12

Durante el desayuno, Frank nos habló de la granja en la que había crecido, al oeste de Massachusetts. Sus abuelos habían tenido una pequeña explotación agraria; básicamente, recogían arándanos, pero más adelante plantaron árboles de Navidad y, en otoño, calabazas. Desde los siete años, Frank conducía el tractor, araba el campo, alimentaba a los pollos y se encargaba de los árboles. Evidentemente, no crecían en forma de árbol de Navidad, sino que había que podarlos.

Sus abuelos habían instalado una parada en la entrada para vender sus productos, así como la mermelada de la abuela y los pasteles que hacía cuando la estación lo permitía. Frank hubiese preferido acarrear mierda de pollo todo el día, perdón por el lenguaje, que atender la parada, por lo que tras la muerte de su abuelo, la abuela contrató a una chica para que la ayudara. Era de la zona, se llamaba Mandy y era un año mayor que Frank. Menudo historial el suyo. Su madre se había fugado con un tío y ella nunca había conocido a su padre biológico. Cuando Frank la conoció, ya la habían echado de la escuela. Vivía con su hermana. Limpiando casas ajenas y pillando algún trabajito de vez en cuando. Como el de las Granjas Chambers.

Frank salió con ella, si a eso se le podía llamar salir, durante el verano siguiente a la graduación en el instituto. Básicamente, se limitaban a deambular en coche, escuchando la radio y metiéndose mano.

Yo era virgen, le dijo Frank a mi madre. Como de costumbre, hablaban de sus cosas tan tranquilos, sin variar el tono aunque yo estuviera presente. Era como si fuese invisible.

Aquel otoño, lo enviaron a Vietnam. Dos años de servicio. Más valía no decir gran cosa al respecto. La idea era que pudiese ir a la universidad al volver a casa, pero cuando lo hizo, lo único que quería era encontrar un sitio tranquilo en el que la gente le dejara en paz. Los terrores nocturnos aún no se habían intensificado, pero ya habían dado señales de vida. Ya no había manera de pasar la noche durmiendo de un tirón.

Mientras él estuvo fuera, Mandy le había escrito, tres veces. La primera, justo después de marcharse, para decirle que pensaría en él y le tendría presente en sus oraciones, aunque a Frank nunca le había parecido que Mandy fuese de las que rezan. Igual le hacía gracia la idea de tener a un novio en ultramar.

Después de esa carta, no se supo nada de ella durante el resto del año y la mayor parte del siguiente. Y de repente, hacia el final de su estancia en el Ejército, Frank recibió una larga misiva escrita en papel rayado, con la letra redondeada de costumbre, inclinada hacia atrás y con los puntos sobre las íes en forma de rostro sonriente.

Le enviaba noticias de gente del pueblo. De un chico al que ambos conocían y que había perdido una pierna al ser arrollado por una segadora. De otro chaval que se había estrellado contra una ranchera que venía en dirección contraria, unos meses atrás, y que se cargó a los tres ocupantes del otro vehículo. Mandy había recortado las esquelas de varios ancianos de la población —amigos de la abuela de Frank, en algunos casos—, fallecidos por causas naturales, y de uno en concreto, el señor que repartía la leche y que un buen día había metido la camioneta en el garaje y, tras cerrar la puerta, había puesto el motor en marcha. Sin comentarios.

No se entendía muy bien a qué venían todas estas malas noticias, como no fuese para insinuar que Vietnam tampoco estaba tan mal o que en todas partes cocían habas. La vida es breve, así pues…, ¿por qué no disfrutarla?

Esa carta de Mandy, más la que llegó dos días después, antes de que Frank tuviese oportunidad de responder a la primera, tuvo un efecto en él: aunque aún no había cumplido los veintiuno, se quedó con la impresión de que la tragedia y la muerte te persiguen durante toda tu vida sin importar adónde vayas. No había manera de escapar, a excepción tal vez de la que había encontrado el señor Kirby, el que se metió en el garaje y le dio a la llave de contacto. Si había habido un momento en el que pensara que volver a casa supondría una mejora, ese momento ya quedaba atrás.

