Puede que te preguntes por qué no tienes hermanos, me dijo una vez mi madre. Sucedió durante una de nuestras comidas a solas, momentos en los que le gustaba sacar a colación temas de los que hablar mientras nos zampábamos el congelado de turno. Yo tendría unos nueve años por aquel entonces, y, en realidad, nunca me había preguntado por qué no tenía ni hermanos ni hermanas, pero hice un gesto de asentimiento, pues ya entendía, incluso a tan corta edad, que se trataba de un tema que mi madre quería explorar conmigo.
Siempre planeé tener dos hijos, por lo menos, aseguró, a ser posible más. Aparte de bailar, tenerte a ti fue lo primero que hice con absoluto conocimiento de causa.
Seis meses después de tu nacimiento, siguió, no me vino la regla.
Algunos críos de esa edad ni sabrían de qué estaba hablando su madre, si es que a ésta se le ocurría hacer un comentario parecido. Pero yo ya llevaba el suficiente tiempo con la mía como para entender ese asunto. Y muchos más.
Yo siempre había sido de una regularidad absoluta desde el día en que empecé a menstruar, me ilustró. Así que supe inmediatamente lo que eso significaba. No necesitaba que el médico me lo confirmase.
Pero tu padre no quería otro hijo tan rápido. Dijo que no teníamos dinero y que, además, le reventaba que te dedicara a ti casi todo mi tiempo en vez de prestarle atención a él. Tu padre me convenció para que abortara, continuó mamá. Yo nunca quise hacerlo. Para mí, cualquier bebé, aunque no viniera en el momento más adecuado, era un regalo. Le dije a tu padre que era muy peligroso empezar a hacer de Dios. A esperar que las cosas fuesen perfectas, pues nunca lo serían.
Tu padre me llevó a una clínica. Yo entré sola en aquel cuartito mientras él me esperaba fuera. Me puse un camisón de papel, me subí a la mesa y apoyé los pies en una especie de espuelas. Pero no como las que se usan con los caballos, Henry, precisó.
Pusieron en marcha una máquina de la que salió un ruido como el de un generador, o como el de una trituradora de basura muy grande. Mamá se quedó ahí tumbada, escuchando, mientras la máquina seguía a lo suyo. La enfermera le dijo algo, pero ella no la podía oír de lo fuerte que sonaba la máquina. Cuando todo acabó, la dejaron reposar en un catre de otra habitación durante un par de horas, junto a otras dos mujeres que también habían abortado esa misma mañana. Cuando salió, mi padre estaba allí, aunque había salido un rato a hacer unas compras, según me contó mi madre. No lloró de camino a casa, pero se pasó casi todo el trayecto mirando por la ventana, y cuando él le preguntó, finalmente, ¿qué tal ha ido?, no pudo decir nada.
Desde el momento en que tuve el aborto, todo lo que deseé fue volver a quedarme embarazada y esta vez tener al bebé, me contó mi madre. ¿Lo entiendes?
Pues no, pero asentí. Para mí, no tenía el menor sentido tomarse todo ese esfuerzo para no tener un hijo y, acto seguido, ponerse a querer otro. Igual mi padre se refería a eso cuando me preguntaba si yo pensaba que estaba loca.
Pero al final acabó tragando. Sólo para quitársela de encima, dijo. Y durante cierto tiempo, mi madre estuvo de lo más contenta. En esa época, yo sólo tenía dos años, lo cual significaba que aún le daba mucho trabajo, pero mi madre, aunque conocía a mujeres que se quejaban de mareos matutinos y dolores en el pecho o se sentían cansadas todo el rato, disfrutaba de todo lo que implicaba el embarazo.
Hacia el final de su primer trimestre, cuando el feto tendría el tamaño de una judía (según había descubierto ella gracias a la lectura diaria de un libro titulado Los primeros nueve meses de vida), mamá despertó con un dolor nuevo y espantoso en el vientre, y en las sábanas había sangre. A media tarde, ya había utilizado tres compresas sanitarias y la sangre seguía fluyendo.
Tres compresas es mucho, Henry, me explicó. Yo no sabía lo que era una compresa, pero asentí de nuevo.
