Martes. Esa mañana no hubo café. Mi madre había empaquetado la cafetera. Tampoco había huevos. Ya pararíamos por el camino, dijo. En cuanto saliéramos a la autopista.
Fue otro de esos momentos en los que, durante un segundo, te olvidas de lo que está ocurriendo. Sucede cuando abres los ojos por primera vez. Cuando desperté en un cuarto vacío, necesité un instante para saber dónde estaba. Luego fui consciente de ello.
Nos vamos, dije. No estaba hablando con nadie. Sólo quería oír esas palabras. Mi voz sonaba diferente en una habitación vacía, con la alfombra enrollada y sin mis cosas. Sobre el escritorio yacía el sobre con la nota para mi padre, que me metí en el bolsillo. Aparte de eso, nada.
Llovía y el cielo lucía un tono grisáceo, desvaído, como de tinta aguada. Pensé en las cajas de libros y de ropa que habíamos dejado anoche frente al Centro de Beneficencia. Ya no servirían de nada. Pero se agradecía que hubiese dejado de hacer tanto calor.
Había alguien en la ducha. Supongo que se trataba de Frank, pues le oí silbar. Bajé las escaleras. Aún era muy temprano, puede que las seis, pero se oía a mi madre dando vueltas por ahí.
Estaba ante la puerta del trastero. Llevaba unos pantalones a cuadros que yo le había visto toda la vida. Me di cuenta de lo mucho que había adelgazado últimamente.
Tengo malas noticias.
La miré. Intenté imaginar qué entendería mi madre por malas noticias. Seguro que algo distinto a las personas normales.
Se trata de Joe, dijo. Cuando fui a llevar su jaula al coche, no se movía. Sólo estaba ahí tirado.
Corrí hacia el trastero.
Sólo está cansado, le dije a mi madre. No le gusta mucho correr cuando hace calor. Ayer, cuando le vine a dar las buenas noches, se movió un poco en mi mano.
Estaba tirado sobre el papel de periódico. Tenía los ojos abiertos, pero fijos, y las patitas extendidas como si fuera un superhéroe en posición de vuelo. Tenía el rabo recogido bajo el cuerpo y la boca ligeramente abierta, como si quisiera decir algo.
Os lo habéis cargado, dije. Vosotros dos. Nunca quisisteis que Joe viniera con nosotros, así que habéis tenido que quitarlo de en medio.
No puedes creer eso, repuso mamá. Sabes que yo nunca haría algo así. Y Frank tampoco.
¿Ah, no? Si no recuerdo mal, dejó morir a su propio hijo.
Fuera, en el patio, estaba aún muy oscuro. La lluvia dificultaba mis intentos de cavar con la pala. El suelo estaba lleno de barro.
Mientras cavaba la tumba para Joe, reconsideré mi decisión de no llamar a la Policía. Ya no me importaban las cosas que salían en aquel catálogo de la línea aérea. Sólo quería castigar a esos dos. Delatar a Frank a la Policía sería perfecto para ello.
Te lo juro, dijo mi madre. Me había seguido hasta el patio. Yo nunca le haría daño a algo que tú quisieras.
Empecé a cavar. Pensé en una historia que me había contado en cierta ocasión, cuando yo era pequeño, para explicarme por qué era hijo único. Me la imaginé en el patio de la vieja casa, la casa de mi padre, haciendo un hoyo con una paleta, enterrando el coágulo de sangre, envuelto en un pañuelo, de lo que habría sido mi hermano o mi hermana. También pensé en la otra vez, en la caja de puros que contenía las cenizas de Fern.
Frank también había salido, pero cuando empezó a acercárseme, mi madre lo echó para atrás.
Puede que Henry quiera quedarse a solas, le dijo.
Al principio, cuando me eché a la calle, no sabía adónde iba, pero seguí adelante un buen rato. Por el camino, me di cuenta de que me dirigía a casa de mi padre.
