Mi madre era una buena bailarina. Más que eso. Tal como bailaba, podría haber salido en una película, si aún hicieran películas en las que la gente bailara ese tipo de cosas, lo que no era el caso. Pero teníamos en vídeo algunas de ellas y mi madre se sabía algunos números. Cantando bajo la lluvia, el trozo en que el hombre gira en torno a una farola de lo enamorado que está y la chica lleva un impermeable. Mi madre interpretó ese número, en pleno centro de Boston, cuando todavía íbamos a veces a algún sitio. Me llevó al Museo de la Ciencia, y justo al salir empezó a llover a cántaros, y había una farola y ella se puso a bailar. Más adelante, cuando hacía cosas de ese tipo, a mí me daba vergüenza. Pero tiempo atrás me sentía muy orgulloso.
Fue bailando como conoció a mi padre. Dejando aparte todo lo que tenía que decir en su contra, reconocía que ese hombre sabía cómo mover a una mujer por la pista de baile, algo que para ella significaba mucho. No recuerdo gran cosa de cuando mis padres aún estaban juntos, pero sí recuerdo lo del baile; y como era muy pequeño, me parecían los mejores del mundo.
Hay hombres que te ponen la mano en el hombro o en la rabadilla, decía ella. Los buenos saben que ahí hay que aplicar presión. Algo que sea como un punto de apoyo.
Cómo agarrar a tu pareja en el salón de baile era una de las pocas cosas sobre las que mi madre tenía una firme convicción. También creía que los microondas producían cáncer y esterilidad, motivo por el cual —aunque teníamos uno— me hizo prometer que me protegería la entrepierna con un libro de cocina si me encontraba en casa de mi padre mientras Marjorie estaba calentando algo.
Una vez tuvo un sueño en el que un tsunami desquiciado se disponía a atacar en breve el estado de Florida, prueba evidente de que yo no tenía que ir a Disneylandia con mi padre y Marjorie… Daba igual que Orlando estuviese situado en el interior. Mamá decidió que nuestra vecina de al lado, Ellen Farnsworth, había sido reclutada por mi padre para recopilar información que le ayudara a hacerse con mi custodia. De qué otro modo se podría explicar el hecho de que un día, después de que mi padre hubiese llamado a mi madre para pedirle que me llevara a las pruebas de selección de la Liga Infantil, la señora Farnsworth se hubiera ofrecido para llevarme en su coche, ¿eh? Si no era por eso, ¿a qué se debía que hubiese aparecido por casa a preguntar si nos sobraba un huevo con la excusa de que se había quedado sin ninguno a medio hacer galletas de chocolate? Sólo quería espiarnos, dijo mi madre. Venía en busca de información comprometedora.
Y no descarto que esa mujer nos haya puesto micros en casa, añadió. Ahora los hacen tan pequeños que podría haber uno escondido en este salero.
Hola, Ellen, le gritó al salero con un tonillo musical. Hubo una época en la que yo me quedaba pasmado viendo cómo descubría cosas así y cómo, una vez lo había hecho, reaccionaba de la manera adecuada. Ya no.
Y en cuanto a las pruebas de la Liga Infantil: según mi madre, la Liga Infantil no era más que una de esas organizaciones que reprimen la creatividad de los críos a base de hacerles seguir todas esas reglas.
¿Como lo de que sólo te dejen cometer tres errores?, le pregunté. ¿Cómo que el equipo con más puntos es el que gana?
Yo estaba de cachondeo, claro está. Odiaba el béisbol, pero a veces también odiaba la manera en que mi madre juzgaba todo lo que hacían los demás, siempre en busca de un motivo para que la cosa no fuese con nosotros. Y para que quedara claro que esa gente no era como nosotros.
Pero ¿qué le pasa a esa mujer?, dijo justo después de que la señora Farnsworth diera a luz a su cuarto hijo. Cada vez que me despisto, fabrica otro bebé.
Ésos eran los temas que abordábamos a la hora de la cena. Ella los comentaba. Yo escuchaba. Mi madre creía que la televisión no debía estar puesta mientras la gente cenaba. Había que conversar. En la cocina, a la luz de la única bombilla que nos quedaba, mientras nos comíamos la cena congelada (calentada en el horno, nunca en el microondas), mi madre consideraba la posibilidad de que el sistema de control de natalidad de los Farnsworth fuese una chapuza —¿diafragma, tal vez?— y me contaba historias de su vida, aunque únicamente de los viejos tiempos. Fue ahí donde lo descubrí todo: cuando apartó la bandeja tras servirse el vino.
