Mi padre y Marjorie habían comprado una minifurgoneta cuya puerta trasera se deslizaba en vez de abrirse, a diferencia de la de nuestra vieja ranchera. Ese tipo de vehículo acababa de salir al mercado, lo cual significaba que mi padre y Marjorie llevaban en una lista de espera desde dos meses antes de que se pusieran en venta. Cuando apareció el vehículo, el modelo que tenían en el concesionario de Dodge era de un color granate que a Marjorie no le gustó. Lo quería blanco, pues había leído en alguna parte un artículo según el cual los coches blancos eran los menos susceptibles de sufrir accidentes.
Richard y Chloe son mi precioso cargamento, anunció. Hubo una pausa antes de añadir lo que venía a continuación. Y Henry, claro está.
Al final se quedaron con el granate. Tu padre tiene un historial de conducción perfecto, observó Marjorie, como si a alguno de nosotros le preocupara la posibilidad de morirse en la carretera. En mi caso, las preocupaciones no surgían precisamente a bordo de un coche. La preocupación consistía en pasarse la vida en casa. Aunque lo de ir al Friendly’s con mi padre y con Marjorie no fuese precisamente lo que más ilusión me hacía en el mundo.
Siempre aparcaban delante de la casa de mi madre a las cinco y media en punto. Yo les esperaba en los escalones de la entrada. Ese sábado, en concreto, no quería arriesgarme a que mi padre echara a andar hacia la puerta y viera lo que había dentro.
Richard estaba sentado en el asiento de atrás junto a Chloe, que iba en su sillita, y escuchaba un CD a través de auriculares. No levantó la vista cuando yo entré, pero Chloe sí. Ya había empezado a decir algunas palabras. Tenía un trozo de plátano en la mano y se comía todo lo que no se untaba en la cara.
Dadle un besito a vuestro hermano, chavales, dijo Marjorie.
Da igual, le dije yo. Lo que importa es la intención.
¿Qué opinas de este calor, muchacho?, preguntó mi padre. Menos mal que elegimos el modelo con aire acondicionado. En un fin de semana así, lo único que me apetece es quedarme dentro del coche.
Tienes más razón que un santo, le dije.
¿Qué tal anda tu madre, Henry?, preguntó Marjorie. La voz que utilizaba para hablar de mi madre parecía la que se usa para preguntar por alguien que tiene cáncer.
Estupendamente, declaré.
Si había una persona en el mundo a la que a mí no me apeteciese informar sobre mi madre, era Marjorie.
Ahora que empieza el curso, sería un momento excelente para que tu madre encontrase un trabajo, dijo Marjorie. Con todos los universitarios volviendo a clase y todo eso. Hacer de camarera unas cuantas noches a la semana, o algo por el estilo. Sólo para que saliera un poco de casa. Y para que ganara algo de dinerillo.
Ya tiene un trabajo, repuse.
Ya lo sé. Lo de las vitaminas. Yo pensaba en algo un poco más seguro.
Bueno, hijo, dijo mi padre. Séptimo curso. ¿Cómo lo ves?
No había mucho que decir al respecto, así que no dije nada.
Richard ha estado pensando en jugar al lacrosse este año, ¿verdad, Rich?, siguió mi padre.
Sentado junto a mí, Richard estaba meneando la cabeza mientras seguía el ritmo de una canción que nadie más podía oír. Si se había enterado de que mi padre le acababa de hacer una pregunta, no dio señales de ello.
¿Y tú qué, chavalote?, continuó mi padre. Igual te gustaría el lacrosse. Y también hay fútbol. El rugby no te lo recomiendo hasta que pongas un poco más de carne encima de esos huesos.
El rugby estaba descartado durante todo el próximo siglo, dije. Y probablemente, el lacrosse también.
Estaba pensando en apuntarme a danza contemporánea, añadí.
Lo hice para ver cómo reaccionaba.
No sé si sería lo más conveniente, dijo mi padre. Ya sé lo que le gusta la danza a tu madre, pero la gente puede sacar una idea equivocada de ti.
¿Una idea equivocada?
Lo que tu padre está intentando decirte, intervino Marjorie, es que pueden pensar que eres gay.
O también pueden pensar que me encanta estar rodeado de chicas en leotardos, le dije. Richard levantó la vista al oírme decir eso, lo cual me hizo pensar que lo escuchaba todo, pero prefería mantenerse al margen, cosa perfectamente comprensible.
Ya habíamos llegado al Friendly’s. Richard saltó del coche.
¿Me puedes pasar a tu hermana?, me dijo Marjorie.
Ya me había dado cuenta hacía tiempo de que eso formaba parte de su estrategia para fomentar una relación entre Chloe y yo.
Más vale que la cojas tú, le dije. Creo que lleva un regalito en el pañal.
Yo siempre pedía lo mismo: hamburguesa con patatas. Richard pidió una con queso. Mi padre se hizo con un bistec. Marjorie, que vigilaba su peso, pidió el Especial Vida Sana, que consistía en pescado y ensalada.
Bueno, pitufos, ¿os apetece volver al cole?, preguntó.
No especialmente.
