Esa tarde, la temperatura alcanzó los cuarenta grados. El aire era espeso y pesado. Por toda la calle, la gente regaba sus jardines. La hierba del nuestro ya estaba muerta.
El diario matutino incluía un artículo sobre polillas venidas de otros lugares y una entrevista con una señora que había emprendido una campaña a favor de los uniformes en la escuela pública, basándose en la teoría de que así se acabaría con la presión social entre escolares y con la vestimenta inapropiada de los adolescentes. En el colegio, decía la señora, los jóvenes deberían pensar en sus deberes de Matemáticas, no en las piernas de las chicas que la minifalda dejaba al descubierto.
Daría igual que uniformaran a las chicas, le hubiese dicho yo. No era en su ropa en lo que pensábamos, sino en lo que había debajo. Aunque Rachel McCann llevara botas de montar y falda hasta los tobillos, yo seguiría imaginándome sus pechos.
Eleanor era tan delgada que resultaba muy difícil imaginarse su cuerpo. Ya había sido complicado hacerse una idea de su delantera, pues en la biblioteca llevaba una sudadera holgada. (Una sudadera. En plena ola de calor).
Aun así, yo pensé en el aspecto que tendría sin gafas. Me la imaginaba quitándose el elástico de la trenza y dejándose caer el pelo sobre los hombros. Lo más probable era que si estuviéramos abrazados, su pecho desnudo no fuera tan diferente del mío. Me vino a la cabeza la imagen de nosotros dos poniendo en contacto nuestros respectivos pezones, como si así fuera a producirse una conexión eléctrica. Éramos aproximadamente de la misma altura. Todas las partes de nuestros cuerpos serían idénticas, a excepción de ésa, en la que seríamos diferentes.
Hay una teoría según la cual las chicas desarrollan desórdenes alimenticios para evitar su sexualidad, me había explicado ella. Algunos psicólogos sostienen que si una persona sufre un desorden alimenticio es porque intenta agarrarse a su infancia, pues le asusta la siguiente fase de su existencia. Si eres muy delgada, por ejemplo, no tienes la regla. Ya sé que la mayoría de la gente no le explicaría esas cosas a un chico, pero creo que deberíamos ser sinceros cuando hablamos unos con otros. Por ejemplo, si mi madre necesitaba estar a solas con su novio, me lo podría haber dicho. Yo me habría ido a pasar la noche a casa de una amiga, o algo así, en vez de recorrer medio país para que ellos pudieran tener relaciones sexuales.
Esa tarde, por teléfono, Eleanor me preguntó qué tipo de música me gustaba. A ella le gustaba ese cantante llamado Kurt Cobain, y también los Beastie Boys. Consideraba a Jim Morrison el tío más enrollado de todos los tiempos. Algún día, le gustaría ir a París y visitar su tumba.
Intuí que yo debería saber quién era Jim Morrison, así que no dije nada al respecto. En casa, lo único que teníamos era el radiocasete de mi madre, que sólo pillaba onda media. La única música que yo conocía era la que ella escuchaba: baladas de Frank Sinatra, la banda sonora original de Ellos y ellas, un álbum de Joni Mitchell titulado Blue y a un tío cuyo nombre ignoraba y que tenía una voz muy tenue y somnolienta. Cantaba una canción que mi madre ponía una y otra vez. Había una estrofa que decía: Ya sabes que está medio loca, pero eso es lo que te hace desear estar con ella.
Ella tocó tu cuerpo perfecto con su mente, cantaba el hombre. No es que a eso se le pudiese llamar cantar, exactamente. Era más bien un canturreo. Intuí que a Eleanor le podría gustar ese intérprete, pero seguía sin acordarme de su nombre.
Ya sabes, lo habitual, le dije cuando me preguntó por lo de la música.
A mí nunca me gusta lo habitual, sentenció. Nada de lo habitual.
Me había preguntado si tenía bicicleta. Le dije que sí, pero que era para un niño de ocho años, tenía una rueda pinchada y en casa no había nada para hincharla. Ella no tenía bici, pero podía pillar la de su padre, que andaba por ahí, jugando al golf o algo así. El tipo decía que no tenía dinero para enviar a su hija a la mejor escuela del universo, pero se gastaba cincuenta dólares cada fin de semana para ir dándole a una bola y tratar de que entrara en el agujero.
Podría acercarme por tu casa, dijo.