Ahora Mandy le escribía para decirle que estaba contando los días que faltaban para su regreso. Había hecho un calendario y lo había enganchado a la pared en casa de su hermana, le decía. ¿Preferiría verla peinada hacia arriba o hacia abajo cuando fuera a recogerle a la base?

Frank no recordaba que en ningún momento le hubiese pedido a Mandy que fuera su novia, ni que la considerara como tal, pero parecía que eso es lo que había ocurrido. Tal cual, como las matas de arándanos toman forma o las gallinas saben que de noche hay que volver al gallinero, sin que nadie se lo diga. En fin, teniendo en cuenta que no tenía ningún plan mejor, ¿por qué no?

El día en que Frank bajó del avión, Mandy estaba en la base esperándole. Un poco más rolliza de como la recordaba, más ancha de cintura, pero en el lado positivo había que reconocer que también le había crecido la delantera. Frank se lo había hecho con algunas chicas en Saigón, y también había echado una canita al aire durante un permiso en Alemania, pero desde que recibió aquellas dos cartas de Mandy, había decidido esperar hasta llegar a casa. Aguantar hasta verse con ella.

Su abuela le había arreglado una zona para él, en la parte de atrás de la casa, pero con su propio baño, una mininevera y un hornillo, para que se sintiera como en su propio apartamento. Ahí fue donde Mandy le llevó en coche. La abuela estaba a la espera. Parecía mucho mayor que antes. La televisión estaba puesta cuando Frank entró en la casa. Ponían un célebre concurso. El ruido que hacía el público al chillar le dio ganas de taparse las orejas con las manos.

¿Podemos apagar eso, abuela?, sugirió. Pero no fue suficiente. Allá en el campo, alguien estaba pasando la segadora; y en la casa, la lavadora parecía haber llegado a la fase más ruidosa; y además estaba la radio. Los tipos del granero estaban escuchando un partido de béisbol. Un ruido horroroso. Frank ni siquiera estaba seguro de que los demás oyeran todo eso. Igual estaba todo en su cabeza.

Te he preparado algo de comer, Frankie, dijo la abuela. Supuse que tendrías hambre.

Dame un poco de tiempo, yaya, repuso él. Sólo quiero echarme un rato. Ducharme o algo así.

Ésa era exactamente su intención, pero cuando entraron en la habitación que le habían preparado —Mandy agarrada a su uniforme, como las mujeres del concurso que se colgaban del presentador—, la puerta se cerró a sus espaldas y Mandy bajó las persianas.

Por fin lo vamos a hacer, le dijo.

Frank quería decirle que estaba cansado. Que, probablemente, tendría más ganas mañana, o puede que dentro de un rato. Pero ella ya le estaba desabotonando la chaqueta. Acto seguido, se puso de rodillas para desanudarle las botas. Se había abierto la camisa y desabrochado el sujetador, que era de esos que se cierran por delante, con lo que le saltaron los pechos, más grandes de como Frank los recordaba y con los pezones anchos y oscuros.

Dijo Mandy, a que te morías de ganas, ¿eh, chaval? ¿Te has tenido que conformar con esas chicas amarillentas? Igual te has olvidado de cómo son los chochos norteamericanos.

Frank temía no ser capaz ni de que se le levantase, pero lo acabó logrando. Ella se ocupó del asunto.

Tú túmbate y disfruta, le dijo Mandy. Yo me encargo de todo.

La cosa acabó en cinco minutos, puede que menos. Después, Mandy saltó de la cama para arreglarse el maquillaje. Aquí te pillo, aquí te mato, bromeó.

Resultó que se había traído la ropa. Bragas, desodorante, rulos, champú, pasta de dientes y hasta tijeras para las uñas. Esa noche, cuando volvió de nuevo a la habitación con Frank, le preguntó si quería hacerlo un poco más, pero cuando él dijo que aún estaba cansado del vuelo y todo eso, no insistió.

