales más famosas han estado en prisiones para mujeres, bajo el mando de mujeres, si…
—Bah. Olvídate de eso —le interrumpe Olivares—. Ahora todo es diferente.
—Y esos bordes se las tirarán a modo, siempre que les apetezca —y a Adolfo le rechinan los dientes.
Entre tanto las mujeres rompen filas y explota en el patio la algarabía. Cientos de mujeres empiezan a piar, de pronto, como una bandada de pájaros a la salida del sol. Ya no cantan. Hablan. Ríen. Saltan nombres. ¡Paula! ¡Ramona! ¡Pilar! Como en un recreo de colegialas, como en una verbena, como en el mercado. Tan fuerte es la impresión en los hombres del clamor agudo y cantarín de las mujeres, que se quedan mudos y ajenos el uno para el otro, trasportado cada cual por un distinto y fabuloso camino. Los recuerdos sueltan chispas, chispas, chispas. En unos segundos ven todo, lo vivido y lo soñado, como si ante sus ojos enceguecidos por la noche estallara un racimo de cohetes multicolores cuyo resplandor les descubriera otra vez el mundo en relieves y luces desconocidos. Como si volvieran al principio de todo, a una aurora nueva, y fueran libres en un campo libre, junto a un río libre, a la sombra de árboles libres, entre brisas y canciones libres.
Les vuelve a la realidad una voz de muchacha cantando bajo el tragaluz:
Ojos verdes
verdes como
la albahaca…
Calla la voz y, tras una pausa, otra fresca voz femenina empieza a recitar
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos…
Se interrumpió de nuevo y entonces Federico aprovecha su silencio para continuar el romance en alta voz:
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos
que se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos…
Calla, a su vez, Olivares, y esperan. Seguidamente oyen:
—Compañeros y camaradas, ¿oís?
—Sí —grita Olivares, indicando otra vez a Higinio que ocupe su puesto de vigilancia junto a la puerta.
—Habéis venido de Madrid, ¿verdad?
—Sí.
—Os hemos visto esta mañana mientras oíais misa. ¡Poned atención!
Y suena de nuevo la tonada de «Ojos verdes» mientras dice la recitadora:
—El cura se llama don Germán. Es muy mala persona. Y el que hace de monaguillo es un preso, Pedro. Mucho cuidado con él. El fiscal le ha pedido dos penas de muerte, pero le han hecho creer que espiando a sus compañeros y chivándose de ellos puede conseguir la conmutación de las penas. Hasta le permiten que pegue a los presos. Es un canalla capaz de todo. En cambio, el otro ordenanza, el alto, Juan, es un compañero de toda confianza.
Se interrumpe de cuando en cuando, ríe ruidosamente o llama en voz alta a alguna amiga. Y las que están con ella la cubren con el guirigay de sus bromas y canciones.
—Esta noche llegará otra expedición de Madrid. Se esperan varias y yo no sé dónde os van a meter, porque el penal está de bote en bote. Así que… Bueno, ahora estáis en el período de aislamiento, pero no durará mucho, porque necesitan las celdas, y pronto os pasarán al patio general. Todos los hombres desean hablar, pero deciden que lo haga sólo Olivares, a fin de poder entenderse mejor.
—Oye, ¿cómo va lo de Polonia?
—Estupendamente. Inglaterra y Francia le han declarado ya la guerra a Alemania.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Los hombres apenas pueden dominar el júbilo que les produce la noticia. Se abrazan unos a otros y hasta se desliza entre ellos algún grito amordazado de ¡Viva la República! Olivares tiene que pedir silencio y serenidad a sus amigos para poder seguir el diálogo.
—¿Y qué tal se portan con vosotras? ¿Sois muchas?
—Más de quinientas, algunas con sus hijos pequeños. Nos castigan a cortes de pelo por menos de nada. A mí me rompieron la nariz en los interrogatorios y he quedado fea, pero ya no me importa porque a mi novio se lo llevaron por delante y yo estoy condenada a muerte. De todas maneras, si salgo con vida de esta, no faltará algún médico que me la arregle. Bien, a lo nuestro. Dos días a la semana hay consejos de guerra. Somos más de treinta las mujeres condenadas a muerte, pero no por eso perdemos la moral. ¡Ni hablar! No tengáis pena por nosotras. Sabemos resistir. Políticamente, hay de todo. Yo pertenezco a las juventudes socialistas unificadas y me llaman Pasionaria. Cada grupo tiene su comité y hay un comité general, con representación de todos los comités de grupo.
Habla tan pronto muy de prisa como entre pausas o entrecortadamente y sus palabras caen sobre los hombres como gotas de agua helada o rusiente, según.
—¿Necesitáis algo, compañeros?
—No, nada, gracias —y, a sugerencia de Adolfo, le pregunta—. Oye, Pasionaria, y en lo demás, ¿cómo se comportan los guardianes con vosotras?
Ella adivina la intención de la pregunta y responde rápidamente:
—Ya sé a qué te refieres. En ese aspecto, nada. Podéis estar tranquilos. No digo que no se les vayan los ojos detrás de alguna, pero se están quietos. No se atreven. Bueno, si alguno se propasase… ¡El chillerío se iba a oír en Madrid!
—No sabes qué peso nos quitas de encima, Pasionaria.
Ríen, Pasionaria y sus compañeras. Luego, aquélla dice:
—Os daremos noticias todos los días. Y ahora, ¡salud, camaradas!
—¡Salud! —contestan al unísono los hombres, que quedan después en silencio, anonadados, tras la excitación y las emociones contradictorias que la presencia femenina, aunque oculta por el muro, y sus palabras habían provocado en sus espíritus desgarrados y en sus cuerpos desfallecidos.
—¡Qué jabatas! —exclama Adolfo cuando, de vuelta a los petates, se encuentran de nuevo sentados frente a frente. Sigue otra pausa, que interrumpe Molina:
—Ha sido como encontrar un poco de agua limpia en el desierto —dice, desahogando así, poéticamente, sus sentimientos.
Pablo, muy nervioso, no oculta su pueril satisfacción:
—¿No os decía yo que Inglaterra no se echaría atrás en esta ocasión? Pues ahí la tenéis. Igual que se cargó a Napoleón y al Káiser, se cargará esta vez a Hitler.
—Pablito, te vamos a nombrar cónsul inglés en el penal, hombre —lo embroma Agustín—. Vamos, ¿qué te parece?
Pero Higinio, que revienta por hablar, empieza a decir:
—Compañeros, después de todo lo que hemos oído, creo que debemos analizar seriamente los acontecimientos para estar a la altura de las circunstancias…
—Espera, espera —le interrumpe Jesús, que se ha levantado y desabrochado los pantalones, añadiendo—: Lo siento, compañeros, pero no puedo aguantar más… —y mira a todos, encogiéndose de hombros y sonriendo tímidamente. La actitud y la expresión de Jesús, más que sus palabras, devuelven a aquellos hombres a la mísera realidad que comparten. Una sórdida realidad en que los imperativos biológicos se acusan en toda su crudeza y a cuya servidumbre es preciso someterse irremediablemente.
