21

Le acusaron de secuestrarnos a mi madre y a mí. Esta vez, dijeron, pensaban encerrarlo y tirar la llave.

Cuando se enteró, mi madre —una mujer que apenas se ponía ya al volante de un coche— condujo hasta la capital para ver al fiscal, conmigo a su lado como testigo. Tenía que hacerle entender, le dijo, que no había habido ninguna retención ilegal. Que ella había invitado a Frank a nuestra casa por su propia voluntad. Se portaba bien con su hijo. Se ocupaba de ella. Iban a casarse, en algún lugar de las provincias marítimas. Estaban enamorados.

El fiscal era partidario de la mano dura y había sido elegido recientemente para reforzar al gobernador en su guerra contra el crimen. Habrá que considerar, le dijo a mi madre, los motivos por los que su hijo nunca informó de lo que estaba pasando. Tendrían en cuenta mi edad, afirmó, pero no cabía olvidar la posibilidad —bastante remota, pero no del todo desdeñable— de que se me considerara cómplice de un delito. No sería la primera vez que un chaval de trece años cumplía condena en un centro de detención de menores, aunque lo más probable es que ésta se redujera a un año. Como máximo, dos.

Por otro lado, mi madre podría recibir una pena más severa. Por albergar a un fugitivo y contribuir a que un menor delinquiera. Evidentemente, perdería la custodia. Ya estaban hablando de eso con mi padre. Era innegable que, incluso antes de este episodio, mi madre ya había protagonizado algunos incidentes que ponían en duda su buen juicio.

Por una vez, mientras volvíamos a casa, mi madre no abrió la boca. Esa noche, nos comimos la sopa en silencio, en dos cuencos recuperados del asiento trasero del coche. Durante los días siguientes, cada vez que necesitábamos una taza, un plato, una cuchara o una toalla, eso es lo que hacíamos: salir a buscar al coche lo que fuera.

El curso ya había empezado. Yo entré en séptimo gozando de una nueva e inesperada fama que se convirtió en algo muy parecido a la popularidad. ¿Es verdad que te torturó?, me preguntó un tío en el gimnasio, mientras ambos salíamos de la ducha desnudos y mojados ¿Tu madre era su esclava sexual?

Con las chicas, mis recientes aventuras parecían otorgarme algo parecido al atractivo sexual. Rachel McCann —quien había sido durante años la principal protagonista de mis fantasías— me pilló un día junto a mi taquilla, mientras recogía los libros para volver apresuradamente a casa.

Sólo quería que supieses que te encuentro de lo más valiente, dijo. Si algún día quieres hablar del asunto, aquí me tienes.

Ése fue uno de los aspectos más lamentables de ese extraño puente vacacional: que cuando por fin conseguí captar la atención de la chica con la que llevaba soñando desde segundo curso, lo único que yo quería era que me dejaran en paz. Por primera vez, entendí la decisión que tomó mi madre años atrás de no moverse de casa. Pero para mí, eso no era posible.

Por esa época, mi madre canceló la suscripción al periódico, pero yo pude seguir el caso leyendo la prensa en la biblioteca. Si nunca entendió del todo por qué no se presentaron cargos contra ella y jamás se celebró un juicio, ni ella lo comentó ni yo saqué el tema. Si el fiscal del distrito hubiese decidido seguir adelante, no habría sido difícil recoger el testimonio de Evelyn (en cuanto a Barry, nadie pensó que tuviese nada que ofrecer al respecto), del que se habría desprendido claramente que, durante los cinco días en cuestión, mi madre no tenía el menor aspecto de estar sometida a presión ni de hacer nada que no quisiera, como no fuese, tal vez, cuidar del hijo de Evelyn.

Pero yo lo entendí todo muy bien, mejor de lo que se le supone a un chaval de trece años. Frank había hecho un trato. Confesión total. Rechazar su derecho a un juicio. A cambio de la seguridad de que a mi madre y a mí nos dejarían fuera del asunto. Cosa que hicieron.

A Frank le cayeron diez años por la fuga y quince por el intento de secuestro. Resulta irónico, dijo el fiscal, si tenemos en cuenta que este hombre podría haberse acogido a la libertad condicional en dieciocho meses. Pero estamos hablando de un delincuente violento. De un hombre sin el menor control sobre su mente enloquecida.

