Hay algo que ocurre a veces, cuando te despiertas y, durante cosa de un minuto, no recuerdas lo que sucedió ayer. El cerebro necesita unos segundos para ponerse en posición antes de que te acuerdes de lo que pasó —a veces es algo bueno, pero suele ser malo—; lo tenías muy claro la víspera, cuando te fuiste a la cama, pero se borró durante la noche. Recuerdo esa sensación de cuando mi padre se fue, y cómo, cuando abrí los ojos al día siguiente y miré por la ventana, supe que algo iba mal sin recordar exactamente qué. Luego reapareció todo.
Cuando Joe se escapó de la jaula y durante tres días no supimos dónde estaba, lo único que se nos ocurrió fue esparcir comida para hámster por toda la casa confiando en que apareciese, cosa que acabó haciendo: fue una de esas situaciones. Cuando mi abuela murió —no porque la conociera muy a fondo, sino porque mi madre la había querido y ahora iba a ser huérfana, lo cual significaba que se iba a sentir aún más sola en el mundo, lo que a su vez implicaba que yo tenía que estar más por ella, cenar juntos, jugar a las cartas, escuchar sus historias con más atención—, también fue una de esas ocasiones.
A la mañana siguiente de que nos trajéramos a casa a Frank desde el Pricemart —el viernes anterior al inicio del Fin de Semana del Trabajo— desperté sin recordar que estaba allí. Sólo sabía que algo había cambiado en nuestra casa.
La revelación vino cuando olí a café. Mi madre no lo hacía así. Y nunca estaba levantada tan temprano. Sonaba música en la radio. Clásica.
Había algo en el horno. Galletas, resultó.
Me llevó unos pocos segundos recomponer la situación. A diferencia de otras veces, cuando me despertaba y recordaba ciertas cosas, esta vez no había ningún mal rollo. Recordaba ahora los fulares de seda, la mujer en la tele diciendo asesino. Pero lo que sentía al pensar en Frank no estaba teñido de miedo. Era más bien un ansia de lo más estimulante. Era como si hubiese estado en mitad de un libro que había tenido que cerrar porque estaba cansado de leer, o como si hubiera puesto en pausa un videojuego. Quería retomar el hilo de la historia y descubrir qué había sido de los personajes, pero lo cierto es que los personajes éramos nosotros.
Mientras bajaba por la escalera, consideré la posibilidad de que mi madre siguiera donde estaba la noche anterior, atada en la silla con sus propios pañuelos de seda. Pero la silla estaba desocupada. Y la persona junto al horno era Frank. Era evidente que se había entablillado el tobillo: aún cojeaba, pero se las apañaba mejor.
Hubiera salido a buscar huevos, dijo, pero no me pareció que fuese muy buena idea deambular por la 7-11 en estos momentos. Señaló con la cabeza el periódico, que debía de haber recogido en la acera, donde lo habrían tirado poco antes de salir el sol. Por encima del pliegue, junto a un titular sobre la ola de calor que se preveía para el fin de semana festivo, había una fotografía de alguien que resultaba tan familiar como irreconocible: él. Lo que pasaba era que el hombre de la foto tenía un aspecto duro y malévolo y una serie de números a la altura del pecho, mientras que el que estaba en la cocina se había metido un trapo en el cinturón y sostenía una cafetera.
La verdad es que los huevos irían de miedo con estas galletas, dijo.
Aquí no compramos muchos alimentos perecederos, le informé. Nuestra dieta, básicamente, consistía en latas y congelados.
Ahí atrás hay sitio suficiente para tener gallinas, dijo Frank. Con tres o cuatro ejemplares, os podríais hacer huevos fritos cada mañana. Un huevo recién puesto no tiene nada que ver con lo que te venden en esas cajas de cartón del supermercado. Yemas doradas. Destacan en el plato como las tetas de una corista de Las Vegas. Y las gallinas también hacen mucha compañía, las cabronas.
Dijo que había crecido en una granja. Que nos podía echar una mano. Que me enseñaría lo básico. Le eché un vistazo al diario mientras él iba hablando, pero pensé que si se me veía demasiado interesado en la historia de su fuga y la búsqueda para encontrarle, igual se ofendía.
¿Dónde está mi mamá?, le pregunté. Por un segundo, me entró cierta preocupación. Frank no parecía que nos fuese a hacer nada malo, pero ahora me estaba pasando por la cabeza una imagen de mi madre en el sótano, puede que encadenada a la caldera y con el fular de seda en la boca en vez de suavemente atado a las muñecas. O en el maletero del coche. O en el fondo del río.
