Sábado. Me despertó el sonido de alguien que llamaba a la puerta. Sabía, gracias de nuevo al aroma del café, que Frank debía de andar por ahí abajo, pero él no podía atender a la llamada, y supuse que mi madre seguiría durmiendo. Bajé corriendo en pijama y abrí la puerta. No del todo, sólo un poco.
La antigua amiga de mi madre, Evelyn, estaba plantada en el peldaño de la entrada; era la primera vez que venía a casa desde hacía cosa de un año, probablemente. El enorme cochecito de Barry estaba a escasos centímetros de ella, sobre el camino de cemento que llevaba a la puerta de la casa. Bastaba con echarle un vistazo a Evelyn para comprobar que no tenía muy buen aspecto: su absurda permanente se le disparaba en todas direcciones y tenía los ojos inyectados en sangre. Yo ya sabía, gracias a todas las veces que la había oído hablar con mi madre, cuando venía de visita, que Evelyn sólo dormía unas pocas horas por noche.
Te voy a decir una cosa, Adele, solía exclamar, la vida no es un día de playa.
Tengo que hablar con tu madre, me dijo. No le hacía falta preguntar si estaba en casa. Aunque no la hubiéramos visto desde hacía meses, Evelyn sabía cómo funcionaban las cosas por aquí.
Está durmiendo. Yo había salido al exterior en vez de invitarla a entrar, pues sabía que Frank estaba en la cocina. Haciendo tostadas o algo así, a juzgar por el olor a mantequilla que emanaba de la sartén.
Acabo de recibir una llamada telefónica de mi hermana desde Massachusetts, dijo ella. A nuestro padre le ha dado un infarto. Necesito irme para allá.
El viaje no le sentaría bien a Barry, añadió. Confiaba en que tu madre pudiera quedárselo hoy. Mis dos canguros habituales se han ido de fin de semana.
Miré a su espalda, hacia su hijo. Hacía tiempo que no lo veía. Estaba más grande de como lo recordaba, y hasta lucía un leve bigotillo. Movía los brazos como si estuviera rodeado de moscas, aunque no era así.
Le he preparado el almuerzo, dijo Evelyn. Lo que a él más le gusta. Ya ha desayunado y le he cambiado el pañal. No le dará mucho trabajo a tu madre. Yo puedo estar de vuelta a la hora de cenar, para recogerlo.
Dentro de la casa, pude oír de nuevo la radio, esa emisora clásica que a Frank le gustaba. Desde lo alto de las escaleras, mi madre gritaba: ¿Quién es? Luego apareció en el umbral, todavía en bata. Tenía la cara muy suave. Y una marca en el cuello. Me pregunté si Frank le habría anudado los fulares otra vez, pero la verdad es que tenía muy buen aspecto. Se la veía distinta, eso era todo.
No es el momento más oportuno, Evelyn, dijo mi madre.
No creo que tarden mucho en dar el alta a mi padre, repuso ella.
En una situación normal, ni me lo pensaría, dijo mi madre. Pero es que ahora no es buen momento.
Mi madre miraba hacia la cocina al hablar. El olor del café. El sonido de Frank, silbando.
No te lo pediría si tuviera más opciones, siguió Evelyn. Eres mi única esperanza.
Quisiera ayudarte, dijo mi madre. Pero la cosa es complicada.
Te prometo que se portará bien, insistió Evelyn.
Mientras hablaba, Evelyn le iba arreglando el cabello a Barry. ¿Te acuerdas de Henry y de su mamá, Barry? ¿Y de lo bien que os lo pasabais los dos juntos?
Vale, dijo mi madre. Supongo que nos apañaremos. Un ratito.
Te lo agradezco, Adele. Evelyn subió las dos ruedas delanteras del carrito al peldaño, por lo que, durante un segundo, pareció que Barry estaba casi del revés. Hizo un ruidito parecido a los que oí la noche anterior al otro lado de la pared. Sólo eran sonidos, pero puede que de alegría. Quién sabe.
Eh, Barry, le dije, ¿cómo va eso?
Te lo agradezco, Adele, repitió Evelyn. Puedes dejarme a Henry cuando quieras. (Como si yo fuese el equivalente de Barry. Como si a mí me apeteciera pasar un día en su casa).
Sé que tienes prisa, Evelyn, dijo mi madre. Así que no te preocupes por nada más. Nosotros meteremos la silla de Barry en casa. Henry está ya muy fuertote.
Debería ponerme en camino, afirmó Evelyn. Cuanto antes lo haga, antes volveré. Pon la silla delante de la tele y estará feliz. Le encantan los dibujos animados. Y luego está la maratón benéfica. Jerry Lewis.
No te preocupes, dijo mi madre. Nosotros nos ocupamos.
Cuando Evelyn y su hijo nos visitaban con mayor frecuencia, mi madre solía decir que deberíamos hacer algún arreglo para que la casa fuese más accesible a los tullidos, pero de repente dejaron de venir, así que nunca lo hicimos. Ahora teníamos que levantar a pulso la silla especial de alta tecnología de Barry para entrarla en el salón.
La silla, con Barry encima, pesaba más de lo previsto. Después de que Evelyn se fuese, Frank salió de la cocina. Levantó la silla del suelo y la transportó al interior de la casa, con suavidad. Cuando llegaron al salón, se preocupó de que Barry no se diera cabezazos con el marco de la puerta. Tras dejarlo en el suelo, Frank le puso bien la cabeza al chico, pues se le había deslizado a un lado por el camino.
Ya está, chavalote, dijo.
Puse la tele.
