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Aquel verano, mi cuerpo había cambiado. El hecho de que hubiese crecido no era lo principal. Tenía la voz más grave, aunque se mantenía en un tono poco fiable gracias al cual, cuando abría la boca para hablar, nunca sabía si las palabras saldrían en el viejo registro agudo o en el nuevo, que era más grave. Tenía los hombros tan finos como siempre, pero creo que el cuello se me había ensanchado un poco y que me había empezado a crecer pelo en los sobacos, y también por ahí abajo, en ese sitio para el que no encontraba la palabra adecuada.

También había cambiado ahí. Había visto desnudo a mi padre y eso me había hecho sentir vergüenza de mi propio cuerpo. Pichurrina, me había llamado, riéndose. Pero Richard era más joven que yo y también le había visto en la ducha, lo cual me había confirmado algo que ya intuía. Había algo en mí que no pitaba. Yo era un chico criado por una mujer. Yo era un chico criado por una mujer que pensaba esto de los hombres: los hombres eran egoístas. Los hombres eran infieles, crueles y nada fiables. Tarde o temprano, un hombre te rompería el corazón. ¿Y adónde me llevaba eso a mí, al hijo único de mi madre, a un chico?

En algún momento de la primavera, sucedió por primera vez: la entrepierna se me endureció, mis partes privadas —así las llamaba mi madre— empezaron a presionar la tela de los pantalones en los momentos más imprevistos del día, de una manera que yo no podía controlar. Rachel McCann salía a la pizarra para resolver un problema matemático y la falda se le subía por el muslo, o atisbaba la parte central de las bragas de Sharon Sutherland cuando se sentaba en los bancos de encima de mí durante la asamblea, o le veía la tira del sujetador a alguien, o vislumbraba el elástico de otro sujetador a través de la tela desde mi asiento, o la profesora de Estudios Sociales, la señora Evenrud, se inclinaba sobre mi pupitre para ver cómo había organizado mi bibliografía y ya estábamos de nuevo con lo mismo, como si una nueva parte de mi cuerpo hubiese cobrado vida dentro de los pantalones, donde antes sólo había un colgajo inútil.

Podría haberme sentido feliz u orgulloso, pero la verdad es que no era más que una nueva fuente de engorro. ¿Y si la gente se daba cuenta? Ahora, mientras recorría los pasillos de la escuela, vivía aterrado ante las chicas guapas, chicas de redondo trasero, chicas que olían bien, chicas con pechos. Había leído un artículo, tiempo atrás, sobre un método para atrapar a atracadores de bancos en el que los billetes eran tratados con un producto químico que se activaba al sacar el dinero de la bolsa, de tal manera que una especie de cilindro a presión expulsaba una carga de pintura azul contra la cara de los atracadores que no se iba con nada. Así me sentía yo con respecto a mis erecciones: ofrecía la prueba evidente de mi patética semihombría.

Y había más. Lo peor no era lo que le ocurría a mi cuerpo, sino lo que me pasaba por el cerebro. Tenía sueños cada noche, sobre mujeres. Sabía tan poco de cómo funcionaba el sexo que era difícil crear imágenes de las cosas que debía hacer la gente, cosas que yo también podía hacer, pero sabía que había un lugar en el cuerpo de la mujer donde mi órgano recién florecido podía incrustarse, cual borracho colándose en una fiesta. La idea de que alguien quisiera albergarme ahí dentro nunca me había pasado por la cabeza, y, por consiguiente, cada escena que me inventaba estaba trufada de vergüenza y culpabilidad.

Algunos sueños volvían una y otra vez: imágenes de chicas de mi escuela…, aunque nunca, maldita sea, de las del equipo de animadoras. Las chicas que poblaban mis sueños, sin que nadie las invitara, eran las del otro modelo, las que parecían estar tan a disgusto en sus cuerpos como yo en el mío…, chicas como Tamara Fisher, que había engordado en quinto curso, más o menos por la época en que murió su madre, y que ahora, además del estómago y de los blancos muslazos, arrastraba por ahí delante unos enormes pechos que parecían más propios de una señora mayor que de una chica de trece años. Aun así, yo tenía ganas de verlos. Me imaginé colándome por error en los vestuarios de las chicas y viendo a un montón de ellas cambiándose; o abriendo la puerta de un retrete para toparme con Olivia Brustein ahí sentada, con las bragas por los tobillos y acariciándose esa cosita suave entre las piernas. Los personajes de mis sueños no eran tan fascinantes ni seductores como patéticos. Y yo era el más patético de todos.