—Pues a mí me pasa lo mismo —dice Adolfo.
Ante tal contingencia, obviamente previsible por otra parte, convienen en esforzarse todos para conseguir la sincronización de sus vientres, a fin de aprovechar para ello las horas en que corre el grifo y de ese modo evitar en lo posible la pestilencia. Entre tanto, Jesús se ha sentado en la taza y abate la cabeza y sus amigos se tapan la nariz con el pañuelo y miran en dirección contraria, y Olivares intenta inútilmente reanudar el diálogo sobre la lucha en Polonia, porque todavía el pudor y el respeto a la intimidad personal les cohíbe.
En efecto, aquella noche fuimos despertados bruscamente por los portazos, el rumor de las pisadas, el tintineo de los platos de aluminio y ese sutil susurro que levantan los cuerpos al rasgar el aire apelmazado e inmóvil en los espacios cerrados. Oíamos las palabras de recepción del funcionario jefe, tan estimulantes como las que nos dirigió a nosotros, y nos sentimos violentamente sacudidos por las notas del «Cara al Sol» y los gritos finales. Nada tan estremecedor como el retumbo del himno por el túnel. Yo me imaginaba a los componentes de la nueva expedición cansados, sobrecogidos, recelosos, sedientos, participando en el canto litúrgico de su funeral dentro de su propia tumba. Era un refinado suplicio que retrotraía mi mente a las escenas que había leído acerca de los procedimientos inquisitoriales entre cirios, monjes, crucifijos, hisopos y melopeas gregorianas.
Sucedió lo mismo varias noches y cada mañana, en la misa, don Germán les daba la bienvenida con la alocución que ya conocíamos, a fin de que en ningún momento se dejasen seducir por las engañosas voces de la esperanza.
Nuestra informadora espontánea, Pasionaria, nos repetía la noticia:
—Anoche llegó una nueva remesa de penados.
Una vez eran setenta; otras, cincuenta u ochenta… Y procedían de la prisión de Santa Rita, o de San Antón, o de Porlier, o de las Comendadoras… ¡Había tantas cárceles en Madrid!
En cuanto a la marcha de la guerra, el informe, aunque esperado siempre con impaciencia, solía ser tan poco explícito que no daba pie a muchas especulaciones, a pesar de que lo sometiésemos a largos y exhaustivos análisis y de que volviéramos sobre él, insistentemente.
—Los periódicos dicen que los alemanes avanzan sin encontrar apenas resistencia, que dominan por completo el aire y que sus divisiones acorazadas aniquilan todo a su paso. Anuncian también que la caída de Varsovia es cuestión de muy pocos días.
Las horas de la celda recurrían en un círculo sin fin. Pasado el primer recuento y efectuada la limpieza de la celda y de nuestros vientres, se desvanecía en nosotros el sentido del tiempo hasta la hora del rancho. Y, después, el tiempo se cernía, inmóvil, sobre nosotros y se convertía en un verdugo impasible y obsesionante. Al comienzo de la mañana aún sentíamos cierta reanimación vital. Comentábamos las noticias de nuestra amiga Pasionaria y reanudábamos obstinadamente la inagotable discusión sobre las causas de nuestra derrota política y militar, aunque repitiéramos siempre los mismos argumentos y puntos de vista, en pro o en contra de la conducta de las organizaciones políticas y sindicales y de sus dirigentes en la zona republicana. Incansablemente también pasábamos revista al comportamiento de Rusia y de las democracias, por un lado, y de Alemania e Italia, por otro.
—Bien nos han jodido entre unos y otros —era el comentario reiterativo de Adolfo.
—De acuerdo, pero todavía está la pelota en el tejado, y lo que importa es reír el último —solía replicarle Molina.
—Pero, ¿lo veremos nosotros? —preguntaba Jesús. Agustín se mostraba siempre optimista.
—No te preocupes por eso, Jesús. Por muy mal que nos vayan las cosas, alguno de nosotros, de los que estamos aquí, sobrevivirá a todo esto y podrá contarlo algún día. ¿Verdad, Federico?
Y yo le contestaba:
—Nadie mejor que tú, que eres capaz de alimentarte con leña y de digerir clavos y que, además, tienes una memoria de elefante.
Rodrigo golpeaba cada vez sobre el mismo clavo:
—Ahora van a saber las democracias lo que es bueno. No me importa pasarlas canutas con tal que ellas paguen todo el mal que nos han hecho.
—En ese caso, también Rusia pagará, más pronto o más tarde —replicaba Pablo—. Si las democracias fuesen vencidas, cosa que no puede suceder, Hitler iría después por la URSS. No creas que Stalin se iba a escapar de rositas…
—Eso está por ver. De momento, las que lidian en la plaza son Alemania, Francia e Inglaterra, mientras que Rusia ve la corrida desde el tendido, ¿no?
Me resultaba inquietante su fe inconmovible. Con hombres de esa unilateralidad ideológica y con un espíritu vindicativo tan simple y tenaz son posibles los resultados más sublimes y menos racionales. A fuerza de pasión y de fanatismo se deshumanizan. Marchan en línea recta y, para conseguir sus fines, son capaces de pasar por encima de sus semejantes sin piedad, sin remordimientos y sin vacilaciones.
—No tan en el tendido —le salía yo al paso—, porque Hitler y Stalin son aliados y amigos, por lo que se ve y dicen. No hacen más que echarse flores el uno al otro y…
—Mira, Olivares —me interrumpía—, tú sabes muy bien que Hitler y Stalin son tan amigos como pueden serlo el perro y el gato y que, al fin, saldrán a zarpazos y mordiscos entre los dos, y que, el que más pueda, será quien se lleve el gato al agua.
En eso sí estaba yo de acuerdo con Rodrigo. Pero, ¿cuándo y cómo sucedería eso y cuál sería el resultado final de la lucha entre los dos tigres? Yo me aferraba al poderío de Inglaterra y de Francia, la flota más potente y el ejército mejor instruido del mundo, con la reserva de los Estados Unidos que no podrían permitir nunca la hegemonía hitleriana en Europa.
—¿Y qué me dices de Roosevelt?