Pero en cuanto todo se ponga en marcha, enseguida cogeréis el ritmo. Volveréis a ver a todos vuestros amigos.
Pues sí.
Cuando menos lo esperéis, vais a empezar a salir con chicas, dijo. Vaya par de ligones que estáis hechos. Si yo aún estuviera en séptimo, me pareceríais los más guapos.
No seas grosera, mamá, dijo Richard. Además, si aún estuvieses en séptimo curso, yo no habría nacido. Y si hubiese nacido y tú me consideraras guapo, la cosa sería un incesto.
Pero ¿dónde aprenden esas palabras?, se sorprendió Marjorie.
Usaba una voz para hablar con mi padre y otra distinta para dirigirse a Richard, Chloe y yo, y ambas eran diferentes a la que utilizaba cuando salía mi madre en la conversación.
Marjorie tiene razón, dijo mi padre. Ambos estáis llegando a ese estadio de la vida. El mundo salvaje y maravilloso de la pubertad, como se suele decir. Puede que esté llegando el momento de que tengamos unas pequeñas charlas de hombre a hombre sobre todo eso.
Yo ya la he tenido, con mi auténtico padre, sentenció Richard.
Pues supongo que nos hemos quedado solos tú y yo, hijo mío, dijo mi padre.
No te preocupes, le dije, ya estoy al corriente.
Estoy seguro de que tu madre te ha informado de lo básico, pero hay cosas que un chaval necesita aprender de un hombre. La cosa puede ser complicada si no tienes a un hombre en casa.
Tengo a uno, grité, pero en mi cabeza. Y también puede ser complicada la cosa si tienes a un hombre en casa que se dedica a golpear el cabezal de la cama de tu madre contra la pared cada noche. Y que se ducha con ella. Seguro que, en esos mismos momentos, ya estaban dale que te pego.
Apareció la camarera con la carta de postres y retiró los platos.
¿No es maravilloso?, dijo Marjorie. Reunir a toda la familia en torno a la mesa. Que vosotros, chicos, podáis pasar juntos un buen rato.
Richard se había vuelto a poner los auriculares. Chloe me había agarrado de la oreja y estaba tirando de ella.
Bueno, ¿a quién le cabe un helado?, dijo mi padre.
Sólo a él y a la niña, aunque el de ésta acabó, básicamente, untado en su cara. Yo ya estaba temiendo el momento en que me pidiesen, al volver a casa, que le diera un beso de despedida. Tendría que encontrar un punto en el que no hubiera restos de chocolate: puede que el cogote o el codo. Y luego salir pitando.
Cuando llegué a casa, Frank estaba lavando los platos. Mamá estaba sentada a la mesa de la cocina con los pies sobre una silla.
Menuda bailarina está hecha tu madre, dijo Frank. No había manera de seguirle el ritmo. La mayoría de la gente no se atrevería con según qué bailes con este tiempo. Pero ella no es como la mayoría.
Sus zapatos —los de bailar— estaban en el suelo, bajo la mesa. Tenía el pelo mojado, puede que de bailar, puede que de vivir. Se estaba bebiendo un vaso de vino, pero cuando yo aparecí lo dejó en la mesa.
Ven aquí. Quiero hablar contigo.
Me pregunté si me habría leído el pensamiento. Llevábamos tanto tiempo solos, los dos juntos, que era capaz de haber averiguado lo que me pasaba por la cabeza, mi plan. Puede que supiese de qué habíamos hablado con Eleanor, lo de llamar a la Policía. Aunque lo negase todo, mi madre adivinaría le verdad.
Por un instante, imaginé lo que sucedería a continuación. Frank atándome. Y no con pañuelos precisamente: con una soga o con cinta aislante, o puede que con una mezcla de ambas cosas. Yo no me podía imaginar a mi madre permitiéndole a Frank que me hiciera algo así, pero ya me había dicho Eleanor que cuando el sexo entra en acción, todo cambia. Fijaos en Patty Hearst, robando bancos aunque sus padres eran muy ricos. Fijaos en esas hippies que se liaron con Charles Manson y en un decir Jesús ya estaban matando cerdos y asesinando a la gente. Siempre era el sexo lo que les llevaba al límite.
Frank me ha pedido que me case con él, dijo mi madre.
Ya sé que es una situación de lo más inusual. Hay problemas. Todos sabemos que la vida es complicada.
Ya sé que no hace mucho que me conoces, Henry, intervino Frank. Igual te has hecho una idea equivocada de mí. Y no te echaría la culpa si así fuese.
Cuando tu padre se marchó, siguió mi madre, me hice a la idea de estar sola para siempre. Pensaba que nunca más me iba a interesar por nadie que no fueras tú. No esperaba volver a hacerme ilusiones jamás.
Yo nunca me metería entre tu madre y tú, dijo Frank. Pero creo que podríamos ser una familia.
Yo quería preguntar cómo iba a ser eso posible, con ellos en la isla del Príncipe Eduardo y yo teniendo que cenar cada noche con mi padre, Marjorie y su precioso cargamento, esos críos demasiado finos como para circular en un coche que no fuese blanco. Quería decirle a mamá: tal vez deberías pensar en lo que sucedió la última vez que este tío tuvo una familia. Parece que lo de las familias no es su fuerte.