Tu padre era un hombre muy guapo, me contó. Igual que lo serás tú. Le había enviado por correo una foto de él a alguien de Hollywood, tiempo atrás, cuando se acababan de casar y ella pensaba que su marido podía ser una estrella de cine.
Nunca le respondieron, dijo. Parecía sorprendida.
Mi padre era el que procedía de este pueblo. Mamá le había conocido en la boda de una chica con la que fue al colegio, en la parte alta de Massachusetts, en la Costa Norte.
Ni siquiera sé por qué me invitó Cheryl, dijo. Tampoco éramos tan amigas. Pero siempre se podía contar conmigo cuando había bailoteo.
Mi padre había acudido a esa boda con otra persona. Mi madre llegó sola, pero ya le parecía bien. De esa manera, decía, no te quedas atrapada toda la noche con alguien que igual no tiene ni idea de baile.
Mi padre sí la tenía. Hacia el final de la velada, la gente les había dejado un sitio en la pista de baile sólo para ellos. Papá la conducía con unos movimientos que ella nunca había hecho antes, incluyendo un lanzamiento al aire que le hizo pensar que había hecho muy bien al ponerse las bragas rojas.
Besaba muy bien. Después de conocerse, se quedaron en la cama todo ese fin de semana, así como los tres días siguientes. Yo no tenía por qué escuchar necesariamente todo lo que mi madre me contaba, pero eso la traía sin cuidado. Al segundo vaso de vino, ya no estaba hablando conmigo, sino largando en general.
Si hubiéramos podido pasarnos la vida bailando…, decía. Si nunca hubiésemos dejado de bailar, todo habría salido bien.
Mamá dejó su trabajo en la agencia de viajes y se fue a vivir con él. Papá aún no vendía seguros. Tenía una furgoneta en la que iba por ahí, vendiendo perritos calientes en las ferias, y palomitas de maíz. Ella se apuntaba a sus desplazamientos y por la noche, a veces, ni siquiera volvían a su apartamento, si es que habían ido a algún lugar del norte, o al océano. Llevaban un saco de dormir debajo del asiento. Con uno les bastaba.
Ese trabajo era estrictamente veraniego, claro está, decía ella. Cuando llegaba el invierno, se dirigían hacia el sur, a Florida. Mamá tuvo un trabajo durante un tiempo, sirviendo margaritas en un bar de la playa de St. Pete. Papá se llevaba gente de excursión a las Everglades. Y por la noche iban a bailar.
Yo intentaba comer lentamente mientras mi madre me explicaba esas historias. Sabía que cuando se acabara el papeo, ella se acordaría de dónde estábamos y se levantaría de la mesa. Cuando hablaba de los viejos tiempos, de los días de Florida y la furgoneta de los perritos calientes y los planes que tenían de irse algún día a California para intentar colocarse de bailarines en algún programa de variedades de la televisión, algo le ocurría a su rostro, como le pasa a esa gente que oye de repente una canción en la radio que había sido popular cuando eran jóvenes, o que ven un perro en la calle que les recuerda el que tenían cuando eran pequeños…, puede que un Boston terrier o un collie. Por un momento, parecía mi abuela el día en que se enteró de la muerte de Red Skelton, o ella misma el día en que mi padre aparcó delante de casa con un bebé en brazos que decía que era mi hermana. Cuando eso sucedió, ya llevaba algo más de un año fuera de casa, pero ese momento —cuando vio al bebé— fue el peor de todos para mi madre.
Me había olvidado de cómo eran los bebés, dijo después de que él se fuera. Tenía el rostro desencajado. Puede que el mundo se estuviera desmoronando. Luego se recuperó. Tú eras mucho más guapo, dijo.
Cuando solía llevarme a sitios, también me explicaba historias mientras conducía, pero cuando empezó a quedarse todo el rato en casa, las historias llegaban a la hora de la cena, y hasta cuando eran tristes yo nunca quería que terminasen. Siempre supe que cuando dejara el tenedor en el plato se acabaría la historia, pero aunque no hubiese terminado —pues esas historias nunca tenían una conclusión—, le cambiaba la expresión de la cara.