Más vale que te avise, le dijo. Esta tarde, estabas tan excitado que ni se me ocurrió pedirte que te pusieras un condón. Espero que no esté en ese momento del mes. Mi hermana se quedó preñada la primera vez que lo hizo con Jay, lo cual acabó siendo una bendición, todo había que decirlo, pues el bebé resultante era su sobrina Jaynelle.

Un par de semanas después, Mandy le dijo que no le venía la regla. Al cabo de un par de días, le informó de que las pruebas habían dado positivo. Parece que vas a ser papá, le dijo. Sus palabras, al decir esto, parecían parte de un discurso ensayado. Puede que en el coche, volviendo del pueblo. Ya había adquirido una pegatina de tono maternal. Bebé a bordo.

Supongo que llevas tanto tiempo almacenando esos espermas que su poder se ha triplicado, dijo.

Ésa fue la palabra que utilizó. Espermas.

De repente, como si llevaran toda la vida esperando un momento así, se produjo la invasión infantil: un columpio doméstico, un corralito de juegos, una mesita para cambiar pañales, una trona, y más pegatinas maternales, y pantalones de cintura elástica, y crema para prevenir estrías que Mandy quería que Frank le pasara por el estómago, para que se involucrara más en el embarazo, según le dijo.

Había elegido una cuna del catálogo de unos grandes almacenes, y un cochecito, y un móvil para encima de la cuna. Tenía una lista de nombres de chica que le gustaban. Pero si era un niño, claro está, le pondría Frank. Casi todas sus posesiones habían sido trasladadas ya a la habitación de la casa de la abuela, a su habitación: la ropa de Mandy llenaba el armario, y todos los cajones menos uno, y había clavado en la pared su póster de Ryan O’Neal, el hombre más guapo del mundo después de Frank, según le dijo. Pero ahora estaba diciendo que igual podían expandirse un poco, teniendo en cuenta que la abuela estaba sola y era vieja. Ese cuarto de costura que tenía, sin ir más lejos, sería perfecto para el bebé. Deberían comprarse una tele más grande.

No cayó en ello hasta mucho más tarde. Para cuando ese pensamiento se coló en su mente, ya estaban casados. A esas alturas, Mandy estaba embarazada de siete meses. Al bebé no se le esperaba hasta las inmediaciones del día de San Valentín, aunque acabó naciendo en diciembre. Frank estaba ante el espejo del baño, afeitándose, rodeado de todos esos productos que Mandy solía colocar sobre la pila del lavabo y en el estante que había encima del retrete. Frank estaba pensando en la cantidad de cosas que parecían necesitar las mujeres —no su abuela, claro está, sino Mandy en concreto— antes de salir al mundo exterior. Le impresionaba ese cargamento que Mandy había traído consigo el día que él llegó a casa: las colonias y el maquillaje y el acondicionador de pelo, sus cremas y aerosoles, el rizador de pestañas y el decolorante para el labio superior, la crema depiladora para las piernas y el desodorante para la higiene femenina.

Pero había algo que nunca tenía. Lo descubrió un día que la hermana de ella vino de visita, se levantó del sofá y dijo: Vaya, hombre. Mi amiguito acaba de llegar. ¿Tienes una compresa, Mandy?

Entre todo lo que se había traído, antes de someterse a las pruebas, no había habido ni apósitos sanitarios ni tampones. Como si supiera perfectamente que no los iba a necesitar durante un tiempo.

Mi madre y Frank estaban sentados a la mesa de la cocina mientras él le explicaba la historia de su matrimonio. Yo también estaba allí, con mi libro de puzles. En un momento del relato —cuando Frank dijo lo de los chochos norteamericanos—, mi madre me había mirado como si de repente hubiese recordado que tenía un hijo, pero en ese instante yo estaba inclinado sobre un puzle, chupando el lápiz como si lo único que me preocupara en esta vida estuviese en aquella página. O supuso que yo no prestaba atención o pensó que no lo habría entendido, aunque también es posible que fuera consciente de que yo lo había pillado pero le daba igual. Y la verdad es que, mucho antes de aquel día en que Frank se vino a casa con nosotros desde el Pricemart, mi madre solía contarme cosas de las que las madres de los demás nunca hablaban. Fue así como descubrí que la telefónica te cortaba la línea si no pagabas. Fue así como me enteré de la historia del tío que intentó violarla en cierta ocasión, cuando ella salía del restaurante de Boston en el que trabajaba antes de conocer a mi padre, pero el cocinero apareció justo a tiempo y lo impidió, aunque luego consideró que ella le debía un favor y que le apetecería cobrárselo.

