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Luego se hizo de día —ya era domingo— y tuvimos que volver a enfrentarnos a la realidad. Esa tarde, en algún momento, mi padre vendría a buscarme, y aunque ni yo quería ya ir con él a ningún sitio y él tampoco quería llevarme a ninguna parte, me iría con él.

La escuela empezaba el martes, séptimo curso. Ahí no había nada que esperar que no hubiera visto ya en sexto, como no fuese que los chavales que farfullaban a mi paso cosas como capullo y maricón habrían crecido, mientras que yo —pese a lo que el MegaMite había hecho por mí, según mi madre— seguía tan bajito como siempre.

Puede que a las chicas les hubiesen crecido los pechos durante el verano —casi seguro—, pero eso sólo me representaría más problemas a la hora de levantarme del pupitre y tratar de ocultar el efecto que me provocaban. ¿Quién no se daría cuenta de mi horrible secreto al ver cómo llevaba los libros, a la altura de la entrepierna, mientras pasaba de Estudios Sociales a Literatura Inglesa, de Literatura Inglesa a Ciencia y de Ciencia al almuerzo? Aunque a nadie le importara lo más mínimo, mi inútil palote se haría notar de forma conspicua, como Allison Smoat levantando el brazo para hacer algún comentario en Estudios Sociales aunque el profesor nunca le dirigía la palabra: era consciente —como también lo éramos los demás a esas alturas— de que cuando empezaba a largar, no había quien le hiciera cerrar la boca.

Se elegiría a los jugadores de baloncesto. Luego a los representantes de la clase. Después repartirían los papeles para el musical de otoño. Los diferentes grupos de alumnos que cortaban el bacalao en ese lugar se harían con sus mesas en el refectorio, dejándonos bien claro a los demás en cuáles más no valía la pena ni pensar en sentarnos. El director nos soltaría la charla habitual sobre competitividad y drogas; el profesor de salud, tras recordarnos que éramos demasiado jóvenes para la actividad sexual, nos enseñaría un condón y se lo pondría a un plátano, como si yo fuese a usarlos en algún momento de la siguiente década. O nunca, quizás.

Visualiza lo que quieres que suceda, me había dicho Frank desde su improvisado montículo de lanzador. Pero yo la visualización la practicaba principalmente en la cama.

Visualizaba a Rachel McCann quitándose el sujetador delante de mí. ¿Fías visto cómo me han crecido las tetas este verano?, decía. ¿Te apetece tocármelas?

Visualizaba a alguna chica a la que ni siquiera identificaba y que se me acercaba por detrás mientras yo marcaba la combinación de la cerradura de mi taquilla: me tapaba los ojos con la mano, me daba la vuelta y me metía la lengua en la boca. Yo no podía verle la cara, pero sí sentir sus pechos contra el mío mientras me recorría los dientes con la lengua.

Henry, ¿por qué no conduces tú, para variar?, dice mi madre. ¿Qué te parece si nos vamos a la playa?

Pero no somos sólo mi madre y yo. Vamos los tres, ella en el asiento trasero y yo al volante, con Frank a mi lado para comprobar qué tal conduzco, como suelen hacer todos los padres menos el mío.

¿Qué os parece si salimos un poco de la ciudad?, dice Frank. Hacia el norte. A buscar un sitio diferente.

Ponemos la jaula de Joe en el asiento de al lado del de mi madre, puede que también algunos libros, una baraja, la cinta de mamá con canciones folklóricas irlandesas de lo más tristes y, por supuesto, algunos de sus modelitos. Nada de comida. Ya pararemos en algún sitio cuando nos entre hambre. Me llevaré mi colección de tebeos, pero no los libros de puzles. Me doy cuenta de que me gustaban porque no había mucho más que hacer, pero ahora sí que lo hay.

Me sorprende que sea así, pero me siento capaz de meter la pelota y el guante de béisbol en el maletero. Antes, yo siempre recibía la sugerencia paterna de intercambiar unos pelotazos con cierto temor y no menos aprensión, pero con Frank había sido divertido lanzar la bola. Con él, no me sentía ridículo.

Conducimos hacia el norte, hacia Maine, con la radio puesta. En un chiringuito junto a la playa —Old Orchard Beach—, hacemos un alto para comer bocadillos de langosta, y mi madre se hace con una ración de pescado con patatas.

Caramba, esto está más bueno que lo del Capitán Andy, dice mi madre llenándole la boca de comida a Frank.

¿Qué tal está tu bocata de langosta?, me pregunta él, pero como tengo la boca demasiado llena como para responderle, me limito a hacer una mueca.