No creo que sea muy buena idea, repuse. Mi madre y ese tío querían pasar desapercibidos. Fred.
Pues podríamos quedar en el pueblo, dijo Eleanor. Y tomarnos un café.
No le dije que yo no tomaba café, sino que me parecía muy bien. En esos tiempos aún no había sitios como Starbucks, pero sí una cafetería llamada Noni’s en la que había reservados individuales, y cada uno de ellos contaba con una pequeña máquina de discos en la que podías escuchar diferentes canciones. Básicamente, música country, pero igual había algo que a ella le gustase. Alguna canción muy triste cantada por alguien que pareciera estar muy deprimido.
A pie, se llegaba al pueblo en cosa de veinte minutos. Cuando me fui, mi madre y Frank seguían arriba, en el cuarto de baño. Él debería de estar secándola o poniéndole crema en la piel. Yo sólo quiero cuidar de tu madre, había dicho. Así lo llamó.
Les dejé una nota diciéndole que volvería a tiempo para recibir a mi padre. He quedado con un amigo, les dije. Eso haría feliz a mi madre.
Eleanor ya estaba sentada en un reservado cuando llegué a la cafetería. Se había cambiado los pantalones cortos y llevaba el pelo suelto, tal como yo lo había imaginado, aunque resultó que era lacio y con puntas y no rizado, que es lo que yo había supuesto. Llevaba maquillaje: lápiz de labios de color púrpura y una línea alrededor de los ojos que los hacía parecer más grandes de lo que eran. Llevaba las uñas pintadas de negro, pero las tenía comidas, lo cual arrojaba una mezcla de lo más extraña.
Me dijo: le he contado a mi padre que había quedado con un chico. Y me ha soltado un sermón sobre lo de tener cuidado y tal, como si me fuera a ir a la cama contigo.
Es curioso que los padres siempre te estén largando esos discursos sobre el sexo, como si fuese lo único que hay en la vida, dijo. Lo más probable es que proyecten sus propias obsesiones.
Se echó un sobrecito de sacarina en el café. Y luego dos más. Mi papá no tiene novia, me contó, pero le gustaría tenerla. Puede que resultara atractivo si perdiese un poco de peso. Qué pena que tu madre y él no se conocieran antes de que apareciese el tal Fred. Podrías haber sido mi hermanastro. Aunque claro, en ese caso, si llegáramos a casarnos, cometeríamos incesto.
Mi madre no suele salir con nadie, le comenté. Lo que sucedió con ese tío fue pura chiripa.
Nos quedamos ahí sentados, sin decir nada durante cosa de un minuto. Se echó otros cinco o seis sobres de sacarina en el café mientras yo intentaba dar con un tema de conversación.
¿Te puedes creer lo del preso fugado?, dijo ella. Mi padre lo estaba hablando con el vecino de al lado, que es policía. Supongo que creen que aún ronda por la zona y que por eso han puesto todos esos controles de carretera, y que piensan que lo pillarán si intenta salir del pueblo. Aunque claro, también podría haberse escondido en el maletero de un coche o algo así, pero la Policía cree que se ha refugiado en algún sitio para recuperarse de sus heridas. Están convencidos de que se ha roto una pierna, y puede que algo más, al saltar por la ventana.
Aunque ande por aquí, dije, puede que no sea tan malo. Igual lo único que quiere es ir a su bola.
Incluso ahora, pese a lo mal que me sentía por el hecho de que Frank me estuviese robando a mi madre, me resultaba incómodo oír hablar de él como de una persona horrible. Curiosamente, aunque ya había empezado a desear que se esfumara, no podía acabar de culparle por querer estar con mamá. Todo lo que estaba haciendo con ella era lo que a mí me gustaría hacer con alguna chica.
No sé por qué la gente se preocupa tanto, dije. Lo más probable es que no sea peligroso.
Intuyo que no lees la prensa, contraatacó ella. Publicaron una entrevista con la hermana de la mujer a la que mató. Y no sólo eso, también se cargó a su propio hijo.
A veces las cosas son más complicadas de lo que parecen en los periódicos, dije. Me hubiese gustado explicarle lo de Mandy riéndose de Frank, y cómo ella le había engañado para casarse y hacerle creer que Francis júnior era hijo suyo cuando en realidad no lo era, aunque él acabó queriéndolo de todos modos. Pero no podía decir nada de eso, así que me quedé ahí sentado, observando las posibilidades que me ofrecía la maquinita de discos, buscando alguna canción que crease buen ambiente.
