Lunes por la mañana. Mi madre estaba limpiando el frigorífico. Había empezado a empaquetar cosas para meterlas en el coche, pero no eran muchas. Los platos procedían de la beneficencia. Un par de cazos y de sartenes, que no eran gran cosa. La cafetera.
Nos llevaríamos el radiocasete, pero no la televisión. Yo la había puesto en marcha al bajar, para que me hiciera compañía mientras me comía los cereales. Ahí seguía Jerry Lewis, con otra niña tullida.
No echaré de menos ese ruido, dijo mi madre en referencia al televisor. En la isla del Príncipe Eduardo nos dedicaremos a escuchar a los pájaros.
¿Sabes qué haremos, Henry?, me dijo. Te compraremos un violín. Y encontraremos un viejo violinista canadiense para que te enseñe a tocarlo.
No se llevaba el chelo porque en realidad no era suyo, aunque si teníamos en cuenta que íbamos a infringir la ley a lo bestia, cruzando la frontera con Frank, lo de robar un instrumento de alquiler no se me antojaba tan grave. Da igual, dijo ella. Ya conseguiré uno allí. Y de los grandes, esta vez. Podemos tocar juntos cuando tú aprendas a darle al violín.
Una cosa que le sabía mal era abandonar todas nuestra provisiones: servilletas de papel para un año entero, rollos de papel higiénico, grandes cantidades de sopa Campbell’s. Frank dijo que no había sitio en el coche para todo eso y que, además, si nos paraban en la frontera para ver qué llevábamos, la cosa resultaría sospechosa. Mamá podía llevarse parte de su ropa, pero no toda. En cuanto a todos esos maravillosos atuendos de baile —faldas brillantes, fulares, sombreros con flores de seda, zapatos de claqué, suaves zapatillas de bailarina clásica y los altos tacones que usaba para bailar el tango—, tendría que conformarse con seleccionar unos pocos. No había sitio para más.
Mamá quería llevarse nuestros álbumes de fotos. No había prácticamente nada de su propia infancia, pero sí media docena de volúmenes recopilatorios de la mía, aunque en cada imagen en la que aparecía mi padre, mamá había recortado su rostro con una cuchilla. En un par de fotos mías —a los dos años, o a los tres o a los cuatro—, mamá lucía una camisola holgada que denotaba su embarazo. Luego pasabas la página y ya no había bebé en camino. Pero al final de uno de los tomos había una huella de pie del tamaño de un sello de correos. Fern.
Por lo que a mí concernía, no tenía gran cosa que empaquetar. Mis Crónicas de Narnia y mi Libro gigante de trucos de magia, y de cuando era pequeño, El cachorrito feliz y Jorge el curioso. Y el póster de Albert Einstein sacando la lengua.
La verdad es que lo único que me importaba era Joe. A excepción de cuando nos lo trajimos a casa desde la tienda de animales, nunca se había subido a un coche, pero supuse que lo podría sacar de la jaula si se asustaba y ponérmelo debajo de la camisa, donde podría sentir mi corazón. A veces me gustaba hacerlo, aunque no fuésemos a ningún lado. Y yo también podía sentir su corazón bajo el suave pelaje, latiendo a más velocidad que el mío.
La ola de calor no le había sentado muy bien. Llevaba un par de días sin mostrar el más mínimo interés por su ruedecilla. Se pasaba el día tirado en el suelo de la jaula, resoplando y con una expresión ausente. No había tocado la comida. Yo le había dado un poco de agua con un cuentagotas, pues el esfuerzo necesario para alzarse y beber parecía excesivo para él.
Estoy preocupado por Joe, le dije esa mañana a mi madre. Preferiría no meterlo en el coche hasta que refresque un poco.
Tenemos que hablar de eso, Henry, repuso. No creo que se pueda pasar la frontera con un hámster.
Lo pasaremos de tapadillo, dije. Puedo ponérmelo dentro de la camisa. Ya pensaba llevarlo ahí para que no se asustara.
Si encuentran a Joe, se pondrán a registrarlo todo. No tardarán mucho en descubrir lo de Frank. La Policía lo detendría. Y nos enviarían de vuelta a casa.
Es parte de la familia. No podemos abandonarle.
Le encontraremos una buena casa, dijo ella. Puede que los Jervis lo quieran para sus nietos.
Miré a Frank. Estaba a cuatro patas en el suelo, sacando brillo al linóleo. Querían dejarlo todo perfecto, había dicho mamá. No quería que la gente la pusiera verde. Ahora Frank empuñaba una navaja y la iba pasando por donde las baldosas se juntaban con la pared, para sacar cualquier porquería que pudiese haber. No levantó la vista, no me miró a la cara. Mi madre estaba rascando la tostadora con una esponja de aluminio, siempre en el mismo sitio, una y otra vez.
