Pasaron dieciocho años. Yo tenía treinta y uno, empezaba a perder pelo y vivía en la zona norte del estado de Nueva York. Vivía, como lo sigo haciendo, con mi novia, Amelia, la mujer con la que me casaría ese otoño. Habíamos alquilado una casita con vistas al Hudson que carecía de aislamiento térmico, por lo que en invierno, cuando soplaba el viento desde el río, la única manera de no pelarse de frío consistía en envolvernos en una manta y abrazarnos el uno al otro. Eso está bien, decía Amelia. Si no te gusta frotarte con alguien, ¿para qué quieres estar con él?
Era una vida afortunada. Amelia trabajaba en un jardín de infancia y tocaba el banjo en un grupo de bluegrass en el que también estaba, sorprendentemente, mi hermanastro, Richard, que tocaba el contrabajo. Hacía cuatro años que yo había acabado mis estudios en la Escuela de Cocina. Trabajaba como jefe de pastelería en una localidad cercana, en un restaurante que últimamente se había hecho de lo más popular. Ese verano, nos trasladaríamos a New Hampshire para la boda: sólo nuestras familias y una docena de amigos.
El verano anterior, había visitado el restaurante una periodista de Nueva York que trabajaba para una de esas lujosas revistas de cocina que sólo se pueden permitir comprar los que no tienen tiempo para guisar. La revista en cuestión parecía haberse especializado en fiestas que la gente organizaba en su propio huerto de manzanas, en una isla de Maine o a la orilla de algún lago en Montana, donde los anfitriones pescaban sus propios peces y además, de manera milagrosa, siempre tenían a mano una decena de amigos altos, guapos y de lo más enrollados, dispuestos a compartir la comida con ellos en torno a una mesa campestre instalada a dos pasos del torrente en que habían sido pescadas las preceptivas truchas.
La idea consistía en ofrecer hermosas imágenes de impresionantes alimentos que la gente cultivaba en granjas biológicas o de platos atribuidos a una abuela que jamás podría haber hecho algo así en un horno como los de antes. La gente que solía aparecer en las fotografías no se parecía a los parientes de nadie que yo conociera, ni daba la impresión de vivir el tipo de vida que llevaban las personas que cultivaban esa clase productos y creaban esos platos.
La periodista en cuestión había oído hablar del restaurante en el que yo me encargaba de los postres, y nos hizo una visita. La receta que escogió para aparecer en la revista —con foto a toda página— fue mi pastel de melocotón y frambuesa.
Algunos elementos del pastel eran de mi invención. Por ejemplo, la utilización de jengibre cristalizado para el relleno. O el añadido de frambuesas frescas. Pero la corteza era la de Frank. O más bien, como me encargué de decir en el artículo, de la abuela de Frank. De ella fue la idea, por ejemplo, de preferir la tapioca a la maicena para la consistencia.
En las páginas del Nouveau Gourmet, no expliqué las circunstancias concretas en las que aprendí mi técnica para la corteza. Sólo dije que me la había enseñado un amigo, que a su vez la había aprendido de su abuela en la granja de árboles de Navidad en la que había crecido. Dije que aprendí a hacer pasteles a los trece años, y mencioné en el artículo la feliz casualidad de que ese día me hubieran regalado un cubo de melocotones frescos, así como la dificultad de preparar una corteza de pastel en medio de una ola de calor.
Es importante que los ingredientes se mantengan muy fríos, declaré.
Es más fácil añadir agua que quitarla. Nunca hay que darle a la masa más de lo necesario.
Olvídense de todos esos aparatos carísimos que anuncian en los catálogos, añadí. Las manos resultan más que suficientes para dar forma a la corteza.
Y con respecto a la colocación de ésta sobre la fruta: ése era un momento del proceso en que el pastelero se ve obligado a enfrentarse a lo desconocido. Sólo hay una cosa que nunca hay que hacer: dudar. Colocar esa costra es una cuestión de fe. Como saltar por una ventana —puede, incluso, que después de tres horas sometido a una operación urgente de apendicitis— y creer, mientras estás en el aire, que aterrizarás sobre los dos pies.
