A eso de media tarde, mi madre y Frank dejaron de pintar y entraron en casa. Mi madre se preparó un baño. Aunque todavía estaba enfadado con ella, le pegué un grito para saber qué había para comer. Pero el que apareció en la habitación fue Frank, no ella.
¿Qué tal si me encargo yo del papeo?, dijo. Dale un respiro a tu madre, que ha trabajado de lo lindo.
Sí, claro, pensé. Ya os he oído esta noche. Ya me he dado cuenta de que la haces trabajar de lo lindo.
De arriba me llegaba el ruido del agua corriente. Frank se había quitado la camisa porque la tenía manchada de pintura. Tenía el pecho al descubierto. Los pantalones le colgaban de las caderas, tan abajo que le asomaba la parte superior del vendaje, por donde le habían sacado el apéndice. Aparte de eso, parecía una estatua. Aunque era mayor, tenía ese tipo de pecho en el que todos los huesos se aguantan a base de músculos. Volví a pensar, como me había ocurrido al conocerlo, que era de esa clase de gente a la que resulta fácil imaginar como un esqueleto, o tumbado sobre una camilla, listo para la disección. Todas las partes de su cuerpo eran puro músculo y hueso, sin grasa por encima. No tenía pinta de culturista, ni de superhéroe ni de nada semejante. Parecía una ilustración de un libro de biología, para un capítulo titulado «El hombre».
Estaba pensando que podríamos jugar un rato a pelota, dijo. Como ya estoy sudado, no me importa sudar más, y creo que ya tengo el tobillo preparado para aguantar lo que haga falta. Quiero ver cómo tienes el brazo.
La cosa presentaba dificultades. Yo quería que supiese que estaba cabreado, que me sentía marginado y que ya le había visto el plumero con respecto a mi madre, si es que de eso se trataba. Pero no podía impedir que me cayera bien. Y además me aburría. En la televisión salía Jerry Lewis frente a un micrófono, hablando como si fuera un chiquillo con una chica que estaba a su lado sobre el escenario y que llevaba hierros en las piernas y un andador.
¿Qué opinan, amigos?, decía Jerry Lewis con su falsa voz de crío. ¿Acaso no merece Ángela una oportunidad, igual que el resto de nosotros? Vayan sacando el talonario.
Me lo había pasado bien jugando con Frank. No esperaba que me convirtiese en un crac de la noche a la mañana, pero me habían sentado bien el lanzamiento de pelota y la sensación de cogerla con el guante. Y el ritmo que habíamos marcado, de él a mí, de mí a él, de él a mí.
Nunca me había dado cuenta, había dicho mi madre al unirse a nosotros, pero esto de tirar la bola se parece al baile. Tienes que conectar con la otra persona y concentrarte del todo en sus movimientos, y adaptar los tuyos a los suyos. Como cuando estás en la pista con tu compañero y el mundo entero se reduce a vosotros dos, que os comunicáis a la perfección aunque nadie diga nada.
Cuando Frank me lanzaba la bola, yo pensaba que igual él se estaba imaginando haciendo el amor con ella, o besando ese punto del cuello en que estaba la marca, o a ella desnuda en la bañera, o cualquiera de esas cosas que pasaban por la noche en la cama de mamá. Pero cuando jugábamos, él sólo pensaba en el juego.
O era así o es que también me estaba hipnotizando a mí. Puede incluso que me estuviera intentando preparar para el día, ya muy cercano, en que yo estaría viviendo en casa de mi padre, y mi padre y Richard estarían ahí afuera, jugando a la pelota todo el rato, sólo que a diferencia de mí, Richard sabría lanzar una bola curvada. Me estaba preparando para el futuro, para cuando él y mi madre se hubiesen largado.
Creo que no, le dije. Estoy viendo un programa. Me refería al maratón benéfico.
Frank no apartó los ojos de mi rostro. Jerry Lewis no existía. En esa habitación sólo estábamos él y yo.
Mira, me dijo. Si te preocupa la posibilidad de que te robe a tu madre, olvídalo. Nunca llegará el momento en que tú dejes de ser para ella el número uno de la lista, y yo nunca intentaría alterar eso. Ella siempre te va a querer más que a nada. Yo lo único que pretendo es cuidar de ella, para variar. No trataré de ser tu padre. Pero podría ser tu amigo.