Ése era el tipo de historias que yo estaba acostumbrado a oír. Lo de Frank tampoco era tan diferente. Para variar, la perspectiva era la de un hombre, motivo por el cual yo nunca había oído antes esa expresión: chochos norteamericanos.

Perdona la grosería, había dicho Frank al llegar a ese punto de su relato. Me da la sensación de que se dirigía a nosotros dos.

Frank y su abuela se quedaron en la sala de espera cuando Mandy acudió al hospital. Así se hacían las cosas en aquella época, dijo.

Temo que te he defraudado, Frankie, le dijo su abuela ese día. Ha ido todo tan rápido para ti, desde que llegaste a casa. Siempre quise que fueras a la universidad. Que tuvieras un poco de tiempo para saber lo que querías antes de que empezaran a pasar cosas.

No pasa nada, yaya, repuso él. Acababa de cumplir los veintiuno. Estaba casado con una mujer que se pasaba la tarde viendo la televisión y hablando por teléfono con su hermana sobre las vidas de los personajes de las series. Tras aquel primer derroche de actividad, cuando Frank volvió de Vietnam, Mandy había perdido el interés por el sexo, aunque él esperaba que las cosas cambiaran cuando naciese el bebé. Mandy le había mencionado recientemente que si su abuela fuera tan amable de subdividir la propiedad y cederles parte de la tierra, podrían poner una caravana y puede que hasta vender otra parcela para comprar un buen coche. Total, ¿qué futuro tenían los árboles de Navidad? ¿Acaso creía que ella quería pasar el resto de su vida con un hombre que llegaba a casa cada noche con las manos llenas de musgo?

No nos engañemos, le dijo, ahora la mayoría de la gente prefiere comprar un árbol artificial. Sólo pagan una vez y se ahorran el engorro de todas esas ramitas que se caen al suelo y se acaban cargando la aspiradora.

Ahora que estaba sentado en la sala de espera, mientras su mujer daba a luz a su hijo, Frank se dio cuenta, de repente, de que durante todos los meses que llevaba en casa, ésta era la primera vez que se encontraba a solas con su abuela. Todo ese tiempo, había estado de lo más ocupado con Mandy, el bebé, la boda y las compras.

Nunca me has explicado cómo eran las cosas por allí, le dijo su abuela, refiriéndose a la jungla, a su pelotón. Todo lo que he visto son imágenes en los telediarios y en la revista Life.

Era más o menos lo que te podías imaginar, repuso Frank. Lo de costumbre. Ya sabes. Una guerra.

Tu abuelo era igual, dijo ella. Cada vez que le preguntaba qué pasó en el Pacífico, se ponía a hablar de comprar otra segadora, o de las gallinas.

Al principio de la intervención, le dieron a Mandy la opción de dormirla, cosa que ella aceptó encantada. En algún momento de la noche, apareció una enfermera sosteniendo a su hijo.

Durante todo ese tiempo, habían estado tan ocupados hablando de la cuna, del cochecito, del asiento para el coche y de la ropita que Frank casi se había olvidado de que todo eso giraba en torno a un bebé. Ahora le estaban pasando la manta que envolvía las formas cálidas e inquietas de Francis júnior. Asomaba una manita entre la tela, con unos dedos largos y rosados con unas uñas que ya parecían necesitar ser cortadas. Antes que la cara, lo primero que Frank vio de su hijo fue una mano que parecía saludar, o pedir.

Tenía la cabeza cubierta de pelo —rojo, lo cual resultaba sorprendente— y un cuerpo largo, con un clip de plástico donde tendría el ombligo, un pene pequeño y perfecto y unas pelotas sorprendentemente grandes y perfectas. Las orejas parecían conchitas. Tenía los ojos abiertos, y aunque la enfermera dijo que aún no podía enfocar mucho, su expresión daba a entender que contemplaba fijamente a Frank.