Su médico, al examinarla, le había dicho que el aborto involuntario no era nada raro y que no había motivos para pensar que la cosa no fuese a salir bien la próxima vez. Era joven. Tenía un cuerpo saludable. Pronto podrían volver a intentarlo.
Se quedó embarazada de nuevo al cabo de unos meses, aunque esta vez optó por no ponerse la ropa premamá hasta más adelante. Eso sí, se lo contó a algunas amigas (en esos tiempos aún tenía amigas). Y también me lo contó a mí, aunque yo no lo recordaba. No debería de tener ni tres años en ese momento.
Una vez más, justo al final del primer trimestre, empezó a sangrar. Mientras estaba sentada en el retrete —meando, según creía recordar—, notó que se le salía algo de dentro. Al mirar en el interior de la taza, vio lo que parecía un coágulo de sangre y supo que ya no estaba embarazada. Y como aquél, ¿qué se supone que tenía que hacer? ¿Tirar de la cadena?
Al cabo de un minuto, se arrodilló en el suelo y sumergió la mano en el agua. Sacó la cosa sanguinolenta al jardín y trató de cavar un agujero con los dedos, pero apenas si consiguió arañar la superficie.
Habría sido tu hermanito o tu hermanita, dijo.
Enterrado en el patio trasero de la casa en que vivían mi padre y Marjorie, deduje. Aunque aún estaba pensando en la tentación de tirar de la cadena.
A la tercera vez que se quedó preñada, que no fue mucho después, ya no esperaba que las cosas fuesen bien, y no lo fueron. Esta vez, el aborto involuntario llegó más pronto —antes incluso de los dos meses de gestación—, y ni siquiera había sufrido náuseas matutinas, lo cual había sido la primera mala señal.
Entonces supe que Dios me estaba castigando, dijo. Habíamos recibido un regalo maravilloso contigo. Y otro no menos maravilloso seis meses después de nacer tú. Y entonces fui consciente de que, por culpa de nuestra propia estupidez al creer que podíamos elegir el momento de ser padres, como elegíamos el momento de ir a bailar, nunca tendríamos otra oportunidad.
Pero el cuarto intento había parecido más prometedor. Me gustaba encontrarme mal, dijo mamá. Y luego se me empezaron a llenar los pechos, justo a las seis semanas, que es cuando se supone que tiene que pasar, y yo estaba más contenta que unas pascuas.
¿No te acuerdas de aquella vez que te llevé al médico?, preguntó. Y él te enseñó el ultrasonido, y yo te dije, mira, ése es tu hermanito. Porque aunque era muy chiquitín, nos pareció que se le veía el pene.
No, repuse. No lo recordaba. Había tanto que rememorar que a veces lo mejor era olvidarse de todo.
Cuando miraron el ultrasonido esa primera vez, y el médico dijo que todo tenía muy buena pinta, mi madre le pidió que lo mirara de nuevo, para cerciorarse. Unas semanas después, cuando mamá notó algo extraño en el vientre, supuso al principio que volvía a pasarle lo de siempre; pero en seguida se dio cuenta de que la cosa era diferente esta vez. Se puso la mano en el estómago y sintió un extraño brujuleo, como un pez atravesando el agua, muy por debajo de la superficie. Luego me puso a mí la mano en el vientre, para que yo también lo sintiera. Mi hermanito estaba nadando.
Mamá se puso de lo más contenta. Pasamos una mala época, me había explicado mientras estábamos los dos tumbados en mi cama, leyendo mi libro de Jorge el curioso.
Pero ya se ha acabado. Éste es el que va a salir bien. Antes yo lo daba por hecho, eso de tener hijos. Estaré agradecida por todo lo que suceda a partir de ahora.
Empezaron los preparativos, y metieron en el coche la maleta que llevaba preparado desde hacía tanto tiempo, desde mucho antes del primer aborto involuntario. La gestación había sido larga, pero el monitor fetal indicaba que el bebé tenía un latido saludable. Eso parecía hasta esos últimos y espantosos minutos, y de repente, estaban llevando en camilla a mi madre hacia la sala de operaciones y echando a mi padre de allí. Luego la tuvieron que abrir.
Al escuchar de nuevo esta historia, a los nueve años, le pregunté dónde estaba yo mientras sucedía todo eso. Al cuidado de una amiga mía, respondió. Evelyn no. Eso era antes de Evelyn. En aquellos tiempos, las amigas de mi madre eran personas normales.
