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Creí que dejaríamos a Barry donde estaba, pero Frank supuso que disfrutaría del juego, así que se lo llevó afuera, lo sentó en una silla de jardín y le colocó en la cabeza la gorra de los Red Sox que había trincado para él en el Pricemart. Estábamos lo suficientemente lejos de la carretera como para que nos pudiera ver alguien, a excepción de Barry.

Tu trabajo consiste en animar a tu equipo favorito, amigo mío, le dijo Frank.

No esperes gran cosa, le informé yo. Nunca habrás visto a nadie que juegue tan mal al béisbol. (Bueno, aparte de él, tal vez. Pero no quería ofenderle).

¿Ya estamos otra vez con eso?, saltó Frank. ¿Es que no has oído nada de lo que te he dicho sobre pensar en positivo?

Vale, vale, entoné. Voy a ser el mejor centrocampista desde Mickey Mantle.

Mantle no jugaba de centrocampista, dijo Frank. Pero de eso se trata.

Y entonces pasó algo muy extraño. Cuando Frank lanzó la bola, yo la cogí. Cuando apareció mi madre y le dimos mi guante y le dijimos que hiciera de catcher, le devolví los golpes a Frank. No todos, pero más que de costumbre. Se podría pensar que me lo estaba poniendo a huevo, pero no parecía ser así.

Se había puesto a mi lado en el imaginario campo de béisbol para colocarme las manos en el bate, y me había reposicionado el ángulo del codo y la muñeca, un poco como lo había hecho mi madre cuando intentó enseñarme a bailar el foxtrot.

Tú mira la bola, me dijo resoplando, justo antes de lanzarla. Yo repetí sus palabras como si eso fuera a ayudarme. Y parece que así fue.

Si dispusiera de toda una temporada para entrenarte, dijo Frank, acabarías llegando a alguna parte con tu juego.

El problema lo tenías en la cabeza. Si crees que la vas a cagar, la cagarás.

Imagínate saltando por la ventana de un hospital y aterrizando sobre los dos pies. Puede que tengas unos restos de cristal en la cabeza, o que te hayas hecho un corte, pero ya estás fuera.

Para serte sincero, dijo, la persona cuyo brazo me preocupa no eres tú, Henry, sino tu madre.

Deberías tomártelo en serio, Adele, añadió Frank. Me temo que contigo voy a tener que trabajar más tiempo. Años, probablemente.

Viendo a mi madre reír de aquella manera, me di cuenta de que era una imagen que no había presenciado en mucho tiempo. Ahora el catcher era yo. Frank seguía lanzando, pero ahora se alejaba del lugar que había designado como montículo y se acercaba a mi madre sobre el terreno. Se colocó de manera que pudiese rodearla con sus largos brazos. Lánzanos una, Henry, dijo mientras me tiraba una bola.

Sólo un lanzamiento, pues no había ningún otro catcher. Levanté el brazo y lancé la pelota. Ellos dos le dieron al mismo tiempo. El ruido fue sólido y compacto. La bola salió disparada.

Desde su silla de jardín, Barry pegó un chillido.

Llamó mi padre. Marjorie, los chicos y él iban a cenar fuera. Quería saber si podríamos celebrar nuestra «velada amistosa» mañana en vez de esta noche. Su voz sonaba de una manera especial mientras decía eso, me recordaba a cómo actúa a veces la gente al teléfono, a las ocasiones en que mi madre me pedía que le echara una mano con el MegaMite y yo llamaba a la puerta de alguien que había sido cliente, y que ya no quería comprar más vitaminas, y yo me daba cuenta de que no veía la hora de que me fuera para volver a su vida y dejar de sentirse culpable.

¿Tu madre y tú estáis bien?, preguntó mi padre. El tono de su voz me hizo ver que lo sentía por nosotros, pero que, al mismo tiempo, se moría de ganas de colgar y regresar junto a su otra familia, donde todo era más fácil.

Hemos invitado a unos amigos, le expliqué. Como habría dicho Frank, el detector de mentiras no me habría pillado.

También llamó Evelyn. El tráfico era tan espantoso en la carretera 93 que llegó al hospital a las dos en punto. Ahora estaban esperando para hablar con el médico. Confiaba en que Barry se pudiera quedar con nosotros hasta después de la cena.

Tú ven cuando puedas, Evelyn, le oí decir a mi madre por teléfono. Parece que se lo está pasando muy bien.