No lamento nada, le dijo Frank a mi madre en la única carta que ésta recibió de él tras la sentencia. Si no llego a saltar por esa ventana, nunca te habría encontrado.

Dado su intento de fuga, Frank fue clasificado como preso de alto riesgo, lo cual exigía su encierro en una prisión de máxima seguridad de un tipo que no existía en nuestro estado, ni en los más cercanos. Lo enviaron provisionalmente al estado de Nueva York, donde mi madre intentó visitarle en una ocasión. Cuando llegó, le informaron de que el preso estaba incomunicado en una celda. Poco después, lo transfirieron a algún lugar de Idaho.

Cuando todo acabó, durante un tiempo, a mi madre le temblaban tanto las manos que ni podía abrir una lata de sopa Campbell’s. Le cedió voluntariamente mi custodia a mi padre. Justo antes de que éste viniera a recogerme, para llevarme a su casa a vivir con Marjorie y sus pitufos, le dije que nunca la perdonaría, pero lo acabé haciendo. Ella podría haberme reprochado cosas mucho peores, pero también me perdonó.

Así pues, me trasladé a casa de mi padre, la que compartía con Marjorie. Como ya me había olido, compraron literas para que Richard y yo tuviéramos más espacio en su cuartito. Él eligió la de abajo.

De noche, tumbado en la litera de arriba, ya no me tocaba como lo había hecho en casa. Por mucho que disfrutase de esa nueva y misteriosa sensación, ahora la asociaba con todo aquello que le rompe a uno el corazón: susurros y besos en la oscuridad, los lentos y profundos suspiros, ese gritito animal que durante un breve lapso de tiempo había confundido con el dolor. Los fuertes y alegres gemidos de Frank, como si la tierra se hubiese abierto y un torrente de luz se lo llevara todo por delante.

Todo empezaba con cuerpos tocando otros cuerpos, con manos sobre la piel. Así que yo mantenía las mías a los lados, respiraba con normalidad y me quedaba mirando el techo sobre el duro y estrecho catre, observando la cara de Albert Einstein con la lengua fuera. Puede que se tratara del hombre más inteligente que jamás hubiese existido. Seguro que se dio cuenta de que todo era una inmensa broma.

El único sonido audible que se oía ahora, al otro lado de la pared, tenía lugar a eso de las cinco y media de la mañana, cuando mi hermanita Chloe (pues ahora me daba cuenta de que de eso se trataba, de mi hermana) anunciaba al mundo que empezaba un nuevo día. Venid a por mí, quería decir su llanto, aunque sin necesidad de palabras. Así que, al cabo de un tiempo, eso es lo que acabé haciendo.

Marjorie hacía lo que podía. No era culpa suya que yo no fuese hijo suyo. Yo representaba todo lo que no era normal en esa vida tan normal que llevaba con mi padre y sus dos hijos. No me apreciaba mucho, pero yo a ella tampoco. Ya me parecía bien.

Con Richard, las cosas funcionaron mejor de lo previsto. Pese a nuestras diferencias —yo prefería vivir en Narnia, él jugar con los Red Sox—, había algo que compartíamos. Cada uno de nosotros tenía un progenitor que vivía cerca de casa, alguien cuya sangre corría por nuestras venas. Yo no sabía nada de cómo era su auténtico padre, pero a los trece años ya entiendes que la pena y el rencor adquieren muchas formas distintas.

No hay duda de que el padre de Richard, al igual que mi madre, sostuvo alguna vez a su hijo en brazos, miró a los ojos a la madre del niño y creyó que construirían un futuro a base de amor. El hecho de que no lo consiguieran era un peso que arrastrábamos los dos, como todo crío, probablemente, cuyos padres ya no viven bajo el mismo techo. Dondequiera que establezcas tu hogar, siempre está ese otro sitio y esa otra persona que te llama. Ven conmigo. Vuelve.

Respecto a mi padre, durante esas primeras semanas tras mi traslado a la antigua casa, tuve la impresión de que no sabía qué decirme, por lo que, por regla general, no decía nada. Sabía que había habido que rellenar papeles y declarar en el juzgado, pero hay que reconocerle que a mí no me contó nada de eso. Total, ya lo había explicado la prensa.