Bebemos limonada y luego nos zampamos unos cucuruchos de helado. En la mesa de al lado, me imagino a una chica con un vestido ligero —porque volvemos a estar en verano, o puede que se trate del veranillo de San Martín— que está lamiendo su cucurucho, pero ahora lo aparta y saluda. No sabe nada de quién era yo en mi antigua escuela, de quien era yo en nuestra antigua ciudad ni de que la foto de Frank ha aparecido en el periódico.

Te vi con un ejemplar de Príncipe Caspian, dice. Es mi libro favorito.

Y entonces también me besa, pero de manera distinta a la otra chica. Esta vez, la cosa es larga y lenta, y mientras nos besamos, me acaricia el cuello y la mejilla, y yo le rozo el cabello y luego el pecho, pero suavemente, y vuelvo a tener una erección, claro está, sólo que esta vez no tiene nada de vergonzoso.

Tu madre y yo pensábamos dar un paseíto por la playa, hijo, me dice Frank. Y yo caigo en la cuenta de que eso es lo mejor de su aparición. Ya no tengo la responsabilidad de hacerla feliz. Ahora eso es cosa de Frank. Y eso me permite dedicarme a otras cosas. A mi propia vida, sin ir más lejos.

De nuevo hay café en el fuego. La tercera mañana seguida, por lo que ya casi me había acostumbrado. Como siempre, había un espacio mojado en mis sábanas, pero no me preocupaba tanto como solía. Mi madre no me supervisaba la colada. Tenía otras cosas en que pensar.

Esta vez, ya estaba levantada cuando bajé. Estaban los dos sentados a la mesa de la cocina, con el periódico abierto. El barco de una familia se había hundido en el lago Winnepesauke el día anterior y ahora estaban buscando el cuerpo del padre. Una anciana que formaba parte de una excursión de jubilados, de camino a Connecticut, sufrió un golpe de calor en el autobús y falleció. Los Red Sox se mantenían en segundo lugar y pasaban a la eliminatoria. Ahí estaban de nuevo las típicas esperanzas de septiembre.

Pero el artículo que mi madre y Frank estaban leyendo no era ninguno de ésos. Puede que lo leyeran, puede que se detuvieran en el titular: La Policía intensifica la búsqueda del prisionero huido. Las autoridades ofrecían una recompensa de 10 000 dólares por cualquier información que llevara a la detención del hombre que había escapado el miércoles de la penitenciaría de Stinchfield. Había quien especulaba con la posibilidad de que, dadas las circunstancias del fin de semana vacacional, combinadas con la gravedad de las heridas del sujeto y el hecho de que se estuviera recuperando de una operación quirúrgica, el fugitivo pudiera estar aún en las inmediaciones y habiendo tomado rehenes. El prisionero podía estar armado o no, pero en cualquier caso se le consideraba peligroso. Caso de que alguien le viera, no debería intentar bajo ninguna circunstancia detenerle. Pónganse en contacto con las autoridades policiales de la localidad, decía el artículo. La recompensa sería abonada si el arresto se llevaba a cabo felizmente.

Me acerqué a ver al hámster. Hacía días que no limpiaba la jaula de Joe. Lo cogí y me lo puse en el brazo mientras le ponía una hoja de periódico limpia. No la que lucía la cara de Frank, aunque la tenía a mi disposición. Opté por la sección de deportes.

Normalmente, a estas horas del día, Joe estaría dando saltitos en su rueda de ejercicios. A primera hora de la mañana era cuando se mostraba siempre más agitado. Pero hoy, cuando aparecí, me lo encontré tirado en el suelo de la jaula, jadeando. Igual era cosa del calor. En un día así, a nadie le daría por moverse más de lo estrictamente necesario.

Me quedé junto a él cosa de un minuto, acariciándole el pelo. Me dio unos suaves mordisquitos en el dedo. A través de la rejilla de la puerta se oía la voz de mi madre, hablando con Frank.

Tengo algo de dinero, le estaba diciendo. Cuando mi madre murió, vendí la casa. Lo tengo en una cuenta de ahorros.

Necesitas el dinero, Adele, dijo Frank. Tienes un hijo que criar.

Pero tú necesitas llegar a un sitio seguro.

¿Y si vinieras conmigo?

¿Me lo estás pidiendo?

Sí.

Esa noche, durante la cena, Frank nos explicó mejor cómo le habían operado en ese sitio del abdomen. Debería haberle pedido al médico que guardara el apéndice, dijo, que lo metiera en un frasco o algo así. Me hubiera gustado ver qué pinta tenía ese cabroncete que hizo posible que pasara todo esto, dijo.