Cuando salió el artículo, me invitaron a un programa matutino de la televisión local en Syracuse, en condición de «chef de la semana», para mostrar en directo mi técnica para las cortezas de pastel. Recibí una sorprendente cantidad de cartas de los lectores de la revista, así como de quienes me vieron en el programa de televisión, en busca de consejo para sus propios problemas con la corteza de los pasteles. Parece que todo el mundo tenía alguno al respecto. No conozco ningún alimento que inspire mayores emociones —sin descartar la pasión— que el más humilde de los postres, el pastel.
Como Frank me había advertido en cierta ocasión, el tema del hojaldre inspiraba múltiples controversias. Una mujer que había leído en la revista que yo usaba una mezcla de manteca de cerdo y de mantequilla para hacer el hojaldre me escribió para prevenirme contra los males de la manteca. Hubo otra mujer que opinaba lo mismo, pero de la mantequilla.
Mientras tanto, el restaurante Molly’s Table funcionaba mejor que nunca. Amelia y yo pagamos la entrada de una casa, y yo me puse a colocar ventanas contra las tormentas. La propietaria del restaurante, la tal Molly, me puso a dirigir una pastelería que abrió al lado de su establecimiento, con cinco pasteleros a mi cargo, todos ellos siguiendo al pie de la letra las instrucciones que me había dado Frank.
Casi un año después de la publicación del artículo, recibí una carta con un matasellos que no me resultaba familiar. Procedía de algún lugar de Idaho. La dirección estaba escrita a lápiz, y el remitente no era un nombre, sino una larga serie de números.
Dentro del sobre, escrita con letra muy pequeña, clara y precisa sobre papel rayado —como si el autor del texto hubiera estado ahorrando papel por necesidad, cosa muy probable—, había una carta.
Tomé asiento. Hasta ese momento, no lo había comprendido, pero ahora me volvió a la cabeza como una corriente de aire frío al abrir la puerta en plena tormenta de nieve, o como el calor de un horno a quinientos grados al abrirlo para ver cómo va todo, cuando lo abres para vigilar —¿qué, si no?— el pastel. Todo volvió a desfilar ante mí.
Aunque habían transcurrido casi dos décadas, aún podía ver su rostro como si fuese el día en que le conocí en la sección de revistas del Pricemart: los huesos de la mandíbula, las mejillas hundidas, la manera en que me miraba directamente a la cara con esos ojos azules. Como era muy joven y muy bajito —un chaval que se moría de ganas de descubrir qué podía haber dentro del envoltorio sellado del Playboy de septiembre de 1987, pero que se tenía que conformar con un libro de puzles—, ese hombre debería haberme parecido de lo más intimidante. Ahora volvía a ver, cerniéndose sobre mí como hizo aquel día, a ese hombre alto de manos enormes y una voz de lo más profunda. Pero nada más verle, había intuido que podía confiar en él, e incluso cuanto más enfadado y temeroso me sentía —cuando pensé que se iba a llevar a mi madre y dejarme ahí tirado, solo—, nunca había dejado de considerarle un hombre justo y decente.
No había sabido nada de él en casi veinte años, y tuve la misma sensación, mientras desplegaba la hoja de papel que había dentro del sobre —sólo una, nada más—, que había experimentado tantos años atrás, cuando iba en coche con mi madre, de regreso a casa, y él ocupaba el asiento de atrás. La sensación de que la vida estaba a punto de cambiar. De que el mundo no tardaría nada en ser distinto. La primera vez, se trató de buenas noticias. Pero ahora me temía lo peor.
Sentado ante el mostrador de la cocina del restaurante, en compañía de mis cuencos, mis cuchillos, mi horno de la marca Viking y mi tabla de cortar de madera de roble, escuché su voz grave dirigiéndose a mí.
Querido Henry:
Espero que te acuerdes de mí. Aunque puede que lo mejor para todos fuese que me hubieras olvidado. Hace muchos años, pasamos juntos el fin de semana del Día del Trabajo. Esos cinco días fueron de los mejores de mi vida.