Unas semanas después de irme a vivir con mi padre y Marjorie —aproximadamente, cuando opté por no jugar ni al fútbol ni al lacrosse—, a él se le ocurrió que saliéramos juntos en bicicleta. En algunas casas —no puedo decir familias, pues no consideraba que aquello lo fuese—, eso no habría parecido nada del otro jueves, pero es que mi padre nunca había reconocido la existencia de ninguna actividad atlética que no implicara competir o ganar trofeos y en la que no hubiese ganadores y perdedores evidentes.

Cuando le recordé que mi bicicleta llevaba estropeada un par de años, dijo que ya era hora de comprarme una nueva: una bici de montaña, con veintiuna marchas. Y otra para él. Ese fin de semana, nos fuimos los dos en coche a Vermont —era la época del año en que la caída de la hoja resultaba especialmente espectacular— y recorrimos un montón de pueblos hasta alojarnos en un motel junto al río Saxon. ¿Lo bueno de ir en bicicleta? Que no hay que hablar mucho. Especialmente, en esas largas colinas de Vermont.

Esa noche fuimos a un restaurante especializado en costillas. Durante la mayor parte de la cena, nos mantuvimos prácticamente en silencio. Pero cuando la camarera le trajo el café a mi padre, algo pareció cambiar en él. Curiosamente, me recordó a Frank cuando estaba en casa de mi madre, mientras se presentaban los coches de Policía, sobrevolaba la zona el helicóptero y bramaban los altavoces. Mi padre era un hombre consciente de que le quedaba poco tiempo y que la cosa era ahora o nunca. Entonces, un poco como Frank, se entregó.

Lo que hizo en realidad fue abordar un tema que hasta entonces habíamos esquivado: mi madre. No lo de a ver si conseguía un trabajo de verdad, por una vez en su vida, ni lo de si tenía la suficiente estabilidad mental como para cuidar de mí; puede que, dado cómo había ido todo, ya había quedado lo suficientemente claro que no. De lo que habló fue de sus primeros tiempos juntos.

Ya sabes que era una mujer estupenda, dijo. Divertida. Guapa. Fuera de Broadway, nunca habías visto bailar a alguien como lo hacía ella.

Yo me quedé allí sentado, comiéndome el pudin de arroz. Apartando las pasas, en concreto. No miraba a mi padre, pero le escuchaba atentamente.

Aquel viaje que hicimos a California fue uno de nuestros mejores momentos, me contó. Teníamos tan poco dinero que casi siempre acabábamos durmiendo en el coche. Pero pasamos por un pueblo de Nebraska, nos hicimos con una habitación de motel que tenía cocinita y nos preparamos unos espaguetis en el hornillo. La verdad es que no sabíamos nada de Hollywood. Éramos de pueblo. Pero cuando ella había sido camarera, en cierta ocasión le sirvió a una mujer que era una de las bailarinas de June Taylor, la que trabajaba con Jackie Gleason, y que le apuntó su número de teléfono a Adele y le dijo que la llamara si algún día aparecía por Los Ángeles. Y eso era lo que pensábamos hacer: llamar a la bailarina de June Taylor. Sólo que cuando por fin lo hicimos, el que se puso al teléfono fue su hijo. Para entonces, ella ya estaba en una residencia. Senil, básicamente. ¿Y sabes qué hizo tu madre? Pues fuimos a visitarla. Y le llevó galletas.

Levanté la vista del cuenco. Cuando lo hice, la cara de mi padre parecía distinta. Nunca pensé que me pareciese a él en lo más mínimo. De hecho, hasta me había preguntado en alguna ocasión (de hecho, ese tipo de especulación solía provenir de Eleanor) si él era realmente mi padre, pues éramos muy diferentes el uno del otro. Además, me parecía la persona menos adecuada para haberse casado con mi madre. Pero ahora, contemplando al otro lado de la mesa del reservado a ese hombre pálido, con algo de sobrepeso y pelo cada vez más ralo, que lucía una camiseta elástica de ciclista que, probablemente, nunca se volvería a poner, reconocí, curiosamente, algo familiar. Me lo imaginaba de joven. Me lo imaginaba como ese muchacho que mi madre había descrito y que sabía cuánta presión había que aplicarle a una mujer en la espalda mientras bailaban, como el joven chiflado en el que ella confiaba para que impidiera su caída al ejecutar el giro de trescientos sesenta grados vestida con bragas rojas. La verdad es que podía ver mi propio rostro en el suyo. No estaba llorando, pero tenía los ojos húmedos.