Necesitaba dormir, dijo Frank. Nos quedamos hablando hasta muy tarde. Pero estaría bien que le llevaras esto. ¿Le gusta tomar el café en la cama?
¿Y yo qué sé? Nunca me había hecho esa pregunta.
También la podemos dejar sobar un poco más, añadió.
Estaba sacando las galletas del horno y poniéndolas en un plato, con un trapo encima para mantenerlas calientes. Te voy a decir una cosa, Henry, dijo. Nunca cortes una galleta con un cuchillo. Pártelas con las manos para captar todas las texturas. Lo que buscas son picos y valles. Imagínate un jardín recién segado, con la superficie un tanto irregular. Cantidad de espacios para que la mantequilla lo impregne todo.
No solemos tener mantequilla, le dije. Usamos margarina.
Eso sí que tiene delito, afirmó Frank.
Se sirvió una taza de café. El periódico seguía en su sitio, pero ninguno de los dos hizo ademán de cogerlo.
No te culpo por hacerte preguntas, me dijo Frank. Es lo que haría cualquier persona sensible. Lo único que quiero que sepas es que la historia va más allá de lo que cuenta el diario.
No supe qué decir a eso, así que me serví un vaso de zumo de naranja.
¿Tenéis algún plan para el fin de semana?, preguntó. ¿Barbacoas, partidos de béisbol, cosas así? Parece que va a hacer un calor asfixiante. Ideal para ir a la playa.
Nada especial, le informé. Mi padre me lleva a cenar fuera los sábados, y eso es todo.
¿Y ése de qué va?, inquirió Frank. ¿Cómo puede alguien desprenderse de una mujer como tu madre?
Se lió con su secretaria, dije. Aunque sólo tenía trece años, era consciente de cómo sonaban esas palabras mientras las pronunciaba, de lo soezmente vulgares que parecían. Era como admitir que te habías meado en los pantalones, o que habías mangado algo de una tienda. Una historia que ni tan siquiera resultaba interesante. Tan sólo patética.
No te lo tomes a mal, hijo, pero, en ese caso, que lo zurzan. Alguien así no se merece a una mujer como ella.
Hacía mucho tiempo que mi madre no tenía el aspecto que lucía cuando apareció esa mañana por la habitación. El cabello, que solía llevar recogido con una goma, le caía sobre los hombros y parecía más esponjoso de lo habitual, como si hubiera dormido sobre una nube. Llevaba puesta una blusa que yo nunca le había visto, blanca, llena de florecillas y con el botón del cuello desabrochado. No iba tan escotada como para parecer vulgar —seguía pensando en aquel comentario de Frank sobre una corista de Las Vegas—, sino que resultaba amistosa, sugerente. Se había puesto unos pendientes y lápiz de labios, y cuando se acercó un poco más constaté que llevaba perfume. Sólo un leve atisbo de algo con olor a limón.
Frank le preguntó qué tal había dormido. Como un bebé, dijo ella, y se echó a reír.
La verdad es que no sé por qué lo dicen, comentó. Teniendo en cuenta que los bebés se despiertan constantemente de noche.
Le preguntó si tenía hijos.
Uno, repuso él. Si estuviera vivo, ahora tendría diecinueve años. Francis júnior.
Ciertas personas, como mi madrastra, Marjorie, habrían hecho algún tipo de comentario comprensivo sobre lo mucho que lo sentían. Habrían preguntado qué ocurrió o, si fuesen religiosas, dirían algo sobre que el hijo de Frank estaba sin duda alguna en un lugar mejor. O hubieran hablado de alguien que conocían y que también había perdido a un hijo. Últimamente, me había estado fijando en cómo la gente solía hacer ese tipo de cosas: agarrarse a cualquier problema que alguien mencionara para aplicárselo a sí mismos y a su propia y lamentable situación.
Al oír que el hijo de Frank había muerto, mi madre no dijo nada, pero le cambió la expresión de una manera que no era necesario decir más. Fue un momento como el de la noche anterior, cuando Frank le estaba dando el guiso picante y sosteniéndole el vaso para que bebiera y tuve la impresión de que habían dejado atrás las palabras normales para trasladarse a un lenguaje completamente distinto. Frank sabía que mi madre lo sentía por él. Ella sabía que él se daba cuenta de ello.
Como cuando se sentó en la silla que él le había dispuesto —la misma silla de la víspera— y extendió las muñecas para que le volviera a poner los pañuelos. Esos dos habían llegado a un mutuo entendimiento. Y yo, básicamente, me dedicaba a mirar.