Aún no le había pasado nada malo. Hasta ese momento, la vida era perfecta para su hijo, aunque las cosas empezarían a cambiar a partir de ahora.

Por el motivo que fuese, al ver al bebé —su pálida desnudez, puede que ese cuerpo indefenso—, Frank observó que le venían a la cabeza ciertas imágenes de los últimos dos años. Aldeas por las que había pasado su compañía, mientras se internaban en la jungla. Otros niños en los que no quería pensar. Manos extendidas hacia él en diferentes circunstancias.

Fue consciente en esos momentos de un rugido, de un ruido de lo más chirriante. La máquina pulidora de suelos, eso era todo; pero al oírla, Frank le había tapado los oídos en forma de concha a su retoño.

Demasiado fuerte, dijo, y sólo después de hablar se dio cuenta de que estaba gritando, como si el que enceraba el suelo estuviera participando realmente en un tiroteo.

Seguro que quiere ver a su esposa, le dijo la enfermera. Su esposa. Casi se había olvidado de ella.

Le condujeron hasta la sala de partos. La enfermera ya le había quitado el bebé, así que tenía las manos libres. Sabía que ahora le tocaba hacer algo: ¿abrazarla? ¿Acariciarle la mejilla? ¿Ponerle un trapo frío en la frente? Se quedó ahí de pie, bamboleando los brazos, incapaz de moverse.

Lo has hecho muy bien, dijo. Es un bebé de verdad.

Ahora ya puedo empezar a volver a ponerme en forma, dijo ella.

Amamantar te destroza las tetas, dijo. Lo sabía por el aspecto que ofrecía su hermana después de llevar colgada a Jaynelle durante siete meses. Y además, si optaban por el biberón, Frank podría echarle una mano con las comidas, cosa que acabó haciendo. De noche, cuando el niño lloraba, era Frank quien se levantaba para calentar el biberón y quien se sentaba con él en la oscuridad, en el sofá de la cocina de la abuela, sosteniendo a su hijo y viendo cómo la boca de éste se las apañaba con la tetina; y luego lo abrazaba y daban vueltas por la habitación mientras Frank le daba palmaditas en la espalda a la espera del eructito. En ocasiones, incluso después de eso, Frank se ponía a recorrer las habitaciones de la casa con el bebé. Le gustaban esos momentos en los que sólo estaban ellos dos.

A veces hablaba con su hijo. Si Mandy llega a escuchar las cosas que le decía a Frank júnior, le habría llamado subnormal; pero a solas en la noche, Frank podía hablarle al crío de pesca, de cómo se podan los árboles o de aquella vez, cuando tenía catorce o quince años, en que su abuelo se lo había llevado a donde empezaban a florecer las calabazas y le dijo que podía grabar en una de ellas lo que quisiera. Con la navaja de bolsillo del abuelo, Frank grabó las iniciales de una chica que le gustaba, Pamela Wood, y al lado las suyas. Planeaba regalarle esa calabaza a la chica para Halloween, pero cuando llegó octubre, ella ya estaba saliendo con un tío del equipo de baloncesto.

De noche, Frank le hablaba a su hijo de cuando tuviera su primer coche, y de cómo hay que cerciorarse de cambiarle el aceite, cosa que él había olvidado; ése había sido el motivo de que acabara quemando el motor del suyo, aunque el abuelo le acabó perdonando.

Una noche, cuando ya llevaban horas dando vueltas por la casa, Frank le habló a su hijo del accidente. De cómo se había quedado en el asiento trasero de la ranchera, oyendo los ruiditos que hacía su madre, incapaz de hacer nada. Le habló a Frank júnior del poblado en el que habían estado, él y lo que quedaba a esas alturas de su pelotón, donde aquel amigo suyo de Tennessee al que le había estallado una granada junto a la cabeza se había vuelto loco. La mujer de la choza. La niña que estaba a su lado, sobre la colchoneta. Eran cosas de las que nunca antes había hablado, pero esa noche se las contó a su hijo.