Había un sueño recurrente en el que salía yo corriendo alrededor de un mástil en algún campo, o igual era un árbol. Estaba persiguiendo a Rachel McCann, que estaba desnuda. Por mucho que corriera, nunca conseguía atraparla, así que no parábamos de dar vueltas. Le podía ver el trasero y la parte posterior de las piernas, pero nunca su parte delantera, nunca sus pechos (pequeños, pero muy interesantes para mí), ni lo que había ahí abajo, en ese sitio sin nombre en el que me pasaba la vida pensando.

En ese sueño, me vino una idea, o puede ser que le viniera al personaje que interpretaba yo en el sueño. De repente, dejé de correr y me di la vuelta para mirar en dirección contraria. De esa manera, Rachel McCann vendría directa hacia mí. Y finalmente, podría verla por delante. Incluso soñando, fui consciente de lo listo que era al pensar en eso. Qué idea tan buena había tenido.

Pero nunca conseguí verla. Cada vez que llegaba a este momento del sueño, me despertaba, generalmente en una cama mojada por mis propias y vergonzosas secreciones, que conseguía esconderle a mi madre a base de darles la vuelta a las sábanas o de incrustarlas en el fondo de la cesta de la ropa sucia o de echarles agua y colocar una toalla sobre la zona afectada hasta que se secaba.

Finalmente, acabé descubriendo por qué Rachel nunca aparecía por el otro lado para ofrecerme su desnudez. Mi cerebro era incapaz de aportar las imágenes necesarias. Los pechos ya los conocía, aunque sólo en foto (a excepción de aquella vez con Marjorie). Pero lo otro… era un misterio.

Por mucho tiempo que pasara pensando en chicas, nunca había hablado con ninguna de mi escuela, como no fuera para decirle que entregara el examen. No tenía hermanas ni primas. Me gustaba la chica de Días felices, y una de Los ángeles de Charlie…, ninguna de las dos que la mayoría de la gente solía considerar hermosas, sino la que tenía el cabello castaño y que en la serie se llamaba Jill. También me gustaba Olivia Newton-John, así como cierta Chica del Mes llamada Kerri que había encontrado en un viejo ejemplar de Playboy en casa de mi padre y que me había llevado en la mochila, aunque —lamentablemente— faltaba el desplegable. Pero la única hembra de mi vida a la que conocía de verdad era mi madre. A fin de cuentas, todas mis ideas acerca de cómo debían de ser las mujeres se basaban en ella.

Sabía que la gente encontraba atractiva a mi madre, incluso guapa. Cuando vino al cole a verme actuar, un chico que ni siquiera conocía —uno de octavo curso— me había parado en el patio para decirme, Tu madre está buena. Me sentí orgulloso hasta que dijo lo siguiente.

Seguro que cuando crezcas, todos tus amigos se la querrán tirar.

El hecho de que tuviese buen aspecto, con esas formas de bailarina, sólo era una pequeña parte de la historia. Creo que mi madre también desprendía algún tipo de sensación, algo tan fuerte como un determinado olor o como si llevara escrito en la parte delantera de la camiseta que no había ningún hombre a su lado. Había otros chavales con padres divorciados en el cole, pero no había nadie como mi madre, una persona que parecía haberse salido del mercado, como si fuese una mujer de una cultura extranjera o de alguna tribu de África de la que oí hablar en cierta ocasión, o puede que de la India, donde si se te muere el marido o te planta, se te acaba la vida.

En todos los años desde que mi padre nos dejó, mamá sólo tuvo una cita, que yo supiera. Fue con un señor que nos arregló la caldera una vez. El hombre había estado allí toda la mañana, en el sótano, dándoles martillazos a las tuberías y pasando aire por los conductos de la calefacción para limpiarlos. Luego, cuando le presentó la factura a mi madre, se disculpó por todo el polvo que debía de haber esparcido por la casa.