—Bah —me contestaba—. Roosevelt no es otra cosa que un banquero. Lo que a él le interesa por encima de todo es que se salve el gran capitalismo. Por eso dejará que Hitler se las entienda con las democracias europeas. En definitiva, tan cliente suyo es Alemania como lo puedan ser Inglaterra y Francia. Vamos a ver, ¿qué hizo Roosevelt en nuestra guerra? Pues venderle petróleo a Franco. Y eso que pertenece a la masonería y es protestante, mientras Franco es antimasón y espada de la Iglesia Católica como Felipe II. Y eso que los norteamericanos son antiespañoles y nos robaron Cuba, Puerto Rico y Filipinas, mientras que los partidarios de Franco se las dan de nacionalistas y hablan del imperio hispánico cada vez que abren la boca. ¡Por el imperio hacia Dios! Basura, nada más que basura, es decir, capitalismo, intereses materiales, dinero, dinero, dinero…
Estirábamos las provisiones con precisión y rigurosidad matemática a fin de que su apoyo nutritivo no nos faltase durante el período de aislamiento, ya que el rancho que nos distribuían, como almuerzo y cena, no pasaba, en ambos casos, de ser un agua humeante en la que sobrenadaban algunas lentejas y gotitas de grasa. Pescábamos primeramente aquellas, una cucharada, más o menos, y, después de esperar a que se posase la tierra, sorbíamos el caldo, cuyo calorcillo, como el del agua negra del desayuno, nos reconfortaba un poco. Luego, Jesús nos repartía unas minúsculas raciones complementarias, procedentes de la intendencia común, y, como postre, nos comíamos el pan. Finalmente, el pitillo, apurado hasta quemarnos los labios, servía para adormecer los últimos jugos gástricos rebeldes. Seguía un estado de amodorramiento y de inhibición durante el cual escapábamos de allí en un vuelo hacia atrás o hacia adelante, volviendo sobre el pasado o proyectándonos sobre un futuro ideal. Y era Agustín, casi siempre, quien rompía el ensimismamiento colectivo.
—Hala, que ya está bien. ¿Quién quiere jugarse un par de bocadillos o café, copa y puro, al ajedrez conmigo? Entonces, alguien preguntaba, indefectiblemente:
—¿Qué hora es?
Y la respuesta de Pablo, el único que poseía reloj, desencadenaba inmediatamente la controversia.
—¿Sólo las dos y media?
—¿Nada más que las tres? Imposible. Tu reloj es una patata y se te ha parado.
—¡Qué coño va a estar parado! —protestaba su dueño—. No digo que sea un Longines, pero no me ha fallado nunca.
Se formaban partidas de ajedrez o de damas o se jugaba a los combates navales. Mientras unos movían las fichas de papel o señalaban las coordenadas de sus disparos, otros discutían las jugadas e, incluso, sugerían movimientos a los jugadores, con las consiguientes disputas entre éstos y aquéllos. Yo tampoco me contenía y unas veces desde dentro, como jugador, y otras desde fuera, como mirón, me enzarzaba en absurdas y monótonas discusiones, porque era la única manera de consumir el tiempo que nos sobraba. Ese tiempo que se interponía como un mar inconmensurable entre la ribera en que nos hallábamos cautivos y la opuesta, escondida tras la bruma del horizonte, en la que recobraríamos la libertad y el gozo de vivir. De todas maneras, poco a poco, insensiblemente, iba disminuyendo el interés por la representación en la que cada cual se esforzaba por interpretar un papel, y volvía a apoderarse de nosotros el tedio, cuyos síntomas eran las primeras boqueadas. Entonces, uno se ponía en pie y preguntaba:
—¿Qué hora es ya?
—Espera —decía otro—, a ver si acierto. Las cinco y media.
Pablo miraba la hora en su reloj y, luego, tapaba su esfera con la mano. (No, frío). Y se establecía` un nuevo juego de adivinanzas, en el que interveníamos todos por turno. Brillaban de malicia los ojos negros en la cara redonda de Pablo y la sonrisa se detenía en sus labios largamente, mostrando la funda de oro de uno de sus dientes. (Frío. Más frío. Caliente. Menos caliente. Que te quemas…) Al fin decía:
—Las cinco y once minutos, hombre.
—Vaya, todavía faltan más de dos horas para el rancho. En el entretanto, el sol había desaparecido furtivamente del tragaluz y la celda quedaba sumida en una tenue transparencia gris, enturbiada por las gotas de oscuridad que la lenta decantación del crepúsculo dejaba caer sobre nosotros.
Las dos últimas horas de la tarde convertían la celda en un cuenco vacío, donde flotábamos. Perdíamos gravidez y la referencia de los límites. Nos diluíamos. Casi podría decirse que nos desintegrábamos. Era como si se nos fuese la vida por la boca abierta de una vena. Por eso, desde el principio tratamos de contrarrestar esa llamada a la entrega y al renunciamiento.
—Ahora, yo me moriría a gusto… —murmuró una vez Pablo, el espíritu más soñador y más poético de cuantos compartíamos su misma situación.
No dijo moriría, sino me moriría, o sea, que se dejaría morir o se daría la muerte. Aquellas palabras me alarmaron de tal manera que propuse que nos fumásemos un cigarrillo extra para sobreponernos al desánimo. En efecto, liar el pitillo, encenderlo y darle las primeras chupadas, sirvió para recobrarnos, y ya desde entonces el cigarrillo de la tarde fue una costumbre rigurosamente observada. El resplandor de la lumbre de los cigarrillos iluminaba fugazmente el rostro de los fumadores y ello estimulaba en nosotros el deseo de hablar.
—Una vez, yo…
Y seguían las confidencias. Así supimos por qué Adolfo se enfureció tanto cuando supo que las mujeres recluidas en el penal estaban bajo la custodia de hombres. La suya, Lucía, se hallaba presa en el de Alcalá de Henares. El matrimonio vivía en las últimas casas del barrio de las Ventas y una mañana, en los comienzos de la guerra civil, su mujer acudió, atraída por los gritos y los aspavientos de un grupo de vecinas, a un solar cercano en el que se habían descubierto los cadáveres de tres hombres muertos a tiros aquella misma madrugada.
—Lucía se quedó, al pronto, sin habla. Yo andaba entonces en la sierra luchando contra los de Mola y ella, según me dijo más tarde, al ver aquellos hombres boca abajo, con las ropas revueltas y manchadas de sangre, se acordó de mí y me vio muerto también de la misma manera. Así que, mientras las demás discutían sobre quiénes pudieran ser los asesinados y qué debería hacerse para que viniera alguien a recogerlos y llevarlos al depósito del cementerio, Lucía fue a casa, cogió un cubo de agua y una toalla y volvió al solar, en el que seguía el corro de mujeres sin tomar ninguna determinación. No es que mi parienta sea valiente, pero con la ayuda de las vecinas logró dar la vuelta a los cadáveres, lavarles las caras, sucias de sangre y tierra, arreglarles un poco el cabello y abrochar sus ropas. Alguien protestó diciendo que eran fachas y que no se merecían tantos cuidados, pero mi mujer les tapó la boca con estas palabras: No son fachas ni de ningún partido, sino muertos. Y les dijo también que la obligación de las mujeres era tener compasión por todos, porque los hombres habían perdido la cabeza y creían que con matar se arreglaba todo. ¡Menuda es Lucia! La mañana en que le dije que me iba a pegar tiros; no creáis que lloró ni nada de eso, ca. Me hizo saber que yo hiciera lo que creyese que debía hacer, que no quería meterse en cosas de hombres, que su obligación era cuidar de los chavales y de esperarme. Eso sí, me recomendó que no hiciera el tonto, que me acordara de que tenía mujer e hijos, porque tú, en cuanto se te calientan los cascos, pierdes el tino y no sabes lo que haces. —Marcó una pausa, nos miró a todos, uno a uno, y siguió diciendo—: Pues bien, cuando se acabó la guerra la acusaron de haber insultado a aquellos tres cadáveres, y bailado, después, a su alrededor junto con otras mujeres. Alguna hija de puta de las que andaban por allí, no sabemos cual, aunque sospechamos que fue la tendera, una tía mala, la denunció. Todavía no ha pasado por consejo de guerra, pero… Es un desastre. Ella, en el saco, y los chicos, con una hermana de mi señora, y yo, ya veis… Daría mi vida porque la soltaran, pero esta gente no suelta ni a Dios. Y menos mal si escapa con una pena de años… Fijaros si tienen mala leche algunas personas, la tendera o quien haya sido, que me acusaron a mí de haber tomado parte en la muerte de aquellos tres fachas. Por suerte, pude probar que me encontraba desde varios días antes con Mangada por uno mismo de los que interrogaban a vergajazo limpio, que también había pertenecido a su columna y me conocía por eso. Si no, a estas horas estaría criando malvas, como nos dijo el cura. Con todo y con eso, el fiscal pidió la Pepa para mí.