Cuando todo acabó, nunca pudo recordar gran cosa de lo que había ocurrido ese día en la sala, aunque sí se acordaba de haber oído dos palabras: una niña. Al final no era niño. Una niña. Pero las voces sonaban raras al dar la noticia. Deberían haber sido felices. Por un instante, ella pensó que el problema debía de ser ése. Igual la enfermera pensó que se sentiría decepcionada si no era un chico. Luego vio la cara de la enfermera y supo lo que había ocurrido, antes incluso de oír ninguna palabra. El problema era otro.
Dadme a mi niña, había gritado, pero nadie le respondió. Podía atisbar la parte superior del gorro verde del médico, moviéndose entre murmullos al otro lado de la cortina, poniéndole puntos. Luego debieron de darle alguna droga, pues no tardó mucho en quedarse dormida un buen rato. Recordaba a mi padre entrando en la habitación. Lo importante es que tú estás bien, le dijo, aunque eso no parecía tener la menor importancia en aquel momento, ni mucho después.
Tras despertar —bueno, al cabo de un ratito—, la llevaron en silla de ruedas a la sala en la que estaba su hija (Fern, en homenaje a su abuela, que había muerto hacía mucho tiempo). Fern yacía en una cunita, como cualquier otro bebé, y estaba envuelta en una manta de franela rosa. Las enfermeras le habían puesto un pañal, el primero y último de su vida.
Una enfermera colocó a mi hermanita en brazos de mi madre. Mi padre también estaba allí, sentado en una silla, a su lado. Los dejaron solos en el cuarto durante unos minutos, los suficientes para apartar la manta y estudiar ese cuerpo diminuto y azulado. Mi madre pasó los dedos por cada una de sus costillas, acarició ese nudo de carne recién hecho, ese ombligo donde había estado el cordón que la había alimentado durante todos esos meses… y que había acabado traicionándola, al final, con ese quiebro fatal que la dejó sin oxígeno. Mi madre cogió las manitas de Fern y se quedó mirando las uñas, preguntándose de quién había heredado esas extremidades. (Parece que de mi padre. Los mismos dedos largos que, posteriormente, les inspiraron para que mi madre tomara lecciones de piano).
Desplegó las piernas de Fern: ni rastro de las pataditas que a ella le gustaba sentir durante los dos últimos meses y que a veces eran tan fuertes que hasta podía notar el contorno de un pie apretándole el vientre desde dentro, presionando. (Mira, Henry, como si llamara a la puerta. ¿Acaso no recordaba yo eso? Y el modo en que había mirado a la persona que creíamos que era mi hermano, moviéndose bajo la piel de su vientre, como un gatito bajo las mantas de una cama).
Luego le arrancó el pañal a Fern. Consciente de que ésta era su primera y única oportunidad de verla, no quería perderse nada.
Ahí estaba la pequeña y ya no rosada hendidura de su vagina. Tenía allí una gota de sangre que, como luego les explicaría el médico, no era inusual en las niñas recién nacidas —una consecuencia de la transmisión de hormonas de la madre a la hija—, pero cuando la vieron, se les cortó la respiración.
Mi madre memorizó el rostro de Fern durante esos pocos minutos, sabiendo la de veces que, en el transcurso de los años, volvería a revivir esos momentos, y consciente de que lo daría todo con tal de poder volver a abrazar a esa niña como lo estaba haciendo ahora.
Tenía los ojos cerrados. Y unas largas y sorprendentemente oscuras pestañas (que aún lo parecían más en contraste con el blanco azulado de la piel). La nariz estaba perfectamente formada: no era el típico botoncito que lucen algunos bebés, sino más bien una nariz de adulto en miniatura, con un puente fuerte y recto y dos fosas nasales tan pequeñas como perfectas de las que no salía aire. Su boca era como una flor. Tenía una pequeña hendidura en el mentón (mi padre de nuevo), pero la mandíbula parecía proceder de la parte materna de la familia.
Era visible una vena azul bajo la piel, atravesando la zona entre la mandíbula y el cuello. Mi madre pasó el dedo por encima hasta recorrer todo el cuerpo.
