13

Mi madre me pidió que fuera a la biblioteca en su lugar. Frank y ella querían un libro sobre Canadá. Las provincias marítimas. En vez de ir todos juntos, pensaba que lo más seguro es que fuese yo solo, en mi bicicleta.

Ten presente, Henry, dijo Frank, que tengo aquí a tu madre. Ya te acuerdas de cómo la até en otras ocasiones. Esto es lo que se conoce como una toma de rehenes.

Lo dijo de una manera que me recordó a mi madre cuando, un par de años después del divorcio, mi padre rellenó no sé qué documentos y apareció por casa una señora llamada guardian ad litem para preguntarle cosas relativas a la paternidad.

¿Siente usted amargura y resentimiento hacia su ex marido?, había preguntado la señora. ¿Expresa usted con su hijo esa ira relativa a su amargura?

Ni estoy amargada ni le tengo tirria al padre de mi hijo, le dijo mi madre a la señora. (Voz inexpresiva. Una especie de sonrisita en los labios). Creo que lo está haciendo muy bien.

¿Y cómo describiría usted su actitud hacia la esposa de su ex marido? ¿Qué piensa de la madrastra de su hijo? ¿Diría usted que ha tenido una influencia negativa en su relación?

Marjorie es una buena persona, dijo mi madre. Estoy convencida de que entre todos lo llevaremos muy bien.

La guardian ad litem no vio lo que sucedió después. Ya se había ido cuando mi madre abrió el refrigerador y sacó el botellón de leche de cuatro litros del estante superior. (Leche de verdad. En esos tiempos, todavía hacía la compra). No vio a mi madre abrir el envase y quedarse ahí, en medio de la cocina, derramando lentamente el contenido en el suelo, como si estuviera regando una maceta.

También ahora, aunque de un modo distinto, tuve claro que las palabras de Frank —esto es una toma de rehenes— eran las que sabía que tenía que decir en esa situación. Dejando aparte lo que yo pensara acerca de lo que ocurría entre mi madre y Frank —que pensaban fugarse juntos a algún pueblo de pescadores de Canadá y dejarme tirado para que me fuese a vivir con mi padre y Marjorie—, lo que nunca creí es que Frank tuviese la menor intención de hacerle daño a mamá. Dijera lo que dijera al respecto, todo era para asegurarse de que no nos metiésemos en líos si alguien daba con él en la casa.

No diré nada, le prometí en mi papel de hijo aterrorizado, que es el que me tocaba, mientras a él le había caído el de presidiario a la fuga sin corazón.

La tarde del domingo del fin de semana del Día del Trabajo no había mucho movimiento en la biblioteca Holton’s Mills. Al principio pensé que yo iba a ser el único en todo el pueblo que no estuviera en alguna merienda campestre, jugando al frisbee, preparando la ensalada de patatas o chapoteando en una piscina. ¿Qué tipo de pringado acabaría en la biblioteca, buscando información sobre la isla del Príncipe Eduardo, durante el último fin de semana de las vacaciones estivales?

El único motivo por el que la biblioteca estaba abierta ese día era porque se celebraba una venta de libros, cuyos beneficios se destinarían a la adquisición de cortinas nuevas o algo por el estilo. A la entrada, en el jardín, un grupo de mujeres vendía limonada y galletas de avena, y también había un payaso que hacía esculturas con globos, y cajas de libros en venta, entre los que destacaban algunos recetarios de cocina y la autobiografía de Donnie Osmond. Se respiraba un ambiente muy agradable, con toda esa gente deambulando por ahí y hablando, principalmente, del calor que hacía y mientras comparaban sus diferentes maneras de mantenerse frescos. Conmigo no, claro está. Era como si yo emitiera unas ondas sonoras demasiado agudas como para ser captadas por el oído humano: Apártense de mí. Toda esa gente alegre y feliz que se dedicaba a comer galletas y a revisar viejos almanaques y libros de ejercicios de Jane Fonda (conté tres ejemplares) no podía tener ni idea de lo que estaba pasando en mi casa, por supuesto, pero me temo que yo daba la impresión de no tener el menor interés en esculturas con globos o lecturas playeras, lo que, por otra parte, era absolutamente cierto.