Fue perder a todos esos bebés lo que le afectó, dijo. Sobre todo el último. Nunca pudo superarlo.

Aún me quedaba pudin en el cuenco, pero ya había dejado de comer. Mi padre tampoco había tocado el café.

Alguien mejor que yo se habría quedado con ella para ayudarla a superarlo, dijo. Pero al cabo de un tiempo, ya no podía más de tanta tristeza. Quería una vida normal. Básicamente, me largué.

Y luego, Marjorie y yo tuvimos a Chloe. No es que eso borrara todo lo anterior, pero a mí me fue útil para no seguir calentándome la cabeza. Mientras que para tu madre, esa historia nunca se desvaneció.

Eso es todo lo que dijo al respecto, y no volvimos a sacar el tema. Pagó la cuenta y volvimos a nuestra habitación del motel. A la mañana siguiente, fuimos en bici un poco más, pero para entonces ya me estaba dando cuenta de lo poco natural que era que mi padre anduviera por las colinas de Vermont con algo que no fuese una minifurgoneta. Al cabo de un par de horas, cuando le sugerí que lo dejáramos correr, no se opuso. El camino a casa me lo pasé durmiendo, prácticamente.

Pasé en casa de mi padre la mayor parte de ese séptimo curso. Una cosa que estaba bien era que, como vivía con mi padre y Marjorie, ya no parecía necesario perpetuar la terrible tradición de las cenas del sábado noche en el Friendly’s. Era mejor comer en casa. Para empezar, estaba puesta la tele.

Tal vez hayáis pensado que mi madre se habría dejado la piel para visitarme, pero lo que sucedió fue justo lo contrario. Por lo menos, durante un tiempo. No parecía poner el menor empeño en que yo fuese a verla, y cuando me acercaba por su casa en mi nueva bici (para llevarle comida, libros de la biblioteca y a mí mismo), la encontraba ocupada y distraída.

Tenía llamadas que hacer, decía. Compradores de vitaminas. Y había un montón de tareas que llevar a cabo. Nunca precisaba mucho en qué consistían esas tareas, sobre todo en esa casa sin muebles a los que sacar el polvo ni alfombras que aspirar, donde nunca se cocinaba y jamás aparecía nadie.

Estaba leyendo mucho, decía, y era cierto. Había pilas de libros, muy parecidas a las de las sopas Campbell’s de otros tiempos. Libros sobre temas pintorescos: ciencias forestales, cuidado de animales, pollos, flores silvestres o jardinería, aunque el patio seguía tan despoblado como de costumbre. Su libro favorito, que parecía estar siempre sobre la mesa de la cocina cada vez que yo me dejaba caer por allí, era un volumen publicado en los años sesenta por una pareja compuesta por Helen y Scott Nearing y titulado La buena vida. Trataba sobre sus experiencias al dejar el trabajo y la casa que tenían en algún lugar como Connecticut para trasladarse al Maine rural, donde habían cultivado su propia comida y vivido sin electricidad ni teléfono. En las fotografías que ilustraban el libro, Scott Nearing siempre aparecía vestido con un mono de trabajo o con unos tejanos desgastados: un hombre que había dejado atrás la mediana edad y al que se le veía inclinado sobre un azadón, removiendo la tierra, junto a su mujer, siempre con el mismo vestido de algodón, dándole también a la azada.

Creo que mi madre debía de saberse ese libro de memoria, de las veces que lo habría leído. Esos dos sólo se tenían el uno al otro, decía, y ya les bastaba.

Puede que se diera cierto complejo de culpa —la sensación de que mi madre me necesitaba y mi padre no— que me llevó a tomar una determinada decisión, pero lo cierto es que pienso que yo necesitaba a mi madre. Echaba de menos nuestras conversaciones a la hora de cenar, y el modo en que —a diferencia de Marjorie, que siempre parecía utilizar un tono de voz distinto cuando le dirigía la palabra a cualquier menor de veintiún años— nunca me hablaba de una manera diferente a la que usaría con alguien de su misma edad. Salvo algunas excepciones —el vendedor ocasional, sus clientes de MegaMite y el tipo que traía el petróleo—, la única persona con la que hablaba mamá era yo.