Una cajera del Pricemart lo vio. Llamó a la Policía después de ver su foto. Estaba con una mujer y un crío. Rehenes, con toda seguridad. Confiaba hacerse con la recompensa, pero no bastaba con haberle visto. Es la primera cosa interesante que pasa en este pueblo desde que mi madre me envió al exilio.
Sé dónde está, le dije. En mi casa.
Tras pagar la cuenta —su consumición y la mía—, salimos a la calle en dirección al videoclub. Ella decía que tenía que ver una película llamada Bonnie and Clyde, que iba de un delincuente que secuestra a una mujer guapísima y la pone a robar bancos con él. A diferencia de Patty Hearst, Bonnie no era rica, pero era una persona inquieta que se aburría, como mi madre en el momento en que apareció Frank, sostenía Eleanor, y al igual que mi madre, lo más probable es que llevara tiempo sin sexo. Y Clyde tenía mucho carisma, como el tío de lo de Patty Hearst.
Warren Beatty, me informó. Ahora está bastante mayor, pero cuando rodaron la peli era el tío más guapo del mundo. Mi madre decía que hasta en la vida real tenía esa manera carismática de influir en la gente. En Hollywood, siempre conseguía dormir con todo tipo de mujeres, aunque ellas sabían que también se iba a la cama con otras. No podían evitarlo.
En la película, Bonnie y Clyde se enamoraban. Iban por ahí, robando bancos y tiendas y viviendo prácticamente en el coche. Lo raro del asunto era que Clyde no podía hacer el amor con Bonnie. Sentía una extraña fobia hacia el tema, pero aun sin hacer nada, ella bebía los vientos por él, sólo por el atractivo sexual que emanaba. Al final los mataban. Ese tío que pensaban que era amigo suyo, y que formaba parte de la banda, los acabó traicionando para evitar la cárcel.
Hay una secuencia al final de la peli en la que agentes federales los persiguen y les montan una emboscada, decía Eleanor. Cuando matan a Bonnie, hay tanta sangre que mi madre no podía ni mirar el vídeo, pero yo sí. No es que se la cargasen de un tiro, no. Tenían metralletas, y el cuerpo de Bonnie empezaba a dar saltos en el asiento del coche, de manera espasmódica, mientras las balas le daban en otros sitios y podías ver que la sangre le empapaba el vestido.
El papel de Bonnie lo interpretaba Faye Dunaway, me dijo. Es una mujer impresionante. En la película, llevaba una ropa estupenda. No tanto el vestido que lleva cuando la acribillan, sino algunos de los otros atuendos.
No creo que sea muy buena idea que yo alquile esta peli, le dije a Eleanor. Si mi madre y Frank me pillan viéndola, igual se hacen una idea equivocada.
La verdad es que yo no tenía el menor interés en verla. Al pensar en la secuencia que me había descrito Eleanor, cuando se cargan a Bonnie, sabía que mi reacción sería muy parecida a la de su madre. Sobre todo, porque podría recordarme la actual situación.
¿Te imaginas que a tu madre la matasen en una emboscada?, inquirió Eleanor. Y tú ahí, mirando. No creo que te dispararan porque eres un crío, pero lo habrías visto todo. Sería de lo más traumático.
Seguíamos delante del videoclub cuando hizo estos comentarios. Pasó una mujer, empujando un cochecito. Un hombre deslizó una película en la ranura. El calor parecía salir de la acera. Está tan caliente que se podría freír un huevo, le oí decir a alguien en cierta ocasión. Como las tetas de una corista de Las Vegas. Tu cerebro con drogas. Sólo llevábamos unos minutos sin aire acondicionado y ya tenía la camisa pegada al cuerpo.
Eleanor se había puesto las gafas de sol. Unas gafas grandes y redondas que le cubrían media cara. Y durante cosa de un minuto se dedicó a mirarme fijamente, pero los cristales eran tan oscuros que yo no podía verle los ojos. Luego extendió un brazo largo y delgado y me tocó el rostro. Tenía la muñeca tan fina como el mango de una escoba. Había dibujado en ella una línea de puntos, probablemente con un boli, y había escrito las palabras Cortar por aquí.
Tengo una sensación de lo más extraña, dijo. Hay algo que no puedo dejar de pensar en hacer. Igual te parecerá que soy rara, pero me da igual.