No creo que sea necesario, Adele, dijo Frank. Pero si algún día tienes que decir que te até, superarás el detector de mentiras.
Quería preguntar cuándo llegaría ese día. ¿Quién le haría las preguntas a mi madre? ¿Dónde estaría Frank mientras tanto? ¿Qué me preguntarían a mí?
Mi madre asintió. ¿Quién te enseñó a hacer galletas?, preguntó.
Mi abuela, dijo él. Fue ella la que me cuidó cuando murieron mis padres.
Había habido un accidente de coche, nos explicó. Sucedió cuando él tenía siete años. De noche, muy tarde, mientras volvían de visitar a unos parientes en Pensilvania, sus padres toparon con un bloque de hielo. El Chevy se empotró contra un árbol. Su madre y su padre estaban muertos en el asiento delantero… aunque su madre había vivido lo suficiente como para que Frank recordara los ruidos que hacía, sus gemidos, mientras intentaban sacarla de allí y el cuerpo de su padre, muerto en el asiento delantero del coche, descansaba la cabeza en el regazo de su mujer. Desde el asiento de atrás, Frank —que sólo se había torcido la muñeca— lo había visto todo. También había una hermana pequeña. En aquella época, la gente se limitaba a llevar a los bebés en el regazo cuando iba en coche. También estaba muerta.
Nos quedamos ahí un minuto, sin decir nada. Puede que mi madre quisiera hacerse con una servilleta, pero su mano se posó en la de Frank y se demoró ahí unos segundos.
Son las mejores galletas que nunca haya probado, le dijo. Espero que me pases el secreto.
Te lo acabaré contando todo, Adele, dijo Frank. Si consigo quedarme lo suficiente.
Me preguntó si jugaba al béisbol. En realidad, lo que preguntaba era por mi posición favorita en el juego. Ni se le pasaba por la cabeza que me diera todo igual.
Jugué una temporada de la Liga Infantil, pero era malísimo, le dije. No pillé ni una bola mientras estuve en la parte izquierda del campo. Todos se alegraron cuando lo dejé.
Yo creo que tu problema es que no has tenido un buen entrenador, declaró. Tu madre se me antoja una mujer de muchos talentos, pero intuyo que el béisbol no es uno de ellos.
Mi padre es muy bueno en los deportes, le informé. Juega en un equipo de softball.
Precisamente, dijo Frank. Softball. ¿Qué se puede esperar?
El hijo de su nueva esposa es lanzador, le dije. Mi padre entrena constantemente con él. Solía llevarme al campo con ellos para practicar con un cubo de pelotas, pero yo no daba una.
Creo que hoy deberíamos pelotear un poco, si la agenda te lo permite, Henry, me dijo. ¿Tienes guante?
Frank no tenía uno para él, pero eso no era ningún problema. Había observado una zona abierta, justo detrás de donde acababa nuestra propiedad, en la que se podía entrenar un poco.
Creí que te habían sacado el apéndice, apunté. Pensé que nos tenías prisioneros. ¿Qué pasa si uno de nosotros sale corriendo mientras no miras?
Entonces te caerá un castigo de verdad, dijo Frank, volver a la sociedad.
Lo que hicimos después fue: Frank le echó un buen vistazo al patio pensando dónde poner las gallinas. Se acercaba el frío, pero con la suficiente paja, las gallinas invernaban tan ricamente. Lo único que necesitaban era un cuerpo caliente al que pegarse por la noche, como todo el mundo.
Frank comprobó cómo andábamos de leña, y cuando se enteró de que la provisión acababa de llegar, le dijo a mi madre que el tío que se la había vendido se había quedado corto.
Me pondría a cortar leña ahora mismo, pero igual se me saltan los puntos, dijo. Intuyo que en invierno esto se pone de lo más acogedor, cuando se amontona la nieve y hay un buen fuego en la chimenea.
Limpió los filtros del calentador de agua caliente y le cambió el aceite al coche. También revisó los enchufes.
¿Cuánto hace que no controlas todo esto, Adele?, preguntó.
Hará cosa de un año, repuso mamá.
Ya que estamos, dijo Frank, apuesto a que nadie te ha enseñado nunca a reparar un neumático pinchado, Henry, ¿estoy en lo cierto? Te voy a decir una cosa: más te vale que no esperes a que suceda para aprenderlo. Sobre todo, si tienes a una jovencita en el asiento de al lado a la que quieres impresionar. Estarás conduciendo antes de lo que te imaginas. Eso y otras cosas.