Intuyo que eres soltera, dijo. No llevas anillo.

Yo estaba en la cocina haciendo los deberes cuando dijo eso, pero no pareció importarle mi presencia.

A veces se está muy solo, añadió. Sobre todo en invierno.

Tengo a mi hijo, dijo ella. Y le preguntó si él tenía hijos.

Siempre quise tenerlos, dijo. Pero mi mujer me dejó. Y ahora tiene un hijo con otro.

Cuando dijo eso, recuerdo haber pensado en lo raro que sonaba. Creía que los hijos eran de quien los tenía, y de nadie más. Yo era de mi madre, pero ahora me preguntaba si el bebé de Marjorie pertenecía a mi padre.

¿Te gusta bailar?, preguntó el hombre. Porque este sábado hay una fiesta en el Moose Lodge. Si es que no estás ocupada.

¿Le gustaba bailar? Ésa era la pregunta. Y mi madre no sabía mentir.

El hombre le trajo flores cuando vino a recogerla. Mamá llevaba una de sus faldas de baile, de esas que flotan al moverse, no la que se había puesto tiempo atrás, cuando conoció a mi padre y se le veían las bragas, sino una que acentuaba los movimientos y le dejaba al descubierto las piernas.

Su pretendiente también se había vestido para la ocasión. Cuando le conocimos, llevaba el uniforme de la empresa de calefacción con el nombre —Keith— escrito en la parte izquierda del pecho, pero esa noche lucía una camisa hecha con algún tejido sintético que se ceñía al cuerpo, que era muy delgado, y la camisa estaba lo suficientemente desabotonada como para que se le viera un poco de vello, por lo que daba la impresión de que el hombre hubiese pensado cómo iba a quedar la cosa, y no era del todo imposible que se lo hubiera peinado hacia arriba. De la misma manera que había visto a mi madre preparándose, cambiándose de atuendo tres veces antes de optar por éste, y plantándose ante el espejo para arreglarse el cabello, ahora me lo imaginaba a él tirándose de los pelos del pecho para que le asomaran por encima de la camisa.

Yo no tenía pelo en el pecho. Mi padre tenía mucho, pero yo no me parecía en nada a él. A veces, hasta me preguntaba si realmente era hijo suyo, si no sería realmente Richard su auténtico hijo. Si se había producido algún error.

Mi madre no recurría a canguros. No conocía a ninguna, dado que casi nunca iba a ningún sitio sin mí. Y además, decía, dejarme con una canguro era más peligroso que dejarme solo. Había por ahí mucha gente que parecía estupenda, pero no se podía estar seguro de nada.

Te he preparado un tentempié, me dijo. También me había dejado un libro que había sacado de la biblioteca, que iba sobre la vida en la antigua Grecia, así como un libro en cinta sobre un chico que había naufragado en una isla del Pacífico Sur, donde vivió solo durante tres años hasta que le rescató un carguero que pasaba por allí; también me encargó un proyecto que había pensado que me divertiría, consistente en meter su colección de monedas en envoltorios, con la promesa de que cuando las depositáramos en el banco (hablaba en plural, pero se refería a mí: ella se quedaría en el coche), yo me llevaría el diez por ciento, lo cual podía alcanzar la suma de treinta y cinco centavos, con suerte.

Pareces una princesa, le dijo Keith. Sé que te parecerá idiota, dijo, pero la verdad es que no sé tu nombre de pila. En los archivos de la oficina sólo tenemos tu apellido y tu número de cuenta.

Parecía joven el tal Keith. Yo sí que era demasiado joven como para que la diferencia de edad entre nosotros resultara evidente. Él tendría entre veinticinco y treinta y cinco, pero igual ni llegaba a los veinticinco. Al ver mi carpeta, que volvía a estar abierta sobre la mesa, dijo, Oh, vas a Pheasant Ridge. Yo estudié allí. Y citó a una maestra que había tenido, por si yo la conocía.