En ese momento, Evelyn debió de preguntar por el tema de los pañales. Eso era lo que más le preocupaba. Barry ya estaba muy mayor. Ya no era tan sencillo lo de sacarle de la silla.

Mi madre no dijo que era Frank el que lo cambiaba. Frank, el que lo volvió a entrar en la casa tras el entrenamiento de béisbol y le preparó un baño lleno de cubitos de hielo y espuma de afeitar. Desde donde estaba, en mi habitación, podía oírlos a ambos: Barry haciendo ruiditos placenteros y Frank silbando.

Pero mira que soy tonto, dijo Frank. Nunca me acuerdo de presentarme, chavalote. Me llamo Frank.

Barry hizo entonces uno de sus ruiditos.

Exacto, le dijo Frank. Frank. Mi abuela me llamaba Frankie. A mí me da lo mismo.

Nos volvió a hacer la cena. Mi madre se sentó al extremo del mostrador, compartiendo una cerveza con él. Había desenterrado un viejo abanico chino, probablemente de alguno de sus números de baile, y estaba abanicándole.

Estoy seguro de que me podrías bailar algo guapo con eso, Adele, le comentó Frank. Seguro que tienes algún atuendo magnífico que haga juego. O no.

Nadie tenía hambre, a causa del calor, pero Frank había preparado una sopa fría al curry con los melocotones que quedaban y los restos de un envase de salsa picante de alguna comida para llevar que habíamos comprado en cierta ocasión. Luego, mi madre preparó unos batidos, y Barry y yo nos sentamos en el patio trasero, desde donde no se veía la piscina hinchable de los Jervis, pero se podían oír los chapoteos de la niña asmática y su hermanito. Cuando los insectos se pusieron pesados, entramos en casa y pusimos la tele. Emitían Encuentros en la tercera fase. Frank acomodó a Barry en su silla y le anudó al cuello otro trapo frío. Mi madre hizo palomitas.

Cuando oímos el ruido del coche de Evelyn, que estaba aparcando, Frank salió corriendo escaleras arriba, que es lo que habían acordado con mi madre. Para Evelyn, aquí sólo había tres personas: yo, mi madre y su hijo.

Evelyn ya estaba en el salón. Habían estabilizado a su padre, nos informó. Seguía en Cuidados Intensivos, pero su estado ya no era crítico. No sé cómo compensarte, Adele, añadió.

Yo era consciente de que mi madre sólo quería verlos desaparecer, pero Evelyn llevaba dos horas conduciendo. Creo que te sentaría bien un vaso de agua fría, le dijo mi madre.

Acababa de aparecer con el agua cuando empezaron las noticias. Había novedades. El consumo de energía durante la ola de calor del día había situado los alrededores en una zona de peligro de posibles apagones, y aún nos quedaba por delante un largo puente vacacional.

Sabemos que hace calor ahí fuera, amigos, decía el presentador, pero la gente de la compañía eléctrica nos pide que apaguemos el aire acondicionado lo antes posible. Si el calor les agobia, opten por una ducha fría.

Y hablando de otros asuntos, dijo, la Policía sigue buscando al fugitivo por toda la región, desde el miércoles.

Apareció la foto de Frank. Hasta ese momento, Barry no había mostrado el menor interés por lo que le rodeaba, pero mientras la imagen de Frank llenaba la pantalla, empezó a agitar los brazos y a chillar, como si saludara a un viejo amigo. Hacía ruidos, se golpeaba la cabeza y señalaba al televisor.

Recuerdo que, en el pasado, uno de los temas favoritos de conversación de Evelyn con mi madre era que la gente siempre infravaloraba la inteligencia de su hijo y su comprensión de lo que ocurría. Durante una época, había batallado para que metieran a Barry en una clase normal de la escuela. Pero ahora, mientras el chaval chillaba y saludaba, apenas si se dio cuenta de lo agitado y excitado que se mostraba. Y mira que movía los brazos con mayor furia de la habitual y que sus pies descalzos golpeaban el aire de manera contundente. Por no hablar de sus ojos, que generalmente no se fijaban en nada y que ahora estaban clavados en la pantalla del televisor.

Es hora de llevarte a casa, hijo, le dijo su madre en tono preocupado.