Pablo no tenía madre. Su padre y su hermano mayor vivían en Santander. Aquel tenía negocios con los ingleses y viajaba con cierta frecuencia a Londres, y éste era aparejador de obras y se dedicaba a la construcción. Él estudiaba Medicina en Madrid y pasaba todo el curso en casa de su única tía, hermana de su madre, casada con un empleado en la Hacienda Pública. Aquel año, el 36, después de aprobar el quinto curso de su carrera, cuando se preparaba para ir a pasar el verano a Santander, estalló la guerra y ya no pudo efectuar el viaje. Se quedó, pues, en Madrid y se alistó en unas milicias republicanas, en las que alcanzó el grado de teniente de Sanidad. Su comportamiento antifascista sirvió para cubrir a su tío, quien, aunque no militaba en ningún partido reaccionario, se había manifestado en diversas y críticas situaciones ante sus compañeros de oficina como hombre de ideas derechistas. El padre de Pablo, republicano antes de proclamarse la República en España, fue fusilado por los nacionales a los pocos días de tomar Santander. Su hermano pudo escapar a Francia y reincorporarse al ejército popular, y murió al frente de su batallón en el Ebro.
—Nos han quitado todas las fincas que poseíamos en Santander y menos mal que mi tío ha conservado su empleo después de ser depurado y ha podido salvar lo que era de su mujer…
Rodrigo se hallaba cumpliendo el servicio militar en Carabanchel, pero el estallido de la guerra le sorprendió en Segovia disfrutando el permiso de verano. Allí apenas hubo lucha, porque el gobernador se avino desde el primer momento a las exigencias de los militares, que se adueñaron de la capital y de la provincia en pocas horas. A él le obligaron a incorporarse inmediatamente a un regimiento, pero en cuanto llegó al frente aprovechó la primera oportunidad para pasarse a las filas republicanas.
—En aquellos primeros días era muy fácil pasarse de un campo a otro y el que no lo hizo fue porque no quiso. Naturalmente, tan pronto terminó la guerra, alguien, para hacer méritos, me denunció. Pero aunque me pegaron todo lo que quisieron, yo me mantuve firme en negar que había desertado, porque sabía muy bien que para el desertor no hay más que cuatro tiros, y en sostener que había sido hecho prisionero por los rojos. Como ni el denunciante ni los que me interrogaban sabían otras cosas de mí y yo, aparentemente, no era más que un soldado raso, el asunto quedó sin aclarar y salvé el pellejo, aunque, eso sí, me costó que me reventasen los oídos y estar meando sangre durante varios días.
Joaquín era el más viejo de los diez. Fue soldado en la última fase de la guerra de Marruecos y, cuando terminó su servicio militar, ingresó en el cuerpo de bomberos de Madrid, en el que permaneció ininterrumpidamente, incluido el período de la guerra civil, hasta que las tropas de Franco ocuparon la capital de la nación. Entonces, tres de sus compañeros, que se revelaron inesperadamente como entusiastas franquistas, se erigieron en tribunal depurador del resto de sus compañeros. Apresaron a Joaquín, junto con otros, y, después de someterlos, por espacio de una semana, a toda clase de vejámenes y malos tratos, los entregaron a un centro de investigación.
—A mí me buscaban las vueltas porque, cuando empezó la guerra, los compañeros me eligieron para el comité del grupo. Alguien tenía que serlo y a mí me tocó la china. Nosotros nos limitamos a expulsar del cuerpo a todos los que se habían significado como enemigos de la República, pero sin tocarles el pelo de la ropa siquiera. Allá ellos. Había uno que siempre se había declarado monárquico, ya veis, monárquico, y que no lo negó cuando le comunicamos nuestra decisión. Bien, pues resulta que más tarde, quizás algún vecino suyo o vaya usted a saber quién, le denunció como fascista, y fascista no era, porque ni sabía lo que eso significaba, y un día apareció muerto en la Casa de Campo. De esto último nos enteramos en el interrogatorio, mientras nos sobaban la badana a vergajazos. Claro, la familia nos echaba la culpa a los del comité, porque alguien tenía que pagar la muerte de aquel hombre y no sabía quién o quiénes le mataron. En resumen, que querían cargarnos el muerto. Nosotros, que no; y los del vergajo, que sí. Total, que, cuando ya estábamos hechos unos zorros, a mí me quebraron un brazo y a otro compañero le ataron los testículos con una cuerda a la pata de una mesa y tuvo que aguantar así que lo deslomaran a estacazos, ya sin conocimiento de lo que hacíamos, nos hicieron firmar un papel escrito a máquina que ni nos leyeron ni pudimos leer nosotros.
El fiscal pidió para ellos la pena de muerte, y, sin saber tampoco ni cómo ni por qué, un día les comunicaron la conmutación de la última pena por la de treinta años de cárcel. Joaquín nos relató todas estas peripecias como quien repite una aburrida historia ajena. Él era uno de tantos entre miles y miles, y lo único que le preocupaba era no poder realizar los ejercicios físicos necesarios para estar a punto en su profesión.
—A la edad que ya tengo, como haya de estar muchos meses sin hacer gimnasia, cuando vuelva al servicio no seré más que un inválido y me darán una escoba para que barra el cuartelillo —se lamentaba, profundamente desolado.
Robleda, que tenía un puesto de carne en el mercado de San Miguel, ya estaba afiliado al Partido Socialista antes de que se proclamara la República.