Mientras subía las escalinatas y entraba en el edificio, pensaba de nuevo en que debía de ser la única persona en todo el pueblo que no estaba en alguna merienda campestre, jugando al frisbee, pelando patatas para la ensalada o chapoteando en la piscina. Una cosa era dejarse caer por ahí para zamparse una limonada y pillar unos libracos de Agatha Christie. Pero ¿qué clase de pringado iba a acudir a la biblioteca, para investigar la isla del Príncipe Eduardo, durante el último fin de semana de las vacaciones de verano, justo antes de que empezara el curso?

Pero había otra persona allí; se trataba de una chica. Estaba sentada en la sala de lectura, donde yo me había colado con mi cuaderno para copiar cosas de la enciclopedia: en esos tiempos, aún se recurría a las enciclopedias para enterarse de algo. Estaba sentada en uno de los sillones de cuero que yo solía ocupar cuando rondaba por allí, sólo que ella lo hacía en la posición del loto, como si estuviera meditando, pero con un libro delante. Llevaba gafas y tenía el pelo recogido en una trenza, y llevaba unos pantalones cortos que dejaban mucha pierna a la vista, lo cual te permitía comprobar lo flaca que estaba.

Parecía tener mi edad, pero no la reconocí. Normalmente, yo me habría mostrado demasiado tímido como para decirle nada, pero puede que gracias a la presencia de Frank durante los últimos dos días —la imagen de él saltando por la ventana y todas las chaladuras que había hecho desde entonces, y las sensaciones que todo eso me inspiraba, de que el mundo era un sitio tan enloquecido que más te valía ir a por todas—, reuní el valor para preguntarle a la chica si iba a algún colegio de por aquí.

Antes no, pero me acabo de mudar, dijo. Se supone que este año tengo que intentar vivir con mi padre. El motivo oficial es que tengo un desorden alimenticio y creen que un nuevo entorno escolar me sentará bien, pero yo lo que realmente pienso es que mi madre quería librarse de mí para meterse mano con su novio sin que yo ande por en medio.

Sé a lo que te refieres, le dije. Nunca hubiese pensado que acabaría hablando con alguien de cómo me sentía con lo de mi madre y Frank, pero esa chica parecía comprensiva, no conocía a nadie de la zona y me gustaba su aspecto. No es que fuese guapa, pero tenía la apariencia de ser una persona capaz de preocuparse por cosas que a la mayoría de las chicas tanto les dan, pues sólo están interesadas en comprar trapos o echarse novio.

Le pregunté qué estaba leyendo. Estoy investigando mis derechos legales, dijo. Y también psicología infantil.

Estaba haciendo un estudio sobre ciertos tipos de trauma en adolescentes para convencer a sus padres de que ella tenía uno.

Se llamaba Eleanor. Habitualmente vivía en Chicago. Hasta ahora, sólo había venido por aquí algunas veces, de vacaciones. Iba a octavo curso. Había conseguido que la admitieran en una estupenda escuela privada, centrada principalmente en el teatro, donde a ninguno de los chicos le importaban los deportes y podías ponerte la ropa que quisieras y hasta un pendiente en la nariz sin que los profesores la tomaran contigo. Pero al final no pudo ir.

Los idiotas de mis padres dijeron que no teníamos el dinero necesario, explicó. Así pues, al instituto de Holton Mills, guapa.

Yo voy a séptimo, la informé. Me llamo Henry.

Me había hecho con un montón de libros sobre las provincias marítimas (resulta que las llamaban las Marítimas, a secas). Los había dejado en el suelo, junto al otro sillón de cuero, enfrente de los de Eleanor.

¿Estás escribiendo un informe o algo así?, me preguntó.

Algo así. Es para mi madre. Quiere saber si Canadá es un buen sitio para trasladarse.