Si Joe no viene, yo tampoco, le dije a mi madre. Es lo único de por aquí que me importa.
No se le ocurrió decirme que nos haríamos con otro hámster. Ni con un perro, aunque yo siempre había querido tener uno.
Ni siquiera me has preguntado si iba a echar de menos a mi padre, le dije. Hay gente que tiene hermanos y hermanas. Yo sólo tengo a Joe.
Sabía que eso le afectaría. A simple vista, todas las partes de su rostro se quedaron en su sitio, pero fue como si alguien le hubiera inyectado en ese momento algún producto químico, algo extraño y terriblemente tóxico. La piel se le quedó como congelada.
Joe podría arruinarlo todo, dijo. Hablaba tan bajo que apenas podía oírla. Me estás pidiendo que ponga en peligro al hombre que amo por un hámster.
Me dio grima lo ridículo que sonaba aquello. Como si toda mi vida se basara en un chiste.
Para ti, lo único importante son tus asuntos, le dije. Tú y él. Lo único que quieres es llevártelo a la cama para follar.
Nunca antes había usado ese término. Tampoco lo había oído nunca en casa. Hasta que ese concepto salió de mis labios, nunca habría pensado que una palabra pudiera tener tanto poder.
Recordé el momento en que mi madre derramó la leche en el suelo. Y otra ocasión —tan lejana en el tiempo que parecía una vieja Polaroid desteñida—, en la que se metió en el armario, con un trapo tapándole los ojos, y emitió unos sonidos de animal moribundo. Mucho después, deduje que eso había sucedido después de la muerte del bebé. Del último. Lo había olvidado hasta ese momento, pero ahora podía verla acuclillada en el suelo, con los abrigos colgando encima de ella y las botas de invierno apelotonadas a su alrededor, más un paraguas y el tubo del aspirador. Era un sonido que no se parecía a nada que yo hubiera escuchado antes, y después de oírlo, me lancé encima de ella como si pudiese desenchufarla. Le puse la mano en la boca y le froté la cara con la camisa, pero nada interrumpió el sonido.
Esta vez, no hubo sonido alguno, lo cual fue aún peor. Así me imaginaba yo Hiroshima después de que soltaran la bomba, tema que me había servido para un trabajo escolar. Dondequiera que estuvieses cuando sucedió, te quedabas congelado, con la mirada perdida y la piel de la cara derritiéndose.
Mi madre se quedó ahí de pie. Seguía sosteniendo la tostadora. Estaba descalza y tenía en la mano un trapo con el que había recogido las migas. No se movió.
Fue Frank el que habló. Dejó la navaja, se levantó del suelo y pasó su largo brazo por los hombros de ella.
No pasa nada, Adele, dijo. Podemos arreglarlo todo. Nos llevaremos al hámster. Pero Henry, te exijo que le pidas perdón a tu madre.
Subí a mi cuarto. Empecé a sacar la ropa de los cajones. Camisetas de equipos que me la sudaban. Una gorra de béisbol de un partido de los Red Sox al que me había llevado mi padre, con Richard, y en el que saqué el libro de puzles antes del descanso. Un par de cartas de Arak, mi corresponsal africano, con el que había perdido el contacto dos años atrás. Un trozo de pirita que, cuando era pequeño, pensaba que era oro. Se me ocurrió esa idea pensando que algún día lo vendería, conseguiría un montón de dinero y me llevaría a mi madre de viaje. A algún sitio como Nueva York o Las Vegas, un lugar donde se bailara. No a la isla del Príncipe Eduardo.
Entré en la habitación de mi madre, donde estaba el radiocasete. Lo desenchufé, me lo llevé a mi cuarto y puse una de mis cintas. Guns ’N Roses, a toda pastilla. El aparato no era muy bueno, así que cuando le dabas al volumen a lo bestia, el bajo chirriaba, pero igual se trataba de eso.
Me quedé en mi cuarto toda la tarde. Metí todas mis posesiones en bolsas de basura. En un par de ocasiones, mientras metía las cosas en bolsas, me entraron dudas y me dio por conservar algo, pero preferí deshacerme de todo. Si empiezas a quedarte con cosas, ya no es lo mismo.