Por el pasillo, en la cocina, vi a Frank con mi madre. Él abrió una alacena que había encima del horno y le rozó el cuello, como por casualidad.
Mamá se lo quedó mirando.
¿Has dormido bien?
Ella se limitó a seguirle contemplando. Ya sabes la respuesta.
Fue Frank quien le dio el desayuno a Barry. Evelyn nos había dicho que ya había comido, pero cuando vio las tostadas se animó mucho, así que Frank le cortó un par a trocitos. Por segunda vez en un día y medio, Frank se dedicaba a alimentar a alguien en casa, pero con Barry era diferente. Cuando Frank había colocado la cuchara entre los labios de mi madre, había resultado un gesto tan íntimo que tuve que apartar la mirada.
Cuando concluyó el desayuno, Frank trasladó a Barry al salón y lo colocó en su silla frente al televisor. Su madre le había puesto una cazadora ligera y una gorra, pero se las quitamos. Aunque no eran ni las siete y media, el aire ya iba cargado de calor y de humedad.
¿Sabes qué creo que te vendría bien, chavalote?, dijo Frank. Un buen baño frío, con su esponja y tal.
Había sacado un cuenco de la alacena y luego lo había llenado de agua y cubitos de hielo. Se llevó el cuenco al salón, junto a una toalla de manos que mojó en el agua helada antes de escurrirla.
Le desabrochó la camisa a Barry y le pasó la toalla por el pecho suave y lampiño, por el cuello, por los hombros huesudos de pajarito. Le frotó la cara con la toalla. Por los sonidos que emitía, parecía que Barry estaba contento. La cabeza, que con tanta frecuencia se le movía de un lado para otro sin motivo alguno y sin la menor conexión con el resto del cuerpo, parecía más equilibrada que de costumbre mientras mantenía la mirada fija en el rostro de Frank.
Debe de hacer calor en esa silla, ¿eh, chavalote?, dijo Frank. Igual esta tarde te meto en la bañera y te doy un baño de verdad.
Más ruiditos de Barry. Felicidad.
En la portada del diario se podían leer varias noticias sobre récords de temperatura, previsibles atascos en la carretera hacia la playa y peligro de apagones por uso excesivo del aire acondicionado. Pero nosotros sólo teníamos un ventilador.
Quiero echarle un vistazo a tu pierna, le dijo mi madre a Frank. Veamos qué tal se está curando.
Frank se arremangó la pernera del pantalón. En la zona del corte, la sangre se había secado. En otras circunstancias, una herida así habría requerido unos puntos de sutura, pero todos sabíamos que ésa era una opción que no se podía contemplar.
En la zona de la cabeza en que el vidrio le había cortado la piel, tampoco había nada digno de alarma. Si no llega a ser porque le habían extraído el apéndice, declaró Frank, estaría cortando leña para nosotros. Hay algo satisfactorio en cortar leña, añadió. Sacas toda la rabia sin hacer daño a nadie.
¿A qué rabia te refieres?, le pregunté. No quería que fuese hacia mí, por algo que hubiera hecho. Yo quería caerle bien y que se quedara por aquí. Ya sabía que le gustaba mi madre.
Bueno, ya sabes, dijo. Como el final de temporada de los Red Sox. Cada año, por estas fechas, empiezan a cagarla.
Pensé que no era exactamente eso, pero no dije nada.
Hablando de béisbol, dijo, ¿Dónde tienes el guante? ¿Qué me dirías si, después de que le eche una manita a tu madre, nos dedicamos a darle un poco a la pelota?
Barry y yo vimos Los cuatro fantásticos y Scooby Doo. En una situación normal, mi madre nunca me habría dejado ver tantos dibujos, pero ahora estábamos en una ocasión especial. Cuando aparecieron los Pitufos, intenté cambiar de canal para ver algo menos infantil, pero Barry empezó a emitir unos chillidos, cual cachorro al que acaban de pisar, así que le dejé verlos. El episodio se estaba acabando cuando Frank bajó las escaleras, desde dondequiera que se hallase ayudando a mi madre, para decir que tenía ganas de jugar un poco, ¿qué te parece?
Le señalé que yo era un desastre para los deportes, pero Frank me dijo que eso no había que decirlo nunca. Si piensas que algo es muy difícil, lo será, añadió. Tienes que creer que es posible.
Durante todos esos años en el trullo, siguió, nunca me permití creer que no iba a salir. Me tomaba mi tiempo y pensaba en positivo. Buscando una oportunidad. Asegurándome de que estaría preparado cuando se presentara.
Hasta ahora, nadie había sacado el tema de la fuga. Me sorprendió que fuera él quien lo hiciera.
Ignoraba que mi apéndice fuera a ser mi salvoconducto, dijo. Pero estaba preparado para algo así. Le había dado un millón de vueltas en la cabeza. Había ensayado todos mis movimientos un millón de veces: el salto, y cómo aterrizar. Y todo me habría salido a la perfección de no ser por esa piedra que había debajo de la hierba. Con eso no había contado. Así me jodí el tobillo.
Sabía que iba a necesitar un rehén, dijo. A un modelo especial de persona.
Miró a mi madre. Mi madre le miró a él.
Aunque la verdad, dijo, es que aquí no se sabe muy bien quién es el secuestrador y quién el cautivo.
Inclinó la cabeza sobre mi madre, se pegó a su oreja y le echó el cabello hacia un lado, como si quisiera hablarle directamente al cerebro. Igual pensó que yo no le oiría, o puede que le diera igual.
Soy tu prisionero, Adele, eso fue lo que le dijo.