Evidentemente, lo andaban buscando por todo el pueblo. A Frank. En la tele sólo teníamos un canal, pero antes incluso de que llegaran las habituales noticias de las seis, interrumpieron la programación para hablar del asunto. La teoría era que, teniendo en cuenta sus heridas y el hecho de que la Policía había montado controles en las carreteras antes de que hubiera pasado una hora de su fuga —y en nuestra localidad sólo había, básicamente, un camino de ida y otro de vuelta—, no podría haber ido muy lejos.
Aparecía su rostro en la pantalla. Resultaba curioso ver a ese hombre en la tele mientras lo tenías sentado en el salón. Como se habría sentido aquella chica, Rachel, si hubiera venido a casa, lo que nunca hizo, y estuvieran echando en la tele una reposición de La isla de Gilligan justo en el momento en que mi madre entrara en la habitación con un plato de galletas para nosotros, cosa que tampoco sucedía nunca, y Rachel pensara que mi madre era realmente aquella actriz.
«Tenemos un famoso en la familia», había dicho Marjorie la noche en que mi padre y ella me llevaron a tomar un batido después de mi interpretación de Rip van Winkle. Sólo que esta vez habría sido cierto.
Ahora estaban entrevistando al jefe de la Patrulla de Carreteras, que decía que el fugado había sido visto en la zona comercial. Decían que Frank era peligroso y que, posiblemente, iba armado, aunque nosotros sabíamos que no era así. Yo ya le había preguntado si llevaba pistola. Cuando me dijo que no, me llevé una decepción.
Si ven a este individuo, pónganse inmediatamente en contacto con las autoridades, decía la presentadora. Acto seguido, apareció un número de teléfono en la pantalla. Mi madre pasó mucho de apuntarlo.
Era evidente que le habían operado de apendicitis el día anterior. Explicaron algo acerca de cómo ató a la enfermera que tenía que vigilarle y saltó por una ventana, pero eso ya lo sabíamos, y también sabíamos que dejó ir a la enfermera antes de lanzarse por la ventana.
Ahí estaba ella ahora, diciendo que Frank siempre había sido atento y considerado con ella. Un buen paciente, por lo que había sido toda una sorpresa que de repente la atara. Según mi madre, con toda probabilidad, eso hacía de Frank alguien aún más fiable, pues no había alterado la historia para nosotros.
También explicaron en el noticiario el motivo por el que estaba en la cárcel. Asesinato.
Hasta entonces, Frank no había abierto la boca. Estábamos viendo la tele juntos, como si echaran La revista de la tarde o cualquier otro programa que emitieran a esa hora. Pero cuando llegaron a lo de que había matado a alguien, el hombre apretó la mandíbula.
Nunca explican los detalles, dijo. No sucedió como dirán que sucedió.
En la tele habían vuelto a la programación habitual. Una reposición de Días felices.
Adele, necesito preguntarte si me puedo quedar un tiempo con vosotros, dijo Frank. Me estarán buscando por todas las carreteras, trenes y autobuses. Lo que nadie espera es que me quede por aquí.
No fue mi madre quien hizo la pregunta adecuada. Fui yo. Prefería no mencionarlo porque me caía bien y no quería que se enfadase, pero me pareció importante que alguien sacara el tema.
¿No va contra la ley albergar a un criminal?, le pregunté, pues era algo que había aprendido viendo la tele. Luego me sentí mal por haber utilizado ese término. Aunque apenas conocíamos a Frank por aquel entonces, me pareció mezquino llamar de esa manera a alguien que me había comprado un libro de puzles y que había puesto bombillas nuevas por toda la casa. Frank había felicitado a mi madre por el color elegido para pintar la cocina: ese tono amarillo tan especial que, según él, le recordaba los ranúnculos de la granja de su abuela de cuando él era pequeño. También nos había dicho que nunca habríamos probado un guiso picante como el que él nos iba a preparar.
Tu hijo es muy listo, Adele, le dijo Frank. Está bien que se preocupe por ti. Eso es lo que todo hijo debería hacer por su madre.
Sólo tendríamos problemas si alguien viera a Frank por aquí, dijo mi madre. Mientras no aparezca nadie, no hay nada que temer.
No me extrañó. Ella pasaba mucho de las leyes. No iba a la iglesia, pero el que nos cuidaba, aseguró, era Dios.
Cuánta razón tienes, dijo Frank. Pero sigue pareciéndome inaceptable lo de poner en peligro a tu familia.
Nuestra familia. Hablaba de nosotros como de una familia.
Es por eso por lo que te voy a atar, dijo. Sólo a ti, Adele. Y, Henry, aquí presente, sabe perfectamente que no quiere que le pase nada a su madre. Por eso no irá a la Policía ni llamará a nadie. ¿Estoy en lo cierto, Henry?
Al oír esto, mi madre no se movió de su sitio en el sofá. Nadie dijo nada durante cosa de un minuto. Podíamos oír el ruidito de la rueda en la jaula de Joe mientras el bicho caminaba en círculos, el chirrido de sus uñitas contra el metal y el susurro del agua en el horno para nuestra cena modelo Comida al Minuto.