Yo no creo que seas rara, le dije. Siempre intento no mentir, pero aquí se podía hacer una excepción.
Se quitó las gafas, las dobló y las metió en el bolso. Echó un breve vistazo a su alrededor. Se humedeció los labios. Luego se inclinó sobre mí y me besó.
Seguro que no lo habías hecho antes, me dijo. Ahora siempre recordarás que yo fui la primera chica a la que besaste.
Eran casi las cinco en punto cuando volví a casa. Mi madre y Frank estaban sentados en el porche de atrás, bebiendo limonada. Ella se había quitado los zapatos y él le estaba pintando de rojo las uñas de los pies.
Ha llamado tu padre, me informó mamá. Llegará dentro de una media hora. Estaba empezando a preocuparme de que no volvieras a tiempo.
Le dije que estaría preparado y subí a darme una ducha. Ahí estaba su cuchilla de afeitar. Y la espuma. Y unos cuantos cabellos negros en el desagüe. En eso consistía tener a un hombre en casa.
Me pregunté si se habrían duchado juntos mientras yo no estaba. En las películas, la gente lo hacía. Me lo imaginé a él detrás de ella, pasándole el brazo por el cuello, besándola en ese sitio en el que le había dejado una señal. La lengua metida en la boca de mamá cómo Eleanor había metido la suya en la mía.
El agua cayéndole por la cara. Recorriendo sus pechos. Ella poniéndole la mano en ese sitio. El mismo que yo me estaba tocando en esos momentos.
Pensé en Eleanor, y en Rachel, y en la señorita Evenrud, mi profesora de Estudios Sociales del curso anterior, que se dejaba desabrochados los dos primeros botones de la camisa. Pensé en Kate Jackson, la de Los ángeles de Charlie, y en aquella vez que estaba en la piscina del pueblo y una chica que estaba haciendo de canguro salió del agua con un crío de dos años sin darse cuenta de que se le había bajado el sujetador y le asomaba un pezón.
Los ruidos que Frank y mi madre hacían de noche. Pensaba en que era mi cama, y no la suya, la que golpeaba la pared. Y en ella estaba Eleanor, o una versión de ella algo menos flacucha. Ésta tenía unos pechos redondeados, no mucho, pero algo. Mientras se los tocaba, se colaba por la pared aquella canción que escuchaba siempre mi madre.
Suzanne te lleva hasta un sitio junto a un río.
Había una manera de escuchar música en la que, de un modo u otro, prácticamente todo lo que decían iba de sexo. Había una manera de contemplar el mundo en la que prácticamente todo lo que sucedía tenía algún tipo de doble sentido.
Junto al cuarto de baño, pude oír a Frank. Estaba volviendo a colocar los marcos de las ventanas que habían pintado esa mañana. Cuando apareciera mi padre, se escondería. Y no es que mi padre se fuese a quedar mucho tiempo. Yo intentaba estar ya en la puerta antes de que él llegara al primer peldaño de la entrada, para impedir que esos dos —mi padre y mi madre— se dijeran nada. O que no intercambiaran palabra, que era lo que solía suceder y que era aún peor.
Normalmente, me habría puesto una toalla en la cintura y echado a andar por el pasillo de esa manera. Pero con Frank ahí, me avergonzaba de mi pecho flaco y sin músculos, y de mis hombros estrechos. Si le daba por ahí, podría agarrarme y triturarme.
Pero yo también, aunque de un modo distinto.
¿Cuándo vas a llamarlos?, me había preguntado Eleanor. A la Policía.
Supongo que más adelante. Tengo que pensarlo.
Desearía lograrlo, pero no conseguía sacarme de la cabeza la imagen de mi madre sentada a la mesa de la cocina y él colocándole al lado el café. Nada del otro jueves. Frank se había limitado a untarle de mantequilla la tostada, aunque con mucho cuidado. La extendía de una manera que conseguía que se repartiera uniformemente por toda la superficie. Cuando mamá le dio un bocado, se le quedó en la mejilla una gota de mermelada. Frank mojó la servilleta en su vaso de agua y la limpió. Los ojos de mamá, cuando él la tocó, tenían una expresión especial. La de alguien que lleva mucho tiempo en el desierto y, finalmente, encuentra agua.
Desayunar, dijo Frank. ¿Quién necesita otra cosa?
Recuerda este momento, dijo ella.