Menos de una hora después de que ambos se hubieran ido a bailar, mi madre apareció por casa. Si Keith la acompañó hasta la puerta, yo no lo vi. Él no entró.

Puedes saber mucho de alguien por la manera en que baila, dijo mamá. Ese hombre no tenía el menor sentido del ritmo.

Su idea de un lento, dijo, consistía en oscilar adelante y atrás sobre una baldosa, acariciándole la espalda de arriba abajo. Y además, olía a caldera. Y a pesar de que ella le había dejado bien claro que no estaba interesada en él, había intentado besarla cuando ella trataba de salir del coche.

Yo ya me olía que esto no era para mí, pero pensé que era de justicia intentarlo, dijo. Ahora que ya lo sé, no pienso volver a salir con nadie.

Lo que a mi madre le interesaba era el romance. La persona adecuada para mi madre —si es que existía— no se dejaría ver por la Leal Orden del Alce.

Como era el fin de semana del Día del Trabajo, Frank dijo que deberíamos hacer una barbacoa. El problema era que en el congelador no había carne; sólo se podían encontrar las comidas al minuto y el pescado del Capitán Andy.

Os quiero invitar a cenar, dijo. Pero tengo un problema de liquidez.

Teníamos un montón de billetes de diez dólares en la caja de galletas que mi madre conservaba encima del frigorífico, de cuando mi última visita al banco. Cogió tres de ellos. Era muy raro que mi madre se subiera al coche más de una vez cada equis semanas, pero ahora dijo que podríamos llegarnos a la tienda.

Supongo que querrás venir, le dijo a Frank. Para asegurarte de que no te dejamos tirado.

Nadie se rió cuando mi madre dijo eso. Parte de la extraña e incómoda sensación de aquella situación consistía en que yo nunca podía estar del todo seguro del papel que jugaba Frank. Parecía un invitado, alguien que hubiera venido a visitarnos desde otro lugar, pero también estaba lo otro, lo que los tres sabíamos, que era el modo en que había entrado en nuestra vida.

Esa mañana, cuando mamá apareció con la blusa floreada y el pelo esponjoso, Frank le había dicho —tras servirle café y unas galletas— que no intentara nada raro.

No quiero hacer nada de lo que ambos tengamos que lamentarnos, añadió. Ya sabes a qué me refiero, Adele.

Sus palabras sonaban a algo sacado de una vieja película, de una del oeste, de esas que echan en la tele los domingos por la tarde. Pero mi madre había asentido y clavado la mirada en la mesa, como los chicos de mi escuela cuando la maestra les decía que se quiten el chicle de la boca.

Después de preparar el pastel, Frank se había metido el cuchillo en el bolsillo. El más afilado que teníamos. Los pañuelos de seda seguían por ahí, tirados junto a un trapo de cocina, al lado del fregadero. No había vuelto a atarla desde aquella primera vez, pero ahora señalaba con la cabeza los fulares, como si no hicieran falta más explicaciones. Y era evidente que no les hacían ninguna falta a ellos. Pero a mí sí.

Yo vivía aquí. Ella era mi madre. Pero me sentía como un intruso. Aquí estaba pasando algo y no estaba muy seguro de si debía verlo.

Condujo él. Ella se sentó a su lado. Yo iba en el asiento de atrás, que nunca usábamos, según creía recordar. Así es como funcionan las cosas en una familia normal, me dije. La mamá, el papá y el crío. Así es como a mi padre le gustaba pensar que éramos, cuando venía con Marjorie y sus nuevos hijos a recogerme, con la diferencia de que esas noches yo sólo quería que acabaran cuanto antes, mientras que ahora me aterraba la posibilidad de un final. Únicamente podía verle a mi madre el cogote, pero sabía que si pudiese verle la cara, tendría esa expresión que tan poco familiar me resultaba. Como si estuviera feliz.