—Me acusan de haber tomado parte en el asalto al cuartel de la Montaña y de haber denunciado como fascista a un colega del mercado que había hecho propaganda a favor de las derechas en las últimas elecciones. Ni una cosa ni otra son ciertas. No estuve en el cuartel de la Montaña porque a mí me mandaron desde la Casa del Pueblo a Campamento de Carabanchel para aplastar la rebelión del cuartel de zapadores, y no denuncié a ese fulano porque, aunque pertenecía al partido de Gil Robles, no era más que un bocazas y un gilipollas. ¿Cómo podía yo denunciarlo si, además, cuando volví a verle ya tenía carné del partido comunista y era de los que más se jactaban de antifascistas en el barrio? Pero, coño, al acabarse la guerra, el tiparrajo me denunció para quedarse con mi tienda, igual que hicieron otros, que se convirtieron en chivatos de lo que era y no era verdad con el fin de apoderarse de lo ajeno. Pero a él le salió el tiro por la culata, porque alguien se chivó de él y ahora se encuentra enchiquerado en la prisión de Santa Rita, según me dijo hace poco la parienta.
Higinio llevaba muchos años de militante en el sindicato de la construcción de la CNT, en Madrid. Había tomado parte activa en la última huelga del ramo, que precedió a la sublevación de los militares, por lo que se encontraba en la cárcel Modelo cuando aquélla se produjo. Fue liberado inmediatamente y concentró toda su actividad en la organización de las milicias confederales. Actuó en varios frentes como jefe de centuria, pero, al ser integradas todas las milicias independientes en el Ejército Popular, se negó a vestir el uniforme y a lucir las nuevas insignias impuestas por el partido comunista. Entonces, la organización sindical lo destinó a los servicios de abastecimientos de guerra y ocupó un puesto directivo en una improvisada fábrica de municiones, donde hubo que lamentar algunos sabotajes que fue preciso reprimir sin contemplaciones.
—Montamos un servicio de vigilancia dentro de la fábrica y logramos desenmascarar a varios miembros de la «quinta columna», cuya misión consistía en averiar las máquinas más importantes. Los detuvimos y los entregamos al SIM. ¿Qué otra cosa podíamos hacer con ellos? No era de nuestra incumbencia juzgarlos. Tampoco podíamos permitir que siguieran haciendo de las suyas, ¿no? En cuanto al SIM, ya sabéis cómo las gastaba… Uno de los saboteadores desapareció y los demás, después de pasarlas canutas en los calabozos del Ministerio de Marina, fueron juzgados y condenados a varios años de prisión. Claro, al recobrar la libertad debido al triunfo de los suyos, lo primero que hicieron fue denunciar al comité de la fábrica, bueno, a los que quedamos de aquel comité, entre los que me encontraba yo. Y ellos mismos se convirtieron en interrogadores y manejaron los vergajos. Nos dieron varias sesiones… Para qué contaros… Nos decían: Que no se os olvide, cabrones, ahora estáis en la España de Dios. Uno de ellos quería hacerse pasar por compasivo. Era el que cuando a mí ya no me quedaban fuerzas para levantarme del suelo, molido a patadas, daba la orden de que me dejasen en paz. (¡Ya está bien, ya está bien!). Cesaban de pegarme y entonces él me ayudaba a ponerme en pie y me permitía beber del botijo que tenían allí, pero después me aconsejaba que firmase. (No seas tonto, hombre, porque más pronto o más tarde tendrás que firmar. Si lo haces ahora, ya nadie volverá a molestarte). Y yo le contestaba que bien, que yo firmaría la verdad, que los habíamos entregado al SIM y que, después, ya no habíamos vuelto a saber de ellos. En vista de lo cual, el compasivo se encogía de hombros y salía de la habitación. Y empezaba de nuevo el baile… A la siguiente sesión volvía a aparecer, dándoselas siempre de hombre bueno, para proponerme lo mismo, que firmase, hasta que se convenció de que estaba perdiendo el tiempo, y me arreó un puñetazo en la boca del estómago que me tiró al suelo sin sentido. Yo he vomitado y orinado sangre, y a otro compañero le estuvieron dando varetazos en la entrepierna con una regla metálica hasta que se desmayó. Cuando volvió en sí, tenía los testículos del tamaño de un melón pequeño y tuvo que desabrocharse los pantalones para echárselos fuera, porque no le cabían dentro. Y hubo otro que, desesperado, no pudiendo ya aguantar más, se ahorcó con la cadena del váter, colgándose de la cisterna. Lo que tendría que bregar el pobre para que el vigilante, que estaba al otro lado de la puerta, no se percatara de lo que estaba sucediendo en el retrete. Cuando, al fin, se dio cuenta de que pasaba ya demasiado tiempo, abrió la puerta de una patada. Pero ya era tarde. El hombre estaba muerto.
Cada uno de estos relatos nos indignaba y después de desahogarnos de palabra contra nuestros opresores utilizando hasta la saciedad el rico repertorio de vocablos infamantes que nos ofrece nuestro idioma, nos movían a reflexionar sobre la causa última de tantos horrores y atrocidades: la maldita guerra.
Pero la guerra, con haber sido tan despiadada, no difería sustancialmente de los numerosos ejemplos de la misma índole que la Historia nos recuerda, porque cualquier guerra civil, en todo tiempo y lugar, ha consumado siempre el más completo haz de crímenes que el hombre es capaz de concebir y cometer. Y la nuestra fue, desgraciadamente, una guerra civil o, lo que es lo mismo, en cada familia, en cada casa, en cada calle, en cada barrio, en cada ciudad, en el campo, en el templo, en la escuela, en la tertulia de café, entre compañeros, entre amigos, entre hermanos, entre padres e hijos, entre amantes, entre los sentimientos más sublimes, entre las pasiones más innobles, en la que los beligerantes son, a la vez, víctimas y verdugos, y beligerantes son todos, hasta los niños de pecho, los ancianos y los moribundos, y la única razón es el odio ciego, irracional, larvado, yacente en los inferiores sustratos zoológicos de la especie humana. La guerra civil es, pues, sinónimo de inquidad y de infamia en grado superlativo. Así se entiende y así se admite. Sin embargo, existe algo peor y absolutamente inexplicable, y es la venganza después de la victoria, cuando el adversario ha hincado la rodilla y se entrega al arbitrio del vencedor. La venganza es aún más irracional que la guerra, porque se ha demostrado históricamente su inutilidad para el logro de los fines humanos. En vez de extirpar las raíces de la discordia, las abona, las estimula, las cultiva, de manera que cada venganza promueve la gestación de la réplica, del desquite, es decir, el rebrote de nuevas violencias. (Tú me humillas, me torturas y me encarcelas hoy, pero como algún día pueda yo poner mi pie sobre tu cuello… No tendré piedad de ti. Te devolveré tus golpes, uno por uno, pero con más fuerza, para que nunca jamás puedas rebelarte y ser un peligro para mí… Esta victoria mía durará hasta el fin de los siglos…) Siempre las mismas palabras alternativamente en labios de unos y otros. Y el hombre no escarmienta. Por eso, de aquí a mil años, innumerables hombres de todas las razas y culturas habrán pasado por la misma prueba que ahora sufrimos nosotros.