A veces, decía, la gente donaba cajas con viejas revistas a la biblioteca de la cárcel en la que ahora se hallaba recluido. Fue así como consiguió leer el artículo relativo a mis pasteles. Antes que nada, quería felicitarme por mis logros, al haberme graduado en la escuela de cocina. A él siempre le había gustado cocinar, aunque, como sin duda yo recordaba, lo suyo también había sido la pastelería. De hecho, si yo quería aprender algo sobre galletas, podría echarme una mano.
Mientras tanto, se sentía orgulloso y feliz de que sus consejos de hacía tanto tiempo no hubieran caído en saco roto.
A medida que te haces mayor, te gusta pensar que le puedas haber dado un poco de sabiduría o de habilidad a alguien, en algún momento. Pero en mi caso, sin unos hijos propios que criar y habiendo pasado la mayor parte de mi vida adulta en un penal, las oportunidades de impartir cualquier tipo de conocimiento a una persona joven han sido muy limitadas. Aunque también recuerdo unas interesantes sesiones en las que tú yo jugamos a la pelota y en las que mostraste más talento del que creías tener.
Ahora me escribía por un asunto concreto, decía. No quería alterar mi vida ni la de mi familia —nunca más— ni causar más molestias, como sin duda sucedió durante nuestro breve contacto con él, tiempo atrás. El motivo por el que me escribía a mí, y no a la persona a la que, de hecho, el tema concernía más directamente, era porque le preocupaba en extremo provocarle dolor a esa persona, la que más le interesaba del planeta y a la que no quería hacer ningún daño.
Comprenderé que prefieras no responder a esta carta. Tu silencio sería todo lo que necesito para abandonar cualquier nuevo intento de comunicación.
Pronto le concederían la libertad condicional. Evidentemente, había tenido mucho tiempo para pensar en qué hacer cuando saliera de la cárcel al mes siguiente. Aunque ya no era joven —había cumplido recientemente los cincuenta y ocho—, aún gozaba de buena salud y le sobraba energía para el trabajo duro. Esperaba encontrar empleo para hacer chapuzas domésticas, o puede que pintando casas, aunque lo que de verdad le apetecía era poder trabajar de nuevo en una granja, como había hecho de joven. Ésa era su etapa favorita, aparte de la que pasó con nosotros.
Pero había algo que le inquietaba, decía. Igual sería un alivio para él que yo le dijera que eso era una chaladura, pero lo cierto es que nunca había conseguido sacarse de la cabeza a mi madre. Lo más probable es que se hubiera vuelto a casar y que viviera con su marido en otro lugar, lejos de la población en que nos conocimos. Si así era —si estaba bien y era feliz—, él se alegraría mucho. Nunca la molestaría ni se metería en la vida que ella llevase ahora. Mi madre era una mujer que merecía ser feliz desde hacía mucho tiempo, decía Frank.
Pero si por casualidad sigue sola, me gustaría preguntarte si tú crees que le puedo enviar una carta. Te prometo que me cortaría una mano antes de causarle el menor daño a Adele.
A continuación venía su dirección, junto a la fecha de su liberación. Firmaba la carta: Tuyo afectísimo, Frank Chambers.
Ahí estaba el hombre que, cuando yo tenía trece años, había confiado en que no le traicionara, aunque lo había acabado haciendo. Mi comportamiento durante aquellos pocos días le había robado la vida —dieciocho años de ella— que podría haber tenido con mi madre, la mujer que le amaba.
Yo también había traicionado a mi madre, claro está. Esas cuatro noches que Frank y ella pasaron juntos representaron la única vez, en más de veinte años, que mamá compartió la cama con un hombre. En aquellos momentos, yo había pensado que no podía haber nada peor que estar tumbado en la oscuridad, escuchando el ruido de esos dos haciendo el amor, pero luego descubrí que era mucho peor el silencio que reinaba al otro lado de la pared.
En su carta, Frank no hacía la menor mención a mi papel en lo que había sucedido el día en que los coches de Policía vinieron a detenerle. Ni a los intentos de mi madre para hacer creer a las autoridades que él nos había atado y encerrado contra nuestra voluntad. Sólo hablaba de una cosa: de su deseo de volverla a ver, si ella quería.
Le respondí ese mismo día; diciéndole que no resultaría difícil localizar a mi madre, y aún menos el lugar que él ocupaba en su corazón. Seguía viviendo en el mismo sitio.