A última hora de la tarde, cuando ya lo había bajado todo y colocado junto a los cubos de basura, saqué el número de teléfono de Eleanor. Me tiré un buen rato deambulando por el salón en dirección al teléfono, mientras mi madre y Frank iban sacando los libros de las estanterías y metiéndolos en cajas para llevarlos a la biblioteca, a esas ventas de veinticinco centavos de las que procedían la mayoría de ellos.
Que pensaran lo que quisieran.
Descolgué el auricular y marqué el número. Ella respondió al primer tono.
¿Quieres que nos veamos?
Bajo otras circunstancias, mi madre me habría preguntado adónde iba. Esta vez no dijo nada, pero yo la informé de todos modos.
Voy a ver a una chica que conozco, le dije. Por si quieres saberlo.
Mi madre se dio la vuelta y se quedó mirándome. La expresión de su rostro me recordó la primera vez que mi padre vino a recogerme, poco después del nacimiento de Chloe; estábamos en el jardín, y como estaba abierta la ventanilla del coche, la pudimos oír llorar. Fue entonces cuando comprendí que darle un puñetazo a alguien no es la única manera de ponerle fuera de combate.
No haremos nada que tú no harías, le dije mientras cerraba de un portazo.
Quedé con Eleanor en la zona de juegos del parque. Éramos los únicos. Demasiado calor. Nos sentamos en los columpios. Ella llevaba un vestido tan corto que daba la impresión de que había salido a la calle a medio vestir.
No te vas a creer lo que ha hecho mi madre, le dije. Pensaba dejar tirado al hámster.
Eleanor se estaba toqueteando la coleta. Ahora la cogió por la punta y se la pasó por los labios, como si se los estuviera pintando con una brocha.
Puede que la cosa no te suene, pero los psicólogos dicen que se pueden sacar muchas conclusiones sobre alguien viendo cómo trata a los animales. No estoy diciendo que tu madre sea una mala persona, nada de eso. Pero si te fijas en los asesinos psicópatas, casi siempre empezaron torturando animales domésticos. Jeffrey Dahmer, John Wayne Gacy, Charles Manson. Deberías enterarte de lo que les hicieron a los gatos antes de emprenderla con las personas.
Los odio a los dos, declaré. A Frank y a mi madre. Ella ni piensa en lo que yo pueda querer. Frank hace como que se preocupa por mí, pero, en realidad, lo único que quiere es cepillársela.
Te lo dije: la droga del sexo, apuntó Eleanor.
Se creen que estoy a sus órdenes.
¿Y ahora lo descubres? Los padres siempre son así. Les gustamos cuando somos pequeños, pero en cuanto tenemos ideas propias, que igual difieren de las suyas, nos obligan a callarnos. Ayer mismo, sin ir más lejos, llamó aquella señora de la escuela a la que quiero ir para hablar con mi padre acerca de si habría algún modo de hacerle pagar a plazos. Yo estaba escuchando.
¿Y quieres saber lo que le dijo? La verdad es que mi ex mujer y yo hemos llegado a la conclusión de que lo mejor para Eleanor en estos momentos es que viva con un miembro de la familia. Está teniendo problemas, un desorden alimenticio, y creo que podríamos vigilarla mejor desde casa.
Como si únicamente estuviera pensando en mí. Como si la cosa no tuviese nada que ver con esos doce mil dólares que no pensaba aflojar, dijo Eleanor.
A mi madre ni siquiera se le ha ocurrido comentarle a mi padre que se me lleva, dije. Y tampoco lo ha hablado conmigo.
La verdad es que había una parte del plan de la provincia marítima que me parecía bien: no tener que volver a pasar las noches de los sábados en el Friendly’s con mi padre y Marjorie. Pero mi madre no debería haberlo dado por supuesto. Debería habérmelo consultado.
Los padres siempre tienen que ser el jefe, siguió Eleanor. Cuando denuncies a ese tío y se lo lleven, eso sí que la va a dejar turulata. Que tú tengas el poder de cambiar las cosas.
De momento, lo único que sabía era que me sentía muy cabreado. Cabreado y algunas cosas más, ninguna de ellas buena. Primero me asusté ante la perspectiva de que mi madre y Frank me abandonaran. Luego me sentí marginado, como si ya no fuera la persona más importante del mundo para mi madre. Acto seguido, me asusté aún más porque no sabía lo que se me venía encima. Pero dejando aparte mi estado de ánimo —por enfadado que estuviese—, sabía que no quería jorobar a mi madre. Yo lo que deseaba era hacerla feliz. Simplemente, quería que fuese feliz conmigo.