Más vale que lavemos los platos, decía. Y ponte con los deberes. El auténtico final llegó cuando mis padres regresaron al norte y se vendieron la furgoneta de los perritos calientes. Ya no hacen programas de televisión así, como cuando éramos pequeños, dijo. Con bailarines. Habían atravesado todo el país sin darse cuenta de que El show de Sonny & Cher y La hora de Glen Campbell habían dejado de emitirse. Pero la verdad es que ya daba igual, pues a mi madre lo que más le apetecía era no volver a ver gente bailando en la tele. Quería tener un hijo.
Y luego apareciste tú, dijo. Y mis sueños se hicieron realidad.
Mi padre se hizo con el trabajo de vendedor de seguros. Sus especialidades eran los accidentes laborales y la incapacidad. Nadie podía calcular más rápidamente que mi padre el dinero que podía recibir alguien por perder un brazo, o un brazo y una pierna, o las dos piernas, o el chollo de perder las cuatro extremidades, en cuyo caso, si ese alguien había tenido la astucia de comprarle previamente a él un seguro, le garantizaba una vida de millonario.
Mi madre se quedó en casa conmigo después de aquello. En esos tiempos vivían con la madre de mi padre, y cuando ella murió se quedaron con la casa, aunque no fue ése el sitio en que vivimos tras el divorcio. Ahora mi padre vivía en nuestra vieja casa con Marjorie, Richard y Chloe. Contrató una segunda hipoteca para echar a mi madre, quien utilizó el dinero para conseguir el sitio al que nos trasladamos. Era más pequeño, sin el árbol en el patio donde me habían puesto el columpio, pero había espacio suficiente para lo que quedaba de la familia, que éramos nosotros dos.
Ésas no eran historias para explicar durante la cena. Todo eso lo reconstruí por mi cuenta, y durante las noches de sábado que pasaba con mi padre, cuando Marjorie y él me llevaban a cenar, y a veces mi padre decía cosas como que ojalá tu madre no me hubiera obligado a darle todo ese dinero para la casa, o Marjorie apretaba los labios y me preguntaba si mi madre había conseguido ya un trabajo normal.
Los problemas de mi madre a la hora de salir de casa habían empezado hacía tanto tiempo que yo ya ni me acordaba de cuándo. Pero sabía lo que ella pensaba: que salir al mundo exterior era una mala idea.
Todo era culpa de los bebés, decía. Todos esos bebés chillones que hay por todas partes, y esas madres que les incrustan el chupete en la boca. Decía más cosas…, sobre el clima y el tráfico, sobre las centrales nucleares y el peligro de las ondas que emitían las líneas de alto voltaje. Pero lo que más le incordiaba eran los bebés, y sus madres.
Nunca prestan atención, decía. Es como si dar a luz a esos críos fuera el logro máximo, y una vez que los tenían todo era una rutina, y hacías lo que podías para atiborrarlos de refrescos y sentarlos delante de un vídeo (la cosa empezaba a popularizarse por aquel entonces). ¿Es que ya nadie habla con sus hijos?, clamaba.
Bueno, claro, ella sí. Demasiado, en mi opinión. Ahora siempre estaba en casa. La única persona a la que de verdad le interesaba ver, decía, era yo.
De vez en cuando, todavía íbamos a alguna parte, pero en vez de encargarse ella de las compras, me enviaba a mí con el dinero y se quedaba en el coche. O decía que para qué molestarse en conducir hasta la tienda cuando puedes pedirlo a Sears. Cuando íbamos al supermercado, mi madre acaparaba cosas como sopa de tomate Campbell’s, cenas de pescado del Capitán Andy, mantequilla de cacahuete y gofres congelados, por lo que no tardamos mucho en vivir como si estuviéramos en un refugio antiaéreo. A esas alturas, Sears ya se había encargado de los congelados de larga duración y teníamos la nevera llena de cenas precocinadas. Nos podría haber atacado un huracán y habríamos sobrevivido durante semanas con las provisiones que teníamos almacenadas. En cualquier caso, decía ella, la leche en polvo es mejor para ti. Menos grasa. Sus padres habían tenido el colesterol muy alto y ambos habían muerto jóvenes. Había que estar al tanto.
Luego empezó a pedirlo todo por correo, hasta la ropa interior y los calcetines —era una época anterior a Internet—, y a comentar el mucho tráfico que había ahora en el pueblo, que no habría que conducir por ahí nunca más, especialmente si consideras cómo contribuye eso a la polución. Se me ocurrió la idea de hacernos con un ciclomotor: había visto a un personaje de la tele conduciendo uno y pensaba que sería muy divertido ir los dos dando vueltas por la ciudad haciendo recaditos.