Pero incluso entonces, pese a lo cabreado que estaba, y lo asustado, sabía que no era justo. Frank no era un criminal. Lo que pasa es que yo no quería que se largara con mi madre y me dejara tirado.
Tenemos que irnos, dijo mi madre. Tendremos que asumir una nueva identidad. Volver a empezar con nombres diferentes.
O sea, ella y él. Ellos dos. Desapareciendo.
La verdad es que yo había soñado con hacer algo así. A veces, sentado en la mesa siberiana del colegio, había pensado que estaría bien que la nasa buscara voluntarios para irse a vivir a otro planeta. O nos podríamos unir al Cuerpo de Paz. O ir a trabajar con la madre Teresa en la India. O sumarnos al programa de protección de testigos del FBI, donde nos someteríamos a cirugía plástica para cambiar de cara y nos darían carnés de identidad con nombres nuevos. Le dirían a mi padre que yo había muerto en un trágico incendio. Se pondría muy triste, pero lo acabaría superando. Marjorie estaría encantada. Se acabó lo de pagar mi pensión alimenticia.
Estamos pensando en que Canadá podría estar bien, dijo mi madre. Hablan inglés y no hace falta pasaporte para cruzar la frontera. Tengo algo de dinero. Y Frank también, de la propiedad de su abuela, pero no lo podemos tocar porque si intenta pillarlo lo trincan.
Durante todo ese rato, yo no había abierto la boca. Me limitaba a mirar las manos de mi madre. Recordando cómo solía acariciarme la cabeza cuando nos sentábamos juntos en el sofá. Ahora también se acercó para tocarme el pelo, pero la aparté.
Pues qué bien, dije. Que tengáis buen viaje. Supongo que ya nos veremos. Algún día del futuro, ¿no?
¿De qué estás hablando?, dijo ella. Nos vamos todos, tontaina. ¿Cómo iba yo a vivir sin ti?
Parece que me había equivocado con lo de que me iban a dejar tirado. Si lo había entendido bien, partíamos juntos hacia esa gran aventura, los tres. Eleanor me había metido un montón de ideas disparatadas en la cabeza. Debería haber sido más listo.
A no ser que se tratara de un truco. Igual ni mi madre sabía que lo era. Igual ésa era la manera que había encontrado Frank de convencerla para irse con él, diciéndole que yo vendría después, cosa que nunca sucedería. De repente, yo ya no sabía a quién tenía que creer. Ya no sabía lo que era real.
Tendrás que dejar la escuela, dijo mi madre, como si eso me fuese a resultar difícil. No puedes decirle a nadie adónde vamos. Hay que meter las maletas en el coche y lanzarse a la carretera.
¿Y las barricadas? ¿Y la patrulla de carreteras? ¿Y las fotografías en la prensa y en los telediarios?
Buscan a un hombre que viaje solo, dijo mamá. No sospecharán de una familia.
Ahí estaba de nuevo esa palabra que siempre me llegaba al alma. Estudié el rostro de mi madre, para ver si podía detectar alguna señal de que me estuviese mintiendo. Luego miré a Frank, que seguía lavando platos.
Hasta ese momento no me había dado cuenta, pero tenía un aspecto distinto. Evidentemente, la cara era la misma, así como el cuerpo espigado, delgado y musculoso. Pero el pelo, que había sido medio castaño, medio gris, ahora era totalmente negro. Teñido. Hasta las cejas. Se parecía un poco a Johnny Cash. Conocía sus discos de cuando aparecían por casa Evelyn y Barry. Por algún motivo, a Barry le encantaba el álbum Live from Folsom Prison, así que lo poníamos constantemente.
Ahora me imaginaba a nosotros tres en alguna isla. Sin ir más lejos, la del Príncipe Eduardo. Mi madre tendría un jardín lleno de flores y tocaría el violonchelo. Frank pintaría casas y arreglaría cosas. Por la noche, cocinaría para nosotros, y después de cenar, allá en nuestra granjita, nos sentaríamos a jugar a las cartas. Me parecería muy bien que durmieran juntos. Yo tendría mi propia novia y me iría al bosque con ella, o a algún peñasco junto al océano, por donde pasa la corriente del Golfo. Cuando saliera del agua, desnuda, yo la secaría con una toalla.
Necesito pedirte permiso, dijo Frank. Tú eres toda la familia que tiene tu madre. Necesitamos tu bendición para esto.
Mamá le cogía de la mano mientras hablaba. Pero también me cogía a mí de la mía, y por fin, en ese momento, me pareció posible y hasta lógico que alguien pudiese amar a su hijo y a su amante sin que ninguno de ellos se quedara a dos velas. Todos seríamos felices. Que ella fuese feliz era bueno para mí. Y que nos hubiéramos encontrado —no sólo ella y él, sino los tres— era la primera muestra de buena suerte que habíamos visto en la vida durante mucho tiempo.
Sí, dije. Me parece bien. Canadá.