El sexo es una droga, me había dicho Eleanor. Cuando el sexo entra en acción, la gente pierde todo atisbo de sensatez. Hacen cosas que no harían en otras circunstancias. Y esas cosas que hacen pueden ser auténticas chaladuras. Pueden llegar a ser peligrosas. Y hasta les pueden romper el corazón, o el de otra persona.
Puede que para Eleanor, y para quien yo era a los trece años —tumbado en mi estrecha camita, pegado a la pared en la que, al otro lado, estaba la cama de mi madre, con ella haciéndole el amor a Frank—, lo que sucedió en nuestra familia aquel largo y cálido fin de semana fuese tan sólo sexo. Para mi yo de trece años, aquel verano, todo iba de sexo, de una manera u otra, aunque al final, cuando se me presentó la oportunidad de descubrirlo —prueba la droga—, decidiese no hacerlo.
Acabé llegando a la conclusión de que la auténtica droga era el amor. Un amor extraño al que no se le encuentra explicación. Un hombre se lanzó desde la ventana de un tercer piso y echó a correr, sangrando, hacia unos almacenes baratos. Una mujer se lo llevó a casa en coche. Eran dos personas que no podían andar por el mundo y que se construyeron uno juntos, entre las finas paredes de nuestra vieja casa. Durante algo menos de cinco días, se agarraron el uno al otro para ser felices. Durante diecinueve años, él había estado esperando el momento de poder volver junto a ella. Finalmente, lo consiguió.
Dada su condición de delincuente convicto, emigrar a Canadá era imposible, así que se trasladaron lo más cerca que pudieron de la frontera, a Maine. Desde donde yo vivo se tarda lo suyo en llegar en coche, y resulta un tanto dificultoso, sobre todo con un bebé. Aun así, vamos allá con mayor frecuencia de la que os podríais imaginar.
Cuando nuestra hija llora, aparcamos a un lado de la carretera, le quitamos el cinturón de seguridad y la abrazamos un poco. A veces, el sitio en que aparcamos puede resultar de lo menos adecuado. Una autopista interestatal, generalmente. O puede que estemos ya a solo veinte minutos de su casa, lo suficientemente cerca como para pasar de todo y seguir adelante.
Pero yo siempre me detengo para abrazar a nuestra hija. En todo caso, uno de los dos se hace cargo de ella. Si pasan camiones enormes, puede que bajemos por el terraplén para alejarnos un poco del ruido. O yo le tapo las orejas con las manos. Si hay hierba, puede que me tumbe y me ponga a la niña sobre el pecho desnudo; o, si estamos en invierno, me la meto dentro del chaquetón y le pongo un poco de nieve en la lengua; y si es de noche, puede que nos quedemos unos instantes mirando las estrellas. Lo que he descubierto es que un bebé —aunque aún desconozca las palabras, la información o las reglas de la vida— es el juez de sentimientos más fiable que hay. Lo único que tiene un bebé para captar el mundo son sus cinco sentidos. Cógelo, cántale, muéstrale el cielo nocturno, una hoja que tiembla o un insecto. Ésa es la manera —la única— de que descubra cómo funciona el mundo, si es un lugar amable y seguro o un sitio hostil.
Lo que mi hija registrará, por lo menos, es el hecho de que no está sola. Y he comprobado que cuando haces eso —tranquilizarte, prestar atención, seguir los sencillos instintos del amor—, las personas suelen responder de manera favorable. Acostumbra a ser así con los niños, y puede que también con la mayor parte de la gente. Y con los perros. Y puede, incluso, que con los hámsteres. Y con personas tan dañadas por la vida que parece que no les queda esperanza, aunque puede que sí.
Por eso hablo con ella. A veces bailamos. Cuando la respiración de mi hija vuelve a ser normal —igual se ha quedado dormida, igual no—, la atamos de nuevo a la sillita y seguimos nuestro camino hacia el norte. Siempre sé, sea la hora que sea cuando tomamos el sendero que nos conduce hasta su casa, que las luces estarán encendidas y la puerta abierta, antes incluso de que lleguemos a la entrada. Y que mi madre estará ahí, con Frank a su lado.
Habéis traído al bebé, dice.