Desde el patio, pude ver que había luz en una de las ventanas de arriba. Mi padre ya debería estar de pie, sólo en la cocina con su café, leyendo la sección de deportes del diario. Marjorie bajaría en cosa de un minuto para calentar el biberón de Chloe, que era lo que más le interesaba a la niña nada más despertar.
Mi padre besaría en la mejilla a su esposa. Levantaría la vista del periódico para comentar algo sobre la lluvia. Nada del otro mundo, pero se estaría bien en esa cocina. Las cosas sólo dejaban de ir bien cuando había que ir al Friendly’s o intentar que Richard y yo habláramos de nuestro jugador favorito de los Sox. Exceptuándome a mí, aquello era una familia normal.
Por el camino, había considerado la posibilidad de llamar a la puerta. Me había imaginado a mí mismo diciéndole a mi padre: ¿Sabes aquello que decías siempre de que mi madre estaba loca? Pues espera a oír esto.
A la hora de cenar, ya estaría instalado en su casa. Tenía la bolsa preparada. Tendría que compartir la habitación con Richard, cosa que a él le daría cien patadas. Lo más probable es que nos pusieran en literas.
Me pregunté si Richard también se dedicaría a las mismas actividades nocturnas que yo. Aunque lo más probable es que la única persona que se la pusiera dura fuera José Canseco, el bateador. No podía imaginarnos a los dos hablando del asunto. Mientras lavara la ropa, Marjorie se lo comentaría a mi padre. Tienes que hablar con ese hijo tuyo.
Tiempo atrás, yo siempre estaba cabreado con mi padre, pero esa mañana, de pie bajo la lluvia, al ver su sombra pasar frente a la ventana, al oír el ruido de la puerta trasera para dejar salir al gato, al escuchar la voz de Chloe —nunca la consideré mi hermana, ni mi media hermana, pues sabía lo mal que le sentaría eso a mi madre—, que pedía a gritos que alguien la sacara de la cuna, todo lo que sentí fue tristeza. Ese sitio era su hogar. No el mío. Y la culpa no era de nadie. Así eran las cosas.
Dejé el sobre con la carta en el buzón. Ya me sabía las rutinas de mi padre. Recogería el correo cuando volviera de trabajar, sin bajarse del coche. Se leería la carta hacia la hora de cenar. Para entonces, yo ya estaría llegando a la frontera con Canadá.
Mientras regresaba a casa, se me acercó un coche de Policía. Seguía siendo muy temprano y yo estaba empapado porque iba sin impermeable. Llovía mucho más. Tenía los pantalones chorreando y la camisa pegada al cuerpo. Me caía el agua por la cara y me costaba ver bien.
¿Necesitas ayuda, chaval? El policía había bajado la ventanilla.
Estoy bien.
¿Quieres decirme adónde vas?, me preguntó. Es un poco pronto para que alguien de tu edad ande por la carretera sin chaqueta ni nada. Por cierto, ¿hoy no es el primer día de escuela?
Sólo estaba dando un paseo, le dije. Y ahora volvía a casa.
Sube. Yo te llevo, dijo, seguro que tus padres están preocupados por ti.
Sólo tengo madre, le comenté, pero no estará preocupada.
Por si acaso, voy a hablar con ella. Tengo un crío de tu edad.
Pasamos por delante del Pricemart, y del colegio, donde ya había algunos coches en el aparcamiento. Seguro que en las aulas habría unos cuantos profesores emprendedores, dándoles el último toque, pero yo no iba a aparecer por allí.
Pasamos por delante del banco. Giramos a la derecha, colina arriba, hacia mi calle. Dejamos atrás a los Edwards y a los Jervis, íbamos hasta el final. Por enfadado que estuviese con mi madre, le iba enviando ondas cerebrales para que no se le ocurriera estar ahí fuera, metiendo cajas en el coche. Y sobre todo, lo que no quería es que Frank estuviese allí. Le estaba transmitiendo un mensaje a la manera del Silver Surfer, telepáticamente, para que volviera a entrar en la casa, se fuera escaleras arriba y se escondiera.