Cuando llegó la primavera y le dije a mi padre que quería volver a casa de mi madre, no se opuso. Al día siguiente, regresé al antiguo hogar.

Intenté entrar en el equipo de béisbol. Me pusieron en el flanco derecho. En cierta ocasión, mientras jugábamos contra el equipo en el que estaba Richard, le di a una pelota que él había lanzado y que todo el mundo esperaba que me superara. Cada vez que me disponía a batear, seguía el mismo ritual. Mira la bola, decía, tan bajito que ni el catcher me oía. Y le daba con mucha más frecuencia de lo que podríais imaginar.

Durante todos mis años de instituto, mi madre y yo vivimos en una casa sin posesiones, más o menos. Teníamos algunos muebles de cuando pensábamos que nos íbamos para siempre, pero a excepción de las cosas que habíamos metido en cajas en el coche, lo habíamos regalado prácticamente todo; e incluso de lo que habíamos conservado, apenas sacamos nada de las cajas, aparte de la cafetera y algo de ropa. No así el vestuario de baile de mi madre, ni sus impresionantes zapatos y fulares, ni sus abanicos, ni los cuadros que habían estado colgados en las paredes, ni el violonchelo o el radiocasete, aunque yo acabé comprándome un walkman cuando empecé a ganar dinero, para escuchar mi música.

Las voces de Frank Sinatra, Joni Mitchell y (ahora sí que sabía su nombre) Leonard Cohen ya no se oían en casa. Adiós a la banda sonora de Ellos y ellas. Se acabó la música. Ni música ni baile.

En algún momento, nos trasladamos al Centro de Beneficencia, donde mi madre volvió a comprar los platos, tenedores y tazones estrictamente necesarios para nuestras comidas, aunque también es verdad que si sueles comer sopa y congelados, tampoco necesitas mucha vajilla. Pese a todo, en décimo hice un curso de economía doméstica: en aquellos tiempos, empezaban a ampliar a los chicos ese tipo de clases. Descubrí que me gustaba cocinar y que, no sé muy bien por qué, ya que mi madre no tenía la menor idea del asunto, me salía bastante bien. Una de mis especialidades, aunque no la aprendí en Economía Doméstica, eran los pasteles.

Durante casi todo el instituto, mi padre y yo seguimos con nuestra tradición de salir a cenar los sábados por la noche, aunque cuando mi vida social empezó a despegar, cosa que acabó sucediendo, optamos por cenar entre semana y, para alivio de todos, probablemente, Marjorie dejó de acompañarnos. Me llevaba bastante bien con Richard y hasta me divertía salir de vez en cuando con mi hermanita Chloe, pero las noches de restaurante eran básicamente para mi padre y para mí; y a sugerencia mía, nos trasladamos del Friendly’s a un sitio en las afueras del pueblo que se llamaba Acrópolis y que servía comida griega, que era más buena; y una vez, cuando Marjorie estaba fuera visitando a su hermana, hasta me fui a su casa y preparé un plato que había visto en una revista, pollo marsala.

Una noche, mientras comíamos spanakopita en el Acrópolis, mi padre —bajo la influencia de un par de copas de vino tinto— abordó el tema del sexo, que había permanecido latente, más o menos, desde sus primeros intentos de informarme sobre las cosas de la vida.

Todo el mundo habla de esa pasión loca y salvaje, dijo. Así son las cosas en las canciones. Tu madre era así. Estaba enamorada del amor. No podía hacer nada a medias. Se lo tomaba todo tan a pecho que era como si el mundo la superase. Cada vez que oía una historia sobre un crío que tenía cáncer, o sobre un viejo al que se le había muerto la mujer, o incluso el perro, era como si le hubiera pasado a ella. Era como si le faltara esa capa de piel que le permite a la gente llegar al final de la jornada sin sangrar constantemente. El mundo acabó siendo demasiado para ella.

Yo prefiero no ser tan sensible, añadió. Puede que me esté perdiendo algo, pero me da igual.