¿Cuántos recados necesita hacer realmente una persona?, preguntaba ella. Si te paras a pensarlo, todo eso de ir de un sitio a otro no es más que una pérdida de tiempo que podrías emplear mejor en casa.
Cuando yo era pequeño, me pasaba la vida intentando sacarla de casa. Vamos a jugar a los bolos, le decía. Al minigolf. Al Museo de la Ciencia. Intenté pensar en cosas que le gustasen: un espectáculo navideño en el instituto, una representación de Oklahoma! en el Lions Club.
Habrá baile, le decía. Craso error mencionarlo.
A cualquier cosa la llaman bailar, decía ella.
A veces me preguntaba si el problema no sería lo mucho que había querido a mi padre. Había oído casos de gente que había querido tanto a alguien que si ese alguien se moría o se largaba, nunca se recuperaba. A eso se referían cuando hablaban de un corazón destrozado. En cierta ocasión, mientras nos comíamos la cena congelada y ella acababa de servirse su tercer vaso de vino, consideré la posibilidad de consultarle ese asunto. Me preguntaba qué era lo que llevaba a una persona a odiar a otra de la manera en que mi madre parecía odiar a mi padre tras haberlo amado en igual medida. Parecía algo que podías aprender en clase de Ciencias…, algo relacionado con la física, aunque aún no habíamos llegado a eso. Algo así como un balancín en el que cuanto más alto sube uno en un lado, más bajo cae el otro en el asiento de enfrente.
La conclusión a la que llegué fue que no había sido perder a mi padre lo que le había roto el corazón a mi madre, si es que eso era lo que había sucedido, como así parecía. Se trataba de la pérdida del amor en sí, del sueño de atravesar América alimentándose de perritos calientes y palomitas, de bailar por todo el país con un vestido de lentejuelas y con unas bragas rojas. De tener a alguien que pensaba que eras hermosa, cosa que, según ella me había contado, mi padre solía decirle a diario.
De repente, ya no hay nadie que te diga eso y te conviertes en uno de esos erizos de cerámica al que le crecen plantas y al que la persona que lo compró se le olvidó regar. Eres como un hámster al que nadie se acuerda de alimentar.
Así era mi madre. Yo intentaba aliviarle un poco el abandono, vaya si lo hacía, a base de dejarle notitas en la cama que decían cosas como «Para la Mamá Número Uno del Mundo» junto a una piedra o una flor que hubiese encontrado, y chistes de mi libro de un-chiste-cada-día, a veces le componía canciones graciosas en su honor, o limpiaba la Cubertería y cambiaba el papel de los cajones, y cuando llegaba su cumpleaños, o la Navidad, le daba sus libretas de cupones con las páginas grapadas y en cada una de ellas le ponía cosas como «Vale por una sacada de basura» o «Vale por una pasada de aspirador». Cuando era más pequeño, una vez hice un cupón que ponía «Marido por un día», con la promesa de que cuando lo canjeara sería como tener de nuevo un marido en casa, y que yo me encargaría de cualquier cosa que se le ocurriera.
En aquellos tiempos yo era demasiado joven como para comprender lo de ser marido por un día. No estaba preparado para ese papel, pero también es cierto que me daba cuenta de mi terrible incapacidad y que ser consciente de ello me pesaba, sobre todo cuando estaba en la estrecha camita de mi pequeño cuarto, prácticamente a su lado, pues las paredes que nos separaban eran tan finas que era como si estuviésemos juntos. Podía sentir su soledad y su nostalgia antes de que comprendiera el significado de esas palabras. Probablemente, la cosa nunca tuvo nada que ver con mi padre. Mirándolo ahora, era muy difícil imaginar que nunca se la hubiese merecido. Lo que ella amaba era el amor.
Uno o dos años después del divorcio, durante una de nuestras noches del sábado, mi padre me preguntó si yo pensaba que mi madre se estaba volviendo loca. Yo debía de tener seis o siete años por aquel entonces, aunque si hubiese sido mayor, la pregunta no habría resultado más sencilla. Era lo bastante mayor como para saber que la mayoría de las madres no se quedaban dentro del coche mientras su hijo entraba en el colmado con el dinero para hacerles las compras, y que no lo enviaban al cajero del banco —aún no había cajeros automáticos— con un cheque de quinientos dólares: dinero de sobra, decía ella, para no tener que volver a salir a la calle en mucho tiempo.