Mamá estaba en el exterior, con sus pantalones a cuadros y un poncho contra la lluvia, pero sin cajas, lo cual era una buena noticia. Cuando vio el coche de Policía detenerse ante la casa, hizo visera con la mano sobre los ojos, pero eso se podía interpretar como una manera de defenderse de la lluvia, que había arreciado.
Señora Johnson, dijo el agente, me he encontrado a su hijo por la carretera. Pensé que debería traérselo a casa. Sobre todo, si tenemos en cuenta que debería estar en la escuela dentro de unos cuarenta y cinco minutos. Y además, está empapado.
Mi madre se quedó ahí plantada. Yo ya había visto lo que le pasaba en las manos cuando tenía que hacer algo tan sencillo como ponerse en la cola de una tienda para pagar, así que pensaba en cómo deberían estarle temblando en esos momentos. Afortunadamente, las tenía metidas en los bolsillos.
Por cierto, ¿a qué curso vas?, preguntó el policía. Yo diría que a sexto. Igual conoces a mi hijo.
A séptimo, repuse.
Te pillé. Supongo que eso significa que estás mucho más interesado en las chicas que un mequetrefe de sexto, ¿verdad, Henry?
Gracias por traérmelo, intervino mi madre. Miraba hacia la casa. Y yo sabía en qué estaba pensando.
No tiene importancia, dijo el poli. Parece un buen chico. Usted encárguese de que no deje de serlo. Extendió su mano para estrechar la de ella, pero yo sabía por qué mamá mantenía las extremidades en los bolsillos. Le di la mano yo mismo, para evitar más problemas.
La noche anterior, mientras íbamos de camino a la beneficencia —el tercer viaje—, hicimos un alto ante la casa en que vivían Evelyn y Barry. Mi madre quería darle a éste algunos de mis juguetes viejos. Había un cubo de Rubik y una pizarra que ya no me servían de gran cosa, y una pelota mágica que, cuando la cogías, lucía un mensaje en la parte interior que se veía a través de una ventanita de plástico: algo que te decía lo que deberías hacer con tu vida. Yo no sabía de qué utilidad le iba a ser todo eso a Barry, pero mi madre creía que igual le gustaba tener cosas para su habitación, con vistas a que pareciera el cuarto de un chico normal. También le íbamos a dar mi lámpara de lava, aunque yo no quería. Mi madre decía que era de ese tipo de cosas que nos podrían traer problemas en la frontera. Pensarían que nos drogábamos.
Evelyn lucía un atuendo deportivo cuando abrió la puerta. Debería estar entrenando con sus cintas de Richard Simmons. Siempre hablaba en plural cuando hablaba de las cosas que hacía, como si Barry también las hiciera, aunque en realidad se limitaba a quedarse en la silla, moviendo los brazos al ritmo de la música y emitiendo ruiditos. Su favorito, definitivamente, era Johnny Cash, pero también le gustaba Richard Simmons.
Ahora, cuando nos vio, empezó a chillar, como si estuviera excitado. Estaba sentado ante el televisor, donde una pandilla de mujeres con cintas en la frente se dedicaba a dar saltos. Barry estaba saltando en su silla, pero cuando me vio, empezó a señalar la pantalla, y venga a señalarme y venga a gritar, sólo que esta vez entendí lo que estaba diciendo, aunque fui el único. Estaba diciendo Frank. Quería saber dónde estaba Frank.
En casa, le informé. No había peligro en decírselo. Sabía que su madre no lo entendería. Si había alguien que jamás descolgaría el teléfono para hacerse con los diez mil dólares, ése era Barry.
Mi madre no le había dicho a Evelyn que nos marchábamos. Todo lo que le dijo en esos momentos fue que yo había estado limpiando mi cuarto. Vuelta al cole y tal.
Me hubiese gustado despedirme de ella, dijo mi madre mientras volvíamos a casa en coche. Tal vez no era la mejor amiga que se puede tener, pero era la única. Me temo que no volveré a verla.