Volvía un día a casa de la biblioteca, que era un sitio al que acudía a menudo durante los meses que viví con mi padre y Marjorie. Era un fin de semana festivo, puede que el Día de Colón o, más probablemente, el Día del Veterano. Recuerdo que las hojas ya habían caído de los árboles y que oscurecía antes, por lo que cuando volvía a casa para cenar, el vecindario ya estaba iluminado. Subido en la bici —o acompañándola a pie, como era el caso esa noche—, podía mirar por las ventanas y ver a la gente que vivía al otro lado, haciendo esas cosas que hace la gente en casa. Era como atravesar un museo con una hilera de dioramas bien iluminados, cuyo título conjunto fuese algo como Así viven las familias o Familias de Norteamérica. Una mujer pelando verduras en el fregadero. Un hombre leyendo el periódico. Un par de críos en un dormitorio de la zona superior de la casa, jugando al Twister. Una chica tumbada en la cama, hablando por teléfono.

Había un bloque de pisos en esa calle —un edificio antiguo que había sido dividido en apartamentos, probablemente— que yo siempre observaba. Había un apartamento en concreto cuyas ventanas me gustaba estudiar y en el que la familia siempre parecía estar cenando a la misma hora, que era cuando yo torcía por esa esquina en particular. Para mí era una especie de superstición, podríamos decir, consistente en que si los veía a los tres —el padre, la madre y el niño— congregados en torno a la mesa, como solía suceder, nada malo pasaría esa noche. Creo que la persona que me preocupaba en ese momento, y que podía no sobrevivir a la oscuridad, era mi madre. Que en esos momentos estaría sentada a la mesa, sola. Tomándose su vaso de vino, leyendo su libro de La buena vida.

Lo bueno de esa familia es que siempre parecía de lo más feliz y contenta. Más que en cualquier otro de los dioramas familiares de la exposición Así vive la gente, yo quería vivir en ése. Evidentemente, no podías oír lo que decían, pero no era necesario para saber que todo iba bien en esa cocina. Probablemente, la conversación no versaría sobre nada trascendental (¿Cómo te ha ido el día, cariño? Bien, ¿y el tuyo?), pero había algo en torno a esa mesa —la suave luz amarillenta, los rostros que asentían, la manera en que la mujer le rozaba el brazo al hombre, cómo se reían todos cuando el crío agitaba la cuchara— que te daba la impresión de que ninguno de ellos desearía estar en otro sitio en esos momentos, o con otras personas.

Supongo que me había olvidado de dónde estaba y que me había quedado ahí pasmado. Era una noche fría, lo suficiente como para ver mi propia respiración y la de la persona que bajaba los peldaños de la entrada al edificio, que llevaba un perrito con correa, tan pequeño que parecía un plumero andante. Era más pequeño que el más pequeño de los caniches.

Incluso antes de reconocerla, la persona que paseaba al perro me sonaba, pero no sabía de dónde. Todo lo que podía ver eran unas piernas flacuchas, saliendo de un enorme abrigo negro, y unas botas de tacón alto, un tipo de calzado que la gente del pueblo no solía utilizar. Vamos, que nunca había visto a nadie con algo así.

Era evidente que, antes de esta noche, no había sacado mucho al perro, y caso de haberlo hecho, entonces es que el chucho era especialmente idiota, pues no paraba de enredarse con la correa, enredándola a ella y dando saltos de un lado para otro: ahora tiraba con fuerza de la cuerda, luego la dejaba arrastrarse por el suelo y después se quedaba inmóvil.

Levanta, Jim.

Esto tuvo tanto efecto sobre el can como cuando yo le decía a mi madre Deberías salir más. Haz nuevos amigos. Vete de viaje. Cuando la voz dijo eso, el perrito enloqueció más que de costumbre. Igual le mordió en la pierna, o algo así, pues ella soltó la correa, o perdió el control por completo, y el bicho ya iba trotando por la acera —¿Jim? Pero ¿quién puede llamarle Jim a un perro?—, directo hacia la esquina, por donde venía un camión.