Los tres juntos —Evelyn, mi madre y yo— sacamos la silla de ruedas por la puerta de la casa, hacia la oscuridad, y la depositamos en el suelo. Los miramos mientras la madre deslizaba la silla en la rampa, para colocarla en la parte trasera de la furgoneta, y le sujetaba al crío el cinturón de seguridad. Mientras se cerraban las puertas de atrás, pude ver la cara de Barry. Seguía gritando. Siempre la misma sílaba. La primera palabra que yo le había oído pronunciar que me resultara inteligible.

La repetía una y otra vez, farfullando pero de manera comprensible. Frank.

Esa noche volví a oírles. Deberían saber que el sonido atravesaría la pared que separaba nuestros dormitorios. Era como si ya no les importara lo que la gente pensara o supiera, incluyéndome a mí. Ahora ocupaban su propio espacio, que era como otro país, como otro planeta.

Hicieron el amor durante un largo rato. En aquellos tiempos, yo no utilizaba esa expresión para ese acto, ni ésa ni ninguna otra. No era algo que conociese por experiencia propia o ajena. No era nada con lo que ya me hubiese topado durante las raras ocasiones en que dormía en casa de mi padre, aunque él compartía la cama con Marjorie. No era nada que pudiese imaginar que sucediera en ninguna de las demás casas de la calle, y tampoco tenía nada que ver con las escenas que aparecían en televisión…, cuando Magnum, el investigador privado, se inclinaba sobre la chica guapa de la semana para besarla, o cuando un par de estrellas invitadas se hacían arrumacos a la luz de la luna en Vacaciones en el mar.

Tal como me imaginaba lo que sucedía entre Frank y mi madre al otro lado de la pared, aunque intentaba no hacerlo, se trataba de dos náufragos en una isla tan alejada de todo que nadie los encontraría jamás, a dos seres humanos que sólo podían agarrarse a la piel del otro, al cuerpo del otro. Puede que no fuese ni una isla, sino un bote salvavidas en mitad del océano que se estaba desinflando.

A veces, el cabezal de su cama golpeaba la pared durante varios minutos seguidos, con un ritmo tan firme y regular como el de la rueda de la jaula de Joe, que daba vueltas sin parar. En otras ocasiones —que te hacían aún más difícil quedarte allí, escuchando—, los sonidos eran como los que te puedes esperar de un nido de animalillos. Ruiditos de pájaros o de gatitos. Y un jadeo lento, tenue y satisfecho, como el de un perro junto a la chimenea con su hueso, hincándole los dientes, limpiándolo hasta obtener el último resto de la carne.

De vez en cuando, una voz humana. Adele. Adele. Adele.

Frank.

Que yo escuchara, nunca hablaban de amor, como si hasta eso hubiesen superado ya.

En esos momentos, y yo era plenamente consciente de ello, no pensaban en mi presencia al otro lado de la pared, con mi póster de Einstein, mi colección de minerales, mis libros de Narnia, mi carta firmada por los astronautas del Apolo 12, mis Mil y una bromas para fiestas y la nota que había atesorado de la única vez que Samantha Whitmore se dignó reconocer mi existencia en este planeta: «¿Tienes los deberes de matemáticas de mañana?».

En esos momentos, no pensaban en la ola de calor, o en ahorrar electricidad, o en los Red Sox, o en el pastel de melocotón, o en las compras de la vuelta al cole, o en los puntos de la apendicitis de él, aunque los había visto y sabía que aún le tiraban en el bajo vientre, como toda la zona, como el músculo de la pantorrilla, donde le había cortado el vidrio. No pensaban en ventanas de un tercer piso, ni en presentadores de televisión, ni en controles policiales de carretera, ni en los helicópteros que habíamos oído dando vueltas sobre la ciudad durante toda la tarde del día anterior. ¿Qué esperaban ver? ¿Una pista de gotas de sangre? ¿Gente atada a los árboles? ¿Un fuego de campamento con un hombre al lado asando una ardilla?

Mientras no saliéramos de casa, nadie sabría que él estaba aquí. De día, nadie, pero incluso de noche no nos pillarían. Éramos tres personas que más que habitar la Tierra, estábamos en órbita sobre ella.

Bueno, no era eso exactamente. La configuración era dos y uno. Ellos eran como los dos astronautas del Apolo que recorrían juntos la superficie lunar, mientras su muy fiable compañero se quedaba en la cápsula espacial, controlándolo todo y cerciorándose de que las cosas iban bien. Allá abajo, muy lejos, los ciudadanos de la Tierra esperaban su regreso. Pero de momento, el tiempo estaba suspendido y no existía ni la atmósfera.