Lo otro que Eleanor había dicho —lo de conseguir que se llevaran a Frank—, casi me produjo escalofríos. Yo me negaba a jugar a la pelota con él, pero en realidad lo estaba deseando. Pensaba en nosotros dos en la cocina, en las tortitas de arándanos en forma de corazón que le había hecho a mi madre, en la manera en que había sacado de la bañera a Barry en cierta ocasión, y en cómo después lo había sentado en una cama para cortarle las uñas de las manos. Pensaba en cómo silbaba mientras lavaba los platos. En cuando dijo: Ni el hombre más rico de América se está comiendo esta noche un pastel tan bueno como éste. En cuando dijo: ¿Ves la pelota, Henry?
He estado pensando algo más sobre esa idea tuya, le dije a Eleanor. Aunque se hayan portado así, yo no me veo capaz de enviar a ese hombre de vuelta a la cárcel. Si le pillan ahora, lo más probable es que se quede encerrado mucho tiempo. Le castigarían por haberse escapado.
De eso se trata, Henry. De librarse de él, ¿recuerdas? De expulsarlo de tu existencia, sentenció Eleanor.
Pero puede que no se merezca pudrirse en prisión para siempre, dije. Aparte de querer llevarse a mi madre, parece un buen tío. Y si vuelve a la cárcel, mi madre se pondrá muy triste. Igual no se recupera.
Estará triste un rato, dijo Eleanor. Pero al final te lo acabará agradeciendo. Y no te olvides del dinero.
Sólo soy un crío, le dije. No necesito tanto dinero.
¿Estás de broma?, repuso ella. ¿Sabes la de cosas que podrías hacer con la recompensa? Podrías comprarte un coche y guardarlo a buen recaudo hasta que te den el permiso de conducir. Podrías comprarte un súper tocadiscos. Podrías irte a Nueva York y alojarte en un hotel. Hasta podrías intentar matricularte en la escuela Wearhervane, como yo. Seguro que te encantaría.
No me parece justo. Es como ser un chivato. No deberían recompensar a la gente por algo así.
Eleanor meneó la cabeza para apartarse el flequillo de la cara y se me quedó mirando con esos ojos exageradamente grandes. Los únicos que yo había visto hasta ahora en los que podía ver el blanco en torno al iris, cosa que le daba carisma, pero también cierto aspecto de personaje de dibujos animados. Extendió una mano y me tocó la mejilla. Me acarició el cuello. Bajó la mano por la parte delantera de mi camisa, como si se lo hubiera visto hacer a alguien en una película. No me había dado cuenta hasta ahora, pero tenía las uñas tan comidas que hasta se le veía sangre en la punta de los dedos.
Dijo: una cosa que me gusta de ti, Henry, es lo bueno que eres. Incluso con gente que igual no lo merece. Eres muchísimo más sensible que la mayoría de las chicas que conozco.
Yo no quiero hacerle daño a nadie, dije. Me había levantado del columpio y caminaba por la hierba. Ella me siguió. Llegó hasta mí, me agarró por los hombros y me dio la vuelta. Nuestros rostros estaban tan cerca el uno del otro que hasta pude sentir su respiración.
Y entonces me besó. Sólo que esta vez sucedió como en la escena que yo había soñado, y yo estaba tumbado, no de pie. Ella estaba encima de mí, de nuevo con la lengua dentro de mi boca, pero aún más al fondo, y movía su mano pecho abajo, y aún más abajo.
Mira lo que ha pasado, dijo. He conseguido que tengas una erección.
Así hablaba ella. Podía decir cualquier cosa.
Podríamos hacer el amor, dijo. La verdad es que yo hasta ahora no lo he hecho, pero como se ha puesto en marcha esta interesante atracción química…
Se estaba bajando las bragas. Moradas, con corazoncitos rojos.
Con la de tiempo que llevaba dándole vueltas al asunto, sin ninguna perspectiva de llevarlo a cabo, ahora resultaba que no me veía capaz de hacerlo. No había nadie por ahí. Pero no me sentía seguro.
Creo que antes deberíamos conocernos mejor, dije. Me dio grima oírme, pues en vez de salirme mi nueva y profunda voz, me salió la vieja, la de sexto curso, que era más chillona.
Si estás preocupado por la posibilidad de que me quede embarazada, dijo ella, tú tranquilo. Hace meses que no tengo la regla. Eso quiere decir que no tengo óvulos rondando por ahí en estos momentos.
Me había puesto la mano en el pene. Lo sostenía como si ella fuese una estrella de cine que acababa de ganar un Óscar. O como si se tratara de un micrófono y ella fuera una locutora de una televisión local en el lugar de un accidente de tráfico. Más bien eso.