Eleanor tenía algo que me impedía mentirle. Mi madre y su novio, le dije. Estaba estrenando esa palabra, que nunca había usado antes. En cualquier caso, no en relación con mi madre. No me parecía mal utilizarla. El hecho de que la madre de alguien tenga un novio no implica que éste sea un presidiario fugado.

¿Y tú qué piensas?, me preguntó. Tendrás que dejar a tus amigos. Te lo comento porque eso es lo que tuve que hacer yo para venir aquí y, francamente, lo considero abuso infantil. No es que yo sea una niña, pero lo digo desde un punto de vista legal, por no hablar de los efectos psicológicos. Todos los expertos te dirán que, sobre todo en la pubertad, resulta muy desaconsejable que una persona tenga que establecer nuevos lazos con gente que tanto puede tener cosas en común con ella como no. Especialmente si, no te ofendas, esa persona está acostumbrada a vivir en una ciudad cosmopolita en la que hay cosas como clubes de jazz y un instituto de arte y, de repente, las principales atracciones son los bolos y el lanzamiento de herraduras. Cuando les hablo a mis amigos de allá de este sitio, nadie me cree. No estoy diciendo que tú seas así, se trata de una impresión general.

No tenía ganas de decirle que, por lo que a mí respectaba, carecía de amigos. Por lo menos, no tenía a nadie a quien me costara abandonar, a excepción de unos cuantos marginados del colegio con los que compartía la mesa de la cafetería a la que iban a parar los pringados, cuando nadie más quería sentarse a su lado. Siberia.

En mi caso, le dije, el problema no era realmente irse, sino que me dejaran tirado. Puede que se esté poniendo de moda en la comunidad materna, apunté, pues parecía que también mi madre se estaba intentando librar de mí. Era como si ella y su novio planeasen aparcarme con mi padre y su mujer, Marjorie, y ese hijo de ella que tenía mi edad, y que, con toda probabilidad, mi padre lo prefería a mí, y con la niñita que habían fabricado a medias y que me escupía cada vez que me obligaban a agarrarla.

Nunca habría pensado que mi madre me hiciera algo así, afirmé.

Es sexo, dijo Eleanor. Cuando la gente se va a la cama con alguien, el cerebro queda afectado. Ya no ven las cosas con normalidad.

Aquí podría haber dicho yo que, incluso antes de acostarse con Frank, mi madre ya no veía las cosas del modo que la gente considera normal. Me preguntaba si Eleanor estaba al corriente de los efectos del sexo porque ella ya lo había practicado, o si también lo habría leído en un libro. No parecía alguien que ya hubiese tenido sexo, pero daba la impresión de saber mucho más que yo al respecto. Si hablaba desde la experiencia personal, yo no quería que se diera cuenta de mi ignorancia absoluta del asunto, a excepción de lo que sucedía por las noches en mi propia cama. Hay que decir en apoyo de su teoría que mis recientes actividades parecían estarme afectando al cerebro. Ahora me pasaba casi todo el rato pensando en el sexo, dejando aparte el tiempo que dedicaba a pensar en lo que ocurría entre Frank y mi madre, aunque eso también incluía el sexo.

Es como si tomaran drogas, dije. Estaba pensando en un anuncio que echaban por la tele. Empezaba con una sartén al fuego. Luego se veía un par de manos sosteniendo un huevo.

Esto es tu cerebro, dice la voz.

Las manos cascan el huevo. El huevo aterriza en la sartén. Te quedas mirando la clara y la yema mientras se achicharran y cambian de color.

Así es tu cerebro con drogas.

Resultó que Eleanor estaba averiguando sus derechos legales y si, en su condición de menor (tenía catorce años), podía demandar a sus padres. Estaba pensando en contratar a un abogado, pero antes quería enterarse de lo básico.

Escribí una carta a un pensionado al que iba a ir, me contó. Para preguntar si me aceptarían igual, aunque no hubiese dinero; podría pagar la matrícula limpiando los baños o algo así. Pero no me han contestado.