Lo cierto es que sí volvió a verla. A la mañana siguiente, a las ocho y media en punto, allí estaba Evelyn, llamando a la puerta.
Esta vez, Frank estaba en el salón. Se dio la vuelta para que sólo se le viera la espalda, como si estuviera arreglando un interruptor o algo así, pero debía de resultar muy evidente que nos estábamos largando. Y tampoco resultaba muy fácil explicar la presencia de un hombre en casa.
Ay, Dios, dijo Evelyn. Parece que llego en mal momento. Sólo quería agradecerte que me ayudaras con Barry el otro día, Adele. Me salvaste la vida.
Traía bollos de canela, pero como yo ya había comprobado en el pasado sus habilidades con la pastelería, no me hacía muchas ilusiones. Mi madre solía decir que Evelyn era la única persona que podía cargarse hasta un producto de bollería industrial. Aunque no es menos cierto que Evelyn también era la única persona a quien mi madre conocía. Y punto.
Me temo que estoy interrumpiendo, dijo. No sabía que teníais compañía.
A su espalda, en el escalón, Barry estaba haciendo unos ruidos desquiciados, como si fuese una especie de ave selvática, y también resoplaba. Sabía por experiencia que la palabra que estaba pronunciando era el nombre de Frank. Aunque Frank nos diera la espalda en esos momentos.
Lamento no tener tiempo para presentaciones, dijo mi madre. Este señor está arreglándonos una cosa. Henry y yo nos vamos de viaje.
Evelyn le echó un vistazo al salón. No había alfombra. Ni libros. Ni la reproducción enmarcada de un cuadro de una madre con su hijo en el regazo, ni el póster de un museo que siempre habíamos tenido y en el que se veía a un pez de colores en una pecera, y otro de unas bailarinas ensayando. A través de la puerta de la cocina, se podían ver los estantes desprovistos de platos.
Ya veo, dijo Evelyn. No preguntó adónde nos íbamos de viaje, como si intuyera que no pensábamos contarle la verdad.
Pues bueno, dijo mi madre, gracias de nuevo por los bollitos. Tienen muy buena pinta.
Tal vez debería recuperar la bandeja, dijo Evelyn. Por si estáis mucho tiempo fuera.
No disponíamos de ninguna bandeja propia para colocar los pastelitos, así que mi madre los colocó sobre el diario de la mañana, cuyo titular se podía leer perfectamente. A causa de la fuga de la semana anterior, el gobernador anunciaba nuevas medidas de seguridad para la cárcel. Pensando en todos aquellos que no se hubieran enterado de la historia original, volvían a publicar la fotografía de Frank, con los números en el pecho.
Cuídate mucho, Evelyn, le dijo mi madre.
Tú también.
Estábamos en el banco a las nueve en punto, nada más abrir. Sólo mi madre y yo. Frank se había quedado en casa. El plan consistía en que, una vez nos hubiésemos hecho con el dinero, pasaríamos por casa a recogerle y nos pondríamos en marcha en dirección norte, hacia la frontera.
Antes, cuando necesitábamos dinero en efectivo, era yo el que entraba en el banco y dejaba a mi madre en el coche. Nunca sacaba grandes cantidades, y los cajeros me conocían. Esta vez, mi madre dijo que suponía que debería entrar ella, pues iba a vaciar la cuenta. O hasta donde se atreviera.
Llevaba la libreta de ahorros y se había vestido como ella pensaba que debía hacerlo alguien que pensaba retirar once mil trescientos dólares de su cuenta. Yo estaba a su lado. Teníamos dos personas delante, en la cola. Una de ellas era una señora mayor con un montón de monedas. La otra era un señor que estaba ingresando un par de talones.
Y nos tocó a nosotros. A mi madre le temblaban las manos mientras ponía la libreta en el mostrador, junto al formulario de retirada de fondos.
Pensé que estarías en el cole, hijo, comentó la cajera. Lucía una placa que la identificaba como Muriel.