¿Sabes qué pasará si no lo denuncias a la Policía?, me preguntó. Pues se te llevarán y no volveremos a vernos jamás. Y yo me quedaré tirada en el instituto de Horton Mills sin amigos. Igual me da por dejar de comer del todo, en cuyo caso lo más probable es que me envíen de nuevo a la clínica de desórdenes alimenticios.
No puedo, me defendí. Soy demasiado joven. (No sé cómo pude decir algo semejante).
Creo que Frank y mi madre lo intentan hacer todo lo mejor que pueden, añadí. No es culpa suya.
Tú no eres real, dijo Eleanor apartándose de mí y volviéndose a poner las bragas. Sus piernas, tan delgaditas, me recordaron los muslitos de pollo.
Siempre supe que eras un borrico, dijo, pero pensé que tenías cierto potencial. Pero ahora resulta que no eres más que un idiota.
Se había puesto el vestido. Estaba de pie, por encima de mí, sacudiéndose el polvo de la pechera y reconstruyéndose las coletas, que se le habían desmoronado un poco.
No puedo creer que te considerara un tío enrollado, me dijo. Siempre estuviste en lo cierto cuando me decías que eras un pringado total.
Esa noche, mi madre recurrió a los servicios del Capitán Andy. Quedaban tantos platos de pescado que parecía una buena idea comerse algunos.
Nos sentamos en torno a la mesa, sin hablar. Mi madre se había servido un vaso de vino, y luego otro más, pero Frank no bebía nada. A media cena, me levanté y me fui al salón. Jerry Lewis estaba dando el último acelerón. Sólo quedaban unas pocas horas para las donaciones.
Ya casi lo habían cargado todo en el coche. El plan consistía en marcharse a la mañana siguiente, tras hacer un alto en el banco. Habría que ver cuánto dinero podía retirar mi madre sin levantar sospechas. Les vendría bien llevárselo todo, pero eso podría resultar arriesgado. Por otra parte, una vez se hubieran ido, sería imposible sacar más dinero de esa cuenta, pues intentarlo desde Canadá llamaría la atención de las autoridades.
No estaba cansado, pero me retiré pronto. En mi habitación apenas quedaba nada, sólo un viejo póster de La guerra de las galaxias clavado en la pared y un certificado de hacía dos años que decía que yo había participado en la Liga Infantil. Hasta la ropa que no nos llevábamos, que era la mayor parte, había sido metida en cajas y depositada junto al contenedor del Centro de Beneficencia. Mi madre decía que no quería extraños manoseando nuestras cosas cuando nos hubiéramos ido. Mejor regalarlo todo y que nadie supiera de dónde venía.
Intenté leer, pero no lo conseguí. Pensaba en Eleanor, en sus piernitas morenas, arrodillada sobre mí, en sus afiladas costillas, en sus huesudos codos clavados en mi pecho. Intenté sustituirla mentalmente por otras imágenes: Olivia Newton-John, o la chica de The dukes from Hazzard, o Jill, de Los ángeles de Charlie, y hasta la hermana de Días felices. Chicas amistosas todas ellas, pero yo no podía dejar de ver el rostro de Eleanor ni de oír el sonido de su voz.
He conseguido que tengas una erección.
Patético. Pringado. Idiota.
Algo después, oí el sonido que hacían mi madre y Frank al subir las escaleras. Otras noches, les había oído susurrar, y a veces, reírse por lo bajinis. Ella se cepillaba el pelo, o él se lo cepillaba a ella. Luego venía la ducha. Agua. No podía oírlo, pero me imaginaba unas manos que recorrían la piel, y una vez escuché el ruido de una palmada, seguido de más risas.
Déjalo ya.
Si sabes que te gusta.
Sí.
Esa noche, no me llegó ningún sonido de su dormitorio. Les oí meterse en la cama, el crujido de los muelles cuando los cuerpos rozaron el colchón. Y luego nada. Ni cabezal ni gemidos ni grititos de pájaro.
Me quedé ahí tumbado, esperando oír los murmullos del amor a través de la pared, pero no sucedió nada. Contuve la respiración, pero todo lo que oí fue el latido de mi propio corazón. Echaba de menos el sonido de sus voces.
Adele. Adele. Adele.
Frank. Frank.
Adele.
La ventana estaba abierta, pero ya se habían acabado las barbacoas del fin de semana y las fiestas vecinales. No había partido; seguro que habían eliminado a los Red Sox. En la calle, de un extremo a otro, no había ni una sola casa con la luz encendida. No había más luz que el azul fluorescente del insecticida Edwards ni más sonido que el tenue chispazo de un mosquito al estrellarse contra la red.