A Mandy le gustaba vestir al bebé de veintiún botones y llevárselo a pasear al centro comercial. Se hicieron un retrato en Sears, frente a una imagen de un campo con montañas por detrás. Frank con el brazo en el hombro de Mandy. Mandy con Francis júnior puesto delante de ella, con su pelo rojo peinado en un único rizo. A Frank le preocupaba que el flash pudiera dañar los ojos del crío, pero Mandy se rió de él.

No querrás que te salga mariquita, ¿verdad?, le dijo. Los chicos tienen que curtirse.

Nada más volver a casa del hospital, Mandy ya quería salir a la calle. Me estoy volviendo loca, decía, todo el día aquí sentada, con tu abuela, escuchando sus historias de los viejos tiempos.

Así que Frank se la llevó a cenar. A un restaurante italiano, con vino y una vela sobre la mesa cuya cera se quemaba en tonos arco iris, cubriendo la botella en que la habían metido; pero los espaguetis sabían igual que si fueran de lata. Cuando le trajeron la cuenta, Frank pensó que, por ese precio, él podría haber preparado algo realmente bueno en casa. La lasaña de la abuela era mejor.

Y le preocupaba dejar a Frank júnior con su abuela. El año anterior había sufrido un infarto, pequeñito, pero el doctor decía que igual le daba otro. Imagínate que le sucediera mientras estaba vigilando al niño.

Así pues, Frank optó por quedarse en casa de noche, en compañía de Francis júnior, mientras Mandy salía con su hermana o con sus amigas. Ahora tenía un trabajo, en un Wendy’s que iban a abrir junto a la autopista.

En cierta ocasión, mientras estaban en el centro comercial, se habían cruzado con una pareja. La mujer estaba embarazada y aún parecía tener unos meses por delante hasta el parto. El hombre le rodeaba los hombros con el brazo. Ambos parecían jóvenes, de la edad de Frank y Mandy, aunque Frank ya no se sintiera joven. Pero aquel tío lucía ese buen aspecto que a veces tienen los pelirrojos. Recordaba ligeramente a Ryan O’Neal, aunque ya estaba echando un poco de tripa.

Cuando la pareja llegó a su altura, Frank vio que a Mandy se le agarrotaba el cuerpo mientras seguía al hombre con los ojos.

¿Le conoces?

Es uno que viene a veces al restaurante.

Luego empezó a ir a la bolera. Y después, también al bingo. Un poco más tarde, vinieron las copas con su hermana, y más llamadas telefónicas, y en cierta ocasión, cuando él volvió del granero antes de lo habitual, la oyó riendo por teléfono, emitiendo un sonido que él nunca le había oído cuando hablaban.

Una noche en la que se suponía que Mandy estaba jugando a los bolos, Frank dejó al crío con su abuela, se subió a la camioneta y se dirigió a la bolera Moonlight Lanes. La liga femenina no se juega los martes, le informó un tipo. Debe usted de haberse confundido.

Se dirigió entonces al Wagon Wheel, que estaba junto a la autopista, y cuando no dio con el coche de ella en el aparcamiento, lo intentó en Harlow’s. Mandy estaba sentada en un reservado. Con un tío que le tenía puesta una mano en la rodilla.

No vamos a hablar de esto aquí, dijo Frank. Ya lo arreglaremos en casa.

Regresó en su camioneta y estuvo esperándola, pero ella no apareció en toda la noche, ni tampoco a la siguiente. Francis júnior parecía estar tan tranquilo sin ella, francamente, y él pensaba que si su mujer le dejaba al crío, pues todo eso que ganaba. Al tercer día, poco antes de la hora de cenar, Mandy apareció por fin ante la casa. Tras mirarla a ella y mirar a Frank, la abuela dijo: «me llevo al crío». Desde la parte de arriba de la casa, se le oía murmurarle cosas a Francis júnior. La yaya estaba llenando la bañera.

Mandy se marchaba. Había conocido a un hombre de verdad, dijo. Alguien que la sacara de allí. ¿Qué clase de futuro pensaba él que le estaba ofreciendo con sus arbolitos de Navidad?