Hacía la colada. Planchaba. Cuando fregaba el suelo, también le pasaba cera. Revisó la despensa en busca de algo para el almuerzo. Sopa. Empezaría con la Campbell’s, pero iríamos progresando. Qué pena que no tuviéramos albahaca fresca. Puede que el año que viene. Mientras tanto, se podía apañar con orégano seco.
Luego me llevó al patio, con la pelota de béisbol nueva que había trincado el día anterior en Pricemart.
Para empezar, dijo, me limitaré a mirar cómo pones los dedos en las costuras.
Se inclinó sobre mí y puso sus largos dedos encima de los míos. Éste es tu primer problema, dijo. La manera en que la agarras.
Hoy no vamos a lanzar, dijo tras mostrarme la manera adecuada de agarrar una bola, que era la suya. Aún tenía la cicatriz fresca, añadió. Pero, en cualquier caso, era una buena idea que yo me acostumbrase cuanto antes a esa sensación. A poner los dedos en la bola. Me dediqué a lanzarla suavemente al aire mientras caminaba por ahí.
Cuando se haga de noche, dijo, me gustaría que pusieses el guante bajo la almohada. Aspira el aroma del cuero. Eso te mantendrá motivado.
Volvíamos a estar en la cocina. Como una especie de pionera, o de esposa de una antigua película del oeste, mi madre le estaba cosiendo los pantalones a Frank. También pretendía lavarlos, pero entonces él no tendría nada que ponerse. El hombre, envuelto en una toalla, estaba sentado mientras mamá cosía y quitaba lo peor de la sangre con un trapo mojado.
Te muerdes el labio al coser, dijo. ¿No te lo ha dicho nadie?
Nadie le había dicho nada de eso, ni de todo lo demás en lo que él se había fijado ese día. El cuello, los nudillos…, nada de joyas, lo que era una lástima, con lo bonitas que tenía las manos. Frank reparó en una cicatriz que mi madre tenía en la rodilla y de la que yo nunca me había percatado.
¿Cómo te la hiciste, cariño?, le preguntó él, como si no hubiera nada raro en llamarla así, como si fuese la cosa más natural del mundo.
Bailando Barras y estrellas en un espectáculo de mi escuela de danza, le informó. Me caí en mitad del escenario.
Frank le besó la cicatriz.
A última hora de la tarde, cuando los pantalones ya estaban cosidos, cuando ya nos habíamos tomado la sopa, y habíamos jugado a las cartas, y yo había hecho el truco que Frank me había enseñado —sacarme un palillo de la nariz—, llamaron a la puerta. Frank ya llevaba por allí lo suficiente, casi un día, como para saber que eso era algo inusual. Vi que le vibraba la vena del cuello. Mi madre fijó la vista en la ventana: ni rastro de coches. Quien viniera lo había hecho a pie.
Ve tú, Henry, me dijo. Y diles que estoy ocupada.
Era el señor Jervis, el vecino, con un cubo lleno de melocotones.
Tenemos demasiados, dijo, no sabemos qué hacer con ellos. Pensé que igual a tu madre le vendrían bien.
Me hice con el cubo. El señor Jervis se quedó ahí plantado, como si tuviera algo que añadir.
Se acerca un largo fin de semana, anunció. Dicen que mañana alcanzaremos los treinta y tantos grados.
Pues sí, le concedí. Lo he visto en la prensa.
Los nietos vienen el domingo. Si quieres, puedes venir a darte un chapuzón en la piscina, si es que estás por aquí. Refrescarte un poco.
Tenían una piscina en el patio de atrás que solía estar vacía todo el verano, excepto cuando el hijo de Jervis venía de visita con su familia desde Connecticut. Había una chica de mi edad que usaba un inhalador y hacía como que era un androide, y un crío de unos tres años que, probablemente, se meaba en la piscina. La cosa no parecía muy prometedora.
Le dije que gracias.
¿Está en casa tu madre?, preguntó. Era una pregunta innecesaria, y no sólo porque tuviésemos el coche aparcado ahí delante. En nuestra calle, todo el mundo sabía que mi madre no solía ir a ningún lado.
Está ocupada.
Deberías informarla, por si no se ha enterado, de que anda suelto un preso de Stinchfield, la penitenciaría del estado. Por la radio han dicho que fue visto por última vez en la zona comercial, a la entrada del pueblo. No ha habido ninguna información sobre autoestopistas o coches robados, lo cual significa que aún podría rondar por aquí. La parienta se pasa el día con el culo prieto, convencida de que va directo a nuestra casa.
Mi madre está cosiendo, le dije.
Pensé que tenía que saberlo. Como vive sola… Si tenéis algún problema, pegad un grito.