En un momento en que la réplica verbal a nuestros opresores alcanzaba su tono más agresivo y rabioso, se me ocurrió, como quien arroja agua sobre brasas, soltar esta pregunta:
—¿Y qué hubiéramos hecho nosotros en su lugar? Primero, exclamaciones e interjecciones y, después, respuestas incompletas y contradictorias, hasta que Agustín me replicó:
—Hombre, Federico, ésa es una pregunta capciosa. No se puede opinar aquí, en las condiciones en que nos encontramos, sobre un supuesto como el que tú propones.
Mi amigo tenía razón. Yo comprendía que un hombre acorralado y sometido a tan alta presión física y espiritual, no puede razonar objetivamente. Sin embargo, insistí:
—Ya lo sé, Agustín, pero imagínate por un momento que nuestras tropas hubiesen entrado en Coruña, Pamplona, Burgos, Valladolid, Sevilla, Badajoz y Salamanca, donde los fachas dominaron desde el primer momento y fueron tan implacables hasta con los más tibios partidarios de la República, y dime cuál crees tú que hubiera sido la reacción de los nuestros ante la demanda vengadora de los familiares de las víctimas del terror fascista.
—¡Alto ahí! —me interrumpió acaloradamente Higinio—. No se pueden establecer comparaciones entre una situación imaginaria y la que realmente se ha dado aquí. Molina fue más explícito:
—Yo creo que les hubiésemos ajustado también las cuentas, pero, desde luego, no en la forma de «todo el mundo a la cárcel» que están empleando con nosotros, porque es una barbaridad inútil empapelar y encarcelar a tantos miles de españoles. También creo que hubiéramos tenido una manga más ancha. Y otra cosa, nosotros nos hubiéramos cansado antes que ellos. Mucho furor al principio, a tontas y a locas, eso sí, pero, pasado el primer chaparrón, nada.
—Sin embargo —dije yo, cerrando el debate—, pienso que, desgraciadamente, la inclinación a la venganza, llamada el placer de los dioses, es congénita en el hombre, y que todos somos vengativos en mayor o menor grado y de una u otra manera. Siempre que ha habido vencedores y vencidos en una lucha a muerte, el deseo de venganza se ha impuesto en aquéllos a la razón. Siempre, en cualquier época y lugar. No seamos hipócritas. Yo creo que es producto del miedo y una constante de la condición humana. Algo sucio y horrible, pero inevitable.
El repertorio de los casos particulares quedó agotado en un par de días y para salvar uno de esos deprimentes silencios en que caíamos cuando nos faltaba un tema que nos incitara a discutir, yo me lancé a contar a mis compañeros la vida de Napoleón y obtuve un éxito inesperado. Desde entonces, al llegar la oscuridad, cualesquiera de mis compañeros me pedía:
—Anda, Olivares, cuéntanos algo.
Novelas, biografías… Tras concentrarme para ordenar mis recuerdos, empezaba el relato. Así desfilaron por la imaginación de mis oyentes los personajes de Dumas, Dostoyewski, Balzac, Wenceslao Fernández-Flórez, Valle Inclán, Somerset Maugham, Tolstoi, Blasco Ibáñez, Galdós, Dickens, Baroja, Merejewski, Mata, Zamacois, Valera… A veces, inventaba yo mismo, a veces también, enmendaba a los autores añadiendo episodios a sus obras, cambiando el final o mezclando capítulos de unos y otros. Cuando me cansaba de hablar o no me encontraba en forma, recurríamos a los versos. Molina nos recitaba a Rubén Darío; Pablo, a Bécquer; Agustín, a García Lorca; yo, a Antonio Machado.
Un día, alguien propuso que cada uno de nosotros confesase qué le hubiera gustado ser en la vida. El primero en manifestarse fue Rodrigo:
—Yo, general.
—Pues yo —dijo Jesús—, portero del Hotel Palace. Antes de la guerra solía entretenerme alguna vez viendo lo que hacen, y no dan golpe. Visten como generales y les llueven las propinas. Claro que yo, con tanta cabeza y tan poco cuerpo, no podía ni pensar en un enchufe como ese. Pero me hubiera gustado ser, ya lo creo que sí, uno de aquellos tipos.
Para Molina, el cargo ideal era el de director de un orfelinato; para Agustín, el de ministro; Pablo hubiera querido ser un gran poeta. Higinio, arquitecto. Adolfo no estaba muy seguro.
—No tengo idea de nada —contestó humildemente—, pero creo que al frente de un bar lo hubiera hecho bastante bien.
Robleda prefería el destino de los sabios, de un Cajal, de un Pasteur, de un Marconi… Y Joaquín fue el único que se mostró satisfecho de lo que había logrado ser:
—Si me dieran a elegir, me quedaría de bombero.
—¿Y tú, Olivares?
Yo me sentía, en realidad, requerido por diversas vocaciones: profesor, abogado, dramaturgo, político. ¿Por cuál me decidiría? En cualquier caso, la elección me dejaría insatisfecho. Adherirme a una sola posibilidad entre tantas es como renunciar a todo por casi nada. Creía que el destino de un hombre no es uno, sino múltiple, y que todos llevamos dentro, a la vez, un albañil, un cocinero, un abogado, un capitán, un sabio, un navegante, un poeta, un ingeniero, un actor, un médico, un labrantín, un ladrón, un rey, un asceta, un místico, un dictador, un esclavo, un crapuloso, un mujeriego, un banquero, un comerciante, un estafador…
—Escritor —dije, porque, a mi juicio, es como ser todo a la vez y no ser nada en concreto.
Cuando nos apagaban la luz, después del toque de silencio, empezaba la larga noche. Seguían diez horas de tinieblas. Pese a la incomodidad de yacer físicamente incrustados los unos en los otros, la oscuridad me hacía libre e ingrávido. Precedía a mi sueño un prólogo, más o menos fantástico, pero siempre breve, en el que yo me lanzaba a una aventura absolutamente desligada de mi situación real. Me encontraba en la batalla de Waterloo, esperando a Grouchy, junto a Napoleón, o en Otumba, peleando al lado de Cortés, o en Peñíscola con el papa Luna, o paseando por el foro romano, o en la corte de Abderramán III, o visitando las tumbas de los faraones egipcios, o errando por un país desconocido, de sorpresa en sorpresa, a través de una maraña de misterios… Solían repetirse, pero siempre quedaban inacabados los episodios, porque el sueño me sorprendía antes de su final. Y mi sueño no era una caída en el vacío, sino un rapto. Un aletazo de viento me transportaba por encima de un mar encrestado por grandes olas que se perseguían incansablemente. A la luz fulgurante y fugaz de algún relámpago podía vislumbrar la infinita y turbulenta negrura que me rodeaba. Y yo estaba solo y sin rumbo. Y tenía miedo. Y sentía angustia. Y me despertaba. Y entonces oía:
—¡Centinela, alerta!