Le expliqué que en cuanto el banco abriera el martes, que es cuando yo empezaba el curso, daba la impresión de que mi madre y su novio iban a retirar todo el dinero de ella y largarse juntos hacia el norte. Seguro que mi madre ya estaba haciendo las maletas. Puede que ése fuera el auténtico motivo por el que no me querían en casa. O eso o más sexo.

¿Tu madre es de las que salen con un millón de tíos?, inquirió Eleanor. ¿De las que van de bares y responden a anuncios personales y eso?

Mi madre no es de ésas, repuse. Mi madre es de ese tipo de personas… Me callé. La verdad es que mi madre no pertenecía a ningún grupo de personas identificable. No se parecía a nadie en todo el mundo. Era muy suya. Mi madre es…, volví a empezar. No me lo esperaba, pero la voz se me empezó a quebrar a media frase. Intenté aparentar que me estaba aclarando la garganta, pero seguro que Eleanor se dio cuenta de mi inquietud.

Ni siquiera puedes echarle la culpa, dijo. Es como si él le hubiera echado un hechizo o algo así. Como si la hubiera hipnotizado. Esos tíos usan el pene como antes se usaba un reloj de bolsillo con cadena.

Intenté poner una cara normal cuando dijo pene. Nunca había conocido a una chica que dijera esa palabra en voz alta. Mi madre sí, claro. Unos veranos atrás, cuando se me llenaron de granos las piernas y los muslos por rozarme con hiedra, me preguntó si también el pene se había visto afectado; y justo el verano pasado, cuando traté de dar un salto de superhéroe por encima de un bloque de granito —fracasando en el intento—, me pidió, mientras se arrodillaba a mi lado en el suelo, donde yo me lamentaba agarrado a la entrepierna, que le enseñara el pene.

Tengo que saber si hay que llevarte a Urgencias, dijo. No pienso tolerar que se ponga en peligro el funcionamiento futuro de tu pene, ni nada referente a tus testículos.

Pero yo estaba acostumbrado a que lo hiciera mi madre. Oír a Eleanor hablar así —de una parte de mi propio cuerpo de la que yo nunca había sido capaz de decir nada—, me pareció algo extraño, más íntimo. Aunque desde que lo hizo, tuve la sensación de que ahora podíamos hablar de cualquier cosa que quisiéramos. Nos habíamos internado en territorio prohibido.

Su cuarto está al lado del mío, dije. Puedo oírlos de noche. Haciéndolo. Ella y… Fred.

Consideré oportuno llamarle así. Para proteger su identidad.

O sea, que es un adicto al sexo, dijo ella. O un gigoló. O puede que las dos cosas.

Yo sabía que no era así. A mí Frank me caía bien. De hecho, ése era el problema, aunque no comenté nada de esa parte del asunto. Me caía tan bien que me habría apuntado a marcharme con él. Me caía tan bien que ya le consideraba parte de la familia. Durante esos días felices que había pasado en nuestra casa, saliendo con mi madre y conmigo, no me había dado cuenta de que iba a ocupar mi lugar.

¿No tendrás algún tipo de complejo de Edipo?, me preguntó Eleanor. ¿De esos que te da por casarte con tu madre? A algunos chicos les pasa, pero suelen superarlo con la edad.

Me gustan las chicas normales, le dije. De mi edad, o puede que algo mayores, pero no mucho.

Si pensaba que me refería a ella, tanto mejor.

Me gusta mi madre en plan mamá, añadí.

En ese caso, deberías considerar una intervención, repuso ella. Eso es lo que mi madre hizo conmigo, aunque en mi opinión lo entendieron todo al revés. La persona que necesitaba la intervención era ella, y también el majareta de su novio. Pero desde un punto de vista psicológico, es un método de lo más eficaz.