Tengo que pedirte que me lleves a tu dormitorio, Adele, dijo Frank. Supongo que una mujer como tú tendrá algunos fulares. La seda va muy bien. La cuerda o el bramante pueden cortar la piel.
Tenía la puerta a poco más de un metro y aún estaba entreabierta, de cuando habíamos entrado las bolsas de la compra. Al otro lado de la calle estaba la casa de los Jervis, desde donde me saludaba a veces la señora Jervis, cuando yo pasaba por delante en bicicleta, y me comentaba el tiempo que hacía. Más allá estaban los Farnsworth y los Edwards, que una vez vinieron a preguntarle a mi madre si pensaba barrer las hojas un día de éstos, pues ya estaban empezando a inundar los demás patios del vecindario. Cada mes de diciembre, el señor Edwards ponía tantas luces que la gente de otros pueblos se acercaba a verlas, lo cual significaba que pasaba mucha gente por delante de casa en esa época del año.
La gente se deja un dineral en esas luces, decía mi madre. ¿Es que nunca se les ha ocurrido mirar las estrellas?
Podía salir pitando por la puerta y correr hacia sus casas. Podría agarrar el teléfono y marcar un número. El de la Policía. El de mi padre. No, el de mi padre no: lo utilizaría como prueba de que mi madre estaba loca, como él sostenía desde hacía tiempo.
Pero yo no quería hacer eso. Puede que Frank tuviese un arma, puede que no. Era evidente que había matado a alguien. Pero no parecía capaz de hacernos daño a mi madre o a mí.
Estudié atentamente la expresión de mi madre. Por una vez, tenía muy buen aspecto. Tenía las mejillas sonrosadas de una manera inusual y la vista clavada en los ojos de Frank, que eran azules.
La verdad es que tengo una colección de fulares de seda, dijo mi madre. Eran de mi madre, añadió.
Es para guardar las apariencias, dijo Frank con voz calmada. Supongo que entiendes a qué me refiero.
Me levanté y fui hacia la puerta. La cerré para que nadie pudiera ver el interior de la casa. Me quedé sentado en el salón, con las piernas dobladas debajo de mí, y vi que los dos ascendían los peldaños que llevaban a la habitación de mamá: mi madre iba delante, Frank le pisaba los talones. Parecían caminar más lentamente de lo habitual, ascendiendo esas escaleras como si cada peldaño necesitara cierta reflexión. Como si al final de la escalera hubiese algo más que un montón de viejos pañuelos. Como si no estuvieran muy seguros de lo que iban a encontrar y se tomaran su tiempo, dándole vueltas al asunto.
Volvieron al cabo de un rato. Frank le preguntó a mamá qué silla se le antojaba más confortable. Cualquiera que no estuviera junto a la ventana, eso era todo.
Era evidente, por la manera en que se dolía de vez en cuando, que aún le hacía daño la herida, por no hablar de la operación de apendicitis. Pero podía hacer lo que tenía que hacer.
Primero le sacó el polvo al asiento. Pasó la mano por la madera como si estuviera buscando posibles astillas. Sin excesiva fuerza, pero sí con pulso seguro, le puso las manos en los hombros a mi madre y la sentó en la silla. Se quedó junto a ella cosa de un minuto, como si estuviera pensando. Ella le miró como si estuviese haciendo lo propio. Si tenía miedo, nadie lo diría.
Para atarle los pies, Frank se acuclilló en el suelo. Mi madre llevaba su modelo favorito de zapatos, que parecían zapatillas de bailarina. Frank se los quitó de los pies —primero uno, luego el otro, acariciando los empeines—. Tenía una mano sorprendentemente grande, o igual es que los pies de mi madre eran muy pequeños.
Espero que no te importe que te lo diga, Adele, señaló Frank, pero tienes unos deditos preciosos.
Muchas bailarinas se estropean los pies, dijo mi madre. Yo he sido afortunada.
Frank cogió entonces uno de los fulares de la mesa —de color rosa, con estampado de rosas— y otro que tenía una especie de diseño geométrico. Me pareció que éste se lo pasaba por la mejilla, pero igual me lo imaginé. Sí sé que el tiempo parecía haberse detenido, o que se movía con una lentitud tal que yo ya no tenía ni idea de cuántos minutos habían pasado cuando Frank le puso a mamá el primer pañuelo en el tobillo y comenzó a atarla. Había enganchado la silla a un trozo de metal que pasaba por debajo de la mesa y gracias al cual podías añadirle una hoja si venía más gente y había que hacerle sitio. Cosa que nunca sucedía.
Parecía como si se hubiese olvidado de que yo estaba allí mientras colocaba los fulares: uno en cada tobillo, que ataba a las patas de la silla, uno en las muñecas, atadas juntas sobre el regazo, por lo que parecía que estaba rezando, ahí sentada. Como si estuviera en la iglesia. Aunque nunca íbamos.
De repente, pareció acordarse de mí. No quiero que nada de esto te inquiete, hijo, me dijo. No es más que lo que hay que hacer en este tipo de situaciones.
