El sitio en que vivíamos entonces —la población de Holton Mills, en New Hampshire— era de esos en que la gente sabía a qué se dedicaban los demás. Se daban cuenta si dejabas pasar mucho tiempo entre una «segada de césped» y la siguiente, o si pintabas tu casa de un color que no fuera el blanco, y puede que no te dijeran nada a la cara, pero lo comentaban a tus espaldas. Y mi madre era de esas personas a las que les gusta que las dejen en paz. Hubo una época en que le encantaba subirse a un escenario y que todo el mundo asistiese a su interpretación, pero, en aquellos momentos, el único objetivo de mi madre era ser invisible, o lo más parecido a eso.
Una de las cosas que decía que le gustaban de nuestra casa era su situación, al final de la calle, sin otras casas más allá y con un enorme prado en la parte de atrás que no daba más que a unos bosques. Apenas aparecían coches, excepto cuando alguien se perdía y tenía que dar la vuelta. Aparte de gente como el tipo que recolectaba dinero para el orfanato y los ocasionales visitantes religiosos o alguien que pedía algo, casi nadie venía a vernos, lo cual para mi madre era estupendo.
Las cosas habían sido diferentes. A veces íbamos a casas de gente y la invitábamos a la nuestra. Pero en aquellos momentos, a mi madre no le quedaba más que una amiga, y ni ella se dejaba ver mucho ya. Evelyn.
Mi madre y Evelyn se conocieron por la época en que mi padre se largó, cuando mi madre tuvo aquella idea de crear en casa unas clases de movimiento creativo para niños, una actividad en la que posteriormente habría resultado muy difícil imaginársela. Se dedicó a repartir folletos por el pueblo y hasta puso un anuncio en el periódico local. La idea consistía en que las madres aparecerían con sus hijos y que la mía pondría música y esparciría fulares y cintas, y todo el mundo bailaría alrededor.
Cuando acabaran, habría una merienda. Y si conseguía los clientes necesarios, ya no tendría que molestarse en regresar al mundo y hacerse con un trabajo más normal, algo que no iba con ella.
Se esforzó muchísimo organizando el asunto. Cosió alfombrillas para todo el mundo y apartó todos los muebles del salón, que no eran nada del otro jueves, y hasta compró una alfombra para el suelo que llegaba de pared a pared y que se suponía que pertenecía a alguien, pero que no la había pagado.
Yo era muy pequeño por aquel entonces, pero recuerdo la mañana de la primera clase. Mi madre encendió velas por toda la habitación y horneó galletas, de las saludables, con harina de trigo y miel en vez de azúcar. Yo no quería asistir a la clase, así que ella me dijo que me encargara del tocadiscos y de vigilar a los críos pequeños, mientras que ella se ocuparía de los mayores. Y luego, yo serviría la merienda. Esa mañana fue un agobio, sobre todo cuando me decía lo que tenía que hacer y me recordaba que si alguien tenía que ir al baño, yo tenía que ayudar a los más pequeños a ponerse bien los pantalones después de hacer sus cosas.
Y llegó el momento en que se suponía que debían empezar a aparecer los clientes. Pasó un rato y seguía sin venir nadie.
Cosa de media hora después del supuesto inicio de la clase, apareció una señora con un chaval en silla de ruedas. Eran Evelyn y su hijo, Barry. Por el tamaño de éste, deduje que debía de ser de mi edad, pero no sabía hablar mucho y sólo hacía ruiditos en los momentos más inesperados, como si estuviera viendo una película que nadie más podía ver, y de repente había una escena divertida o parecía que algún personaje de la película, que a él le caía muy bien, se moría, pues se llevaba las manos a la cabeza —lo cual no era tan sencillo, pues las manos se le disparaban hacia todos lados y la cabeza también, no necesariamente en la misma dirección—, y se quedaba sentado en su silla gimoteando.