Ya estábamos. Justo lo que Eleanor me había advertido. Ahora iba a tratar de hipnotizarme a mí también. Hasta podía sentir cómo funcionaba la cosa, pues parte de mí quería creerle. Tenía que dejar de prestar atención a sus palabras, para que no se me incrustaran en el cerebro.
La chica estaba sentada en el regazo de Jerry Lewis, hablándole de su cachorrito. Había un número de teléfono en la pantalla. Desde la calle, me llegaron voces procedentes de la piscina inflable de los Jervis. Blablablá, me dije. Bla-bla-blá.
Ya sé que hasta ahora no me lo he montado muy bien, seguía Frank. He cometido unos errores terribles. Pero si se me concede una nueva oportunidad, no pararé hasta conseguir que todo funcione a la perfección.
Patata, lechuga, banana.
Ravioli. Stromboli. Panoli.
Ya sé que hace falta tiempo, dijo. Mírame. Lo único que he tenido durante estos últimos dieciocho años ha sido tiempo. Y lo bueno de tener tiempo es que te da la oportunidad de pensar.
Estaba ahí de pie, con la rasqueta en la mano. Llevaba un par de pantalones viejos que mi madre había encontrado en el sótano y que pertenecían a un disfraz de Halloween que me había hecho unos años antes, cuando me dio por vestirme de payaso. Los pantalones en cuestión debían de haber pertenecido a alguien muy gordo; a mí me venían muy grandes, aunque de eso se trataba, pero a Frank sólo le llegaban a media pantorrilla y se los tenía que atar con un trozo de cuerda. Llevaba la misma camisa que cuando nos conocimos —la que ponía Jerry— e iba sin zapatos. La verdad es que parecía un auténtico payaso, aunque no de los graciosos. Ésa era la persona a la que yo podía oír cada noche, besando a mi madre al otro lado de la pared. Lo sentía por ella. Y también por él. Y sobre todo por mí. Yo siempre había querido formar parte de una familia real, pero ahí estaba, en una familia de fracasados.
Ahora me puso la mano en el hombro. Una mano grande y curtida. Una noche, a través de la pared, le había oído a mi madre decirle: te voy a poner alguna loción en la piel.
La tuya es tan suave, dijo él, que me da vergüenza tocarte.
Ahora me estaba hablando a mí, aunque con una voz distinta. Tampoco hay por qué jugar a la pelota. Podría limitarme a preparar algo de comer. Sentarnos en el escalón de atrás. Puede que se esté más fresco.
Mi padre viene luego a recogerme, le informé.
Y ya sé a lo que os dedicaréis tú y mi madre en cuanto yo salga por esa puerta.
Podía oír a mamá desde arriba, gritando a través de la puerta del baño. ¿Me puedes traer una toalla, Frank?
Y Frank se dispuso a la tarea. Se dio la vuelta para mirarme, con una cara como la que debió poner cuando Mandy respondió su pregunta acerca de quién era el auténtico padre de su hijo, con la diferencia de que ahora no pensaba empujar a nadie ni darle tal leñazo que le partiera la cabeza. Me había dicho que ahora era un hombre paciente. Lo suficientemente paciente como para esperar su oportunidad, como para tirarse años a la espera del momento en que se encontrase en una cama del hospital de la prisión, cerca de una ventana sin barrotes de un tercer piso. Puede que su plan se hubiese demorado un poco, pero había acabado poniéndolo en práctica.
Ahora estaba cogiendo una toalla de baño del montón de ropa que había encima de la máquina; llevándosela a la cara y oliéndola como si quisiera cerciorarse de que era lo suficientemente buena para la piel de mi madre. Ahora subía las escaleras. Ahora escuché abrirse la puerta. Ahora estaría junto a la bañera en que yacía mi madre. Desnuda.
Allá en la biblioteca, Eleanor me había apuntado el número de teléfono de la casa de su padre. Estaré ahí todo el fin de semana, me había dicho. A no ser que a mi papá le dé por llevarme al cine o algo así. Conociéndole, es muy probable que aún piense que me muero de ganas de ver La sirenita.
Marqué el número. Si respondía su padre, colgaba.
Pero se puso ella. Esperaba que me llamaras, dijo. ¿Qué tipo de chica decía cosas así?
¿Quieres hablar?, le pregunté.