Otra cosa, le dijo a mi madre. No quiero avergonzarte de ninguna manera por decirlo, pero cuando necesites ir al cuarto de baño, o sientas algún deseo que implique privacidad, no dudes en decírmelo.
Yo me quedaré sentadito a tu lado, si no te importa, dijo. Vigilando un poquito.
Por un segundo, le volvió al rostro esa expresión que se le escapaba cuando algo le dolía.
Mi madre le preguntó entonces por su pierna. No creía mucho en la medicina, pero guardaba alcohol de frotar debajo del fregadero. No quería que pillara una infección, le dijo. Y quizás se podría encontrar alguna manera de entablillarle el tobillo.
Volverías a estar como antes en un santiamén, dijo.
¿Y si no quiero estar como antes?, repuso Frank. ¿Y si ahora quiero ser diferente?
Le dio de comer. Yo tenía las manos libres, pero como las de mi madre estaban atadas, Frank colocó el plato en la mesa delante de él, lo suficientemente cerca como para llegar con el tenedor. Y tenía razón en lo del guiso picante. Era el mejor que había probado.
Ver a Frank llevar la comida a los labios de mi madre, y cómo ella la aceptaba, no tenía nada que ver con lo que hacía Evelyn, la amiga de mi madre, con su hijo Barry cuando venían de visita. Ni con Marjorie con el bebé que decían que era mi hermanita; metiéndole las cucharadas en la boca mientras hablaba por teléfono o le chillaba a Richard por algo que había hecho, con lo que la mitad de la papilla se le derramaba a Chloe por el pijama sin que Marjorie se diera ni cuenta. Se supone que es ligeramente humillante lo de quedarse ahí sentado a la espera de que otro te eche de comer. Si cargan demasiado la cuchara, hay que tragárselo todo, y si la dejan medio vacía te quedas ahí con la boca abierta, suplicando. Se supone que algo así puede cabrearte o desesperarte, en cuyo caso lo único que puedes hacer es escupirle la comida a la persona que te la está dando. Y morirte de hambre.
Pero había algo especial en la manera en que Frank alimentaba a mi madre que era casi hermosa, como si él fuese un joyero o un científico o uno de esos ancianos japoneses que le dedican todo el día a un solo bonsái.
Se aseguraba de que cada cucharada contuviera la cantidad justa de comida para que mi madre no se atragantara y nada se le derramase por las comisuras hacia la barbilla. Te dabas cuenta de que Frank entendía que ella era de esa clase de gente que se preocupaba de su aspecto, incluso aunque estuviese atada en su propia cocina con la única compañía de su hijo y un presidiario en fuga. Puede que a su hijo le diera lo mismo, pero al otro no.
Antes de llevarle la cuchara a los labios, Frank soplaba la comida para que no le quemase la lengua. Al cabo de unas cuantas cucharadas, entendía que ella tenía que beber algo. Podía ser agua o vino, depende. Alternaba ambas bebidas sin que ella dijera cuál quería.
A diferencia de las cenas conmigo, donde mamá siempre estaba hablando, contando sus historias, esa noche comíamos en un silencio prácticamente total. Era como si esos dos no necesitasen hablar. Tenían los ojos clavados el uno en el otro. Pero pasaban muchas cosas: la manera en que ella torcía el cuello hacia él, como un pájaro en el nido; la manera en que el cuerpo de Frank se inclinaba hacia delante en la silla, como el de un pintor ante el lienzo. Dando a veces un brochazo. Limitándose a contemplar su obra, otras.
A media comida, a mi madre le cayó una gota de salsa de tomate en la mejilla. Probablemente, podría haberla lamido con su propia lengua, pero a esas alturas ya se había dado cuenta de que no haría falta. Frank mojó la servilleta en el vaso de agua y la puso sobre la piel de mamá. También le rozó la mejilla con un dedo a la hora de secarla. Mi madre hizo un gesto de asentimiento. Muy levemente, su cabello había acariciado la mano de él, y cuando eso sucedió, Frank le cogió el mechón y se lo apartó de la cara.
Frank no comía. Yo estaba hambriento, pero ahora, ahí sentado en la mesa con ellos, me parecía grosero ponerme a zampar: era como lanzarse a devorar palomitas en un bautizo, o lamer un helado mientras un amigo te está explicando que se le ha muerto el perro. No debería estar aquí, pensaba yo.
Creo que me llevaré la cena al salón, dije. A ver un poco la tele.
El teléfono también estaba allí, claro está. Podría haberlo descolgado y marcar un número. La puerta, los vecinos, el coche con la llave puesta… Nada había cambiado. Puse Tres son compañía y me comí el guisote.
Al cabo de unos cuantos episodios, cuando ya estaba cansado, le eché un vistazo a la cocina. Los platos estaban limpios y ordenados. Frank había preparado té, pero nadie se lo estaba bebiendo. Podía oír el murmullo de sus voces, pero no entender las palabras que decían.
Entonces grité que me iba a dormir. Ése era el momento en que, habitualmente, mi madre hubiese dicho «Felices sueños», pero ahora estaba ocupada.