Fui a por él. No sé por qué, pero lo hice. La persona de las piernas flacuchas corrió hacia mí, arrastrando un enorme bolso y tambaleándose sobre los tacones. Llevaba un sombrero, un sombrero de ala ancha con una flor o algo parecido en la copa, y cuando se le cayó, me resultó más fácil verle la cara. Fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba de Eleanor. Ahí estaba ella, trastabillando calle abajo, directa hacia mí.

Durante esas primeras semanas posteriores al Día del Trabajo, cuando el mundo no paraba de dar vueltas, yo no podía pensar en nada con claridad. Cuando me sentía airado —cosa que sucedía con frecuencia—, toda la rabia iba dirigida hacia mí mismo. Esa ira nunca desapareció del todo, pero al cabo de un tiempo, encontré otro objetivo para ella: Eleanor.

Era la primera vez que la veía desde aquel día en que quedamos a tomar un café y se me lanzó encima. No fue a mi escuela ese otoño, y como nadie la conocía, no había a quién preguntarle por ella, caso de que me hubiera dado por ahí. Supuse que habría vuelto a Chicago, a seguir liándola. A estas alturas, con toda probabilidad, ya habría encontrado a alguien para intercambiar fluidos. Tras nuestro corto encuentro, deduje que uno de sus principales objetivos era dejar de ser virgen cuanto antes.

Podría haberme ignorado —agacharse a recoger el sombrero y seguir caminando— si no llega a ser porque yo le aguantaba el perro. Lo tenía apretado contra el pecho, y podía sentir los latidos de su corazón incluso a través de la chaqueta, a toda velocidad, como le pasaba a Joe, el hámster, cuando estaba entre nosotros.

Es mi perro, dijo ella estirando el brazo hacia él, como si estuviera de compras y esperara que le diesen el cambio.

Lo he tomado como rehén, dije. Normalmente, no se me habría ocurrido hacer semejante comentario. Me salió, sin más.

Pero ¿qué estás diciendo?, inquirió Eleanor. Es mío.

Tú le hablaste de Frank a la Policía, la acusé. Hasta ahora, nunca había querido creerlo, pero de repente lo veía clarísimo.

Les arruinaste la vida a dos personas, le dije.

Quiero mi perro, insistió.

Sí, claro, repuse. Ahora que me había lanzado, no había quien me parara. Igual me creía Magnum, o algún otro detective.

¿Qué importancia le das?, le pregunté.

Si quieres saberlo, te diré que Jim es un shitzu de pura raza. Costó cuatrocientos veinticinco dólares, sin contar las inyecciones. Pero eso es lo de menos. El perro me pertenece. Devuélvemelo.

Hasta ese momento, cuando pensaba en lo que Eleanor había hecho, lo que más me afectaba era lo cabreada que debía de estar cuando no le hice el amor de manera apasionada aquel día, junto a los columpios, cuando se quitó las bragas. Era tan tonto que ni siquiera había pensado en lo de la recompensa. Ahora —un año después, o puede que dos—, al oírla hablar de ese cachorro de cuatrocientos veinticinco dólares al que acababa de salvar de un atropello mortal, aquella posibilidad me vino a la mente.

Supongo que alguien que dispone de diez mil dólares conseguidos a base de jorobar a una madre, puede permitirse invertir unos cientos en un peluche, le dije.

Me lo regaló mi padre, afirmó ella. Se ocupa de Jim mientras yo estoy en la escuela.

O sea, le dije, que al final conseguiste ir a tu academia artística para pijos. Seguía teniendo la mano puesta en la tripa del chucho. Me acababa de dar cuenta de dónde le venía el nombre. Puede que el perro intentara quitarse de en medio, le dije, para hacer honor a su nombre. Cuando no hay manera de encontrar heroína, no queda más remedio que echarse debajo de un camión.

Mira que eres morboso, me lanzó. No me extraña que no tengas amigos.

Supongo que te da igual, repuse, pero el tío que la Policía se llevó ese día era, probablemente, la mejor persona que he conocido.

Esto lo dije para impresionarla, pero la verdad es que era una afirmación absolutamente sincera. Nada más oír mis propias palabras, hice algo que me dio grima: echarme a llorar.

Evidentemente, ése fue el momento adecuado para que Eleanor volviera a acusarme de lo de siempre: de ser un pringado. Ya no había ninguna duda de que iba a recuperar a su perro. En aquellos momentos, yo no era lo que se podría describir como una persona intimidante.