Puede que Evelyn pensara que lo del movimiento creativo era algo bueno para Barry, aunque la verdad es que a mí me parecía que ya se movía de una manera muy creativa. Pero mi madre se esforzó. Entre ella y Evelyn colocaron a Barry sobre una de las alfombrillas especiales y mi madre puso un disco que le gustaba —la banda sonora de Ellos y ellas— y les enseñó a Barry y a Evelyn los movimientos que había que hacer al escuchar Tengo el caballo aquí mismo. Evelyn prometía, dijo. Pero seguir el ritmo, definitivamente, no era algo que estuviese al alcance de Barry.
Las clases terminaron tras una sesión, pero Evelyn y mi madre se hicieron amigas. Traía mucho a Barry en su enorme carrito, y mi madre hacía café, y Evelyn aparcaba a Barry en el porche de atrás y mi madre me decía que jugase con él mientras Evelyn hablaba y fumaba cigarrillos y ella la escuchaba. De vez en cuando oía cosas como delincuente o pensión alimenticia o afrontar sus responsabilidades o es una cruz o pringado miserable —siempre hablaba Evelyn, nunca mi madre—, pero casi siempre conseguía no enterarme de nada.
Intenté pensar en cosas que Barry pudiese hacer, juegos que le interesaran, pero era complicado. Una vez que estaba realmente aburrido, se me ocurrió la idea de hablarle en un idioma inventado: ruidos y sonidos parecidos a los que él utilizaba de vez en cuando. Me coloqué delante de su carrito y le hablé de esa manera, haciendo gestos con las manos como si le estuviese explicando una historia de lo más compleja.
La cosa pareció estimular a Barry. Por lo menos, respondió con más sonidos que antes. Gritaba y chillaba y agitaba los brazos con mucha más vehemencia de lo habitual, lo cual hizo que mi madre y Evelyn aparecieran por el porche a ver qué estaba pasando.
¿Qué ocurre aquí?, inquirió Evelyn. Deduje de la expresión de su rostro que no estaba contenta. Se precipitó hacia la silla de ruedas y se dedicó a acariciarle el pelo a Barry.
No me puedo creer que hayas permitido a tu hijo que se ría así del mío, le dijo Evelyn a mi madre. Estaba recogiendo las cosas de Barry y sus cigarrillos. Yo creí que eras una persona comprensiva, le decía.
Sólo estaban jugando, dijo mi madre. No ha pasado nada. Henry es un buen chico, de verdad.
Pero Evelyn y Barry ya estaban saliendo por la puerta.
Después de aquello, apenas volvimos a verlos, lo cual, en mi opinión, tampoco era una gran pérdida, aunque hacía evidente lo mucho que mi madre necesitaba una amiga. Después de Evelyn, no hubo nadie más.
En cierta ocasión, un chico de mi clase, Ryan, me invitó a pasar la noche en su casa. Era nuevo en la ciudad y aún no se había dado cuenta de que yo no era alguien a quien la gente invitara a su casa, así que acepté. Cuando su padre vino a recogerme, yo ya estaba preparado para una breve escapada, con el cepillo de dientes y una muda limpia dentro de una bolsa del colmado.
Creo que deberías presentarme antes a tus padres, dijo el papá de Ryan cuando yo ya me estaba subiendo al coche. Para que no se preocupen.
Madre, le dije. Sólo está mi mamá. Y le parece muy bien.
Asomaré la cabeza y la saludaré, dijo él.
No sé qué le dijo mi madre, pero cuando el hombre volvió a aparecer parecía que se apiadaba de mí.
Puedes venir a casa cuando quieras, hijo, me dijo. Pero ésa fue la única vez.
O sea, que llevarse a casa a Frank en coche, de esa manera, era la bomba. Es muy probable que se tratara de la primera persona a la que habíamos invitado en un año. Puede que en dos.
Tendrás que perdonarnos por el desorden, dijo mi madre mientras aparcábamos a la entrada. Hemos estado muy liados.
Me la quedé mirando. ¿Liados con qué?
Mi madre abrió la puerta. Joe, el hámster, estaba dando vueltas en su rueda. En la mesa de la cocina había un diario de hacía semanas. Había notitas pegadas a los muebles con palabras en español: Mesa. Silla. Agua. Basura[1] Además de tocar el dulcémele, aprender español era otro de los proyectos de mi madre para mantenernos ocupados durante el verano. Había empezado en junio con las cintas que sacaba de la biblioteca. ¿Dónde está el baño? ¿Cuánto cuesta el hotel?