Mi hijo tiene hora en el dentista, dijo mi madre. A mí eso me sonaba ridículo. Ni siquiera alguien como mi madre le pediría hora a un dentista para el primer día de clase.
La verdad es que para eso necesitamos el dinero, explicó mi madre. Hierros para los dientes.
Dios mío, vaya dentista más caro, dijo Muriel. Si todavía hay marcha atrás, le recomendaría que fuera al de mi hija. Nos deja pagar a plazos.
Es que además de lo de los dientes, hay otras cosas, dijo mi madre. Una apendicitis.
Me la quedé mirando. Seguro que se trataba de la única operación que se le había ocurrido, pero de todas las que podría haber mencionado, ésa era la más tonta.
Enseguida vuelvo, nos dijo Muriel. Ante una suma tan elevada, necesito la aprobación de mi supervisor. No habrá ningún problema, claro está. Ya la conocemos. Y a su hijo también.
Entró en el banco una mujer con un bebé colocado en una mochilita frontal. Miré a mi madre. Estaba pasando por un momento muy difícil, pero, por una vez, no parecía ni darse cuenta.
No debería haber pedido tanto, susurró. Debería haber sacado la mitad.
Todo irá bien, le dije. Lo más probable es que esto sea pura rutina.
Cuando Muriel regresó, lo hizo en compañía de un hombre.
No hay ningún problema, por supuesto, dijo éste. Sólo quería cerciorarme de que no tuviera usted algún problema. No es muy normal que alguien retire tanto dinero. Por regla general, cuando hay que transferir estas cantidades, nuestros clientes prefieren utilizar un cheque.
Así me parecía más fácil, dijo mi madre sin sacar las manos de los bolsillos de la chaqueta. Ya sabe usted que ahora todo el mundo se pasa la vida pidiéndote que te identifiques. Se pierde mucho tiempo.
En ese caso, le dijo el supervisor a Muriel, no hagamos esperar más a nuestros amigos aquí presentes.
Hizo un garabato en una hoja de papel. Muriel abrió un cajón y empezó a contar billetes. Los de cien venían en fajos de diez, atados juntos. Contó también esos billetes mientras mi madre contemplaba cada fajo.
Cuando Muriel hubo contado todos los billetes, le preguntó a mi madre si llevaba algo donde meterlos. En eso no habíamos pensado.
En el coche, dijo. Volvió con la bolsa que yo había metido la noche anterior, la de la comida para hámsteres. Antes de meter el dinero en la bolsa, tiró los restos de pienso seco en el receptáculo cercano a donde la gente rellenaba sus formularios de ingreso o de retirada de fondos.
Muriel parecía pasmada. Podría darle unas cuantas de nuestras bolsas con cierre, dijo. ¿Seguro que no las prefiere a eso?
Ya me apaño, repuso mi madre. Si nos llegan a apuntar con una pistola, nunca se les ocurrirá que podamos llevar tanto dinero en una bolsa de comida para animales.
Menos mal que no tenemos muchos delincuentes por aquí, ¿verdad, Adele?, dijo Muriel. Había averiguado el nombre de mi madre gracias al impreso que ésta había rellenado con los detalles de la transacción. Probablemente, era algo que les enseñaban en la escuela de cajeros: a utilizar el nombre de las personas con las que tenían trato profesional.
Exceptuando a ese que se escapó la semana pasada, añadió. ¿Será posible que aún no lo hayan atrapado? Estoy segura de que ya está muy lejos de aquí.
Cuando llegamos a casa, había una luz parpadeando en el contestador. Frank estaba de pie al lado de la puerta.
No lo cogí, dijo. Pero he oído el mensaje. El padre de Henry se ha enterado de que te vas de aquí con él. Dijo que venía hacia aquí. Más vale que salgamos pitando.
Corrí escaleras arriba. Me hubiese gustado recorrer lentamente las habitaciones, por última vez, pero ahora había que darse prisa. Mi padre ya debía de estar en camino.
Henry, me llamó mi madre. Tienes que bajar ya. Hay que irse.