Mientras llegábamos al pueblo, nadie comentó el hecho de que la Policía andaba detrás de Frank, pero yo estaba nervioso. Él llevaba su gorra de béisbol, y me pareció que incluso había adoptado la precaución de bajarse la visera más de lo habitual. Pero también sabía que su principal arma de disimulo éramos nosotros. Nadie que anduviera a la búsqueda de Frank esperaba encontrarlo con una mujer y un chico. Y además, se quedaría en el coche. La cojera aún se le notaba bastante.

Cuando llegamos al aparcamiento del supermercado, mi madre me pasó los billetes. Frank revisó la lista de cosas que necesitaba: carne de buey, cebollas, patatas fritas y helado para el pastel.

Necesito una cuchilla de afeitar, dijo. Preferiría una navaja, pero era imposible que las tuvieran en el Safeway.

Volví a ver aquella imagen: Frank con el brazo en torno al cuello de mi madre, clavándole la hoja de un cuchillo en la mejilla. Ahora era una navaja. Una gotita de sangre, roja y brillante, se deslizaba por el rostro de mamá. Y su voz decía: haz lo que él te diga, Henry.

Y espuma de afeitar, dijo Frank. Quiero ofreceros mi mejor aspecto. No quiero parecer un vagabundo.

O un presidiario fugado. Pero nadie hizo ese comentario.

En la tienda, todo el mundo se estaba aprovisionando para el fin de semana festivo. Por una vez, yo era la única persona que sólo iba a por unas pocas cosas, en vez de lo que me sucedía habitualmente: el carrito lleno de cenas congeladas y latas de sopa, el comentario de la cajera… ¿Esperáis un huracán o un ataque nuclear?

En la cola, la señora que tenía delante estaba hablando de la ola de calor con una amiga suya. Decían que el domingo nos plantaríamos en los cuarenta grados. Estaría bien ir a la playa, pero el tráfico sería horripilante.

¿Ya has acabado con tus compras de vuelta al cole, Janice?, preguntó la amiga.

No me hables, repuso la interpelada. Tres pares de tejanos para los chicos, más un par de faldas y algo de ropa interior, y la cuenta se puso en noventa y siete dólares.

La cajera había ido a la ciudad la semana pasada. Su marido la llevó a ver Cats. ¿Y sabéis qué?, dijo. Con lo que costaron las entradas, nos podríamos haber comprado un aparato de aire acondicionado y habernos quedado en casa viendo la tele.

El señor que tenía detrás se había pasado el día cocinando los tomates de su jardín. Ahora se estaba haciendo con frascos para envasarlos. Había una señora con un bebé que dijo que pensaba pasar el fin de semana metida en la piscinita infantil de sus críos.

¿Has oído lo del tío que saltó por una ventana de la cárcel?, le preguntó la de las compras de vuelta al cole a su amiga. No me puedo quitar su cara de la cabeza.

Ése ya debe estar a medio camino de California.

Lo acabarán pillando, dijo la primera señora. Siempre los pillan.

Lo peor es saber que alguien así ya no tiene nada que perder, dijo la otra mujer. Es capaz de cualquier cosa. Para esa gente, la vida no vale ni diez centavos.

Su amiga tenía algo que añadir, pero me lo perdí. Ya estaba al principio de la cola, pagué y salí de allí con mis compras. Durante un breve instante, no pude localizar el coche, pero enseguida los vi a los dos. Frank había dado una vuelta al edificio, donde estaba Home Depot. Tenían a la entrada uno de esos balancines hechos de madera de cedro, que era una oferta de final de rebajas. Los dos estaban ahí sentados y Frank le había pasado el brazo por los hombros a mi madre. El coche estaba parado, pero con la llave puesta para que la radio siguiera sonando. La canción que se oía era Lady in red.

No se dieron cuenta de que yo ya estaba de vuelta. Observé que deberíamos regresar a casa antes de que se fundiera el helado.

No era tan tarde cuando acabamos con el pastel, pero les dije que estaba cansado. Subí a mi cuarto y puse en marcha el ventilador. Eran las nueve en punto, pero aún hacía mucho calor, así que me quité toda la ropa, a excepción de los calzoncillos, y me cubrí tan sólo con la sábana.