Las cintas estaban dirigidas a los que se iban de viaje. ¿Y esto para qué sirve?, le había preguntado yo a mi madre, aspirando a que nos limitáramos a poner la radio y escuchar música. Que yo supiera, no íbamos a ir a ningún país en el que se hablara español. Visitar el supermercado cada seis semanas ya era todo un logro.
Nunca se sabe qué oportunidades te pueden salir al paso, dijo ella.
Ahora resultaba que había otra manera de que te pasaran cosas nuevas. Y no tenías que ir a ninguna parte en busca de aventuras. Las aventuras venían a ti.
Estábamos en la cocina, con sus optimistas paredes amarillas y la única bombilla que quedaba en funcionamiento, y el animal de cerámica del año pasado, el de las semillas mágicas, que era un cerdo cuya melena de brotes verdes ya hacía tiempo que se había vuelto marrón y reseca.
Frank contempló lentamente lo que le rodeaba. Observó la habitación como si no hubiera nada raro en entrar en una cocina en la que cincuenta o sesenta latas de sopa de tomate Campbell’s se exhibían junto a una pared, como el escaparate de un supermercado en un pueblo fantasma, junto a una edificación igual de alta hecha de cajas de macarrones, o de frascos de mantequilla de cacahuete, o de bolsas de pasas. Aún se veían en el suelo las huellas que mi madre había pintado el verano pasado para enseñarme a bailar el foxtrot y el pasodoble. La cosa consistía en que pusiera los pies sobre las huellas que ella había dibujado en el suelo mientras marcaba los pasos en su condición de pareja de baile de un servidor.
Es estupendo que un hombre sepa bailar, dijo. Cuando un hombre sabe bailar, puede ir a todas partes.
Bonito lugar, dijo Frank. Acogedor. ¿Te importa si me siento a la mesa?
¿Qué le echas al café?, preguntó mi madre. Ella lo tomaba solo. A veces parecía que era de lo único que se alimentaba. La sopa y los macarrones los compraba para mí.
Frank estudió el titular del periódico que había allí encima, aunque era de varias semanas atrás. Nadie parecía tener prisa por tomar la palabra, así que pensé en romper el hielo.
¿Cómo te heriste la pierna?, le pregunté. También estaba el tema de qué le había pasado en la cabeza, pero me dio la impresión de que era mejor ir por partes.
Te voy a ser muy sincero, Henry, me dijo. Me sorprendió que se acordara de mi nombre. A mi madre le dijo que con leche y azúcar, Adele, gracias.
Ella estaba de espaldas a nosotros, contando las cucharaditas. Parecía que él me hablaba a mí, o que estaba a punto de hacerlo, pero sus ojos contemplaban a mi madre. Y por primera vez pude imaginar cómo la podía mirar alguien que no fuese su hijo.
Tu madre se parece a Ginger, la que salía en aquella serie de Nickelodeon, La isla de Gilligan, me dijo una chica, Rachel, en cierta ocasión. Sucedió en quinto curso, cuando mi madre hizo una extraña aparición en la escuela para asistir a una representación de Rip van Winkle en la que yo interpretaba a Rip. Rachel había lanzado la teoría de que igual mi madre era realmente la actriz que hacía de Ginger, y que vivíamos en este pueblo para darle esquinazo a sus seguidores y a la agitación de Hollywood.
En aquel momento, yo no estaba muy seguro de querer desbaratar su teoría. Sonaba como un motivo mejor que el auténtico, gracias al cual mi madre casi nunca iba a ninguna parte. Fuese cual fuese ese auténtico motivo.