Miré por la ventana una vez más, y calle abajo desde los tejados de las casas. Adiós, árbol. Adiós, patio.
Baja ya, Henry. Va en serio.
Obedece a tu madre, hijo. Nos tenemos que ir.
Entonces oímos el sonido de una sirena que se acercaba. Otra más. El ruido de las ruedas de un coche girando de manera brusca. Hacia nuestra calle.
Bajé las escaleras. Ahora más lentamente. Nadie iba a ninguna parte. Era evidente. Se oía, en el cielo, el ruido de un helicóptero.
Hasta entonces —exceptuando lo que había ocurrido con Eleanor—, todo en mi vida había sucedido con excesiva lentitud, pero ahora era como si estuviésemos en una película, sólo que parecía que alguien le había dado al botón de fast forward, con lo que resultaba muy difícil seguir la trama. La única que no se movía, porque no podía, era mi madre.
Estaba plantada en el salón casi vacío, agarrada a la bolsa de comida para hámsteres. Frank estaba a su lado, como un hombre a punto de enfrentarse al pelotón de fusilamiento. La cogía de la mano.
No pasa nada, Adele. No tengas miedo.
No lo entiendo, dijo ella. ¿Cómo lo han descubierto?
Me estaba estallando el corazón.
Yo sólo le escribí una carta a papá para que supiera que nos íbamos, dije. No puse nada sobre Frank. No pensé que leería la carta tan pronto. Generalmente, nunca mira el correo hasta la hora de cenar.
En el exterior, el ruido de los frenos de los coches. Uno de ellos había aparcado en nuestro jardín, donde mi madre había intentado cultivar unos arriates de flores silvestres, pero sin éxito. Un par de vecinos que no trabajaban —la señora Jervis y el señor Temple— habían salido al porche para ver qué pasaba.
Se oyó una voz amplificada por un megáfono. Frank Chambers. Sabemos que está ahí. Salga con las manos en alto y nadie resultará herido.
Frank se quedó en su sitio, con la espalda muy recta, de cara a la puerta. Exceptuando ese músculo en el cogote que observé el día en que le conocí, y que también entonces se había crispado un poco, podría haber pasado por una de esas personas que ves a veces en los parques, que se visten bien y posan como si fueran estatuas, para que la gente les eche dinero en el maletín. Igual de inmóvil. Sólo se le movían los ojos.
Mi madre lo había abrazado. Recorría con las manos su cuello, su pecho, su pelo. Le pasaba los dedos por la piel de su rostro como si fuera de barro y ella lo estuviese esculpiendo. Los dedos de mamá en sus labios, en sus párpados. No puedo permitir que se te lleven, decía. Con una voz que era un susurro.
Mira, Adele, dijo Frank. Quiero que hagas todo lo que te diga. No tenemos tiempo para discutir.
Había unos restos de cuerda en un cajón. La habían usado para atar las cajas que contenían las cosas que se suponía que nos llevábamos para iniciar nuestra nueva vida en Canadá. Quedaba una navaja en el cajón, para cortar la soga.
Siéntate en esa silla, le dijo a mi madre. Ahora tenía una voz distinta. Apenas reconocible. Pon las manos a la espalda. Los pies por delante. Tú también, Henry.
Le ató a mamá la muñeca derecha. Mientras lo hacía, observé que a ella le temblaba la mano. Estaba llorando, pero él no la miraba a la cara. Se estaba concentrando en una sola cosa, el nudo. Cuando lo tuvo hecho, le pegó un rápido y firme estirón, hasta dejarlo tan apretado que la soga se le clavaba a mamá en la piel. En cualquier otra ocasión, si le hubiera hecho tanto daño, luego le habría frotado la zona afectada con el dedo; pero ahora parecía no darse cuenta de nada, y si se daba cuenta, tanto le daba.
Pasó a la otra mano. Luego, los pies. Para atarlos correctamente, tuvo que quitarle los zapatos a mamá. Llevaba las uñas pintadas de rojo. Le ató el tobillo, en ese punto que yo le había visto besarla en cierta ocasión.