Si la situación consiste en que esa persona le ha echado una especie de hechizo a tu madre, lo que tienes que hacer es desprogramarla. Ya lo hicieron con gente que había caído en manos de sectas, cuando eso estaba de moda. Hubo una chica llamada Patty Hearst, que era de una familia rica, como la de Dallas; la secuestraron y enseguida la pusieron a robar bancos, sus secuestradores, que también eran unos radicales de lo más atractivo.

Esto sucedió antes de que nosotros naciésemos, dijo Eleanor. Me lo explicó mi madre. El hombre que la secuestró tenía esa cosa a la que llaman carisma, lo cual afectó a la tal Patty Hearst de tal manera que empezó a llevar ropa militar y a empuñar una metralleta. Cuando sus padres consiguieron por fin que volviera a casa, tuvieron que enviarla a todo tipo de psiquiatras para que volviera a ser ella misma. La verdad es que puede llegar a ser confuso lo de distinguir a los buenos de los malos. O igual es que nadie es tan bueno en realidad, y eso fue lo que llevó a Patty Hearst a liarse con unos atracadores de bancos. Tenía ya tantos problemas que era de lo más vulnerable.

Eso me sonaba a lo de mi madre.

Frank le había lavado el cerebro con el poder del sexo.

Si ése era realmente el caso, observé, ¿cómo se podría hacer que volviera en sí? (No me refería a que fuese normal, sólo a que fuera como era antes).

El sexo es demasiado poderoso, sentenció Eleanor. No hay nada que puedas hacer para neutralizarlo.

En otras palabras, que la situación no tenía arreglo. A mi madre se le había ido la olla. Contemplé la pila de libros a mis pies. Uno estaba abierto por una fotografía de una colina de la isla del Príncipe Eduardo, con unos campos lustrosos y el océano detrás. Al ver el libro, Eleanor había indicado que la chica de Ana de las tejas verdes vivía allí, pero que esa historia no tenía nada que ver con la mía. En cuanto Frank se llevara a mi madre para allá, nunca volvería.

Caso de que el divorcio de tus padres no te haya jodido lo suficiente la personalidad, dijo Eleanor, lo más probable es que este asunto del novio te provoque una neurosis notable. Por tu propio bien, espero que ganes mucho dinero para poder costearte todas las terapias que vas a necesitar.

Mientras hablaba, se iba chupando la trenza, como si el pelo fuese un buen sustituto de la comida, pensé. Se había levantado del sillón de cuero y ahora la tenía delante de mí en la sala de lectura, lo cual me permitió observar que estaba aún más flaca de lo que me había imaginado. También se había quitado las gafas, mostrando unos círculos oscuros debajo de los ojos. En cierta medida, parecía realmente mayor, pero también una chiquilla.

Sólo te encuentro una posibilidad, me dijo. No estoy diciendo que te lo cargues ni nada de eso, añadió. Pero necesitas encontrar una manera de echarlo de tu mundo.

No sé si eso va a ser posible, reconocí.

Considéralo de esta manera, Hank, siguió. (¿Hank? No sé de dónde habría sacado eso). O te libras de él o él se libra de ti. ¿Quién se va a deshacer de quién?

Cuando volví a casa, Frank y mi madre estaban pintando las ventanas. Nunca se me hubiera ocurrido que ésa pudiera ser la tarea a la que se entregasen dos personas a punto de abandonar el país para siempre, pero igual mi madre estaba pensando en vender la casa para conseguir dinero con el que comprar la granja en la isla del Príncipe Eduardo. Por si no le bastaba con lo que tenía en el banco. Se trataría de que el sitio tuviera buen aspecto.

Hola, compadre, dijo Frank, llegas justo a tiempo. ¿Me echas una mano para rascar?

Mi madre estaba de pie a su lado. Se había puesto un mono que siempre usaba cuando trabajaba en el jardín, cuando teníamos jardín, con el pelo recogido con una cinta. Tenían todas las ventanas abiertas, rasquetas para la pintura y algo de papel de lija.