Había estado en casa de otra gente, así que sabía cómo eran las madres. Sabía que iban a trabajar y llevaban a sus hijos en coche por ahí y se sentaban en bancos durante los partidos de béisbol e iban al salón de belleza y asistían a la fiesta de comienzo de curso. Tenían amigas, no tan sólo a una mujer triste con un hijo retrasado en un enorme carrito.
Sólo es tímida, le dije a mi padre. Está muy ocupada con sus lecciones de música. Ése fue el año en que a mi madre le dio por el violonchelo. Había visto un documental sobre una violonchelista famosa, puede que la mejor del mundo, que se puso enferma y empezó a perder notas y a caérsele el arco y no tardó nada en no poder seguir tocando, y su marido, que también era un músico famoso, la abandonó por otra mujer.
Mi madre me había contado esa historia una noche, mientras nos acabábamos el pescado congelado del Capitán Andy. El marido había empezado a acostarse con la hermana de la famosa violonchelista, me dijo mi madre. Al cabo de un tiempo, ésta ya no podía ni caminar. Tenía que quedarse en la cama, en la misma casa en que su marido estaba en otra cama con su hermana.
Haciendo el amor en la habitación contigua. ¿Qué opinas de eso, Henry?, me preguntó mi madre.
Me parece mal, dije. Aunque a ella le daba igual mi respuesta.
Mi madre estaba aprendiendo a tocar el violonchelo en homenaje a Jacqueline Du Pré, me explicó. No tenía un maestro, pero alquiló un violonchelo en una tienda de música a un par de pueblos del nuestro. Era un poco pequeño, pues estaba pensado para niños, pero lo suficientemente bueno para un principiante. Una vez le pillara el tranquillo, ya se buscaría algo mejor.
Mamá está bien, le dije a mi padre. A veces se pone triste, cuando la gente se muere. Como Jacqueline Du Pré.
Podrías venirte a vivir con Marjorie y conmigo, dijo él. Y Richard y Chloe. Si eso te apeteciera, podríamos llevarla a juicio. A que le hicieran una revisión.
Mamá está estupendamente, le dije. Mañana ha invitado a su amiga Evelyn. Yo siempre juego con el hijo de Evelyn, Barry.
(Bla bla gú gú, pensé. Bubi Dubi zo zo. Hablando con Barry).
Miré a mi padre a la cara mientras le decía esas cosas. Si él hubiese querido seguir hablando del asunto, podría haberle contado más: quién era Barry y cómo pasaban el tiempo mi madre y Evelyn cuando ésta venía, el plan que tenían de pillar tal vez una casa en el campo juntas, donde pudieran educar a sus hijos sin llevarlos al colegio y cultivar sus propias verduras. Seguir una dieta macrobiótica para reactivar las células cerebrales de Barry, que en estos momentos no acababan de funcionar muy bien. Tener energía solar. O energía eólica, o aquella máquina que la madre de Barry había visto en el Evening Magazine, que almacenaba energía para mantener en marcha la nevera a base de pedalear una hora cada mañana en un aparato modelo bicicleta. Ahorrar dinero en la factura de la luz y adelgazar al mismo tiempo. No es que mi madre lo necesitara, pero Evelyn sí.
Pero mi padre, tras escuchar mi informe sobre las actividades maternas que tan contenta la tenían, había puesto cara de alivio, como yo ya había previsto. Sabía que en realidad no quería que viniera a vivir con él y con Marjorie, y a mí tampoco me apetecía vivir con él y con una mujer que se refería a sus dos hijos (y a mí cuando estaba presente) como enanitos. O chiquitines, que era su otro término favorito.
Aunque yo era su auténtico hijo y Richard no, lo cierto es que Richard era más su tipo. Richard siempre lo hacía muy bien cuando le tocaba batear en la Liga Infantil. Mientras que yo siempre me quedaba en el banquillo, hasta el día en que incluso mi padre se dio cuenta de que igual ese deporte no era lo mío. Había algo indudable: nadie me echó de menos en los Tigres de Holton Mills cuando me fui.
Sólo te lo he preguntado porque tengo la impresión de que está deprimida, dijo mi padre. Y no me gustaría que tuvieras que sufrir alguna experiencia traumática. Quiero que estés con alguien que se pueda ocupar de ti de la manera adecuada.
Mi mamá se ocupa muy bien de mí, le dije. Hacemos cosas divertidas todo el rato. Viene gente. Tenemos aficiones.
Estamos aprendiendo español, le señalé.