Oímos una radio policial en el exterior, hombres con walkie talkies, el helicóptero justo encima de nosotros. Tres minutos, dijo el poli del altavoz. Salga con las manos en alto.
Siéntate, Henry, me dijo Frank.
Y lo dijo de una manera que nunca habrías dicho que habíamos jugado juntos a la pelota. Nunca hubieras podido imaginar que se trataba de alguien que se había sentado una vez conmigo, en los escalones de la entrada, para enseñarme un truco con naipes. Ahora me estaba atando por el pecho. No había tiempo para nudos individuales, sólo uno muy apretado en mi zona media, tan apretado que me hizo echar todo el aire. Un solo nudo, no tenía tiempo para más. Eso saldría a la luz después, cuando algún periodista preguntara lo que nos temíamos, por qué mi madre había estado cooperando con Frank. Piensen en lo mal que había atado a su hijo, apuntaría alguien. Y no hay que olvidar que madre e hijo —¿víctimas?, ¿cómplices?— se habían presentado en el banco sin Frank.
Sacó todo ese dinero porque quiso, dirían. ¿Acaso no prueba eso que la mujer estaba en el ajo?
Pero él la había atado. Eso era indudable. Y a mí también, en cierta medida.
Había más chirridos de coches en la calle. Y se oyó de nuevo el megáfono. No queremos usar gas lacrimógeno. Ya no había tiempo para nada. Ésta es su última oportunidad de salir de la casa de manera pacífica, Chambers, dijo la voz. Para entonces, Frank ya estaba de camino a la puerta. Un pie delante del otro. No miró hacia atrás.
Como le habían dicho, llevaba las manos en alto. Aún cojeaba por la herida, pero salió muy dignamente por la puerta y bajó los escalones hasta el jardín, que es donde le estaban esperando para esposarle.
No pudimos ver lo que sucedió después, aunque no tardaron en aparecer un par de agentes que nos desataron. Una mujer policía le dio a mi madre un vaso de agua y le dijo que había una ambulancia fuera. También le dijo que, probablemente, se encontraba en estado de choque, aunque no fuera consciente de ello.
No tengas miedo, chaval, me dijo uno de los polis. Tu mamá está bien. Ya hemos detenido a ese tío. Ya no podrá haceros nada ni a tu madre ni a ti.
Mi madre seguía sentada en la silla, sin ponerse los zapatos. Se frotaba las muñecas, como si echara de menos la soga. ¿Adónde te llevaba la libertad, si te parabas a pensarlo?
Seguía lloviendo, aunque menos que antes. Sólo era un suave chubasco. Al otro lado de la calle, vi a la señora Jervis, haciendo fotos, y al señor Temple, siendo entrevistado por un reportero. El helicóptero había aterrizado en la parte plana de nuestro patio, donde Frank y yo habíamos jugado a la pelota, donde él me había hablado de equipos de béisbol y donde, esa misma mañana, yo había enterrado el cadáver de Joe, el hámster.
Sabía que pasaba algo, decía el señor Jervis. Cuando le llevé unos melocotones el otro día, pensé que intentaba decirme algo en clave. Pero seguro que él no le quitaba ojo de encima.
Apareció una minifurgoneta de color granate. Mi padre. Cuando me vio, echó a correr hacia mí. ¿Qué demonios pasa aquí?, le preguntó a uno de los policías. Yo sólo pensaba que a mi ex mujer se le había ido la pinza. No esperaba verles a todos ustedes por aquí.
Alguien nos llamó, le informó el agente.
Estaban metiendo a Frank en el asiento trasero de uno de los coches policiales. Llevaba las manos esposadas a la espalda y la cabeza baja, probablemente para evitar las cámaras. Justo antes de que le metieran del todo en el coche, levantó la vista de nuevo, en dirección a mi madre.
No creo que nadie más lo viera, pero yo sí. No decía nada. Sólo movía los labios para formar una palabra: Adele.