Escapar. Conoceros.

Cuando dijo eso, supuse que se me refería a mi madre, aunque estuviéramos los dos sentados a la mesa.

Nunca nos había contado cuánto tiempo pasó encerrado, ni cuánto le quedaba para cumplir su condena. Podría haberlo leído en el periódico, pero me hubiese sentido como si le estuviera traicionando. Igual que si le preguntase por los motivos que le habían llevado a la cárcel.

Estaban en la cocina, fregando los platos. Ése era mi antiguo cometido, pero ya no me necesitaban, así que me quedé tumbado en el sofá del salón, cambiando de canal y escuchando.

Por bien que me sienta, decía Frank, despertando donde ahora estoy —o sea, en la cama de mi madre, con ella a su lado—, no me podré considerar un hombre libre hasta el día en que pueda caminar por la calle con el brazo en tu cintura, Adele. Eso es todo lo que le pido a la vida.

Nueva Escocia, dijo ella. La isla del Príncipe Eduardo. Allí nadie te viene a molestar.

Podrían criar gallinas. Cultivar un jardín. La corriente del Golfo pasaba por allí.

Mi ex marido nunca me dejaría llevarme a Henry, dijo mi madre.

Pues entonces ya sabes lo que eso significa, ¿verdad?, repuso Frank.

Se iban a ir y me iban a abandonar. Me había pasado todo el rato imaginando cómo sería la vida de los tres juntos, como cuando jugábamos a la pelota en el patio, pero ahora resultaba que sólo se trataba de ellos dos. Y a mí me dejaban tirado. A esa conclusión llegué.

Un día de éstos —hoy no, porque el banco estaría cerrado, y mañana tampoco, por el mismo motivo—, se presentarían en el banco de mi madre. Habían pasado dos años desde la última vez que mamá había entrado allí, pero ahora lo volvería a hacer. Esta vez iría en persona hasta la ventanilla del cajero, mientras Frank la esperaba en el coche, y le diría, quiero sacar dinero. Diez minutos después —dado que contar los billetes podría llevar un buen rato—, mamá regresaría al coche con el saco del dinero en la mano y lo pondría en el suelo del vehículo.

¿Qué tal si nos piramos de esta ciudad?, diría Frank. Palabras de algún western que yo había visto años atrás.

Le echaré mucho de menos, diría mi madre, refiriéndose a mí. Puede que se echara a llorar en esos momentos, pero él la consolaría y pronto dejaría de gimotear.

Puedes tener otro hijo, le diría Frank. Como hizo tu ex marido. Criaremos juntos a nuestro chaval. Tú y yo.

Y en cualquier caso, tu hijo estará bien. Puede irse a vivir con su padre. Y con la madrastra y esos otros dos críos. Se lo pasarán de miedo. Su padre jugará al béisbol con él.

Aunque lo intentaba, no conseguía expulsar esa escena del cerebro. Frank acariciándole el cabello a mi madre, diciéndole que yo ya no la necesitaba de verdad. Y ella con la cabeza apoyada en su hombro, creyéndole.

Ya no es un crío, le diría Frank a mi madre. En lo único que piensa ahora es en bajarle las bragas a alguna chica. Se está haciendo mayor. Si no me crees, échales un vistazo a las sábanas de su cama. A esa edad, los chicos sólo piensan en una cosa.

Los muslos de Rachel McCann. Las bragas de Sharon Sunderland. Las tetas de una corista de Las Vegas.

Ya va siendo hora de que pienses en ti para variar, Adele, le diría Frank. Se acabó eso del marido-por-un-día. Frank podía ser su marido para siempre.

Hice ruido al entrar en la habitación, pero no estuve seguro de que se hubiesen dado cuenta, pues Frank y mi madre estaban muy metidos en su propio mundo. Un mundo en el que sólo había dos personas, ella y él. Para cuando llegué a la nevera para sacar la botella de leche para mis cereales —leche de verdad, por una vez, cosa de Frank—, ya estaban hablando de otra cosa. Frank había detectado un punto cerca de la ducha en el que el agua se había colado bajo el linóleo y había podrido la zona. Pretendía solucionar ese problema hoy mismo. Sacar la baldosa y la maderilla cutre de debajo. Cambiarlas por algo mejor.

Puede que no nos quedemos lo suficiente como para disfrutarlo, dijo mi madre.

Da igual, repuso Frank. Este tipo de cosas más vale arreglarlas. No me gusta dejar algo hecho polvo para que se las apañe como pueda el que venga.

Ahí estaba la prueba. Se marchaban. ¿Y qué se suponía que iba a ser de mí?