No se movió. Se quedó ahí plantada, con sus tacones altos, sosteniendo el ridículo sombrerito y el bolso enorme que parecía sacado del armario de una excéntrica. Puede que estuviese más delgada que nunca, pero era difícil de precisar con el abrigo puesto. Tenía ojeras negras bajo los ojos y se mordisqueaba los labios. Yo ya no pensaba que pudiese haber hecho el amor con cualquiera. Parecía una de esas personas que, si las tocas, saltan.

No lo sabía, dijo. Yo sólo quería que pasara algo.

También ella estaba llorando.

Pues vaya si pasó algo, le dije. Le entregué el perro. Aunque sólo había estado conmigo cosa de un minuto, ya había empezado a lamerme la mano. Tuve la impresión de que igual preferiría quedarse conmigo. Hasta un perro sabría —sobre todo, un perro— que Eleanor era de esa clase de personas con las que no hay que estar más de lo necesario.

La volví a ver unos años después, en una fiesta que daba un tío de mi escuela que estaba en el grupo de teatro. Llevaba un pequeño amuleto de plata colgado del cuello, con cocaína en su interior, y estaba poniendo un poco en un espejo y esnifándola. Algunos se apuntaron, pero yo no. Seguía estando delgada, pero no tanto como antes. Tenía los mismos ojos, con esas enormes pupilas. Hizo como que no me conocía, pero estoy seguro de que se acordaba de mí, aunque yo ya no tenía nada que decirle. Ya le había dicho más de lo que me correspondía.

Finalmente, me fui a la cama con una chica en preuniversitario. Probablemente, podría haberlo hecho antes. Hubo oportunidades previas, como lo de Eleanor, pero yo en esa época tenía la idea anticuada de que no debería hacerlo con una chica a no ser que la quisiera y que ella me quisiera a mí, como sucedió con Becky. Estuvimos juntos hasta la graduación, y luego durante la primera mitad del primer curso universitario, hasta que conoció a un chico que la volvió loca y, como no podía ser de otra manera, se casó con él. Durante un tiempo, pensé que nunca lo superaría, pero lo superé, claro está. Cuando tienes diecinueve años, te crees cualquier cosa.

Mi madre continuó vendiendo MegaMite por teléfono, de vez en cuando, desde la mesa de la cocina, y nunca dejó de creer que había sido gracias a las vitaminas por lo que yo había alcanzado una altura de un metro ochenta, pese a que ninguno de mis progenitores era especialmente alto.

Eres la persona más alta que conozco, me dijo mi madre en cierta ocasión.

Bueno, matizó, la verdad es que no. No es verdad.

Los dos sabíamos en quién estaba pensando, pero ninguno de nosotros pronunció su nombre.

Un tiempo después de que me marchara de casa, mi madre consiguió lo que Marjorie habría definido como un trabajo de verdad. No es que ganase mucho más que vendiendo vitaminas, pero sirvió para sacarla de casa, por fin. Puede que, como yo me había ido, llegase a la conclusión de que tenía que salir más.

Se presentó en la residencia de ancianos de la localidad. Ofreció sus servicios como profesora de baile. Foxtrot, vals, pasodoble, swing… todos los clásicos bailes de pareja, aunque teniendo en cuenta que allí había muchas más mujeres que hombres, algunas de ellas tuvieron que adoptar el papel del varón en clase. Resultó ser una profesora estupenda. Y lo mejor de la residencia era que apenas se veían niños.

Llegó a ser tan popular entre los estudiantes que no tardó mucho en dirigir todo el programa de actividades del centro, lo cual incluía artesanía, juegos nocturnos… A veces, montaba unas persecuciones desquiciadas que los carcamales podían protagonizar hasta en silla de ruedas. Al estar rodeada de personas de la tercera edad, mi madre parecía sentirse más joven. Verla con los ancianos, a veces, cuando les estaba enseñando un giro del vals o un quiebro peculiar de cualquier otra danza —tan esbelta como siempre, nunca perdió la figura—, me permitía atisbar unos restos del aspecto que tenía cuando yo tenía trece años, de cuando tuvo lugar aquel largo fin de semana del Día del Trabajo en el que Frank Chambers entró en nuestra vida.