Yo era como una guía fluvial, dijo, mostrándole a algún viajero la ruta que seguir. La vena seguía siendo visible mientras el dedo de mi madre recorría el pecho de Fern, hacia el lugar en el que, bajo una piel fina, casi traslúcida, el corazoncito cuyos ritmos había sentido ella en su interior descansaba ahora con la quietud de una piedra.
Me describió todo eso, como si se tratara de una historia que se sabía tan bien que más que explicarla, la recitaba, aunque lo más probable es que yo fuese la única persona de este mundo a la que se la había contado.
Al cabo de un rato, apareció una enfermera y le quitó de los brazos a Fern. Mi padre empujó la silla de ruedas de regreso a la habitación. Por el pasillo, se habían cruzado con una pareja que iba hacia el ascensor con un bebé en brazos y un ramillete de globos de helio, así como una mujer con un camisón de hospital ondeando sobre su enorme vientre, típico de la última fase de la gestación. Al igual que mamá, menos de dieciocho horas antes, esa mujer embarazada recorría el pasillo, matando el rato entre las primeras e irregulares contracciones. Al verla, dijo mi madre, le vino una idea disparatada. Dame otra oportunidad. La próxima vez lo haré bien. Ésa fue la primera vez, aunque hubo muchas más, en que la visión de una mujer en estado había llevado a mi madre a un lugar tan impregnado de rabia y de dolor que hasta respirar parecía imposible. A partir de ahora, habría mujeres embarazadas por todas partes. Muchas más que antes, o eso parecía.
Mientras recorrían el aparcamiento en busca del coche, mi padre se había inclinado sobre la silla de ruedas, como si estuviera protegiendo a mi madre de algún vendaval. Todo irá mejor cuando lleguemos a casa, Adele, le dijo.
Lo cierto es que no fue así, aunque para cuando la devolvió al hogar —el que ahora compartía con Marjorie y con la niña que habían tenido juntos, que estaba bien viva—, ya había retirado el corralito, guardado las cajas de ropa infantil y los paquetes de pañales (cosas compradas, en algunos casos, tres años atrás) y desmantelado la cuna.
Después del primer aborto involuntario, y del segundo, mis padres habían contemplado la posibilidad de volverlo a intentar. Incluso después del tercero —aunque un cierto temor se había adueñado de ellos—, se vieron con el médico y marcaron en el calendario las fechas de las reglas de mi madre y unas anotaciones sobre sus períodos de fertilidad.
Tras enterrar a Fern, ya no se volvió a hablar ni de concepción ni de embarazos ni de bebés.
Sus amigos les habían dado el pésame e hicieron esfuerzos para incluirles en la vida social del vecindario, pero ahora mi madre aprendió a no acudir ni a barbacoas ni a acontecimientos escolares. Siempre había alguna embarazada. El supermercado también era peligroso. Vestidos premamá, comida para bebés, bebés en los carritos de la compra (de la edad que tendría Fern), y niños pequeños (de la edad que tendría el anterior), y críos de cuatro años (de la edad que tendría el que enterraron en el jardín). Dondequiera que mirases, no había más que mujeres embarazadas y niños. Aquello parecía una epidemia.
Mi madre no tardó mucho en llegar a la siguiente conclusión: ya no había lugares seguros. Niños y futuros niños era lo que había en todas partes. Bastaba con abrir la ventana para oír llorar a uno de ellos. En cierta ocasión, tumbada en la cama, mamá se despertó por el llanto lejano de algún bebé del barrio. Sólo duró unos instantes. Su madre debió de hacerse cargo de él rápidamente. O el padre. Pero después de eso ya no pudo dormir. Se quedó ahí, en la oscuridad, durante el resto de la noche, dándole vueltas a todo de nuevo. El aborto. Los abortos involuntarios. El ultrasonido. El pie empujando bajo el tejido de la camisa. El cordón enredado. La gota de sangre. La cajita de cenizas que le habían entregado, del tamaño de un paquete de cigarrillos.
Desde esa mañana fue consciente de que el mundo se había acabado para ella. Ya no tenía ganas de hacer el amor con su marido para acabar dando a luz niños muertos. Ni siquiera le interesaba el baile. El único lugar seguro era el hogar.