Aunque ella era una madre —no una simple madre, sino mi madre— y lo que llevaba puesto no era más que una falda vieja y unos leotardos del año de la pera, me di cuenta de por qué una persona podría encontrarla atractiva. Y más que eso. La mayoría de las madres de la gente que te cruzabas en la escuela —aparcadas en el exterior a las tres en punto para recoger a sus críos o corriendo para traer los deberes que éstos se habían olvidado— habían perdido la forma en algún momento, probablemente al tener hijos. Eso era lo que le había ocurrido a Marjorie, la mujer de mi papá, a pesar de que, como solía comentar mi madre, era más joven que ella.
Mi madre aún conservaba la figura. Supe desde el momento en que se puso la ropa delante de mí que mi madre todavía cabía en su viejo atuendo de bailarina. Y aunque ahora sólo bailaba en la cocina, seguía teniendo piernas de danzarina. Unas piernas que ahora estaba contemplando Frank.
No te voy a mentir, dijo de nuevo, con las palabras saliéndole lentamente, mientras sus ojos la devoraban. Mamá estaba llenando de agua la cafetera. Puede que supiese que él la estaba mirando. Se estaba tomando su tiempo.
Durante cosa de un minuto, dio la impresión de que Frank no estaba en la habitación, sino en algún lugar muy lejano. Si lo contemplabas, parecía que estaba mirando una película proyectada en una pantalla situada en los alrededores del frigorífico, que aún exhibía la gastada fotocopia de mi corresponsal africano, Arak, sostenida por un par de imanes con calendarios de años ya pasados. Los ojos de Frank estaban fijos en algún punto del espacio exterior, o eso parecía, en vez de ver lo que había en la habitación, que se reducía a mí, sentado, a la mesa, hojeando un tebeo, y mi madre, que hacía el café.
Me he hecho daño en la pierna —la pierna y la cabeza— después de lanzarme por la ventana del tercer piso de un hospital al que me habían llevado para operarme de apendicitis.
En la cárcel, añadió. Así es como me he escapado.
Otras personas dan estas explicaciones al principio, cuando te responden una pregunta que igual se presta a error sobre su auténtica condición (por ejemplo, la pregunta es dónde trabajas y la respuesta es que en McDonald’s, pero antes dicen algo así como que en realidad soy actor o que lo cierto es que pronto echaré la solicitud para que me acepten en la Facultad de Medicina. O intentan que los hechos parezcan diferentes a como son en realidad, diciendo que están en Ventas cuando lo que quieren decir es que son de esos que te llaman por teléfono para convencerte de que te suscribas a algún periódico).
Frank no hizo nada de eso al informarnos. Penitenciaría Estatal, allá en Stinchfield, dijo. Acto seguido, se levantó la camisa para mostramos una tercera herida que si no, no habríamos visto, aunque ésta estaba vendada. Era el sitio de donde le habían sacado el apéndice. Recientemente, a tenor de su aspecto.
Mi madre se dio la vuelta para mirarle a la cara. Tenía la cafetera en una mano y un tazón en la otra. Escanció un chorrito de café. Puso la leche en polvo sobre la mesa, y el azúcar.
No tenemos leche, dijo.
No pasa nada, repuso él.
¿Te has fugado?, le pregunté. ¿Y la Policía te está buscando? Estaba asustado, pero también emocionado. Sabía que, por fin, iba a pasar algo en nuestra vida. Podía ser algo malo, algo terrible. Pero una cosa estaba muy clara: sería diferente.
Habría llegado más lejos, dijo, de no ser por la maldita pierna. No podía correr. Alguien me había visto y ya los tenía encima cuando me refugié en esa tienda en la que te encontré. Ahí fue donde perdieron mi pista, en el aparcamiento.
Frank se estaba echando azúcar en el café. Tres cucharadas. Os agradecería que me dejarais quedarme aquí un ratito, dijo. Sería complicado volver ahí fuera ahora. Causé algunos estropicios al aterrizar.
Eso era algo en lo que ambos podían estar de acuerdo, mi madre y Frank: era complicado volver al mundo.
No os pediré nada, dijo él. Intentaré ayudar. Nunca le he hecho daño a nadie de manera intencionada en toda mi vida.
Puedes quedarte un rato, dijo mi madre. Pero no voy a permitir que le pase nada a Henry.
El chaval nunca ha estado en mejores manos, le dijo Frank.