—¡Alerta!
—¡Alerta!
—¡Alerta!
—¡Alerta está!
Algunos de mis compañeros roncaban; otros, resoplaban. Entonces recobraba la conciencia de mi estado. Pero el insomnio me dejaba pronto en paz y me dormía nuevamente. Y el sueño cambiaba. Negruras y turbulencias se convertían en claridad y placidez. Y ya no estaba solo. Había mujeres bañándose en un río, que me llamaban y me tendían sus brazos húmedos. Y yo corría hacia ellas y las mujeres me abrazaban y me envolvían, pero no lograba retener a ninguna, porque sus muslos y sus pechos se me escurrían entre las manos y mis labios apenas lograban rozar los suyos. O alguna de ellas se me aparecía de espaldas, completamente desnuda y, cuando corría a abrazarla, me daba de bruces contra un espejo. Y esas mujeres eran Aurora, Matilde, Marilú, o algunas otras sin nombre, vistas alguna vez o no vistas jamás, mujeres desconocidas, pero mujeres, mujeres, mujeres. Y hubo ocasiones en que abracé y besé a alguna de ellas y en que estuve a punto de conseguirla, pero en ese decisivo instante se rompía el sueño y me despertaba bruscamente, húmedo y jadeante. Y otra vez, pasado el sofoco y en calma ya sangre y nervios, tomaba el tren del sueño para un viaje tranquilo y sin memoria. Eran tan frecuentes entre nosotros las poluciones nocturnas que acordamos dormir con la toalla enrollada a la cintura para evitar discusiones al despertar. Nos sentíamos avergonzados, pero esos percances no dependían de nuestro albedrío y los aceptábamos como una de las servidumbres que nos imponía la promiscuidad.
A mí me despertaba definitivamente el sobresalto que siempre me provocaba el toque de diana, y unas veces retenía algún retazo de lo vivido en sueños y, otras, mi memoria era una página en blanco, como si hubiera estado muerto toda la noche. A mis compañeros les sucedía, poco más o menos, lo mismo. Al pronto, nos mirábamos como extraños, ennubarrada la mente y atrofiados los sentidos, sin conciencia clara de si lo que veíamos era pura ensoñación o impura realidad. ¿Vivíamos? ¿Soñábamos? ¿Nos encontrábamos en la cárcel? ¿Y quién era yo y quiénes eran aquellos nueve hombres que me miraban a mí con el mismo estupor con que seguramente les contemplaba yo? ¿Y mi escuela, mi madre, Alfonsina, Aurora, Matilde, Marilú, la guerra, el fusilamiento de José Manuel y mi indulto eran también simples juegos de mi imaginación?
Aquella mañana abrí los ojos con el eco de unos lejanos disparos todavía en los oídos. Me quedé inmóvil, pero interiormente tenso, con toda mi atención concentrada en los ruidos del exterior. Pero un silencio vaporoso penetraba por el tragaluz y anegaba la celda y sólo oía las respiraciones acompasadas y los leves ronquidos de mis compañeros. Aquel rápido y breve tiroteo, ¿era el final de alguna pesadilla onírica o la descarga de un pelotón de fusilamiento? Yo no había soñado nada que tuviese relación con ello. Por otra parte, el penal permanecía callado y enmudecida la nueva mañana, tanto dentro como fuera de sus muros. Tan sólo algunos débiles ladridos de perros, perros de pastor o de corral, anunciaban en la lejanía el comienzo de la nueva jornada. Ningún síntoma extraño, pues, distinguía aquella mañana de otra cualquiera. Sin embargo, presentía que algo terrible acababa de ocurrir, como la ejecución de unos hombres, de unos compañeros desconocidos. ¿Jóvenes? ¿Viejos? Seguramente, campesinos, hombres de pana. Y me acordé de mi amigo José Manuel, poeta, inocente, piadoso, fusilado en Madrid al amanecer de un 13 de julio, junto con quién sabe cuántos. Y vi las mujeres enlutadas lavando en silencio los rostros manchados de sangre y tierra del esposo, del padre, del hijo, del hermano, del amante… Y, tras ello y sobre ello, el desamparo, la impotencia, el asombro. Y el no poder gritar ni maldecir. El sorberse las lágrimas. El bajar la cabeza y cargar con la inmensa pesadumbre de todo lo perdido. Sin consuelo. Sin esperanza. Cuando, después, sonó el toque de diana y se evaporó la horrenda pesadilla que había evocado con los ojos abiertos y la sensibilidad vigilante, no quise comunicar mis presentimientos a mis amigos para no amargarles desde el primer momento el nuevo día.
En la hora del recreo de las mujeres entró por el tragaluz una piedrecita envuelta en un recorte de periódico. Jesús, que lo recogió, hizo entrega de él a Molina, e Higinio fue inmediatamente a recostarse contra la puerta para tapar el chivato, y mientras Molina desenrollaba el papel y lo extendía cuidadosamente, los demás permanecimos mudos e inmóviles a pesar de la impaciencia que nos consumía por conocer el contenido del mensaje. Cuando lo hubo desdoblado y alisado, Molina dijo:
—Es un decreto de Franco —y leyó—: «Constando oficialmente el estado de guerra que, por desgracia, existe entre Inglaterra, Francia y Polonia, de un lado, y Alemania, de otro, ordeno por el presente decreto la más estricta neutralidad a los súbditos españoles, con arreglo a las leyes y a los principios del Derecho Público Internacional». Y lo firma en Burgos a 4 de septiembre de 1939, Año de la Victoria, junto con el coronel Beigbeder.
—Vaya —exclamó Agustín, sin poder contener su lengua por más tiempo—, España se declara neutral, es decir, ni fu ni fa —y en el tono de sus palabras se percibía claramente su decepción.
—El país no está en condiciones de lanzarse a nuevas aventuras. Hay que reconocerlo así —comentó Molina.
—Eso quiere decir que veremos los toros desde la barrera —dijo Pablo.
—Por ahora… Al final, ya veremos —opinó Rodrigo—. La URSS no va a estarse quieta todo el tiempo y, cuando llegue su turno, no creo que vaya a dejar a Franco en paz. Vamos, me parece a mí.