Contaba con mi ejemplar de Mad, pero me costaba concentrarme. Pensaba en la fotografía de Frank en la primera plana del periódico de la mañana, y en cómo el diario se había quedado ahí tirado todo el día sin que nadie lo abriera para leer todo el artículo. Gracias al titular, sabía que lo estaban buscando y que había matado a alguien, aunque me faltaban los detalles. Aunque suene cómico, parecía una grosería leer la noticia con él delante.

Podía oír, abajo, el murmullo de sus voces y el sonido del agua corriente mientras lavaban los platos, pero no las palabras que pronunciaban, y tampoco las habría oído aunque apagase el ventilador. Luego, las voces fueron remitiendo, pero había música: un disco que a mi madre le encantaba, Frank Sinatra cantando baladas. Buena música de baile, si es que sabías bailar.

Debí de quedarme dormido en algún momento, pues me desperté al oír el sonido de pasos en la escalera. La noche anterior, Frank se había quedado en el sofá, pero esta vez, junto al sonido familiar de los pasos de mi madre, registré otros, más pesados, y la voz baja de Frank, que parecía proceder de un sitio totalmente distinto, de un lugar profundo y oscuro, como una cueva o un pantano.

Seguía sin distinguir las palabras, sólo las voces y el zumbido del ventilador, y desde más allá de la ventana abierta, el ruido de los grillos, y un coche en la carretera, aunque no muy lejos. Alguien —probablemente el señor Jervis— estaba viendo un partido, o más bien lo escuchaba desde el patio porque ahí se estaba más fresco. De vez en cuando, oía unos gritos de ánimo, lo cual me decía que los Red Sox debían de estar jugando bien.

Alguien había abierto el grifo de la ducha, y el agua llevaba un buen rato corriendo, más rato del que yo nunca había pasado en la ducha, tanto que llegó un momento en el que me pregunté si habría pasado algo y si debería levantarme para comprobar que no se nos hubiera roto una cañería, pero algo en mí me decía que no lo hiciera. Ahora entraba por la ventana la luz de la luna. La puerta del dormitorio de mi madre chirrió al abrirse. Desde el parque de juegos, llegaba música de órgano. Las voces de nuevo. Susurrantes. Las únicas palabras que pude descifrar fueron: Me he afeitado para ti.

El sitio donde yo reposaba la cabeza, contra la delgada pared de mi cuartito, daba a la cabecera de la cama de mamá, al otro lado. A lo largo de los años, a veces la había oído hablar en sueños: esos murmullos que suelta la gente en mitad de un sueño. Supongo que me resultaba familiar el modo en que crujían los muelles de su cama, o el ruido que hacía el despertador al darle cuerda, y luego el tictac correspondiente, pero nunca les había dado más importancia a esas cosas que a mis propios latidos. Mi habitación estaba lo suficientemente cerca de la suya como para oír todo eso, para escuchar la manera en que a veces suspiraba al apartarse las sábanas, el sonido del vaso de agua cuando lo ponía en la mesilla, o el crujido de la ventana cuando la abría para disfrutar de un poco de brisa, como estaba haciendo ahora mismo. Era una noche calurosa.

Ella también debía de oír los ruidos de mi cuarto, aunque nunca me había parado a pensar en ello. Ahora pensaba en ciertas noches recientes, cuando me había pasado la mano por mi nuevo cuerpo, que tan poco familiar me resultaba, y se me aceleraba la respiración, y emitía un suspiro corto y tenue cuando se me escapaba el aire de los labios al terminar. Ahora pensaba en ello porque había una voz al otro lado de la pared, murmurando, y también murmuraba la de mamá. Ya no había palabras. Sonidos y respiraciones, cuerpos moviéndose, el cabezal de la cama chocando contra la pared, y luego un grito, uno solo y largo, como un pájaro nocturno que acabara de ver a su pareja, o una advertencia al nido porque hay un águila sobrevolándolo. Una señal de alarma.

Al oír eso al otro lado de la pared, noté que se me agarrotaba el cuerpo. Me quedé así varios minutos —se había acabado el partido, se habían apagado las voces de la habitación contigua y sólo se oía el ruido del ventilador— hasta que al final, aunque no lo suficientemente pronto, me quedé dormido.