¿Qué te parece?, me preguntó. Hace ya un par de años que debería haberlas pintado. Frank dijo que entre los tres podríamos ventilar el asunto en un periquete si uníamos fuerzas.

Yo quería pintar con ellos. Parecía que se lo estaban pasando bien. Mamá había sacado la radio afuera; estaban echando una especie de grandes éxitos del fin de semana del Día del Trabajo. En esos momentos, la canción que sonaba era aquella del amor veraniego que cantaba Olivia Newton-John en Grease. Mi madre sostenía la brocha como si fuera un micrófono, haciendo de Olivia Newton-John.

Estoy ocupado, aduje.

Y ella puso cara de ofendida.

Pensé que sería un proyecto colectivo de lo más ameno, dijo. Y tú nos podrías informar de lo que has aprendido en la biblioteca.

Lo que había aprendido era que a mi madre le habían lavado el cerebro. Que el interior de éste, si pudiésemos verlo, se parecería, bajo la influencia del sexo, a un huevo frito. Que su única esperanza consistía en que yo me librara de Frank. No le dije nada de eso, pero lo pensé.

Frank me había puesto una mano en el hombro. Recordé la otra vez que lo hizo, el día en que le conocí, cuando me dijo que necesitaba mi ayuda. Nada más mirarle a los ojos, supe que podía confiar en él.

Creo que deberías ayudar a tu madre con esto, dijo.

No estaba enfadado, pero el tono era de una firmeza que nunca le había oído. Ahí estaba aquello de lo que me había prevenido Eleanor. La toma del poder. Me acababan de echar al asiento de atrás. No tardarían mucho en echarme también del coche.

Tú no eres mi jefe, le dije. Tú no eres mi padre.

Retiró la mano como de un metal ardiente. O hielo seco.

No pasa nada, Frank, intervino mi madre. Podemos encargarnos del tema los dos solos. Es el último fin de semana de Henry antes de que empiece la escuela. Seguro que tiene que organizarse.

Entré en la casa y puse la televisión, fuerte. Emitían un partido de tenis del Open de Estados Unidos, aunque me daba lo mismo quién ganara. Cambio de canal: béisbol. Luego un anuncio para mujeres con ganas de perder chicha en los muslos. Me daba igual que Frank y mi madre me oyeran ver la tele —también yo les oía a través de la pared de mi dormitorio— o que, cuando acabara de comerme el bocadillo, dejase el plato y el vaso de leche vacío encima de la mesa, en vez de meterlos en el lavaplatos, que es lo que hacía normalmente.

Me acerqué a ver a Joe, que seguía tirado en el suelo de la jaula, resoplando por el calor. Me hice con un aerosol de agua y se la limpié un poco, le rocié el pelaje para refrescarlo y luego me eché yo también un poco de agua encima.

Me tiré en el sofá, a ver anuncios y a hojear el libro que me había traído a casa, Las misteriosas Marítimas: una tierra de ensueño. Cogí el periódico y volví a leer el titular. Se ofrece recompensa. Diez mil dólares.

Échalo, había dicho Eleanor. Sácalo de tu mundo.

Pensé en una bicicleta de montaña. En una cámara de vídeo. En un rifle de esos que echan pintura. En un catálogo que leí en el avión, volviendo de Disneylandia con mi padre y Marjorie, que estaba lleno de cosas sorprendentes para comprar que ni sabías que existieran, como una máquina de palomitas doméstica y un reloj que daba la hora de ciudades de todo el mundo y una máquina que te convertía la bañera en un jacuzzi y una lámpara de energía solar en forma de deidad hawaiana y un par de cosas que parecían piedras, pero que en realidad eran unos bafles de exterior hechos de fibra de vidrio, para utilizar en fiestas y barbacoas. Con diez mil dólares, te podías comprar todo lo que había en ese catálogo, a excepción de lo que no tenía ningún interés.

Cuando detuvieran a Frank, mi madre se pondría triste, pero lo acabaría superando y al final se daría cuenta de que yo lo había hecho todo por su bien.