Nunca te lo he dicho antes porque no quería ofenderte, siguió, pero todas esas veces en que parecía que me lo estaba pasando bien en la cama, la verdad es que ni hablar.

Y había más, aunque no hacía falta soltarlo todo. Lo importante es que no le amaba, nunca le había amado. Lo único que sentía por él era compasión, por lo de la guerra y todo eso, pues sabía que no había nadie para darle la bienvenida al hogar, a excepción de esa vieja senil que cultivaba calabazas.

Es un misterio por qué Frank fue en esa dirección. No era algo que necesitara saber, ni que marcara ninguna diferencia en la relación con su hijo. Pero hubo algo que le llevó a preguntarle a Mandy si el niño era suyo.

Ella se echó a reír. Si no hubiera bebido ya tanto, puede que no hubiese respondido del modo en que lo hizo, pero el caso es que echó la cabeza hacia atrás con fuerza y se rió con tal intensidad que tardó unos instantes en contestar.

Fue entonces cuando él la empujó. Quería hacerle daño, desde luego, pero no esperaba que se cayese. La cabeza de Mandy chocó contra el granito del peldaño de la entrada. Le salía de la oreja un solo hilillo de sangre, nada más. Pero tenía el cuello roto.

Aunque no de manera inmediata —pues al principio se quedó ahí, de rodillas, con la cabeza de ella en sus manos—, al cabo de unos minutos, Frank se dio cuenta de que el agua seguía corriendo allí arriba. La bañera debía de haberse desbordado, pues empezaba a caer agua del techo, a través del yeso. Con toda esa agua, se podía pensar que había reventado una tubería. Era como los chaparrones que les habían caído a veces en la jungla, sólo que en el interior de su casa.

Subió los escalones de dos en dos. Abrió de par en par la puerta del baño. Dentro había otra mujer desplomada en el suelo. Esta vez se trataba de su abuela. Su corazón había dejado de latir.

Y en el agua, con el pelo rojizo clavado a su pálida piel, con sus piernitas tiesas e inmóviles y los brazos a los lados, mientras su rostro miraba hacia arriba con una expresión de estupor en los ojos —un aspecto como si nada menos que una aurora boreal brillara sobre él—, yacía el cuerpo de Francis júnior.

Cuando lo detuvieron, el abogado al que le asignaron su caso dijo que se trataba de un claro homicidio involuntario.

Frank era responsable de la muerte de Mandy, dijo. Nunca pretendió matar a su esposa, pero eso es lo que sucedió. Así estaban las cosas, y su cliente aceptaría el castigo pertinente.

Lo que no se esperaban es lo que vino a continuación. La hermana de Mandy apareció para decir que el bebé no era de Frank, y que cuando éste lo descubrió, asesinó a su propio hijo.

¿Y qué pasa con mi abuela?, preguntó él. El médico dictaminó que había sufrido un ataque al corazón. Fue un accidente.

De acuerdo, intervino el fiscal del distrito, tuvo un ataque al corazón. Pero ¿qué mujer con un corazón débil no lo tendría al ver a su bisnieto asesinado por alguien que era carne de su carne y sangre de su sangre?

El fiscal del distrito acusó a Frank de asesinato. Su abogado, viendo que las cosas pintaban mal, hizo venir a un experto en estrés postraumático justo al final del juicio. Intentaron una defensa basada en locura transitoria. A esas alturas, a Frank ya le daba todo lo mismo. ¿En qué iban a cambiar las cosas pasara lo que pasara?

Le cayeron veinte años. Sin posibilidad de libertad vigilada hasta entonces. Cumplió los ocho primeros en el hospital del estado. Cuando se le consideró restablecido, lo trasladaron a la penitenciaría. En el momento de saltar por la ventana, le quedaban dos años de condena.

Pero yo sabía que tenía que salir de allí, dijo. Sabía que había algún motivo para saltar. Y no me equivocaba.

El motivo era ella. Mi madre. Entonces él no lo sabía, pero había saltado por la ventana para venir a salvarla.