El decreto no podía estar redactado en forma más seca ni tampoco menos aparatosa y explicativa. No obstante, su significado entrañaba una noticia tan interesante como que España quedaba al margen del conflicto, y ello quería decir, a su vez, que nosotros seguiríamos en la cárcel más solos y abandonados que nunca, puesto que las naciones, de las que, pese a todas sus traiciones a nuestra causa, siempre esperábamos alguna reacción favorable, tendrían en lo sucesivo, hasta que derrotasen a Hitler, demasiadas preocupaciones para acordarse de los desgraciados antifascistas españoles. Ahora bien, ¿se mantendría neutral España hasta el final de la guerra? Habíamos leído en el diario «Arriba», órgano de la Falange, la despedida a la legión «Cóndor», con tan hiperbólicas alabanzas a los aviadores alemanes, incendiarios y devastadores de Guernica y de otras muchas ciudades españolas, y tan eróticas y delirantes expresiones de admiración por la Alemania nazi, que me parecía inimaginable que una amante así seducida y en tal grado apasionada pudiera desentenderse de su seductor cuando éste la requiriese. Cierto que España vivía uno de los trances más difíciles de su Historia, al borde mismo de la desintegración, pero la neutralidad podría ser una añagaza para ganar tiempo y estar a punto cuando el director de la gran matanza la llamase a escena. Porque, aún en el supuesto de que la neutralidad fuese la decidida y firme postura de Franco, ¿permitiría Hitler, conculcador habitual de pactos, compromisos y juramentos, la deserción de su débil aliado y amigo?
Mis dudas y sugerencias provocaron una viva discusión entre mis compañeros, hasta que puso fin a ella Agustín sugiriendo que, en vez de tanto discutir por discutir, preguntásemos a Pasionaria más cosas sobre la marcha de la guerra en Polonia.
—Según los partes de guerra alemanes —nos dijo—, están ya en las afueras de Varsovia.
—¿Y qué hacen, entre tanto, Francia e Inglaterra?
—Nada, y se rumorea que si Hitler acaba pronto con Polonia es muy posible que se quede ahí la cosa.
—¡No puede ser! ¡No puede ser! —protestó Pablo—. Me apostaría a que esos rumores son infundios de la prensa fascista de aquí.
—Pues no sería más que una repetición de lo de Checoslovaquia… murmuró Molina.
—¡No puede ser! —repitió Pablo.
—Inglaterra es una puta —afirmó rabiosamente Rodrigo. Luego, el cansancio y la desilusión nos aplastaron y la celda quedó en silencio. Fuera, las mujeres reían, parloteaban… Mujeres bañándose en el río… Mujeres en el baile de la plaza… Mujeres en el patio del penal… Mujeres, mujeres, mujeres…
—Compañeros —volvió la voz de Pasionaria—: mañana, después de misa, saldréis al patio general, pero antes oiremos la misa juntos. Para que me conozcáis llevaré un pañuelo blanco sobre la cabeza. Las chicas que veáis a mi lado son las que han atendido a vuestros camaradas que ocupan las demás celdas. También veréis a los condenados a muerte. Esta mañana han fusilado a ocho camaradas.
El mismo patio cuadrangular, dividido en dos zonas enfrentadas. En una de ellas, unos trescientos hombres pálidos, con barba de varios días, deslumbrados por el sol, formados en prietas filas. En la contraria, más en sombra, un numeroso conjunto de mujeres de aspecto campesino, en el que sobresalen las muchachas, como clavellinas en un espartal, por su inquieto cabeceo y los vistosos colores de sus vestidos. En medio de la franja libre, el altar, y, en uno de los laterales, un nutrido pelotón formado por hombres de todas las edades, de talante rural, sombríos y orgullosos, los condenados a muerte, rodeados y aislados completamente por varios guardianes.
Al frente de las filas de mujeres aparece Pasionaria con un pañuelo blanco sobre la cabeza y anudado a la barbilla. A su derecha y a su izquierda se alinean otras jóvenes. Pasionaria tiene deformada la nariz y sus ojos son negros, grandes, luminosos, y el blancor de sus dientes resalta entre sus labios oscuros. Es morena, tostada por el sol, esbelta, delgada, grácil; toda ella, fibra, nervio. Una joven flameante, apasionada. Una muchacha que tal vez nunca fue hermosa, aunque sí bien conformada, de busto y contorno muy sobrios. Femenina, pero no sensual. Y atrayente por la hondura de su misterio y la irradiante fuerza de su espíritu.
La atmósfera es densa, gelatinosa, pero diáfana, y los ojos la traspasan con flechas que hienden el aire. Mientras el cura runrunea sus latines que Pedro, el chivato, contesta torpemente, las miradas se cruzan, chocan y se comunican por encima del altar y de los guardianes, taladrando el espeso silencio. La vida afluye tumultuosamente a los ojos de los prisioneros y desde allí dispara sus preguntas y recoge las respuestas, grita sus temores y sus esperanzas y escucha el clamor de los sentimientos que agitan a los demás. Son todos aquellos seres vasos comunicantes por los que discurre, en circuito cerrado, la misma corriente emocional. Todos esperan lo mismo. Todos piensan unánimemente. Todos sufren idéntica ansiedad. La única diferencia consiste en que la mirada de los condenados a muerte es más apremiante y angustiosa, en unos, y más indiferente o altiva, en otros. Sin embargo, se establece entre todos los reclusos, hombres y mujeres, una perfecta comunión y un recíproco conocimiento que ningún lenguaje sería capaz de expresar. Por supuesto, la ceremonia religiosa que oficia el sebáceo don Germán no atrae en ningún momento su atención. Si no fuese porque la corneta estride de cuando en cuando para ordenar los movimientos de los asistentes, la misa pasaría absolutamente inadvertida para ellos, hasta que el sacerdote interrumpe su bisbiseo, su abrir y cerrar los brazos, su ir y venir de un extremo al otro del altar, para dirigirles la acostumbrada plática dominical, no con palabras del Evangelio, sino en el lenguaje vindicativo del odio.
Don Germán, tras el hipócrita saludo de queridos hermanos, glosa la carta congratulatoria del cardenal Gomá al Generalísimo Franco a raíz de su triunfo militar, en la que el primado de la Iglesia española se echa a los pies del general victorioso, llamándole instrumento de la divina providencia, proclamando su adhesión incondicional y la de sus sacerdotes a la causa representada por su espada y su derecho, por lo tanto, a participar de su gracia en estos momentos de triunfo definitivo sobre la otra media España. El cardenal Gomá bendice a Franco y a los suyos y hace votos porque el buen Dios que tan visiblemente lo ha conducido desde el comienzo de la guerra le guíe para levantar en los días de la paz la obra de la España cristiana, próspera y gloriosa que todos anhelamos.
—¿Qué podría añadir yo, pobre de mí —sigue diciendo don Germán—, después de las luminosas palabras del gran cardenal de España, inspiradas por Dios? —Hace una pausa y prosigue—: Así, pues, el aire que respiráis, la luz que os ilumina, el cielo que os cubre, la tierra donde posáis vuestros pies, la ropa que cubre vuestras carnes, la comida que alimenta vuestro cuerpo, el agua que calma vuestra sed, y todo lo demás: campos, montes, ríos, ciudades y pueblos de esta sagrada tierra española, son de Franco, dones que Dios ha concedido a Franco y que todos, nosotros y vosotros, vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos y todas las generaciones que nos sucedan, deberemos agradecer al gran hombre elegido por Dios para salvar a nuestra patria de los criminales masones y marxistas vendidos al extranjero, enemigos de Dios y secuaces del Anticristo.